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Cuando queremos hablar del misterio: Una modesta introducción al tema trinitario

 

Por Dr. Guillermo Hansen

 

 

 

El cuestionamiento de la interpretación trinitaria

 

Algunas de las objeciones más escuchadas en nuestro tiempo es que las categorías trinitarias ya no hablan a la conciencia y situación contemporáneas. “Es muy abstracto”, “demasiado filosófico”, “no abarca la experiencia de la mujer”, “es muy limitativo”, “corresponde a un paradigma antiecológico”, “es una pérdida de tiempo”, son algunas de las frases que he escuchado en esta suerte de alergia antitrinitaria. Para muchos otros el misterio[1] que alguna vez significó la trinidad se ha vuelto sencillamente un enigma, por definición insoluble y por ello dispensable.  En esta línea Paul Tillich expresaba que “el misterio [trinitario] dejó de ser el misterio eterno del fondo del ser y en su lugar pasó a ser el enigma de un problema teológico por resolver y en muchos casos...la glorificación de un absurdo en números”[2].

 

Estos cuestionamientos se deben a una serie de factores. Menciono, para comenzar, el hecho de que en el escenario religioso contemporáneo el mundo de la(s) experiencia(s) ha adquirido una  importancia hermenéutica capital. En muchos casos la experiencia opera como principio de legitimación o validación de una concepción de la deidad, ensalzándose –en los casos extremos—visiones funcionales a la propia subjetividad o al micro-espacio de la intersubjetividad.  Esto crea, para los grandes relatos religiosos, un escenario bastante inestable –al menos comparado a épocas anteriores. Al decir de Peter Berger[3], la modernidad ha pluralizado las condiciones de plausibilidad a tal punto que se impone lo que él denomina el “imperativo herético”, es decir, la necesidad constante de elegir frente a la nueva complejidad de la experiencia (donde inclusive el no elegir es ya elegir). La subjetividad, la propia experiencia, se convierte así en la nueva fuente de autoridad que en la mayoría de los casos no necesita de la maraña trinitaria para satisfacer sus anhelos religiosos. ¿Qué tiene que ver la aridez de un dogma con la vitalidad de la experiencia? –parece ser aquí el planteo central.

 

Al tribunal de la subjetividad también se le debe sumar otros ámbitos de cuestionamiento al concepto trinitario.  La crítica bíblica exegética de los textos “probatorios” de la doctrina trinitaria en el Nuevo Testamento han concluido que en las Escrituras no encontramos una doctrina, sino más bien fórmulas binarias o la mención de una tríada. Un mayor conocimiento del contexto helénico donde nacieron las formulaciones trinitarias arroja luz en cuanto a las presuposiciones filosóficas que informaron las discusiones trinitarias –y las así llamadas herejías. Y no olvidemos la importancia de los estudios fenomenológicos de la religión que destacan no solamente paralelismos entre distintas concepciones de la deidad (entre ellas la figura de tríadas, por ejemplo, en la India) sino también su relatividad cultural y social. En suma, todos estos factores han hecho que la legitimidad de la doctrina trinitaria fuese puesto en una nueva discusión: el concepto trinitario, en realidad, es una manera más de ver lo sagrado que no debe excluir otras formas –sobre todo en esta época de rescate de los relatos olvidados o marginados. Ante este “vacilar” de la doctrina muchos teólogos encontraron la motivación para lanzarse hacia una nueva imaginación con respecto a lo sagrado, explorando metáforas y experiencias en terrenos otrora desechados por el Cristianismo.

 

Volveré a algunas de las objeciones hechas a la doctrina trinitaria que considero importantes por dos razones: siempre aportan un dato novedoso a la reflexión, y además presentan un cuadro sintomático sobre una falla estructural profunda en las formas en que la tradición cristiana entiende y comunica esta doctrina. Ante esto se abren dos desafíos: ¿Podrá la doctrina trinitaria superar la aridez de sus formulaciones para ser fiel al relato de un Dios vivo? ¿Da la Biblia un relato coherente que incuestionablemente lleva a una doctrina trinitaria?

 

Pero antes de pasar a ello no podemos seguir con nuestro relato sin mencionar un dato que es fundamental en nuestro escenario teológico contemporáneo --incluido el latinoamericano.  Es curioso que en las últimas décadas no sólo se ha dado una mayor inestabilidad en el panorama religioso y teológico sino que también fueron los años más prolíficos en cuanto a la reflexión trinitaria después del período comprendido entre el 325 (Nicea) y el 381 (Constantinopla). No basta aquí mencionar los grandes nombres asociados con alguna obra explícita sobre la trinidad (empezando por Karl Barth, Karl Rahner y Walter Kasper, pasando por Wolfgang Pannenberg, Jürgen Moltmann, Eberhard Jüngel y Hans Küng, terminando con Catherine LaCugna o Leonardo Boff) sino que hay que destacar la importancia que ha tenido esta doctrina como clave hermenéutica en los grandes documentos pastorales de la iglesia, como ser (en el campo Católico-romano) el Vaticano II y Medellín.

 

Son muchas las hipótesis que podríamos barajar para explicar este fenómeno: la necesidad de afirmar –frente a la “neo-paganización” de las sociedades tradicionalmente cristianas-- una identidad clara ante la pluralidad de la experiencia de lo sagrado; la incorporación después de la Ilustración de las críticas ateas y humanistas; la respuesta frente a una nueva sensibilidad ante lo ecológico y lo social; el descubrimiento de una reserva de sentido en la simbología trinitaria otrora no manifiesto en contextos patriarcales y más monolíticos. Pero el dato unificador de todos estos motivos, el dato que considero de suprema importancia en este “redescubrimiento” de la doctrina trinitaria, es la permanente ligazón entre el concepto trinitario y el interés pastoral. Lo uno no se da sin lo otro. Esto habla de una manera especial en que el misterio trinitario parece integrar lo humano y lo divino.

 

En efecto, tanto los autores mencionados anteriormente como los documentos de las iglesias mantienen esta estrecha relación entre la afirmación del Dios trino y la praxis pastoral que supone esta concepción de lo sagrado. Y aquí aparece para mí un hecho fundamental: no es que el concepto trinitario sea “funcional” a los intereses pastorales de la iglesia, sino que la dimensión pastoral de la iglesia es una dimensión esencial del mismo Dios trino que confiesa. En su expresión maximalista se lee así: la creación y existencia del universo es la manifestación “pastoral” de la decisión de un Dios de ser Dios en forma triuna (entendiendo la imagen de pastoral a partir de Juan 10:11: “el buen pastor da su vida por las ovejas”). La iglesia, por ello, es una manifestación de esta realidad triuna que lleva adelante su ministerio acorde a los “atributos” de este Dios en particular.

 

 

La trinidad y las trampas del lenguaje

 

Desmenuzar un poco estas dimensiones pastorales intrínsecas al concepto trinitario es lo que me ocupará en el siguiente artículo. Previo a ello es necesario aclarar en qué consiste la doctrina trinitaria, qué es lo que quiere “decir”. A continuación pasaría a describir como funciona esta doctrina, es decir, cómo se “conjuga”.  Para ello comenzaré haciéndome eco de las objeciones que se le han hecho a la doctrina trinitaria. Y quiero concentrarme en el aspecto sintomático aparente en las críticas, es decir, la posible falla en nuestra manera de entender y comunicar nuestra concepción y experiencia de lo sagrado. Opino que el rechazo que produce muchas veces la doctrina de la trinidad se debe a que no sólo se la entiende mal, sino que se la usa mal, es decir, se la invoca en contextos que no le son propicios, o directamente no se la conjuga con los aspectos vitales que hacen a la existencia contemporánea (fuera de cuyo ámbito la doctrina literalmente enmudece).

 

En este nivel hablamos de la relación que existe entre el lenguaje y las realidades que el lenguaje codifica e interpreta. Pero lamentablemente son muchas veces las mismas iglesias las que parecen no ponerse de acuerdo sobre la pertinencia de los lenguajes y las formas de comunicación. Tomo el interesante ejemplo derivado del calendario litúrgico para ilustrar este punto. Todos los años, alrededor del mes de Mayo-Junio, recibo invitaciones para predicar en ocasión del Domingo de la Trinidad. La presuposición que motiva sendas invitaciones es que en este Domingo hay que predicar sobre una doctrina, y nada mejor que un teólogo para esta ocasión. Por supuesto que hay una cierta complicidad de los teólogos mismos: creo que es parte de las “tentaciones de la carne” subirse al púlpito y gozar de las miradas extraviadas –sino desorbitadas—de los feligreses ante tanto enredo arcano pululando de los labios del predicador.  Pareciera que mientras más incomprensible es lo que digamos, ¡más cercanos estamos al dogma trinitario! Se confunde incomprensibilidad y misterio, sofisticación y trascendencia, verborragia y espiritualidad. 

 

La clave la encuentro, por caso, en la forma en que mi esposa –quien es pastora— interpretó que debía predicar en este último Domingo de Trinidad. Ella entendió que no era apropiado predicar sobre la trinidad, sino predicar trinitariamente. Al hacerlo su mensaje discurrió en cómo, por ejemplo, nuestras experiencias de renacimiento en la vida son manifestaciones del Espíritu que invita a la creación hacia la plenitud de eso que llamamos el Reino de Dios (en referencia al texto del encuentro entre Nicodemo y Jesús, relatado en Juan 3:1-17). De este ejemplo se deriva para mí una regla clara: el dogma como dogma no debe ser nunca un objeto de predicación, sino la clave hermenéutica que hile la narración evangélica con la propia experiencia de nuestra humanidad.

   

Por ello podemos decir que la doctrina “habla” de Dios indirectamente, no en forma directa. En todo caso, la referencia más directa a lo que contiene la doctrina es el ámbito de lo doxológico, de la alabanza y adoración, que debe mantener en un estado de tensión paradojal las afirmaciones sobre lo eterno y las reacciones que provoca en la criatura. Digo “para-dojal” (más allá de la doxa, de lo aparente, de la opinión) porque la confesión doxológica es la visión de un futuro del cual sólo hemos recibido “postales”. Es lo que esperamos ver, la manifestación visible de lo que todavía es invisible (cfr. Col 1:15), que siempre introduce una situación de crisis y tensión con lo que ahora es percibido como lo real. Más aún, que en muchas ocasiones hace visible lo que se quiere hacer invisible (por ejemplo, alrededor de la práctica sacramental de la santa cena). 

 

Es esta confesión doxológica la que nos permite hablar en forma cristiana; allí se expresan nuestros símbolos. Ahora bien, es en este ámbito donde surge la doctrina como un intento de clarificación de las reglas que operan en nuestra confesión: la tradición habló de lex orandi, lex cretendi, es decir, de la adecuación y dependencia del lenguaje doctrinal con respecto a la alabanza y confesión de la iglesia. La doctrina`no es libre especulación en busca de un nuevo objeto, sino un lenguaje distinto para afirmar los símbolos por medio de los cuales los cristianos –la iglesia—participan de una realidad todavía por manifestarse en su plenitud.

 

La doctrina, un síntesis,  explicita cómo deben funcionar los símbolos, es decir,  son como “reglas gramaticales” que guían un discurso. Cuando habla}os una lengua no “decimos” las reglas gramaticales, sino que el sentido que expresamos lleva implícito las reglas que codifican un idioma determinado. Lo mismo con una doctrina: en el contexto específico del kerygma y la práctica de la iglesia, ésta es a menudo tácita o implícita. Vuelvo al ejemplo de la predicación durante el Domingo de Trinidad: este es un Domingo no para predicar sobre la trinidad, sino para recordar`que todo lo que la iglesia dice y hace está declinado, informado, conjugado, regulado por las afirmaciones contenidas en los símbolos que componen la concepción de la trinidad. El asunto, entonces, es predicar y actuar “trinitariamente”, siempre.

 

 

 

El “tema” de la trinidad

 

Vayamos ahora a lo que el jesuita Roger Haight llama el tema o asunto de la teología trinitaria, es decir, aquellas afirmaciones fundamentales que encontramos bajo la superficie de las afirmaciones doxológicas[4]. Si tomamos los"credos –que son instancias paraäigmáticas de la regla trinitaria, nombrados por vez primera en las obras de Ireneo y Tertulliano durante el segundo siglo--  vemos que hay tres asuntos fundamentales:

 

1.                          El primer punto refiere al principio monoteísta heredado de la fe judía (el “Shema Israel”) junto a la afirmación de la creación como expresión de la voluntad libre de Dios. Frente a la hermenéutica gnóstica, que postulaba una distancia dualista entre Dios (pleroma) y el mundo visible, se afirma que Dios es el responsable por la existencia de todas las cosas, visibles e invisibles.

 

2.                          La segunda regla tiene que ver con el principio del “maximalismo cristológico”, es decir, la mediación del Logos en la creación y en la salvación. El hecho de que el Cristianismo siempre mantuvo en este nivel la figura de un personaje histórico, ha sido una de sus características más polémicas.

 

3.                          Por último, una referencia al Espíritu Santo enfatizaba generalmente el oficio profético con la creación de una comunidad y la promesa de la resurrección de la carne (o de los muertos, vida venidera).

 

Ahora bien, el desafío para el cristianismo orbitó alrededor de dos polos: por un lado, como mantener la coherencia monoteísta frente al hecho de que Jesús fue levantado de los muertos y que el Espíritu de Dios se hace presente en su comunidad; por el otro lado, contrarrestar las distintas propuestas dualistas empecinadas en establecer una especie de brecha entre Dios y la creación, entre lo infinito y lo finito, entre Dios en sí y su economía. En este contexto resaltan las afirmaciones osadas del concilio de Nicea (325), osadas si se tiene en cuenta que van a contrapelo de los más elementales principios filosóficos del mundo helénico. Es como si Nicea habilitara el principio de una afirmación ontológica diferente, tal como lo sostiene el ortodoxo griego John Zizioulas[5]. Por ello me inclino a entender a Nicea como la estructuración del mito cristiano frente a la narrativa mitológica alternativa del Arrianismo[6] (y por extensión, a la relectura dualista helénica). Digo “mito” porque el credo funciona como la realización de los símbolos evangélicos delimitando su “polisemia” original[7]. Ahora los símbolos bíblicos aparecen “intencionados”, como hierós lógos de experiencias fundantes interpretando en un sentido más determinado el acontecimiento de la creación (el nivel cósmico) como así también la vocación humana (el nivel soteriológico-escatológico). Todo esto lo hace “especificando” de cuál Dios hablamos cuando hablamos de los fundamentos de la creación y la salvación. En definitiva, Nicea apuntala un relato que garantiza el contacto esencial de Dios con el mundo “cristificando” la misma noción de Dios: no hay mundo sin Dios, ¡pero tampoco Dios sin mundo! Hablar de Dios es también hablar del mundo de una manera determinada.

 

En esta línea, hay cuatro elementos centrales que presentan contrapuntos al intento mitológico arriano de instaurar en el seno del cristianismo una comprensión dualista del origen y destino del cosmos.  Concentrándonos en el segundo artículo –el objeto de la discusión-- destacamos[8]:

 

1.                            La cláusula que aclara el significado de ser engendrado (gegenneménon) por el Padre, “es decir, de la sustancia [ser] del Padre” (toutestin ek tes ousías tou patros), establece que lo que se genera no es una “ousia” diferente, o menor, sino que comparte la misma esencialidad que el Padre. Lo que Dios es, también es el Hijo. Ser Dios, por lo tanto, no implica ser una monas simple y solitaria, sino una relación entre –al menos-- un Dios que engendra y un Dios engendrado.

 

2.                            “Dios verdadero de Dios verdadero” (Theon alethinon ek Theou alethinou), reitera la noción de que el Hijo no es Hijo “por gracia” (o por adopción), sino que lo es esencialmente. De ahí que una nueva idea de unidad, no matemática sino orgánica, comienza a vislumbrarse en esta formulación.

 

3.                            “Engendrado, no hecho” (gennethénta ou poiethénta) establece una distinción entre una forma “creatural” de ser creado, y una forma divina de ser engendrado. Sumado a las dos afirmaciones anteriores implica que ser Dios no es solamente “dar” ser (Padre), sino también recibirlo (Hijo). Nueva brecha en la concepción helénica de la simplicidad de Dios.

 

4.                            Por último, el momento culminante de la fórmula de Nicea: “de la misma sustancia que el Padre” (homooúsios to Patrí). Hay que notar que la fórmula no intenta establecer en qué consiste la sustancia del Padre (o Dios), sino afirmar que sea lo que fuese lo que caracteriza a la deidad, esto también es compartido de manera esencial por el Hijo. Por lo tanto, Dios mismo es mediador de la creación, es la realidad más íntima a todas las criaturas. Si bien es cierto que muchos cuestionaron la introducción de este término no bíblico, la mayoría de las objeciones se levantaron no por defender la visión bíblica de Dios, sino por mantener la idea  helénica de la impasibilidad y simplicidad divinas --que se verían seriamente comprometidas de tomar muy en serio la idea de homooúsios.  

 

 

Por supuesto que no hay que exagerar las posibles intenciones ontológicas y teológicas entre los obispos y teólogos que participaron en Nicea[9]. En realidad es llamativo el silencio que siguió a la adopción de este Credo, como “si nada extraño hubiese pasado”. Se puede presumir de que la mayoría simplemente vio en este Credo un fiel reflejo de sus propios credos locales, todos ellos ajustados a la regula fidei que habían recibido.  Pero las implicancias teológicas de estas cláusulas no tardaron en explayarse cuando los arrianos volvieron a la carga insistiendo de que al Hijo –el cual estaba muy “apegado” a la carne, Jesús-- no hay que identificarlo tan estrechamente con el Padre ya que comprometería la deidad de éste último. Atanasio y los Capadocios (Basilio el Grande, Gregorio de Nazianzo, Gregorio de Nisa) fueron los teólogos que realmente echaron luz sobre la doxología trinitaria, articulando las “reglas” inherentes a estas afirmaciones. Ellos desplazaron definitivamente la contrapropuesta arriana –mucho más moderada y “lógica” en su formulación.

 

Para Atanasio lo fundamental de la afirmación trinitaria nicena se centraba en dos puntos, dos puntos que demuestran no sólo como operaba filosóficamente su mente, sino donde radicaba su preocupación pastoral. Para Atanasio[10] el ser de Dios, su esencia, no es concebida como una abstracción helénica (via negativa), sino que introduce un concepto clave para una nueva ontología propiamente cristiana: la idea de relación, de comunión. El hecho de que Dios sea llamado Padre implícitamente sugiere una relación, el Hijo. Dios, en otras palabras, es una relación que se da en la diferenciación. Pero aún más, esta relación y diferenciación no queda absorbida en sí misma, sino que se expresa en la encarnación del Hijo, en la corporalidad humana, en la creación. Y Dios hace esto con un propósito: “porque El se hizo hombre para que nosotros podamos ser Dios”.[11]  Esto es, si Dios no hubiese estado esencialmente presente en el Hijo (encarnado), no habría esperanzas para la salvación humana. La creación, a través de la encarnación, todo lo gana en virtud de la communicatio idiomatum: no tiene por qué temer la presencia divina, como si ésta fuera una amenaza para su propia identidad. En el Dios trino se halla en realidad su plenitud, su futuro, tal como lo anticipara Ireneo en su concepto de anakephalaiosis o recapitulación del universo en Jesucristo (una noción tan extraña a pensamientos de corte dualistas y monistas).

 

Gregorio de Nazianzo, uno de los capadocios, tradujo este concepto de manera tal que no quedaran dudas de las implicancias de lo que se estaba hablando: tanto se comprometió Dios con su mundo, que asumió la totalidad de la misma en el hombre Jesús. Porque en efecto, aquello que no es asumido no puede ser salvo[12]. Para decirlo con palabras distintas: aquello que Dios no asume realmente no interesa. ¡Imagínense lo que significa esto para la tarea pastoral de la iglesia, cuando lo asumido es la totalidad humana! Es una pena que la tradición cristiana, sobre todo en Occidente, haya olvidado esta afirmación central en el dogma trinitario: viejas dicotomías entre alma y cuerpo, cielo y tierra, eternidad y saeculum,  jamás se habrían dado....

 

Si Gregorio de Nazianzo destacó, al igual que Atanasio, las dimensiones soteriológicas integrales encerradas en el dogma trinitario, fue su amigo y maestro Basilio quien más se aventuró con su imaginación a terminar de elucidar en qué consistía este asunto de la trinidad. Tratando de clarificar la confusión que se había desplegado en torno a la correcta interpretación de los términos hipóstasis y ousía (ambos empleados en el credo niceno), llega a una formulación que es a todas luces genial. En Basilio tenemos un claro exponente de la lógica oriental de pensar la unidad divina desde la multiplicidad (y no al revés, como en Agustín). Esto permitirá entrelazar de manera más fluida aquello que llamamos la “economía” (plan de salvación) con el ser mismo de Dios. 

 

Jugando con las posibilidades que permite un término un tanto abstracto, de origen aristotélico, Basilio propone una manera de pensar a Dios a partir de esas identidades llamadas hipóstasis. La ousía o el ser de Dios está expresado y “soportado” por las realidades hipostáticas que llamamos Padre, Hijo y Espíritu Santo. Como dice en una de sus cartas, la hipóstasis es aquello que da “soporte” a la ousía que es Dios[13]; se expresa no a través de ellas (como podría ser una posición modalista) sino debido a ellas. Así es nuestro Dios, un ser cuya esencia es dinamismo, relacionalidad, multiplicidad, reciprocidad: esto es ágape, amor.  Cuando esta noción fuera cristológicamente explayada por Cirilo y su noción de unión hipostática de las naturalezas divina y humana, el resultado es sencillamente explosivo: la deidad no es separable de una figura de nuestra historia. Aquí yace la radicalidad de la promesa para toda la creación que caracteriza al Cristianismo.

 

Para muchos todo esto puede parecer una tonta discusión entre obispos seniles, o peor aún, banales especulaciones “bizantinas” entre obispos post-constantinianos arrumacados en las cómodas hamacas del reciente prestigio y poder adquiridos.  Otros, siguiendo a Harnack, concluirán que las disquisiciones trinitarias de estos teólogos no hace más que confirmar la paulatina “travestización” helénica del concepto bíblico de Dios. Sin embargo nuestra opinión puede cambiar  no sólo tras una mirada a los datos que contamos sobre la biografía de estos obispos (donde la reflexión teológica estaba en función de los muchos desafíos pastorales que encontraban en sus ajetreados ministerios), sino por otra razón que es tan fundamental como la anterior: sus formulaciones tienen que ser consideradas como el intento de conjugar las expresiones exponenciales del Credo, cuyo substrato narrativo era precisamente el evangelio y su historia de la salvación (economía). De esta manera la doctrina trinitaria era pensada como la síntesis del evangelio mismo (evangelio entendido no solamente como el “mensaje” de Jesús, sino de la vida, obra y destino de Jesús: muerte y resurrección). Lejos de ser una especulación helénica, utiliza la nomenclatura cultural de la época para defender el testimonio bíblico sobre Dios.

 

De esta manera, entendiendo que la doctrina trinitaria interpreta la narrativa evangélica, la conclusión a la que lleva esta doctrina es que las tres identificaciones destacan tres “realidades” igualmente cruciales en el momento de concebir y articular lo sagrado. Dios aparece así no tanto como una sustancia, ni siquiera como un “sujeto”, sino como ese evento amoroso que crea el cosmos, lo mantiene (pastoralmente) y lo redime. Pero lo interesante del relato cristiano es que ese dinamismo amoroso tiene una cualidad única: su esencia es la  inclusividad, la comunión, el ágape. Si seguimos la lógica destacada por Nicea, Atanasio y los Capadocios, el relato bíblico es entendido como refiriendo a un Dios que subsiste como ese horizonte que funda el espacio-tiempo, pero también como ese espacio y tiempo que quiere encontrarse con su horizonte. Dios significa el origen del “ser” pero... ¡también su recepción! Da y recibe porque es un Dios trinitario, abierto a la multiplicidad de las formas que se generan en la gesta misma de la evolución cósmica. No sólo los cuerpos humanos, sino las partículas subatómicas, los soles, galaxias, pájaros, bacterias, piedras, tierras, leyendas, estatuas, árboles, arquetipos, todo tiene un futuro en eso que llamamos Dios.  Y la única “lógica” que puede recibir esta multiplicidad en unidad es, precisamente, lo que llamamos trinidad.

 

La clave de esta doctrina no yace, por lo tanto, en la aritmética trinitaria, sino en la integración de un personaje histórico en la misma comprensión de Dios. De no haber existido este evento histórico, no habría mucho por decir tampoco sobre el futuro de las “formas” que son propias del cosmos. Pero la cosa no queda ahí: el mismo relato evangélico que liga el camino de Jesús en obediencia filial a ese horizonte que llamó “Padre”, también relaciona una tercera instancia tanto con la resurrección de Jesús como con su manifestación “pentecostal”.  Por ello mismo la doctrina cristiana sobre Dios posee una tercera dimensión, la dimensión de la “expansión” del ser trinitario significado por el Espíritu.  Recorriendo a Juan y Pablo vemos que la expresión “Espíritu” se reserva para ese poder divino que introduce a las personas y grupos en el misterio.  Es más, en Romanos 8 se habla de una creación también orientada por ese mismo Espíritu a la revelación final de Dios: ella gime a través de nuestro gemido, un gemido que anhela el rescate definitivo de los cuerpos, de la materialidad. Es destacable que precisamente en el orden del tercer artículo del Credo (que adquiere su máxima expresión en el Concilio de Constantinopla, 381) aparecemos nosotros en la definición misma de Dios (fe, bautismo, iglesia, vida eterna). Espíritu, en otras palabras, es el “campo de fuerza” subyacente a la comunión de las criaturas con el Creador. Tal es la fuerza inclusiva de este ruach que en rigor de verdad --tal como lo afirmara Pannenberg en referencia a Agustín-- esa realidad que llamamos “Cristo” ya no consiste en un individuo sino en una nueva corporalidad[14]. Puesto de otro modo, esa realidad que es el Hijo sigue abierta –inclusive incompleta—ya que nuestros cuerpos redimidos les son esenciales a su persona.       

 

Es en esta coyuntura que quisiera volver a mencionar un aspecto en aquello que denominé la dimensión “mitológica” del credo cristiano. Tiene que ver con este último dato de la apertura o inclusividad escatológica propia del Cristianismo que para mí está expresado en la estructura misma del credo. Para ponerlo de manera simple, el “mito” fundante cristiano no presenta eventos acabados en un tiempo primigenio que ritualmente hay que repetir en función del mantenimiento de un orden sagrado, sino que este mito incorpora como elemento central la narración de la presencia divina en nuestra temporalidad como dimensión esencial de su ser Dios. Nuestras historias están llamadas a ser parte de su historia. Más aún, que la creación entera (como historia evolutiva) está llamada a participar de este Dios. Por ello, desde el sentido creado por el mito, podemos decir que Dios está en proceso, o lo que es lo mismo, que Dios es la unificación de todo el cosmos. Por ello “la historia” –nuestras historias-- es incorporada substancialmente al relato sobre Dios: que nosotros –y el cosmos—existamos, hace una diferencia.

 

 

 

La Nueva Hermenéutica Trinitaria

 

            Al estudiar el panorama de los padres griegos en relación a la doctrina trinitaria notamos su obvia dependencia con respecto a su entorno cultural. Su mundo les ofreció valiosas categorías para poder interpretar el misterio cristiano, descubriendo en muchas casos una reserva de sentido que sólo épocas posteriores pudieron realmente apreciar. El siglo pasado (XX) ha sido una de esas épocas que volvieron a nutrirse de las visiones de los padres y de los primeros concilios ecuménicos en busca de un horizonte que incluya positivamente la materialidad, la espacialidad o la temporalidad. Pero conscientes de que un “texto” varía su sentido dependiendo de su contexto, muchas veces será la forma en que construimos el texto lo que deberá cambiar para mantener su sentido original[15] (por ello sería exagerado presumir una continuidad en la nomenclatura utilizada). Esto implicó, básicamente, revertir el método presente en el pensamiento patrístico sobre la trinidad. En lo que sigue presento unas breves tesis que resume este resurgimiento del interés por la doctrina trinitaria, cuyo impacto fue importante para el desarrollo mismo de una teología de la liberación[16].

 

I. El siglo XX ha sido testigo de una renovación del tema trinitario a partir de la recuperación de la especificidad del tema de Dios desde la crítica de Karl Barth al antropocentrismo de la teología moderna-liberal.

 

II. Pero esta nueva visión trinitaria no pudo desconocer los temas centrales que caracterizaron a la modernidad, a saber, historicidad-temporalidad, libertad, autonomía, en síntesis, una revaloración de lo contingente y de la existencia. Por ello la hermenéutica trinitaria contemporánea, si bien en continuidad con las importantes intuiciones patrísticas, también implica un nuevo énfasis que revaloriza la creación y la historia como dimensiones fundamentales de la obra y el ser de Dios.

 

III. El pensamiento trinitario contemporáneo –representado en autores como Rahner, Pannenberg, Moltmann, Jüngel, Kasper, Boff, y en cierta medida también Segundo—intenta superar tanto una visión teísta como a-teísta, logrando una síntesis en la así llamada visión neo-económica de la trinidad. En la visión teísta el ser de Dios se concibe aparte del mundo, en contradicción con él: un Dios sin mundo. En la visión a-teísta el ser de Dios, cuanto mucho, es la proyección de la esencia humana, por ello el énfasis está puesto en la autonomía del mundo que ya no necesita de un Dios: un mundo sin Dios.

 

IV. La hermenéutica neo-económica intenta rescatar los elementos positivos de la crítica atea y moderna en cuanto que debe considerarse seriamente la “mundanidad” del mundo y su (aparente) autonomía. Pero quiere fundamentar estas características en la misma esencia divina que, como amor, permite la existencia de lo otro en relativa autonomía.

 

V. Con respecto a la posición tradicional teísta rescata la obvia referencia a la majestad y “otroriedad” divinas, pero evitando pensarlas en contradicción con las condiciones espacio-temporales. En otras palabras, el ser mismo de Dios no puede ser pensado aparte del derrotero de su existencia tal como se manifiesta en las coordenadas del espacio y del tiempo. Dios tiene también una historia, una historia que no es ajena a la historia misma del cosmos.

 

VI. Karl Rahner fue el que inauguró la fórmula clásica que definió la hermenéutica neo-económica: “la trinidad inmanente es idéntica a la trinidad económica, y viceversa”[17]. En otras palabras, lo que Dios “hace” ad-extra, en la historia y en la creación, es idéntico a lo que Dios es, en su misma esencia. Así, el ser de Dios se “historifica”, se hilvana con el derrotero mismo del universo.

 

VII. Desde el punto de vista cristiano la visión neo-económica encuentra su fundamental punto de partida en la historia de Israel que alcanza su cima en Jesús de Nazaret. Lo que da origen a la concepción trinitaria de Dios es el testimonio de lo sucedido a Jesús después de su muerte, la resurrección. Este “evento” es lo que impulsa a pensar, en  primer lugar, sobre el estatus divino de Jesús y de su mensaje, y en segundo lugar, sobre la esencia misma de la deidad.

 

VIII. A partir de los relatos evangélicos sobre Jesús, la trascendencia que Jesús llamó Padre, y la presencia en el ministerio de Jesús y en la primitiva iglesia del Espíritu, la hermenéutica neo-económica enfatiza 5 puntos que cuestionan dramáticamente las concepciones tradicionales de Dios, revirtiendo metodológicamente las perspectivas de la era patrística[18]:

 

  1. Siguiendo el axioma de Rahner, la doctrina trinitaria no puede fijarse a partir de postulados abstractos, sino sobre la base “empírica” del testimonio evangélico. La doctrina no es más que la articulación explícita de las características implícitas en la relación entre Jesús y Dios, y Jesús y el Espíritu.  

 

  1. Esta historia también afirma que las relaciones entre estas tres “personas” no están limitadas solamente a una causalidad de origen (donde Jesús, el Hijo, y el Espíritu están siempre subordinados al Padre), sino que involucran también una mutualidad donde la “identidad” de cada uno está dado por su relación con el otro.

 

  1. Esta mutualidad en las relaciones apunta directamente a otra característica, la diferenciación entre las personas trinitarias. Eventualmente esta diferenciación deberá predicarse con respecto a la misma esencia divina (Dios no es una homogeneidad indiferenciada, dentro del cual todo se diluye).

 

  1. La “monarquía” del Padre, que siempre se concibió protológicamente, es ahora afirmada como una realidad escatológica, es decir, el Padre es padre en cuanto que su identidad es mediada por la obediencia del Hijo y la glorificación del Espíritu. En ambos casos la mediación de lo creatural es fundamental, Dios es “afectado” (¿enriquecido?) por su misma actuación en la creación.

 

  1. Por último, tanto el Espíritu como el Hijo comparten la esencia divina no sólo por haber sido “engendrados” y “enviados” por el Padre, sino que al ser la deidad misma del Padre dependiente de la glorificación por parte de las criaturas, las misiones del Padre y del Hijo son fundamentales en la “constitución” esencial de Dios mismo.  

 

IX. Desde el punto de vista Protestante la teología de la cruz ha sido un elemento esencial hacia una visión neo-económica de la trinidad. Aquí se inserta el aporte de Jürgen Moltmann y Eberhard Jüngel al preguntarse sobre el significado de la muerte de Jesús para Dios mismo[19]. Para Jüngel acá se define la coherencia y la posibilidad de un Dios vivo, capaz de vencer a la muerte.

 

X. Es en la muerte de Jesús donde Dios se define como un Dios trinitario, es decir, como un Dios que no es tal aparte de su solidaridad con sus criaturas. La muerte de Jesús, por lo tanto, remite a la muerte del cosmos como creación, lo engloba en su propia persona. La resurrección de Jesús, por el otro lado, implica teológicamente que Dios se ha identificado con el hombre Jesús, y para tal identificación necesita auto-diferenciarse.

 

XI. En esta diferenciación Dios, en su misma esencia, se constituye como Dios trinitario. Básicamente, Dios es aquel evento que en su libertad ha decidido no desplegar su deidad sino con y a través de sus criaturas. Esto constituye la esencia de Dios: amor, comunión. A partir de aquí se abre el tema pneumatológico, la manifestación de este amor en la creación por medio de esta otra identidad diferenciada, el Espíritu.

 

Como dije esta hermenéutica neo-económica no es ajena a la teología latinoamericana, es más, podríamos afirmar que es el fundamento doctrinal tácito que sirvió como marco de interpretación a las nuevas dimensiones de la praxis cristiana en este continente[20]. No estoy diciendo que la teología latinoamericana “copió” esta hermenéutica, sino que apropió sus afirmaciones básicas haciéndolas “hablar” y fructificar en las arenas de nuestra propia historia –o del reverso de la misma. Siguiendo los principios de esta doctrina, por ejemplo, interpretó correctamente que la historia es el ámbito de la manifestación divina, el lugar de encuentro con lo sagrado. Más importante aún, que la historia-creación son dimensiones elementales a la misma deidad, por medio de las cuales revela un “plan” cuyo cumplimento es dado por el mismo Dios (primera etapa de la teología de la liberación, representado por Gustavo Gutiérrez y Juan Luis Segundo). También esta teología supo captar la cruz y el sufrimiento de Jesús como decisivos indicadores del amor preferencial de Dios por los pobres y excluidos, y por ende del sufrimiento del mismo Dios por su creación (segunda etapa, Jon Sobrino e Ignacio Ellacuría). Por último, la teología latinoamericana también supo tomar en serio que el cuerpo (sufriente) de Cristo es mediatizada por ese Espíritu que abraza a los despojados en su clamor y en su esperanza (tercera etapa, Gustavo Gutiérrez y Jon Sobrino).  En otras palabras, se habló y actuó trinitariamente, aunque la doctrina como tal fuese objeto de reflexión en un período bastante reciente (Leonardo Boff).

 

 

“Probando” la doctrina trinitaria: el caso de Gutiérrez y el tema de la espiritualidad

 

Como última tarea me resta dar un ejemplo sobre cómo operan las reglas de la doctrina trinitaria sobre algún aspecto más específico, por ejemplo, de la experiencia religiosa. Escojo a un autor –Gutiérrez-- y un tema –la espiritualidad—para mostrar una instancia donde la estructura de un concepto aparentemente obvio es resignificada por una lectura trinitaria. El corolario será una crítica a la espiritualidad de las minorías, de la fuga mundi (ordenes religiosas, estado perfecto en contraposición al estado seglar), y una renovada apreciación de la irrupción del mismo Espíritu en la historia que nos “soporta” (cfr. “hipostasis” en Basilio) en una praxis de solidaridad con los excluidos.

 

Gutiérrez quiere redimensionar el tema de la espiritualidad a partir del concepto de discipulado. Así, en una primera definición, la espiritualidad cristiana está marcada por “el seguimiento de Jesús”[21]. Pero este seguimiento adquiere sentido bíblico cuando se la entiende trinitariamente, es decir, cuando se la enmarca en el fundamento y en la finalidad de esta espiritualidad. Gutiérrez habla, por lo tanto,  de un “encuentro con Cristo, vida en el Espíritu, ruta hacia el Padre” como las “dimensiones básicas de todo camino espiritual según la Escritura” [22].  Ninguno de estos elementos, por sí mismo, encierra el secreto de la espiritualidad, sino su mutua relación, su conjunto: es una realidad trinitaria.

 

El primer momento, por lo tanto, lo constituye el encuentro con el Señor. Un encuentro que Gutiérrez insiste es totalmente “gratuito”. Se trata de un encuentro con lo totalmente Otro, con lo que me convoca desde lo más profundo de la historia, al discipulado. El Señor, por así decirlo, es quien nos “encuentra”. Veo en este punto un intento de Gutiérrez de leer los relatos evangélicos a la luz de ese movimiento hacia la creación que lo constituye la figura del Hijo. Y en este marco inscribe la cruz como aquello que le da el perfil específico a la figura del Hijo: una gratuidad que se entrega en primer lugar a la creación toda, y en particular a sus hijos más despojados y excluidos.  Por ello Gutiérrez correctamente enlaza nuestra percepción de la cruz de Cristo con el encuentro de aquellos que son crucificados en la historia: el seguimiento de Cristo nos revela un mundo que parece ser la antípoda de todo lo “divino”, el sufrimiento de los inocentes.

 

En este primer paso Gutiérrez está haciendo “decir” a los relatos evangélicos que existe una modalidad de ser Dios –el Hijo—que llama a compartir su propio camino (divino). Dios no es Dios sin este encuentro. Y aquí engarza Gutiérrez la segunda dimensión de la espiritualidad cristiana, el “caminar según el Espíritu” (peripatousin katà pneuma, Rom 8:4).  Siguiendo la concepción paulina Gutiérrez acertadamente nota que el discipulado cristiano no sólo adquiere su forma a partir de ese encuentro con Cristo en la historia, sino que ese discipulado y seguimiento es “soportado” por la realidad hipostática del Espíritu. Esta es una afirmación central ya que le permitirá a Gutiérrez entender el discipulado cristiano (y la espiritualidad) como una dimensión misma de la praxis del Espíritu –y no sólo “humana”.  Para clarificar esta noción el peruano introduce la conocida distinción paulina entre carne y espíritu, subrayando no el aspecto moralista, ni tampoco el dualismo ontológico, sino el hecho de que estas categorías se refieren a formas diferentes de “orientarse” en el mundo.  Mientras que el “caminar según la carne” (2 Cor 10:2) denota la distancia y hasta hostilidad hacia Dios y su plan, el hacerlo “según el espíritu” significa dar transparencia en nuestras vidas a la presencia misma del Espíritu de Dios. Significa, en definitiva, orientar la totalidad que son nuestros cuerpos hacia ese Dios que envuelve en forma amorosa a su creación. De cuajo Gutiérrez cancela en esta visión todo recurso a una supuesta autoglorificación del creyente –o la tan mentada justificación “por las obras”—ya que esa transparencia que son nuestros cuerpos lo son también con respecto a las obras: en ellas se manifiesta el Espíritu que sólo busca promover la vida en medio de la muerte; son karpós (frutos), opuesto a las erga (obras)[23].

 

El Espíritu, para Gutiérrez, apunta no sólo a un campo de fuerza vital, sino a los mismos efectos de este dinamismo entre aquellos que acogen en obediencia los designios del Señor.  Su manifestación más visible es el proceso de filiación que es la marca de toda la espiritualidad cristiana; pero es una filiación con respecto a una realidad “personal”, cuya identidad también está conformada por un cuerpo. Así, Gutiérrez nos introduce al tema eclesial donde la praxis del Espíritu conforma nuestros cuerpos en este “cuerpo espiritual”. Habla de la iglesia como una “extensión de la encarnación”[24], es decir, como presencia de Dios que realiza su identidad de comunión y por ello de solidaridad con los cuerpos sufrientes.  Pero esta identidad estaría incompleta si no la complementaríamos con el destino que tiene esta realidad espiritual, a saber, el encuentro con el Padre. Aquí se manifiesta que esta realidad espiritual que encarnan los cristianos es nada más que el anticipo de la realidad que es preparada para toda la historia y toda la creación.

 

La idea de una ruta o camino hacia el Padre la encuentra ejemplificada en el relato del Exodo. Como llamada a la libertad es también promesa de un encuentro que saciará las aspiraciones y anhelos más profundos de la humanidad. Pero uno de los aspectos más remarcables en esta caminar es que los caminos que llevan al Padre no son del todo rectos; es más, parecen estar “diseñados” de esta manera de modo tal que den lugar al tiempo necesario para que Yahvé se acostumbre a su pueblo y su pueblo a Yahvé. Gutiérrez habla de un proceso de conocimiento mutuo, de un “doble aprendizaje[25] que debe acaecer entre Dios y su pueblo al emprender rutas permanentemente nuevas.  El mapa no sólo no es el territorio, sino que es un plano bastante desnudo, abierto, en blanco, cuyos contornos, valles, caminos y oasis hay que “llenar”. Gutiérrez interpreta esto como la marca de la libertad que debe acompañar a toda espiritualidad[26]. Libertad, por supuesto, entendida como la creatividad con que los cristianos buscan corresponder a ese Dios que todo nos da gratuitamente.

 

Así, en forma lúcidamente trinitaria, Gutiérrez nos deja con esta reflexión sobre la espiritualidad con una simbología preñada de la señal de nuestros nuevos tiempos: como vivir la libertad que Dios nos regala en la aridez del desierto. No significa esto tener una lectura pesimista de los tiempos, sino “apocalíptica” en el buen sentido de la palabra: discernir los espacios desde los cuales el Señor se nos manifiesta.  La libertad para discernir los caminos del Señor es así no sólo un dilema que cada generación de cristianos debe confrontar, sino una dimensión esencial de la manera en que el Dios se relaciona con su mundo.

 

En síntesis, lo remarcable en el estudio de Gutiérrez sobre la espiritualidad es que no es un estudio explícito sobre la trinidad, sino un ejemplo de cómo pensar trinitariamente la espiritualidad y el discipulado cristiano. Así revierte una tendencia habitual entre los creyentes de pensar la espiritualidad como una especie de “camino de acceso” a la salvación, como salida del mundo. En vez, Gutiérrez retrata una forma de espiritualidad donde nuestro caminar en la historia se incorpora “hipostáticamente” al caminar de Dios mismo. En otras palabras, que nuestra espiritualidad es una expresión de la espiritualidad misma del Dios trino. Porque en efecto, Dios no sólo envía, sino que Dios está “en camino”, en esos destellos donde el otro y sus necesidades nos interpelan con el rostro mismo de Cristo.  Y que el Espíritu que habita entre nosotros es lo que mueve nuestras entrañas ante la vista del despojo, la miseria y el desencanto no es más que esa esencia pastoral que es propio de nuestro Dios.           

 

 



* Ponencia realizada en el “Curso para Obispos” organizado por el CESEP, Ilhéus (Brasil), 7-11 de julio de 2000.

[1] Siguiendo a Pablo (cfr. 1 Cor 2:1-2), el misterio se revela en la cruz de Cristo. Aquí se devela el horizonte-misterio con respecto al mundo.

[2] Paul Tillich, Teología Sistemática, vol. III (Salamanca: Sígueme, 1984), p. 352. Nota con exactitud que la doctrina trinitaria cambió su función de expresar los símbolos centrales de la automanifestación divina, a la de objeto de adoración recubierto de lo enigmático.

[3] Ver Peter Berger, The Heretical Imperative: Contemporary Possibilities of Religious Affirmation  (New York:  Anchor Books, 1979), pp. 1-31.

[4]  Roger Haight, “The Point of Trinitarian Theology”, Toronto Journal of Theology 4:2 (Otoño 1988), pp. 191-204. Sigo también a George Linbeck, The Nature of Doctrine: Religion and Theology in a Postliberal Age (Philadelphia: The Westminster Press, 1984), p.94.

[5]  Ver John Zizioulas, Being as Comunión: Studies in Personhood and the Church (Crestwood, New York: St. Vladimir´s Seminary Press, 1985), especialmente p.17.

[6]  El Arrianismo se negaba a conferirle al Hijo el mismo status que el Padre. Insistían en la subordinación del Hijo al Padre, entendiendo que el verdadero Dios –que es un ser simple—no puede comunicarse esencialmente en la materialidad.

[7]  Cfr. Severino Croatto,  Los lenguajes de la experiencia religiosa: estudios de la Fenomenología de la Religión (Buenos Aires: Editorial Docencia, 1994); pp. 145-167.

[8]  Cfr. J.N.D. Kelly, Early Christian Creeds (London: Longmans, Green & Co., 1950), pp. 235ss; y Robert Jenson, The Triune Identity: God According to the Gospel (Philadelphia: Fortress Press,  1982), pp. 84s.

[9]  No podemos ignorar ni olvidar al menos dos cosas. En primer lugar, la fórmula de Nicea versa principalmente sobre el Hijo o Logos, sin discutirse en forma explícita su relación con Jesús. Así presupone que existe una deidad triuna independientemente de Jesús. En segundo lugar no debemos tampoco olvidar el contexto social y político que rodeó a Nicea, que nos lleva a preguntar sobre el interés detrás de las distintas formulaciones propuestas.

[10]  Ver Oratio I,4,11; I,9,33; IV,2; II, 25,11.

[11]  De Incarnatione, 54.

[12]  Epist. 101.

[13]  Epis. 38,3; aunque muchos argumentan que el autor de esta carta es Gregorio de Nisa. De todas maneras, es congruente con las preocupaciones y formas de expresión de Basilio.

[14] Ver Wolfgang Pannenberg, “La resurrección de Jesús y el futuro del hombre”, en A. Vargas-Machuca, ed., Jesucristo en la historia y en la fe (Salamanca: Sígueme, 1977), p. 350.

[15] Cfr. Raimundo Pannikar, The Trinity and the Religious Experience of Man (New York: Orbis Books, 1973), p. viii.

[16] Para lo que siguie ver Guillermo Hansen, The Doctrine of the Trinity and Liberation Theology: A Study of the Trinitarian Doctrine and its Place in Latin American Liberation Theology (Ann Arbor, Michigan: UMI, 1995).

[17]  Ver Karl Rahner, “Advertencias sobre el tratado dogmático ‘De Trinitate’, en Escritos de Teología, IV (Madrid: Taurus, 1961).

[18]  Ver Wolfhart Pannenberg, “The Christian Vision of God: The New Discusión on the Trinitarian Doctrine”, Trinity Seminary Review 13:2 (Fall 1991), pp.53-60.

[19]  Los textos centrales son Jürgen Moltmann, El Dios crucificado: La cruz de Cristo como base y crítica de toda teología cristiana (Salamanca: Sígueme, 1977), especialmente el capítulo 6; Eberhard Jüngel, Dios como misterio del mundo (Salamanca: Sígueme, 1984), especialmente cap. 5.

[20]  Ver Hansen, The Doctrine of the Trinity, pp.520-822.

[21] Gustavo Gutiérrez, Beber en su propio pozo: en el itinerario espiritual de un pueblo (Lima: CEP, 1983), p. 57.

[22]  Ibid., 58.

[23]  Ibid., 98.

[24]  Ibid., 108.

[25]  Ibid., 117.

[26]  Ibid.