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ALGUNAS PERSPECTIVAS SOBRE LUTERO Y LA  EDUCACIÓN

 

Dr. Guillermo Hansen

 

 

Es muy grato para mí estar con Uds. esta mañana.  Me siento privilegiado de participar con tantos docentes en las alegrías e incertidumbres que rodean el arte de la educación en nuestro contexto actual. Quiero aclararles desde ahora que no vengo como pedagogo; mi oficio es ser pastor, teólogo y profesor universitario; por ello ¡yo también vengo con muchas preguntas sobre el arte de educar! Disipo con esto las ilusiones de aquellos que tal vez hayan pensado que los iluminaré con alguna teoría de la educación, o que les presentara las últimas teorías en boga. Lamentablemente mis conocimientos en esta área son un tanto limitada. En esto ustedes son los expertos. Me limitaré a compartir con ustedes la visión que tengo como teólogo de la iglesia sobre el lugar, rol, papel de la educación y de las escuelas en nuestra tradición luterana. No creo, aún, que llegaré a tanto.

 

Decir que vengo como teólogo y no como pedagogo ya me ubica de una manera diferente ante Uds. No soy un “educador” del proyecto educativo del Instituto Carlos Linneo, ni tampoco estoy involucrado en alguno de los IEA relacionados con nuestra iglesia. Conozco algunos de sus retos y problemas, es cierto, pero no la mística de participar de un sueño educativo como el de ustedes. Mi lugar es la iglesia misma, y es desde allí donde quiero lanzar una mirada sobre la educación en general y nuestras escuelas en particular. Esto me pone en una posición inquietante ya que me da la libertad de preguntarme no sólo sobre el rol que tiene la educación con respecto a la sociedad y la cultura, sino preguntarme en que le sirve a la misión de la iglesia tener escuelas. Digo inquietante porque tal vez, para la mayoría de ustedes, esta no sea la pregunta principal o fundamental.

 

 

La identidad de un proyecto educativo

 

Siempre sentí curiosidad sobre por qué una familia, tal vez de trasfondo Católico, o probablemente agnóstica, decide mandar a sus hijos a una escuela luterana. Más aún, ¿por qué docentes no luteranos –aparte de la obvia compensación económica y el amor mismo a la enseñanza—se comprometen con un proyecto educativo luterano? Creo que una respuesta profunda a estas preguntas –que superan el simple marco de una charla—es lo que en definitiva sustentará una oferta educativa más integral dentro de un horizonte que  paulatinamente está superando el mito de la educación laica, dando lugar a una mayor diversidad de propuestas educativas. Ustedes saben mejor que yo que hoy nos hallamos en un mercado cada vez más competitivo no sólo con respecto a los bienes materiales, sino también con respecto a los bienes simbólicos –ámbito donde se insertan las escuelas.  Pues bien, ¿qué es lo que ofrecemos como colegios cristianos? ¿Es posible encontrar un claro ethos religioso en nuestra oferta educativa, sin por ello cancelar el pluralismo y la diversidad? Más aún, ¿existe un expreso ideario  “luterano” en el ámbito de la educación?

 

Este nuevo panorama nos lleva a la cuestión tan en boga de la identidad. Todos se preguntan hoy por la identidad en un mundo cada vez más pluralista, democrático, globalizado, acelerado, fluido. ¿Qué es lo que nos da, como comunidad educativa, una identidad particular?  Quisiera explorar estas preguntas desde las perspectivas que ofrecen nuestra propia tradición luterana que se remonta a los mismos escritos de Lutero sobre el tema de la educación (el más importante, de 1524, es “A los concejales de todas las ciudades de Alemania: que deben crear y mantener escuelas cristianas”).  Pero antes me parece fundamental dar un paso atrás y vislumbrar el marco más general de la relación entre el luteranismo y la cultura. Al fin y al cabo la educación es uno de los vértices donde se encuentran los planos de la religión y la cultura, la iglesia y la sociedad.

 

 

Modelos de Cristianismo y cultura

 

Si uno toma una visión general del Cristianismo existen al menos tres tipos o modelos principales en la relación entre iglesia y cultura. En principio encontramos dos modelos extremos, que llamaremos “Cristianismo en contra de /opuesto a la cultura” y   “Cristianismo de /en armonía con la cultura”.

 

1.                                                   Cristianismo opuesto a la cultura: En esta postura, sea cual fuere los logros de cualquier cultura, el Cristianismo es visto como una realidad contracultural, siempre opuesta a lo vigente. Se debe optar por Cristo o la cultura, por la iglesia o la sociedad, por la autoridad de Cristo o la del mundo. Caracteriza a este modelo la expectativa de una irrupción inminente de Cristo, el arrebato, el Apocalipsis. Por ello no tiene caso colaborar con las instituciones en el mundo, menos aún en sus organizaciones educativas. El cielo cancela la tierra, por ello los verdaderos creyentes se apartan lo más posible de lo que contamina, el mundo. Ejemplos: algunas corrientes en la iglesia primitiva (apocalipticismo, montanismo, donatismo); monasticismo medieval, anabautistas, Testigos de Jehová y sectas sincréticas pseudo-cristianas y cristianos fundamentalistas.

 

2.                                                   Cristianismo de / en armonía con la cultura: Esta es una posición más “moderna”, que tiene lugar en la Europa del siglo 19 que se siente maravillada ante los progresos del pensamiento humano, las ciencias, los descubrimientos, el desarrollo de la  economía, la civilización. El Cristianismo acompaña estos logros desde el ámbito de los valores morales: Jesús es un modelo, un educador, un guía de la verdadera y perfecta personalidad humana. Sus valores no se hallan en contradicción con la modernidad, sino que ésta se ha desarrollado sobre la base de aquel.  Sociedad occidental y Cristianismo protestante son prácticamente sinónimos. 

 

 

3.                                                   Entre estos dos modelos encontramos una posición media: ni rechazo radical de la cultura, pero tampoco la búsqueda de un acomodamiento fácil. En esta posición conviven una serie de tendencias que coinciden en ciertos aspectos básicos: ser cristianos implica ser responsables en nuestra vida social y política; el cristianismo es también un agente en la cultura; que la fe no se vive en contra de la cultura sino en la cultura, etc. En definitiva, que la gracia de Dios también se expresa en las actividades culturales, esa segunda naturaleza que hace a los humanos a imagen y semejanza de su creador.

 

La iglesia Luterana se ha ubicado en esta tradición, y ante cada nuevo horizonte histórico trata de  articular nuevamente este compromiso que tiene con la cultura y la sociedad a partir de su obediencia a Dios. Por caso citamos un documento de la IELU, Propuesta de Lineamientos Estratégicos, aprobado en la Asamblea General de la Iglesia en Abril de 1998:

 

“La visión compartida será la siguiente: La IELU, como pueblo de Dios bautizado ha sido creado por el Espíritu Santo a través del Evangelio para proclamar y seguir al Mesías crucificado de Dios. Como asamblea de los niños, jóvenes, hombres y mujeres que escuchan, creen y reciben al Cristo viviente en la Palabra y los Sacramentos, la IELU está llamada a ser señal del mundo que ha de venir y por tanto instrumento en el mundo que ha de pasar. Por consiguiente se compromete una vez más a dar testimonio, en palabra y acción, acerca de Jesús como Señor y Salvador en el contexto donde Dios la ha llamado: una sociedad inserta en un modelo de economía globalizada, con crecientes desequilibrios sociales, fragmentada y amenazada.

En fidelidad a su llamado esta iglesia por lo tanto se compromete a: predicar las buenas nuevas de Jesucristo (Ef. 2:17) como al señalamiento y denuncia del pecado y de la iniquidad que nos oprime (Rom. 3:9-18); convocar a todos los pueblos a las aguas del bautismo (Mt. 28:19) como al fortalecimiento del nuevo espacio de solidaridad que crea el sacramento (1 Cor. 12:19); celebrar la Cena del Señor (1 Cor. 11:23) como acompañar a los excluidos, relegados y desplazados (Lc. 14:12s); dar testimonio de Cristo, justicia de Dios (Rom. 3:21-26) como abogar por una justicia con equidad para nuestra sociedad (Is. 1:17); recordar el futuro prometido por Dios (1 Cor.15:19-28) como encomendarse al cuidado y la protección de los recursos del país y del mundo (Gn. 2:15). A su vez, esta visión compartida de la IELU requiere, como complemento indispensable, la consolidación de una estructura coherente, orgánica, eficaz y con metas claras para cumplir con su estrategia de misión aquí y ahora, en el largo plazo y de cara al tercer milenio.”

 

Pero también el Luteranismo, tal vez más que otras tradiciones, ha enfatizado asimismo la TENSIÓN que existe entre el ser cristiano, el ethos cristiano, y la cultura / sociedad. Hay un Luteranismo que ha resuelto esta tensión simplemente adoptando un modus vivendi donde lo incompatible podía vivir en forma paradojal.  Pero hay otro Luteranismo, más crítico, que asume esta tensión como un aspecto indeclinable del compromiso del cristiano con la obra de Dios en el mundo. A veces este compromiso se expresará en forma armoniosa con otras fuerzas sociales y culturales; otras, en cambio, darán lugar a una cierta crítica, conflicto y aún distanciamiento.  La tensión, entonces, significa poder discernir en qué ámbitos o sobre que temas podemos colaborar, y en torno a qué otros nos debemos “plantar”. En todo caso está claro que, en el ámbito de la cultura, la iglesia no se concibe como la única poseedora de la verdad, ni como aquella llamada a ejercer una tutela paternalista sobre sus instituciones y expresiones. La cultura es una empresa conjunta, diversa, multifacética.

 

La iglesia Luterana participa activamente en la sociedad y la cultura porque entiende que su llamado –que nace del evangelio—la ubica en el mundo que Dios quiere mantener y transformar en su plan de amor y misericordia. Es en este plano donde debemos ubicar, en principio, el compromiso que tiene la iglesia luterana con la educación. Porque educar, en definitiva, tiene que ver con la formación de personas para la con-vivencia y el servicio no sólo a sus semejantes, sino a la creación toda –en la medida del alcance y las posibilidades de la especie. Y esta formación, huelga decirlo, no es privativa de los cristianos, sino que debe tener carácter universal. Todos estamos llamados a la educación, a gozar de sus beneficios; todos, también, estamos llamados a ser educadores, en distintos ámbitos y con distintas responsabilidades. Todo esto es parte de la “pedagogía divina”, es decir, la manera en que Dios ha desplegado su providencia en medio nuestro –donde la razón humana, la “libertad”, el lenguaje, la cultura, son expresiones posibles dado el espacio “cedido” por Dios a sus criaturas.

 

[Notarán, sin embargo, que el llamado a la educación universal, es decir, a la educación pública y gratuita, se encuentra de hecho en tensión con nuestro compromiso con la educación privada y arancelada. No resolveremos este tema ahora; basta decir que para muchos de nosotros existe una situación irresuelta que nace de nuestro compromiso socio-político como ciudadanos, y nuestro interés como creyentes de tener un espacio público donde poder educar y también transmitir nuestra comprensión del tesoro más preciado, el evangelio.]

 

 

 

Lutero y la educación

 

Ahora bien, vayamos a lo prometido. ¿Se puede articular una propuesta pedagógica a partir de la tradición comenzada por Lutero?, ¿existe un ethos  explícitamente luterano en el ámbito de la educación? Si bien no existe una teoría pedagógica “luterana”, creo que son identificables algunas características, lineamientos, principios que apuntan en la dirección de un supuesto ethos en la labor educativa. En lo que sigue tomaré como base un escrito programático de Lutero de 1524 (A los concejales...), pero también lo intercalaré con otros principios teológicos que me parecen fundamentales a la hora de identificar este ethos.

 

1. Primer principio: Según Lutero la razón fundamental para crear y mantener escuelas cristianas es la educación en la fe, es decir, comunicar el evangelio. Ciertamente, en el contexto medieval en el cual se movía Lutero, la profunda relación existente entre parroquia y escuela hacía que los límites entre una y otra aparecieran fluidas. Si bien la enseñanza no se reducía a la Biblia y al catecismo –Lutero sugería, siguiendo la tradición humanista, estudiar literatura clásica, lenguas, historia, matemáticas y música—no se puede soslayar que la tarea de la escuela era auxiliar a la obra educativa por excelencia: la predicación de la Palabra.

 

Nosotros, en cambio, nos hallamos en una sociedad post-secular, no-luterana, democrática y pluralista, relativamente moderna en su configuración económica, abierta a las distintas dinámicas de la globalización (comunicaciones, flujo de capital y tecnologías, movimientos demográficos, acceso inmediato a la información, cultura massmediática, etc.), profundamente marcada por el paradigma científico y desafiada por la necesidad de una cosmovisión postmoderna de corte holístico e integrador. Todo esto afecta no sólo a los educandos sino, fundamentalmente, a los mismos educadores. Entonces, ¿qué significa, en todo esto, comunicar el evangelio?

 

Sugiero, a modo de pautas, lo siguiente. Concuerdo plenamente con Lutero que la creación y mantenimiento de escuelas cristianas debe apuntar al  evangelio. Si nuestras escuelas no transmiten “algo” de esa visión no sólo perdemos la oportunidad de contribuir con una dimensión específicamente propia a la cultura general, sino que indirectamente socavaría la labor estrictamente evangelística de las propias iglesias. Porque en efecto, ¿qué institución ganaría respeto y oídos a sus propuestas si se niega sistemáticamente a comunicarlas en los ámbitos a su disposición?

 

No hablo aquí solamente de las horas o materias dedicadas a la “educación cristiana”, ni tampoco que cada educador se convierta –ex nihilo—en un predicador@ de barricada. Ciertamente no se puede imponer ninguna vocación, menos aún doblegar las conciencias a una fidelidad confesional. Se trata, empero, de las conexiones que establecemos entre los contenidos de las materias o temas que enseñamos y los principios bíblicos y cristianos primordiales. No se trata de “santurrear” en clase sino de superar los límites estancos que el positivismo y el empiricismo del siglo 19 han impuesto en nuestra articulación de principios científicos con respecto a las visiones religiosas. En otras palabras, superar la esquizofrenia.

 

A modo de ejemplo: ¿qué nos dicen las matemáticas sobre un supuesto “orden” o “logos” en el universo?, ¿qué significa que el cosmos sea inteligible por medio de proposiciones matemáticas?. Cuando estudiamos historia, ¿por qué mitologizamos?, ¿de dónde surge esta necesidad?, ¿qué nos enseña la historia no sólo sobre las gestas heroicas, sino sobre el camino para ser humanos?. La música, ese arte tan relegado, basa su belleza en la existencia de vibraciones; sabemos que los físicos contemporáneos hablan de la existencia de la materia como vibraciones de “supercuerdas”; ¿qué tiene que ver todo esto con la “vibración” de Dios sobre las aguas que hace existir las cosas?. Por último, las ciencias físicas y las ciencias de la vida plantean interrogantes y una nueva cualidad de asombro ante el universo que intrínsecamente invitan a la reflexión religiosa, a plantear el propósito de la existencia de substancias, eventos, formas, colores, en fin –la pregunta de Leibnitz-- ¿por qué hay algo y no nada?

 

Estimo que sería una buena idea que a todo docente en nuestros colegios se le ofrezca la oportunidad de capacitarse mínimamente en ciertos contenidos teológicos y éticos que, lejos de imponer una visión totalizante, estoy convencido que  enriquecerían la calidad y relevancia de la enseñanza de supuestos contenidos “seculares”.  Creo que entramos en una época donde primará la integración más que los conocimientos compartimentalizados. Lo holístico supone integrar el pensamiento humano también como un factor dentro de esta totalidad; significa pensar ecológicamente, que en definitiva es pensar religiosamente.

 

En síntesis, atendiendo el contexto secularizado donde nos movemos  modificaría la visión de Lutero para decir que la escuela –-- a través de su propuesta curricular regular –amén de otras actividades extracurriculares--  no enseña en forma directa el evangelio, pero si prepara a los educandos y educadores para recibir el evangelio --evento que sólo puede tener lugar, voluntariamente, en el ámbito estricto de la comunidad eclesial a través de la Palabra y los sacramentos.    

 

 

2. Segundo principio: Para Lutero la responsabilidad docente es un llamado que incumbe, de manera primordial, a los padres y a las madres (por ejemplo el Catecismo Menor--que se sigue utilizando hoy en las iglesias luteranas para la instrucción de la fe—fue pensado por Lutero para auxiliar a los padres de familia en la educación religiosa de sus hij@s).  El maestro deriva su autoridad no sólo de sus conocimientos, o de su llamado, sino de su rol “delegado” por los padres que los ubica en el plano “sacerdotal” de responsabilidad hacia los más pequeños (de esto hablaré en el tercer principio).

 

Hoy en día nuestro contexto se ve un tanto diferente. No sólo tenemos otra concepción de la profesionalidad, contratos laborales, mercado educativo, sino que nuestra concepción de  la privacidad de la familia junto al modelo de familia nuclear hacen que la relación maestr@ - padres sea de índole muy distinta a la existente en comunidades medievales relativamente pequeñas.  Sin embrago hay un principio que se desprende de esta concepción que refiere a la idea de una comunidad educativa donde padres y maestros son integrados en un proyecto pedagógico común. Ciertamente en un aula estamos ante una comunidad de comunidades, y no sólo ante individuos fortuitamente conglomerados.

 

3. Tercer principio: Lo anterior desemboca en un tercer principio, que también guarda una estrecha relación con el primero. Lutero se escandalizaba ante el descuido de la juventud de su época que, entre otras cosas, se expresaba en la falta de interés por parte de padres y autoridades por su educación. Con la grosería que a veces lo caracterizaba llegó a decir que “violar vírgenes o mujeres...es mucho menos grave que el pecado de abandonar y deshonrar a las nobles almas [de los niños]...” (35). Como pedagogos entendamos bien el sentido que Lutero quiso dar a esta comparación: no es que exista una tabla o ranking de pecados, sino que la falta de interés en la educación generalmente no se la reconoce como una abominación que, a la larga, produce un daño inmensurable no sólo al individuo sino a todo el tejido social.

 

            En la visión de Lutero la educación de l@s jóvenes se enmarcaba dentro de la responsabilidad espiritual que “ata” a los cristianos mutuamente. Llamó a esto el “sacerdocio universal de todos los creyentes por el cual una relación de mutua ayuda y cuidado, consolación y mediación es expresada entre los miembros de la comunidad. Es interesante que la idea de educación aparezca en esta luz, ya que implica que la relación entre educador y educando no es una mera relación funcional o utilitaria (la transmisión de conocimientos y habilidades, aprendizaje de ciertas técnicas, etc.), sino una relación espiritual y pastoral atenta a todas las dimensión del otro como “persona”. Esto abre a la vez un abanico muy amplio entre las partes donde el recurso a la así llamada “inteligencia emocional” no juega un rol menor.

           

Ahora bien, con este principio llegamos a un punto central que quiero destacar, a saber, las fuentes para nuestra relación espiritual con nuestros educandos. Se dice que los gestos hablan más que mil palabras, aforismo que también podría extenderse a la educación. Los medios de nuestra enseñanza no son sólo nuestros conocimientos y habilidades, sino el modo en que tejemos relaciones con nuestros colegas, alumno@s, con la comunidad y –algo muy olvidado— con el medio ambiente. Ahora bien, ¿dónde se nutren estas actitudes, estos gestos, estas disponibilidades?  ¿Cuál es el marco simbólico generador y contenedor de tan rica experiencia? Sugiero que el Cristianismo cuenta con un espacio de práctica y vivencias fundantes de una personalidad humana que nos “ubica” de manera distinta ante la vida. Me refiero, principalmente, a la experiencia sacramental que llena de sentido trascendente gestos aparentemente banales. La experiencia de la comunión es parte de una pedagogía mayor, la pedagogía divina que educa no sólo el intelecto, sino los mismos cuerpos.

 

4.  Cuarto principio:  Este es un principio que últimamente nuestra iglesia –como iglesia minoritaria y ecuménica—ha enfatizado de manera recurrente.  Hablamos de la educación en miras al ejercicio de una ciudadanía responsable. Con su lenguaje propio esta noción aparece muy marcada en los escritos de Lutero, relacionado en este caso a la doble condición que caracteriza a todo cristiano –creyente y ciudadano.  [Ciertamente no podemos seguir todas las afirmaciones de Lutero sobre el sentido de la responsabilidad; en el contexto estanco y medieval ser “responsable” significaba muchas veces  someterse a las autoridades vigentes. Lutero no era un demócrata desde el punto de vista político –aunque lo fue mucho más del punto de vista eclesial. Hoy nos nutrimos, gracias a Dios, de otras experiencias y fuentes filosóficas que nos has hecho comprender las limitaciones de Lutero y la riqueza de la Biblia en este aspecto.]  

 

Respondiendo a los que argumentaban que enviar a los niñ@s a la escuela era una pérdida de tiempo –más vale tenerlos en casa trabajando o aprendiendo un oficio útil para ganarse la vida—Lutero responde anteponiendo las necesidades y el bienestar de la comunidad por sobre los requerimientos a veces mezquinos –y utilitarios—de los padres y de las autoridades. El Reformador les recuerda que el “gobierno” (administración) de lo temporal o mundano no es una tarea alejada de la dimensión espiritual.  Siendo que Dios, en su presencia activa y creadora, convoca a toda la humanidad a participar de su obra, los oficios, las artes y las vocaciones son muchos de los medios que Dios utiliza en su obra.

 

Es responsabilidad de la humanidad cultivar los dones que se les ha otorgado para que estos se conviertan en verdaderos carismas, es decir, dones no para provecho sino para edificación de los otros. Lutero ilustra este punto: “Aun cuando...no hubiera alma...sería suficiente motivo para establecer en todas partes las mejores escuelas...el solo hecho de que el mundo necesita hombres y mujeres hábiles y capacitados para mantener exteriormente su estado temporal...” (49). Y para aquellos aún no convencidos por su argumento teológico Lutero expone un razonamiento mucho más pragmático: la prosperidad de una ciudad no depende tan sólo de la acumulación de riquezas, sino por el contrario, “la mayor prosperidad, seguridad y fortaleza de una ciudad consiste en tener muchos ciudadanos capaces, sabios, juiciosos, honorables y bien educados, los cuales, después, podrán acumular, conservar y utilizar debidamente los tesoros y toda clase de bienes” (37).

 

Para Lutero la escuela y la instrucción formal es un catalizador y comunicador de las diversas experiencias humanas que nos han sido trasmitidas en la historia. La escuela es como un espejo donde podemos ver y aprender de las grandes ideas, epopeyas, hechos y dichos de grandes personajes, países, civilizaciones, Una mirada realista a sus éxitos y fracasos orientarán nuestro pensamiento actual y serán fundamentales a la hora de determinar una acción. Por ello el aprendizaje de la historia, por ejemplo, nos ayuda encontrar nuestro lugar en el mundo contemporáneo, y a discernir las posibilidades que se abren ante cada coyuntura histórica.

 

Por último, la escuela era para Lutero el ámbito por excelencia para forjar un pensamiento crítico sobre la base del dominio de ciertas herramientas conceptuales. En su contexto la clave para despertar este pensamiento crítico era el aprendizaje del hebreo y del griego. Una y otra vez Lutero insiste sobre este punto. A nosotros, claro, esta propuesta nos es extraña. Pero consideren lo que significaba, en esa época, acceder directamente a la lectura de la Biblia independientemente de la interpretación dada por la maquinaria eclesiástica romana. Recordemos que el universo ideológico medieval estaba sustentado en el discurso clerical, cuyo principio formal eran las Escrituras. Lutero argumenta que las conciencias seguirán cautivas de no contar con la capacidad de juzgar la “doctrina” que oprime y mantiene el estado de infantilismo espiritual a la mayoría de la población. Un pueblo sin capacidad de pensamiento crítico se convierte en un pueblo desnudo e indefenso, al cual se le puede hacer casi cualquier cosa.

 

Creo que la historia, y en especial la historia de nuestros pueblos latinoamericanos, me exime de hacer muchos más comentarios al respecto. Sólo resta mencionar la tarea que nos compete hoy para desentrañar cuales son los ejes claves a partir del cual se debe articular un pensamiento crítico. Por caso menciono la importante contribución del pensamiento posmoderno, sobre todo representado por pensadores como Foucault, Lyotard, Harvey, Vattimo y un sinnúmero de pensadoras feministas y representantes de los nuevos paradigmas ecológicos y holistas (Capra, Prigogine, Lovelock, Maturana, y movimientos como Greenpeace, etc.). La razón, progreso, historia, clase, nación, género, antropocentrismo y otras nociones fundamentales han compuesto una especie de “curia moderna” cuyo tribunal definía el acceso a las grandes verdades de la vida –una especie de Biblia secular.  Pero la crítica y el análisis pueden desembocar en el nihilismo y el escepticismo de no estar acompañada de una instancia superior que ubique la crítica al servicio de una visión de la vida y de nuestro rol como humanos. En otras palabras, cuál es el horizonte de libertad a partir del cual tiene sentido ser crítico.

        

 

5. Quinto principio: Este último principio no es original a Lutero sino que se destila de la novedad que significó el modelo educativo humanista frente al modelo hegemónico escolástico. El Reformador recrea en forma vívida su propia experiencia educativa, un “infierno y purgatorio donde nos torturaban con el aprendizaje, como ejercicios de castigo o disciplina...zurras, temblores, angustias y lamentaciones” (51). En un ambiente menos estructurado que el nuestro, Lutero casi parece acercarse a lo que siglos después plantearían Rousseau, Pestalozzi o María Montessori, a saber, la defensa del desarrollo de la iniciativa y de la autoconfianza para permitir a los pequeños hacer por ellos mismos las cosas que les interesan, sin los límites de una estricta disciplina. Para Lutero el juego y el placer no solamente eran medios fundamentales para el aprendizaje de idiomas, artes o historia, sino un fin estético que también devela el propósito de la existencia humana y el valor de la persona amada por Dios.

En muchas oportunidades una visión demasiado “teleológica” o “instrumental” de las escuelas nos hace verlas como algo de paso, transitorio, como un proveedor de habilidades y técnicas esenciales para lo que realmente importa, la futura inserción laboral en una economía altamente competitiva y feroz. Así el jardín de infantes es un paso para la primaria, la primaria para la secundaria, y con suerte la secundaria es un paso para el trabajo o la universidad. Pero en este esquema, tal vez involuntariamente, caemos en una concepción de la vida como una “carrera”, y no como un lugar donde se “afina” el software más preciado de la creación, la cultura humana. Porque en efecto, que tipo de personas “producimos” cuando el espacio fundamental del juego, la imaginación, la creatividad y el placer que acompaña el respeto y la compañía junto a los otros, ha sido vedado en esta experiencia colectiva fundamental que llamamos escuela.  Hemos sido puestos aquí no para exprimir la vida, sino para enriquecerla. Creo que esta es nuestra contribución fundamental: la formación de hombres y mujeres a la imagen y semejanza de un Dios que al crear usa la imaginación y el gozo para hacer surgir personas “encantadas” con la vida. 

            No tengo tiempo aquí para explayarme en la dimensión de lo lúdico y el placer –un tema profundamente teológico que se remonta al séptimo día de la creación donde Dios simplemente descansa ante el gozo que le provoca la creación. Basta mencionar aquí otra dimensión fundamental que aparece bajo esta noción que es el principio de los derechos humanos en las escuelas. No hay que ir ni muy lejos en el tiempo y el espacio para constatar los métodos aberrantes y el maltrato descritos por Lutero. Por supuesto la violencia física es una realidad vedada y penada en los contextos educacionales actuales; pero ¿qué otros tipos de violencia se manifiestan hoy entre las paredes de nuestras aulas? No hay que tener muchos conocimientos en psicología para saber de las profundas heridas que dejan el abuso emocional y verbal no sólo entre los niños, sino en los mismos adultos. Más aún, ¿cómo educa nuestra escuela frente a la violencia que despunta en los hogares, amén de la creciente ola de violencia e inseguridad (particularmente en las grandes ciudades)? ¿Qué estrategias de mediación pueden aprenderse a fin de negociar los inevitables conflictos de la vida sin entrar en esa espiral de violencia?

             

Estimados colegas, este pequeño recorrido por algunas de las ideas de Lutero de ninguna manera constituyen las bases para una propuesta programática, solo son puntales en la conformación de nuestro ideario. Lutero mismo nos da la libertad de explorar los caminos y las alternativas más adecuadas para el mundo que nos tocó vivir, y al cual también somos llamados a cuidar y transformar. Les deseo lo mejor en su búsqueda, con la esperanza de que Dios siempre los acompañe.