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Pentecostés, el abrazo de Dios

 

Dr. Guillermo Hansen

 

"...recibirán la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra" (Hechos, 1:8).
 

"De repente vino del cielo un ruido como de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban..."(Hechos 2:2).
 

Ha sido la tentación de muchos cristianos pensar que la presencia o posesión del Espíritu constituían una especie de garantía de la santidad propia, un pasaporte hacia las regiones celestiales. Muchas religiones también piensan que el Espíritu es lo opuesto a la materia, a lo físico, a lo terreno. El Espíritu se transforma así en un trampolín hacia el éxtasis, la carretera hacia el más allá, un potenciador de lo "bueno" en nosotros que busca su recompensa. En la Biblia, sin embargo, el Espíritu se manifiesta como el movimiento de Dios hacia el más acá, hacia este mundo. El Espíritu es como fuego, que vivifica a los discípulos; es como el viento, que sopla y da vida a la creación; es como agua viva, que re-genera en la vida eterna; es como el aceite, que se derrama en enfermos y moribundos con su aroma prometedor. El Espíritu no nos saca de este mundo, sino que lo abraza y transforma anticipando lo que ha de venir. Y cuando el Espíritu se adentra en la creación, cuando lo abraza posándose en nosotros, surge esa comunidad llamada iglesia.
 

Jesús asciende, el Espíritu desciende. Jesús promete, el Espíritu realiza. Jesús se va, el Espíritu viene. Jesús se ausenta, el Espíritu se presenta. Con la descripción de este movimiento e intercambio comienzan los primeros capítulos del libro sobre los Hechos de los Apóstoles, es decir, sobre la historia de la iglesia en su nacimiento. En el primer capítulo se nos narra la ascensión, la glorificación de Jesús a la derecha del Padre y la promesa de Jesús a sus discípulos de enviar el Espíritu que los convertirá en testigos hasta llegar a "los confines de la tierra." En el segundo capítulo la historia de Pentecostés nos anuncia el descenso del Espíritu, su “habitación” en la comunidad, y la prefiguración de la misión universal: los discípulos comenzaron a hablar "en otras lenguas," y gente de muchas naciones los oían alabando a Dios en su propio idioma (Hechos 2:1-13). La iglesia propiamente dicha, entonces, nace en este espacio creado por el ascenso de Jesús y el descenso del Espíritu. Y en medio de este movimiento e intercambio sucede lo inesperado: aparecemos nosotros, nosotros habitantes dispersos de los "confines", habladores de lenguas extrañas, sin embargo abrazados por el Espíritu en una comunidad nueva.

¿Nosotros? Fijemos por un instante la mirada en algo que puede llegar a no ser tan "santo." Si, en nosotros, en esa comunidad tan particular que formamos. ¿Qué vemos? Gente común, pecadora, con problemas como todo el mundo. Vemos personas enfrascadas en la nimiedades y disputas intestinas que hacen a la existencia. ¿Qué más? Vemos también gente de personalidades antagónicas, de diferentes costumbres, visiones, ideologías, colores, gustos, inclinaciones, pasiones....¿Puede ser que nosotros (de ninguna manera lo más granado de la humanidad) seamos receptáculos del milagro de Dios? En verdad lo somos, lo somos en la medida en que el Espíritu nos lleva a hablar el lenguaje de Cristo, a pensar en la forma de Cristo, a participar de los sufrimientos de Cristo, a formar la comunidad de Cristo. Siendo y padeciendo lo que somos por naturaleza y/o elección, la gracia del Señor de todos modos nos convoca a su misión en el mundo. Nos hace testigos de aquello que reorienta la existencia y relativiza las nimiedades que nos parecen tan trascendentes. Si, somos hechos partícipes del milagro de ser parte de un "espacio", de un lugar de encuentro que de otra manera, librado a nuestras elecciones, intereses, y/o predisposiciones, no se habría dado. Esclavos del pasado, hemos sido liberados para el futuro por un Dios que nos ha hablado, un Dios que se nos ha dado, un Dios que nos ha abrazado. El milagro de esta comunidad, del cual somos revestidos, es el milagro de Dios mismo: su decisión de no ser Dios sin nosotros, pecadores perdonados en el Hijo.
 

Por ello el "ascenso" y la glorificación de Jesús a la derecha del Padre, lejos de dar la espalda a nuestro mundo, ha significado en realidad el anticipo de la inclusión de nuestro mundo a la derecha del Padre. Jesús en realidad nunca se "va", nunca "desaparece", sino que recibe y mantiene para nosotros el espacio que el Padre concede a su creación renovada. El ascenso de Jesús y el descenso del Espíritu son así un solo evento, y por su medio recibimos el Espíritu de comunión que da testimonio de lo que Dios ya ha preparado en sí mismo, para nosotros, para su mundo. El Espíritu, entonces, no es el pasaporte para dejar al mundo, sino que es el abrazo de Dios para este mundo. La pregunta es: ¿se dejó abrazar últimamente?