¿Qué es esa comunidad
llamada Iglesia?
Dr. Guillermo
Hansen
Objetivo: Entender los
distintos enfoques y modelos con los cuales podemos hablar de la iglesia, y
enmarcar nuestra noción de iglesia en la doctrina del Dios trino.
Ejes temáticos:
La iglesia y sus distintos
enfoques
La visión teológica
de la iglesia: partícipe de la dinámica trinitaria de Dios
La iglesia y el
mundo: sus distintas relaciones
1. La iglesia y sus
distintos enfoques
En las unidades anteriores hablamos de un Dios que nos convoca y al cual celebramos y seguimos. Hablamos también de las dos maneras en que la Palabra de Dios impacta entre nosotros y cómo esto tiene que ver con la forma en que nos situamos en y frente al mundo. Hablamos de comunicación pero también de acción; hablamos de escuchar y recibir como también de actuar y dar. Hablamos de justificación y de santificación. Pero también se habrán dado cuenta que al hablar de esto temas hemos asumido algo que ahora nos toca desarrollar: la comunidad que “habla” y da testimonio de Dios. En efecto, a lo largo de los capítulos anteriores hemos asumido que existe una forma en que Dios actúa entre nosotros creando una comunidad de fe --no meramente un agolpamiento de creyentes individuales. Por ello queremos subrayar ahora lo que es una especie de corolario que se desprende de nuestros temas teológicos anteriores, a saber, que la forma comunitaria de nuestra experiencia religiosa es una dimensión intrínseca y fundamental del mensaje del Evangelio. Buscaremos comprender un poquito más en qué consiste esa comunidad que llamamos iglesia, una comunidad que “habla” y da testimonio de Dios. De un Dios, claro está, que no sólo proclama la comunión sino que es una comunidad-comunión viviente. En esa realidad tiene lugar la vida de fe, y por ello esa vida de fe se expresa en forma comunitaria y adquiere vitalidad gracias a todas las dimensiones comprendidas por esa comunión que es Dios.
1.1.
Perspectivas y Modelos
Es un hecho que cualquiera que estudie una organización religiosa en particular –como la iglesia—puede hacerlo desde varios caminos –además de la religiosa-teológica. En los dos últimos siglos, gracias a las nuevas herramientas históricas, antropológicas, psicológicas y sociológicas, han aparecido distintas maneras de entender a la iglesia. Estas perspectivas han arrojado luces y sombras sobre nuestra comprensión de la iglesia. En muchos casos nos aclaran facetas que permanecían escondidas sobre nuestra experiencia de ser iglesia; en otros casos aportaron datos que hicieron más compleja la comprensión de nuestras comunidades. ¿Cuán entrelazadas están nuestras iglesias con las historias de nuestros barrios, ciudades y países? ¿Qué tiene que ver la forma de estructurar la vida eclesial con las concepciones sobre el poder, la democracia y lo sagrado? Nuestra configuración psicológica, ¿predispone hacia ciertas formas de vivir la fe? Mi pasado étnico, ¿me ata o me libera para decidir a dónde quiero pertenecer? Estas preguntas son sólo muestras de los distintos ángulos desde los cuales podemos acercarnos a nuestro tema.
En lo que sigue queremos solamente ilustrar algunos ángulos de aproximación al tema de la iglesia. Nuestros objetivos son varios. En primer lugar mostrar que existen distintas metodologías para estudiar a la iglesia. Cada metodología enfatizará aspectos particulares que muchas veces son ignorados por otras perspectivas. En segundo lugar comprenderemos que no existe sólo una manera de entender la iglesia (aunque confesemos, efectivamente, que la iglesia sea una). Lejos de la uniformidad, la historia de la iglesia ha demostrado una pluralidad de manifestaciones sustentadas por distintos enfoques bíblicos y por distintas experiencias históricas. Una cosa era pertenecer a una iglesia que gozaba del favor estatal y otra muy distinta pertenecer a una comunidad minoritaria y perseguida. Lo que la Biblia y las doctrinas “dicen” a los creyentes seguramente será muy distinto en cada caso. Por último apreciaremos cómo los distintos motivos e imágenes bíblicas que fundamentaron distintos modelos de iglesias pueden llegar a complementarse. Esto nos puede ayudar a valorar el encuentro ecuménico entre distintas tradiciones e iglesias como valiosísimas oportunidades para enriquecernos mutuamente.
1.1.1. Iglesia y secta
Comenzaremos nuestro recorrido con la contribución de la perspectiva sociológica. Si bien existen muchas escuelas y tendencias sociológicas, podemos sintetizar diciendo que esta perspectiva nos ayuda a entender tres cosas.
En primer lugar la estrecha relación que existe entre la iglesia y su entorno social, político y cultural. En otras palabras, no existe ninguna iglesia químicamente pura y que no haya sido profundamente marcada por su entorno. Pensemos en el surgimiento del Protestantismo y su relación con las nuevas aspiraciones de clases y sectores que emergían al poder en las sociedades europeas y norteamericanas en los siglos XVI, XVII y XVIII. O pensemos en las concepciones de género y de la mujer, que determinaron por milenios el lugar que ella ocuparía en la iglesia, alejada de la “administración” de los ritos y los sacramentos. En ambos casos el fenómeno “religioso” no puede entenderse del todo si no lo relacionamos con el hecho social o histórico. En segundo lugar la sociología también nos ayuda a entender los “intereses” que cada organización religiosa promueve. El hecho de que estos intereses sean muchas veces implícitos y aún inconscientes hace que esta perspectiva sea muy valiosa para desentrañar y evaluar estas tendencias. Por último, la perspectiva sociológica nos ayuda a comprender cómo se interpreta una comunidad religiosa frente al mundo con sus estructuras y poderes.
El sociólogo alemán Max Weber es uno de los pensadores más importantes a la hora de estudiar los distintos tipos de organización religiosa en el Cristianismo[1]. Este autor trató de entender dos cosas: por qué existían distintas formas de organizar a la iglesia, y qué tipo de relación existía entre las creencias religiosas o espirituales con la forma en que se estructuraban las comunidades religiosas y se relacionaban con su medio. De esta manera Weber popularizó dos maneras básicas de entender a la comunidad religiosa, llamándolas “iglesia” y “secta”. Esto no refería a una denominación o confesión en particular, sino a tipos organizativos que estructuraban de manera distinta la vida religiosa y sus relaciones con el entorno social. Weber definía a la “iglesia” como aquel tipo de comunidad religiosa que conforma una “especie de asociación para el logro de unos fines sobrenaturales, una institución en la que necesariamente caben los justos y los pecadores...”. Caracteriza a este tipo de asociación una actitud más “positiva” o “acomodaticia” hacia el mundo, entablando una relación de colaboración con las autoridades estatales. También cabe destacar que el tipo de asociación “iglesia” no establece parámetros rígidos de pertenencia a la comunidad, ni tampoco se limita a un grupo étnico o clase social en particular; justamente en ella caben “justos y pecadores”.... Una iglesia, por lo tanto, tiende a ser más “realista”, moderando sus expectativas morales e impulsando relaciones más armoniosas con las distintas esferas de la sociedad.
Por el otro lado una “secta”, en la definición de Weber, refiere a aquella asociación que fomenta “una comunidad formada únicamente por los verdaderos fieles, los renacidos, y sólo para ellos”. En esta perspectiva las sectas tienden a formar grupos más compactos y homogéneos, generalmente marcados por una cierta indiferencia o hasta hostilidad hacia el entorno social. Es más, los miembros de las sectas generalmente provienen de sectores marginados o desplazados de la sociedad, sea esto por razones económicas, políticas, étnicas o culturales. No es extraño que los poderes establecidos –sobre todo el Estado- sean identificados por ellas con Satanás o las fuerzas demoníacas. Ritos, experiencias o conductas específicas diferenciarían a sus miembros de la “masa perdida” de los pecadores, además de proveer un fuerte marco de contención frente a las distintas crisis sociales.
Los aportes como los de Weber no hacen hincapié en las ideas religiosas de por sí, sino en la relación entre estas ideas y los factores sociológicos que llevan a adoptarlas y a promoverlas. El estudio de una comunidad humana en particular (su historia, posición social, etc.) ayuda a entender por qué determinadas comunidades religiosas son más proclives a adoptar ciertas ideas y creencias más que otras. Pero por el otro lado la perspectiva sociológica focaliza la atención en los factores sociales como la instancia que mayormente determina la constitución de una comunidad, dejando de lado la relativa autonomía que tienen las creencias religiosas con su poder de conformar comunidades. En esta encrucijada se halla la riqueza y las limitaciones de esta perspectiva.
Pero hay algo más que podemos decir sobre Weber, esta vez aplicando las mismas categorías sociológicas a su propia manera de entender la distinción entre “iglesia” y “secta”. Si bien Weber aporta valiosas herramientas de análisis, también su teoría nos habla del contexto desde donde escribió. En efecto, este autor tenía en mente las realidades religiosas de la historia de su propio país, Alemania, y su continente, Europa. Identificaba a las comunidades católica-romana, luterana, reformadas y anglicana como del tipo “iglesia”, y las menonitas, cuáqueras y bautistas con el tipo “secta”. Sin embargo, si echamos un vistazo a nuestro contexto rioplatense nos damos cuenta que esta manera de entender a las comunidades religiosas no es suficiente para entender las iglesias a las cuales pertenecemos. Muchas de nuestras comunidades en verdad derivan sus principios teológicos e identidades de las instituciones tipo “iglesia”, si es que no son abiertamente una expresión local de las mismas (reformados, luteranos, anglicanos, valdenses, metodistas, etc.). Pero ya sea por sus orígenes étnicos, o ya sea por su inserción misionera en un contexto mayoritariamente católico-romano, nuestras iglesias poseen muchas de las características que Weber identifica con el tipo “secta”. Esto no significa que sean “sectarias” en el sentido negativo del término, sino que reúnen muchas de las características sociológicas que en Europa designaban a una “secta”: membresía voluntaria, separación iglesia-estado, actitud crítica hacia la iglesia dominante del país, autosostén, etc. En otras palabras, características de lo que nosotros denominamos “iglesias libres”.
De todo esto se
deduce no sólo que este tipo de categorización tiene sus limitaciones, sino que
en verdad existen muchos matices en las ideas de “iglesia o “secta”. De ahí que
otras categorías hayan sido propuestas teniendo en cuenta otras variables
sociológicas a la hora de definir una comunidad religiosa en particular. Así, considerando el origen de las
comunidades eclesiales, aparecen las nociones de iglesias de “transplante”
(iglesias “transplantadas” por grupos europeos a nuestra tierras), iglesias de
“misión” (sobre todo de origen norteamericano), e iglesias mixtas. Otros, atendiendo a las formas
institucionales, han ideado categorías más “complejas” para dar cuenta de la
vasta realidad eclesial, distinguiendo entre iglesia universal (iglesias que
tienen una institucionalidad global, como ser la ICR, la Comunión Anglicana,
Comunión Luterana, etc.), ecclesia (iglesias que se consideran expresión de la
iglesia universal, pero no forman parte de instituciones eclesiásticas
transnacionales como ser
calvinistas, metodistas, bautistas, etc.), sectas (nuevos movimientos
escindidos de los anteriores) y sectas establecidas (que después de un tiempo
comienzan a adoptar el perfil de ecclesia).
Por último también están aquellos quienes prefieren no utilizar la categoría “iglesia” o “sectas”, sino lisa y llanamente
el de “denominación”. Con esta
expresión se quiere enfatizar que ninguna iglesia o secta tiene el “monopolio”
de la verdad, sino que constituyen
distintas expresiones de la fe y de la comunidad cristiana.
1.1.2.
Identificando rostros
Otra manera de aproximarnos al tema de las iglesias sería hablar de los distintos “rostros” representados por nuestras iglesias. Esta manera de aproximarnos se nutre de la perspectiva sociológica, pero da lugar a otros criterios igualmente importantes a la hora de entender a las comunidades religiosas. Se trata de establecer, sobre la base de un análisis minucioso, las “señas particulares” que presentan los rostros que muestran nuestras iglesias. Estas señas estarían dadas por el origen histórico, teologías e inclusive las ideologías presentes en nuestras comunidades.
Analizando al Protestantismo latinoamericano José Míguez Bonino habla de la presencia de varios rostros: liberal, evangélico, pentecostal y étnico. Es importante destacar que estos rostros pueden convivir dentro de una misma denominación o iglesia; pero también es cierto que en nuestras comunidades un rostro en particular sirve como marco o paradigma dentro del cual se dan múltiples variantes.
El rostro liberal identifica un Protestantismo que surgió con los esfuerzos misioneros desde América del Norte que echaron bases entre los estratos medios de nuestras sociedades. Generalmente patrocinaban una actitud de apertura hacia muchos aspectos de la modernidad (progreso, democracia, libertades civiles, educación, etc.), lo que significaba una convergencia con los intereses de aquellos sectores sociales y políticos que luchaban contra el autoritarismo, analfabetismo, estancamiento económico, etc. A la vez encarnaban elementos de piedad evangélica del “segundo despertar” o avivamiento de la fe norteamericano, con su énfasis en la salvación individual, la responsabilidad del individuo, etc. El rostro liberal ha ido mutando con el tiempo, y algunas de sus facciones perduran en la mayoría de las iglesias protestantes “históricas” y ecuménicas --aunque se ha incorporado en ellas una lectura más “social” tanto de la salvación como de la responsabilidad del cristiano.
Por el otro lado el rostro evangélico del Protestantismo, también originado con las corrientes misioneras desde el Norte, se caracterizó por una sospecha hacia la modernidad, o al menos, hacia importantes aspectos de ella. Más volcada a los aspectos subjetivos de la fe (los efectos de la gracia), este Protestantismo puso mucho énfasis en la liberación del poder del pecado y en una vida de santidad generalmente desconectada de la historia y la sociedad. La polémica anticatólica, el uso de la Biblia como un “arma” en la lucha contra el pecado y el oscurantismo, intransigencia en la moral y las creencias (legalismo), una interpretación literal de la Biblia, y una lectura apocalíptico-premilenarista de la historia, fueron y son algunos de sus rasgos centrales.
A pesar de las muchas resemblanzas con estos rasgos, el rostro pentecostal de las iglesias evangélicas latinoamericanas presenta sus propias características. Nació no solo con el influjo misionero desde el Norte, sino que muchas de sus manifestaciones son locales, producto de escisiones de iglesias con rostros liberales y/o evangélicos. A menudo representan el rostro “popular”, tanto en el aspecto cuantitativo (en la actualidad es el movimiento no católico más numeroso de América Latina) como también con respecto a su extracción social. La experiencia de la conversión, el bautismo por el Espíritu Santo (nacer de nuevo, don de lenguas, etc.), la sanidad divina, una cierta demonización del mundo, y una tendencia a la lectura literal de la Biblia, son algunos rasgos prominentes de este rostro.
El caso del protestantismo étnico refiere a las distintas iglesias que fueron establecidas por los diferentes grupos de inmigrantes europeos (también se las denomina “iglesias de transplante”, ya que transplantan el idioma y las costumbres de sus países de origen a las nuevas tierras). Presentan un rostro que combina una gran diversidad étnica y teológica, a la vez que una profunda unidad en su comprensión de los alcances de su misión. En efecto, ellas tendían a acotar su misión y el ámbito de su accionar casi exclusivamente a la comunidad étnica (si bien esto ha cambiado dramáticamente en las últimas décadas).
Por más que estos distintos rostros nos puedan llegar a parecer foráneos y extraños, una cosa es cierta: estos son las distintas facetas de un tronco común evangélico-protestante. Cuando comprendamos que detrás se esos rostros se esconden verdades sobre mi propia iglesia o comunidad, es que comenzaremos a transitar el camino de unidad de la única iglesia de Cristo.
1.1.3. Imágenes y modelos
Pasemos ahora a analizar una manera distinta de acercarnos al fenómeno de la iglesia, una manera tal vez más “bíblica” que identifica distintos “modelos” de iglesia sobre la base de las distintas imágenes que aparecen en la Escrituras y en la tradición. Sabemos que al definir algo utilizamos pautas que identifican sobre la base de una experiencia familiar, accesible. La Biblia, cuando pretende hablar sobre la naturaleza de la iglesia, lo hace a través de imágenes (hay al menos 96 de ellas) que luego la tradición cristiana y las distintas iglesias y confesiones articularon de una manera particular enfatizando diferentes aspectos. Los modelos se construyen sobre la base de imágenes, aunque pueden existir modelos basados en razonamientos más abstractos que pierden de vista lineamientos bíblicos fundamentales. De esta manera el teólogo católico Avery Dulles ha identificado cinco modelos básicos que caracterizan distintas maneras de ver a la iglesia cristiana:
(a) La Iglesia como Institución: Aquí se concibe a la iglesia como una sociedad perfecta, cuyo “modelo” es la organización política-estatal heredada por la caída del Imperio Romano. En este modelo los elementos institucionales (derechos, poderes, esquemas de subordinación y obediencia) son considerados primarios. Este es el modelo que predominó en la Iglesia Católica-romana desde la época de la Contra-reforma (respuesta a la Reforma protestante); la iglesia es comprendida como "una maquinaria de mediación jerárquica, de los poderes y del primado de la sede romana..." El Espíritu Santo y los creyentes, por ejemplo, ocupan un rol secundario. Este esquema reforzó los elementos atacados por la Reforma, y se afianzó en el Concilio Vaticano I (1870) ante la amenaza sentida frente a la modernidad y la secularidad. Los poderes y funciones de la iglesia se dividen en tres: enseñar, santificar, gobernar. Esto coincide con las prerrogativas del clero, convirtiéndolos prácticamente en un estado “superior” al laical. La iglesia es, por lo tanto, la mediadora de la salvación. Administra la gracia, gobierna las almas, alimenta el espíritu, conduce hacia la redención. Fuera de la iglesia no hay salvación. Aunque se reconoce que este modelo da un sentido de continuidad histórica, organicidad, sentido de cuerpo, solidez ante las crisis, también se destaca la poca fundamentación bíblica, la acentuación de rasgos autoritarios y de dominación, el fomento de la pasividad del laicado, legalismo, etc. En términos muy generales, este es el modelo que impuso la conquista ibérica en América. Así la tarea de evangelización no consistió tanto en la proclamación de las buenas nuevas de Jesús, sino en la “eclesialización” de la sociedad: imponer a todos la participación en esta “sociedad perfecta”.[2]
(b) La Iglesia como Comunión mística: Este modelo se basa sobre la realidad de los grupos primarios, es decir, aquellas instancias determinadas por relaciones cara a cara formando grupos pequeños. Aquí la identidad está fuertemente relacionada a los fines e interacción del grupo. También se da mucho énfasis en la relación mutua de asistencia y apoyo. La idea de cuerpo es similar: mutua interdependencia orgánica. De ahí que la iglesia no sea vista como una “sociedad visible” (como en el modelo anterior), sino como una comunidad “invisible” que trasciende el tiempo (iglesia desde Abel) y el espacio (los ángeles y los difuntos también son miembros). Lo que crea la comunidad es una comunidad interior, que se expresa por los lazos externos de la fe, adoración, amistad, iglesia. El Espíritu Santo es el agente de comunión, el sujeto que une a los miembros. La finalidad de la iglesia es hacer posible la participación ahora de la comunión salvífica.
Es indudable que este modelo se construye sobre una sólida base bíblica (sobre todo, las cartas de Pablo) haciendo hincapié en la experiencia de la gracia y la presencia del Espíritu Santo. También hay un énfasis en las relaciones horizontales como expresión de lo trascendente, respondiendo en gran medida a las necesidades contemporáneas que buscan espacios más íntimos. Pero también se nota que este modelo puede llegar a idealizar demasiado la factibilidad de comunión o comunidad fraternal entre los seres humanos. Además, puede perder de vista el contexto social más amplio dentro del cual se desarrollan estas comunidades y frente al cual también cabe el testimonio cristiano.
(c) La Iglesia como Sacramento: Este modelo trata de conciliar elementos de los modelos anteriores, las dimensiones espirituales e institucionales. Así, si a Cristo se lo considera como sacramento de Dios, a la Iglesia se la entiende como sacramento de Cristo, es decir, realidad visible que comunica una realidad espiritual-trascendente. La iglesia es como un signo visible, que debe ser eficaz, es decir, ser significador de un significado que la trasciende. Una de las ventajas de este modelo es el énfasis en la respuesta a la gracia. No descalifica lo institucional, mientras que enfatiza lo espiritual. También se insiste en que ser signo eficaz conlleva el testimonio y el compromiso en la sociedad. Pero una de sus desventajas ha sido que éste no es un modelo fácilmente comunicable, dado sus presuposiciones filosóficas.
(d) La Iglesia como Heraldo: Se basa en la noción antigua del heraldo: alguien que recibió un mensaje que debe comunicar. La iglesia, por lo tanto, se la concibe con una misión en particular: ser el heraldo de Dios, la proclamadora de la Palabra (este modelo ha sido muy común en el Protestantismo). Se entiende, sin embargo, que la Palabra de Dios no es inmanente a la Iglesia, sino que es un acontecimiento que crea a la Iglesia, hasta el punto de hacerla su criatura. En otras palabras, ella debe comunicar algo que recibe desde afuera, y por lo tanto la iglesia también se encuentra bajo el juicio de esa misma Palabra. Este modelo presenta así una clara tendencia profética tanto con respecto a la sociedad como respecto a sí misma. Pero uno de los problemas con este modelo es que tiene una concepción de la encarnación bastante deficitaria: pareciera que el Hijo, en vez de haberse hecho carne, se hubiera hecho “palabra”. Dicho de otra manera, las formas visibles y concretas de la presencia de Cristo parecieran evaporarse. También se ha notado que en este modelo la iglesia tiende más a proclamar al mundo que a dialogar con él. Esta la ubica a veces en una posición un tanto arrogante, como alguien que ya tiene todas las repuestas y no puede aprender nada más.
(e) La Iglesia como Servidora: En todos los modelos hasta ahora vistos, la iglesia ocupa un rol activo por sobre y, a veces, contra el mundo. En este modelo, en cambio, se ubica la iglesia en una suerte de paridad con el mundo. A ejemplo de Cristo, se insiste en que la iglesia existe para servir. La casa de Dios es el mundo, del cual la iglesia es su diakonos-servidora. Por ello pertenecen a la iglesia no tanto los que han pasado por sus ritos o los que confiesan un credo en particular, sino aquellos que se unen en lazos de solidaridad para servir al prójimo y a la creación. Los beneficiarios de la iglesia no son los miembros directos, sino aquellos que necesitan del consuelo, la aceptación y el auxilio. Este ha sido un modelo muy en boga en los años 60 y 70, una época de grandes cambios y cuestionamientos sobre la responsabilidad social de la iglesia. En su momento esta manera de entender a la iglesia ayudó mucho a reubicar socialmente a la iglesia, destacando su relevancia para el mundo. Pero también muchos han criticado este modelo de servidora argumentando que en los evangelios Jesús es presentado como un servidor de la voluntad del Padre, no del mundo. También se ha notado que en esta concepción la idea del Reino de Dios tiende a confundirse con el logro de una sociedad justa, soslayando su realidad futura que irrumpe por la sola obra de Dios.
1.1.5. Iglesia
estructuradas desde arriba o desde abajo
En la década del 80 el teólogo brasileño Leonardo Boff captó la atención del Vaticano con la publicación de varios libros sobre el tema de la iglesia.[3] Analizando la situación de su iglesia católico-romana, Boff planteaba la existencia de básicamente dos paradigmas (que también pueden aplicarse a muchas iglesias protestantes): por un lado existe una iglesia estructurada desde arriba, desde la jerarquía, con un fuerte sentido jerárquico y autoritario. Por el otro lado existe la iglesia que se forma desde abajo, desde el pueblo-comunidad, con un sentido más solidario y participativo. Para Boff es curioso que ambos paradigmas utilizan la imagen de “pueblo de Dios”, pero con sentidos diametralmente opuestos.
En el primer caso –la iglesia jerárquica— la organización
del poder se concentra en el eje Papa-obispo-sacerdote; los seglares sólo son
recipientes de los carismas que son monopolizados por el clero. Así el pueblo
de Dios se convierte en una realidad pasiva que “consume” los “bienes”
generados por la casta sacerdotal. Más aún, Cristo y el Espíritu aparecen
mediatizados por la jerarquía, estableciéndose una distancia entre los
creyentes y el poder de Dios. Lo que prima es la exterioridad jurídica e
institucional (similar al modelo Iglesia-Institución visto más arriba).
Otra es la dinámica
del segundo modelo, el de pueblo-comunidad. Lo que prima aquí es el pueblo de Dios que es
bendecido con una multiplicidad de dones y carismas. La misma comunidad es una
manifestación del Espíritu Santo que obra entre los fieles, creando un espacio
de fraternidad donde las diferencias de sexo, nación, inteligencia y de
posición social ya no cuentan como divisorias. Es una señal del Reino de Dios,
al cual está orientada la iglesia. Por ello los ministerios están al servicio
de esa comunidad, descartándose de hecho una estructuración “jerárquica” de los
mismos. 
2. Una visión teológica de la iglesia
![]()
![]()
![]()
![]()
![]()
![]()
Después de este breve repaso por algunos modos de entender la iglesia cristiana prosigamos con nuestra meta más mediata. Enfocaremos ahora sobre algunos aspectos teológicos de la iglesia, es decir, sobre la relación que existe entre la naturaleza de la iglesia y la naturaleza de Dios. El objetivo será entender que cuando hablamos de iglesia, desde la perspectiva bíblico-teológica, nos estamos refiriendo no sólo a una comunidad humana, sino a una comunidad que es fruto del accionar de Dios mismo. Y esto nos llevará a un tema central: si el hablar de Dios asume forma en el marco de una comunidad, entonces hablar de Dios no es sólo un asunto de palabras, sino también de imágenes y de acciones que hablan sobre el Dios en quien creemos y confiamos. Nuestra “forma” de ser iglesia, entonces, no es ajena a la “forma” que Dios tiene, la forma del Dios que confesamos. Por ello nuestra reflexión sobre la iglesia debe insertarse en un marco teológico mayor.
2.1. El testimonio del Nuevo Testamento
Cuando el Nuevo Testamento habla de la iglesia lo hace en el marco de la acción y presencia del Espíritu Santo. No sólo es esto evidente en el libro que cuenta los primeros pasos de la iglesia (Hechos de los Apóstoles), sino en la mayoría de las cartas de ese gran apóstol y teólogo llamado Pablo. En su primera carta a los Corintios, en el capítulo 12, Pablo utiliza la imagen del cuerpo de Cristo, que es “formado” por los miembros que han sido convocados: “Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (I Co12:13). La existencia de la iglesia, en otras palabras, se da en el ámbito de acción de la tercera persona de la trinidad, el espíritu (ruach en hebreo, pneuma en griego) de Dios.
Justamente porque esa comunidad que llamamos iglesia se sitúa en el ámbito de acción del Espíritu es que los credos tratan en su tercer artículo de la iglesia como una de las realidades que el Espíritu “hace” o manifiesta. Así, el Credo Apostólico dice: “creo en el Espíritu Santo, la santa iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida perdurable”. De la misma manera, aunque en forma más extensa, el credo Niceno-Constantinopolitano afirma: “creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida...y en la iglesia, que es una, santa, católica y apostólica; reconocemos un solo bautismo para el perdón de los pecados; esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”. Lo interesante en estos credos es que cuando aparece este “personaje”, el Espíritu, inmediatamente se habla de nosotros, ya sea en forma de iglesia, ya sea del futuro que le espera a nuestros cuerpos o identidades. En otras palabras, con el Espíritu entramos plenamente “en escena”.
Ahora bien, cuando citamos a Pablo en su mensaje a los corintios mencionamos que los miembros de la iglesia habían sido convocados por el Espíritu para formar un cuerpo. ¿Cuerpo de quién? ¡El cuerpo de Cristo! Acá aparece, entonces, otro dato fundamental para entender a la iglesia. Esta comunidad no sólo es reunida por el soplo del Espíritu, sino que es reunida en una forma específica de ser y estar en el mundo. Somos iglesia en tanto conformamos, juntos, un cuerpo cuya identidad está dada por su “cabeza”, Cristo. Nosotros somos su cuerpo, y a través de su cuerpo Cristo se hace presente en nuestra historia actual.
El Espíritu Santo es quien nos hace uno, sin que por ello perdamos nuestras identidades particulares. Pero más importante aún es entender que ese “hacernos uno” es la forma en que Dios quiere y llama a su creación. La iglesia, podríamos decir, es aquella porción de la creación que ha asumido explícitamente esa voluntad que Dios tiene para con todos sus criaturas: que todos sean uno, que todos (y todas las cosas) vivan en Dios, por Dios, con Dios. La iglesia, por lo tanto, no es un simple conglomerado de voluntarios –como lo pueden ser muchas asociaciones que hacen cosas provechosas—sino la huella misma del camino que Dios emprende en medio de sus criaturas. Es un misterio que nos trasciende pero que, por ello mismo, nos convoca a nuestro verdadero y último destino: la comunión con Dios.
2.2. La trinidad y
la iglesia
Hablar de iglesia, entonces, es también hablar de Dios. Y viceversa: hablar de Dios es siempre, también, hablar de la iglesia. Por supuesto, nos estamos refiriendo a un Dios vitalmente relacionado con su creación, cuyo”eco” es la comunidad que confiesa su fe en Cristo. En otras palabras, estamos hablando de un Dios trino que en su “despliegue” por el mundo se manifiesta, entre otras cosas, como una comunidad que adora, sigue, confiesa. Somos parte del “proyecto” que Dios tiene con el mundo.
Siguiendo a Bonhoeffer (autor ya visto en unidades anteriores) decimos que en la decisión de Dios de ser Padre del Hijo en Jesús de Nazareth (lo que llamaríamos lo “último” o el acto de “justificación”) surge la manifestación de esta realidad que llamamos creación.[4] La creación es un espacio y tiempo ya determinado y orientado hacia Cristo, aunque esta realidad todavía no sea del todo evidente. El “Hijo”, entonces, es una manera de calificar esa intencionalidad de Dios de no querer ser Dios sin una realidad –distinta—que lo “acompañe”, sin el mundo. Por ello la manifestación plena de este Hijo (lo último) no se explicita en este tiempo o eon más que en una conformación anticipatoria de las criaturas a la figura de Cristo. De ahí que la iglesia, convocada en torno a la Palabra y los sacramentos, sea el espacio visible donde Cristo, lo último, ha tomado figura entre los seres humanos.
"La Iglesia", escribe Bonhoeffer, "no es mas que el fragmento de humanidad en el que Cristo ha tomado forma realmente". La iglesia, podríamos agregar, es la conformación a Cristo de aquella parcela de mundo y temporalidad sobre la cual ejercemos una resposabilidad directa: los cuerpos--y relaciones-- que somos. Aquí es donde se da lo plenamente humano: en la comunión con el Hijo que es la “figura/imagen” de la relación deseada por Dios con todas sus criaturas. Ese deseo tiene un nombre que crea los espacios y da perspectiva al tiempo: Jesucristo.
De lo anterior se deduce que esta unidad de Dios y mundo calificada como lo escatológicamente último (Cristo) no elimina la distinción temporaria de ámbitos, espacios o esferas entre la comunidad cristiana y el mundo. La iglesia, como ámbito específico distinto al "mundo", se alza como "objetivo y centro de toda la acción de Dios en el mundo". En tanto instrumento del anuncio de la Palabra se transforma a su vez en el lugar del cumplimiento del mandato divino. Pero esta distinción temporaria es hecha en función de la unidad final entre mundo y Dios. En efecto, la iglesia como Cristo presente en el mundo en comunidad asume una doble dimensión: por un lado la comunidad ocupa el lugar que debería ocupar todo el mundo, es decir, en comunión con el Hijo adorando al Padre. Por el otro lado la comunidad es el lugar donde el mundo mismo llega a su propia plenitud como nueva criatura en relación a Dios. La iglesia, como cuerpo de Cristo, es tanto Cristo en el mundo como el mundo en Cristo.
2.3. Las “notas” de la iglesia
Desde esta perspectiva “trinitaria” de la iglesia podemos aclarar ahora lo que tradicionalmente se ha denominado las “notas” de la iglesia. A lo largo de la historia siempre ha surgido la necesidad de “definir” las características de la iglesia, aquellos elementos considerados esenciales que permitían identificar una cierta continuidad con el mensaje y la vida de Jesús. Generalmente debido a disputas internas, o aún bajo la sombra de propuestas religiosas alternativas, la iglesia cristiana estableció algunos criterios mínimos que la identificaran en medio de la pluralidad en unidad con el testimonio cristiano primitivo. Estas características las encontramos mencionadas en los credos que citamos anteriormente: “creo en la iglesia una, santa, católica y apostólica”.
Que la iglesia es una se deriva de la misma unidad de Dios, es decir, que sólo hay un solo principio que fundamenta la creación y su salvación. Si la relación estrecha que establecimos anteriormente entre Dios y su iglesia es cierta, entonces existe una estrechísima relación entre la unidad de Dios y la unidad de su iglesia. Que la iglesia sea una no significa, por supuesto, que la iglesia sea uniforme o deba aspirar a esta uniformidad. La característica de catolicidad –como veremos más abajo—excluye todo tipo de propuesta totalitaria y hegemonizante. Más bien la característica de unidad conlleva la noción de que compartimos un origen común y un destino común en medio de nuestras diferencias, estilos, culturas, tradiciones e historias diferentes.
Por ello que la iglesia es una significa que su unidad no está dada por las formas externas que adopte –como la organización institucional, la liturgia, aún sus ministerios—ni tampoco por su servicio a un grupo étnico en particular, una nación, o una región. En la pluriformidad la iglesia es sostenida por el accionar del mismo Dios. En otras palabras, la riqueza de la unidad divina se manifiesta en la variedad de matices en que la iglesia toma forma y lleva adelante su ministerio. Pero todo esto no quita el escándalo que significa la existencia de muchas iglesias que no tienen comunión entre sí. No confundamos diversidad con anarquía.
Algo similar a lo anterior podemos decir de la segunda característica, la santidad. Muchas veces decir que la iglesia es “santa” trae a la mente de las personas la imagen de una comunidad de “superatletas espirituales”, de gente dedicada día y noche a las cosas “santas”. Otros asocian la idea de la santidad de la iglesia con lo antiguo, con los ritos extraños que se nutren de un pasado donde se cree que lo santo se expresaba libremente en la tierra. Pero ya hemos visto que lo santo no es una esfera especial ni una cualidad en particular sino la presencia misma de Dios que “engloba” nuestras personas y actividades. Somos “santos” porque somos congregados por lo santo, por Dios.
Es así que la santidad siempre deriva de Dios, e indica no una cualidad que poseemos nosotros –o la iglesia—sino nuestra adoración y servicio a lo que confesamos como el principio y fin del universo. Por ello debemos comprender que la santidad de la iglesia refiere también a un aspecto dinámico de la vida de la iglesia: ser constantemente transformados. Nuestra comunión con lo santo es lo que nos transforma en aquellas criaturas configuradas por Cristo, el santo por excelencia. La moralidad y nuestras obras, por lo tanto, no son nuestra “posesión”, sino uno de los tantos frutos que brotan de esta configuración a lo santo.
Que la iglesia es católica tal vez sea una de las características más malentendidas de la iglesia. Es obvio que en nuestro contexto, cuando decimos “católica” o “católico”, pensamos automáticamente en la Iglesia Católica Romana. Tal es así que en algunas de nuestras iglesias hemos “borrado” del Credo utilizado en la liturgia la palabra “católica” y la hemos reemplazado por la palabra “cristiana”. No es que nosotros seamos los culpables; en realidad fue un cambio introducido en la Reforma del siglo XVI que tenía una intención catequética: enseñar a la gente que lo católico no se refiere a la iglesia romana sino a la iglesia cristiana, universal. Sin embargo, el hecho es que hemos conservado esa “innovación”, pero hemos perdido la enseñanza que traía consigo. Más aún, nos cuesta “recuperar” en nuestras conciencias –y en nuestras liturgias—la palabra “católica”.
La idea de católico o catolicidad tiene un fuerte arraigo bíblico; pensemos en Jesús, por ejemplo, con su misión traspasando las fronteras de su época que separaban a judíos de samaritanos, citadinos de campesinos, hombres de mujeres, sanos de enfermos, ricos de pobres, dominadores de dominados. Es interesante que Jesús no “viajó” por el mundo (como lo haría Pablo), sino que “traspasó” las fronteras de su mundo. De este ministerio deriva la iglesia su mensaje y su convicción de que ella puede y debe manifestar su identidad en todas las dimensiones de la vida, atravesando todas las fronteras.
Si utilizamos la palabra “católico/a” como sinónimo de universal podremos distinguir al menos tres dimensiones de esa universalidad-catolicidad. Todas expresan un rasgo esencial de inclusividad que es propia de la iglesia. Así es que tenemos, en primer lugar, una catolicidad espacial que refiere a lo que comúnmente llamamos misión y evangelización, donde la actividad de la iglesia desborda un grupo, nación, o etnia en particular. El explosivo crecimiento de la “secta” cristiana en los primeros siglos es un buen ejemplo de cómo las muchas naciones y lenguas del Mediterráneo fueron alcanzadas por el mensaje de Jesús. En segundo lugar tenemos una catolicidad temporal, es decir, que nuestro época actual se halla en continuidad y en comunión con tiempos anteriores, y expectante de los tiempos que vendrán. Si bien la iglesia se adapta y responde a los distintos tiempos, mantiene su identidad en ellas y a través de ellas. Nunca empezamos “de cero”, sino que continuamos con una tradición. Por último hay una catolicidad cultural y social, donde la iglesia declara que su existencia es relevante a todos los ámbitos y aspectos de la cultura y la sociedad. No se dice con eso que la iglesia, como institución, se debe “meter en todas”. Lo que se quiere decir es que el mensaje de la revelación cristiana es relevante a todos los ámbitos de la vida. La filosofía, los medios, las ciencias, los deportes, el arte, el gobierno, las empresas, la condición de los trabajadores, la familia, las cuestiones de género, las ocupaciones, el ocio, la fiesta, la salud, el deporte, en fin, las distintas esferas que hacen a nuestra existencia son también esferas donde se “conjuga” el mensaje que la iglesia proclama y vive. Ser parte de esta iglesia católica significa vivir en todos estos ámbitos a la luz del crucificado y resucitado.
Hay un último aspecto de la catolicidad y universalidad de la iglesia que se deriva de lo anterior y debemos mencionar. Tiene que ver con el aspecto “profético” de la catolicidad de la iglesia, es decir, la capacidad de hacer suya los reclamos genuinamente humanos de aquellos que ven sus derechos y sus vidas avasalladas por fuerzas de distinto origen--al igual que hace suya los sufrimientos de una naturaleza que es irresponsablemente explotada. Es interesante que Lutero, en uno de sus escritos sobre la iglesia, incluyese la cruz y el sufrimiento como una de las notas de la iglesia. Nosotros queremos seguir este camino, pero entendiendo esta cruz en el marco del compromiso que toma la iglesia con los desposeídos y desplazados, y con la defensa de los distintos ecosistemas que mantiene el balance de la vida en nuestro planeta. No hay universalidad-catolicidad verdadera si estas causas permanecen indiferentes a la iglesia.
Por último, que la iglesia es apostólica significa en primer lugar que la iglesia se mide a sí misma con el patrón del mensaje heredado de los apóstoles. Así la nota de la apostolicidad de la iglesia refiere a una tradición que hemos heredado y que seguimos transmitiendo. Es cierto que la iglesia de los primeros siglos, en su puja con otra alternativa religiosa llamada gnosticismo, vio en los obispos una garantía de apostolicidad (ya que en un mundo con pocos medios e instancias de comunicación, debía recaer en algunos la responsabilidad de recibir y transmitir la tradición). Pero no hay que confundir la apostolicidad de la iglesia con un ministerio específico, el de los obispos. En definitiva la que recibe el mensaje apostólico es la comunidad, y la responsable de transmitirla es también la comunidad –aunque, de hecho, en ese recibir y dar podemos diferenciar ministerios que tengan una responsabilidad inmediata o especial.
Pero cuando hablamos de la apostolicidad de la iglesia no nos quedamos sólo con la dimensión del mensaje apostólico que hereda y transmite la iglesia, sino también con el hecho de que somos una iglesia de apóstoles, es decir, enviados. Ser enviados no es una cualidad que llevamos en nosotros mismos sino que deriva de la epiklesis, es decir, del pedido que hacemos en nuestras liturgias de que el Señor envíe su Espíritu, un Espíritu que se nos regala para que de esa manera podamos ser sal y luz en el mundo. Una iglesia apostólica, entonces, es una iglesia “soplada” y renovada por el Espíritu, abierta por lo tanto al mundo entero.
3.
La iglesia y el mundo
3.1. Distintas relaciones entre la
iglesia y el mundo
Con lo dicho nos hemos acercado a un tema crucial: la relación de la iglesia con el “mundo” (sociedad, cultura, política, economía, etc.). La iglesia se vincula estrechamente con el mundo no sólo por el hecho de ser una realidad sociológica (un grupo de seres humanos que se congrega desde distintos ámbitos en función de determinadas actividades) sino por el hecho de que esa relación es fundamental a su mensaje mismo. Pero por supuesto, hay muchas maneras de entender cómo debe la iglesia relacionarse con el mundo. Veamos algunas de ellas.
Richard Niebuhr, un conocido teólogo protestante de los Estados Unidos, publicó un libro que lo hizo famoso: “Cristo y la cultura”. Allí presentaba distintos tipos o modelos para entender, en la historia del Cristianismo, la relación de Cristo con el mundo. De hecho la misma tipología se puede extender a la iglesia, lo que daría como resultado distintas maneras de comprender la relación que tiene –o debería tener-- la iglesia con el mundo. Adaptando su propuesta tendríamos las siguientes posturas:
(a) La iglesia contra la cultura y la sociedad.
La base de este modelo lo constituye un conflicto entre autoridades: para la iglesia la única autoridad sería Cristo, por lo tanto sólo debe acatarse el señorío de Jesús. El mundo es caído, corrupto, pecaminoso, más aún, en ella se da una puja de señoríos que reclaman la vida de los creyentes: una lucha entre el bien y el mal. Pero la comunidad cristiana “resiste” por medio de una rígida disciplina, rechazando toda participación activa en los ámbitos considerados “pecaminosos”. El monasticismo de los primeros siglos, sobre todo el de los monjes anacoretas que se retiraban al desierto para meditar y orar, siguieron esta lógica: lo suyo era la purificación interior y exterior en la esperanza del próximo retorno de Cristo. De la misma manera muchas “sectas” mesiánicas y apocalípticas “confrontan” al mundo ya sea retirándose de él (lo que es virtualmente imposible), o tratando de convertir la sociedad a su imagen y semejanza (negando al mundo toda autonomía, “forzándola” a su visión de la sociedad).
Es indudable que esta visión presenta un cierto atractivo: entre otras cosas, trata de mantener en toda su pureza la radicalidad del seguimiento de Jesús. Se nutre de aquellas personas que realmente quieren cambiar sus vidas y comenzar su nueva identidad con un corte dramático con su cultura, familia y sociedad. Pero cuando esta visión no es matizada con otras perspectivas bíblicas se torna en un esquema rígido que, paradójicamente, niega un principio fundamental del judeo-cristianismo: el mundo fue creado bueno, y sigue siendo bueno a pesar del pecado humano. Por ello los cristianos están llamados a vivir no sólo “dentro” del mundo, sino “para” el mundo. Sin estos importantes matices, la postura que hemos descrito deriva en un fanatismo que destruye expresiones valiosas de solidaridad, justicia y amor en la sociedad.
(b) La iglesia
como expresión de la cultura
Un planteo diametralmente opuesto al anterior es la de una iglesia que está en perfecta armonía con los valores culturales considerados más “sublimes” en una época. Cristo es visto como el perfeccionador de las esperanzas y aspiraciones culturales. Es más, Cristo aparece como modelo del educador de los miembros de la iglesia; Cristo educa, guía y enseña. En el caso del filósofo Emmanuel Kant (s. XVIII), Cristo constituye una suerte de inspiración encauzando valores que permiten a la humanidad construir una hermandad moral, un reino de fines morales. No es que Cristo –y la iglesia—encarnen valores diferentes a los del mundo, sino que encauzan lo mejor que se encuentra en él. Lejos de una actitud confrontacional, la iglesia constituye una especie de expresión religiosa de la cultura.
El valor de esta perspectiva es que la esencia de la iglesia no se define sobre la base de su confrontación con el mundo; su naturaleza es captar lo mejor y lo bueno y llevarlo a su máxima expresión. De esta manera se insiste en una iglesia realmente inmersa en el mundo, atenta a sus valores y sus problemas. Pero justamente en esta encrucijada aparecen las falencias de este modelo: ¿dónde termina el mundo y comienza la iglesia?; ¿no se convierte la iglesia en un club de humanistas y filántropos?; ¿cuál es la peculiaridad de la iglesia? Después de todo recordemos que Jesús dijo que “mi Reino no es de este mundo”...(Jn 18:36).
(c) La iglesia sobre la cultura
En este modelo no se concibe a Cristo y al mundo ni en forma antagónica, ni tampoco en una armonía perfecta. Existe una síntesis y el lugar donde ella se produce es precisamente la iglesia. La síntesis consiste en poder establecer que en la naturaleza encontramos tendencias, fines, que alcanzan su expresión más sublime al amparo de la iglesia. Tomás de Aquino, un gran teólogo católico-romano del siglo XIII, mantenía que la naturaleza, la cultura y la sociedad nos dan pistas sobre las metas que tenemos como seres humanos. Por ejemplo, somos inteligentes, y una de las metas es llegar al conocimiento verdadero y total que sólo logramos si a la razón le añadimos la fe. Pero justamente lo que encontramos “fuera de la iglesia” son tendencias que son realizadas plenamente en el seno de la iglesia –y aún así hasta ciertos límites. Aquí se da la posibilidad de una existencia sobre-natural, es decir, que va más allá de lo que permite la naturaleza. La iglesia, por lo tanto, no es sólo la mediadora de la gracia que permite llegar a una vida sobrenatural, sino que es también una especie de maestra del mundo, señalando esas dinámicas, valores y direcciones que apuntan hacia verdades eternas.
El atractivo de este modelo se ha hecho sentir por muchos siglos. Este es el modelo de iglesia más característico en esa sociedad que llamamos de “cristiandad”. La cristiandad era vista por muchos como la perfecta síntesis y armonía entre la iglesia y la sociedad, donde todo era visto y vivido a través del prisma eclesial. La iglesia, en realidad, era el centro de la sociedad. Hoy en día, sin embargo, vivimos en sociedades que ya no responden al modelo de cristiandad. En la mayoría de los casos vivimos en sociedades pluralistas, democráticas, “modernas” y secularizadas donde la(s) iglesia(s) constituye un actor más en la sociedad junto a un sinnúmero de otras agrupaciones e instituciones. De todos modos hay muchos que aún sueñan con retornar a ese pasado glorioso –como fueron algunas de las expectativas que trataron de saciar las dictaduras militares del cono sur instauradas en las décadas del setenta. Hay muchos que sueñan en que la iglesia vuelva a ser una guardiana de la cultura, una promotora de la educación (cristiana), una jueza en las naciones, la protectora de la familia y la garantía de la estabilidad estatal. Sin duda hay muy buenas intenciones y valores encerrados en estos sueños; el problema es que la iglesia no está llamada a ser la “tutora” de la sociedad. Su misión es otra.
(d) Iglesia y cultura en una relación de tensión y paradoja
Con este modelo nos acercamos un poquito más a lo que fue la visión de la Reforma. La iglesia no se encuentra aquí en medio de un conflicto o tensión entre Dios y el mundo, sino entre Dios y el pecador. A pesar de que el mundo es bueno como criatura de Dios, este mundo vive en una situación de rebeldía, de desafío ante Dios que se expresa a todos los niveles: en la cultura, en la economía, en la familia, en la amistad, en el estado, etc. La iglesia se entiende como una comunidad de pecadores justificados y perdonados, es decir, como una comunidad que proclama en sus palabras y obras que Dios sigue amando a su creación en Cristo. Sus miembros son, por ello, al mismo tiempo santos y pecadores, por lo que no pueden arrogarse un estatus especial frente al resto del mundo. Viven constantemente renovados por el perdón que reciben desde afuera, desde Cristo.
Por ello la iglesia vive, en primer lugar, en una tensión consigo misma: es una realidad humana y divina, histórica y trascendente, de este mundo y del mundo venidero. Los cristianos viven en su propia carne esa tensión entre la comunidad que es prometida y los impulsos particulares que tienden a destruirla. Pero a la vez la iglesia, en cuanto “corporificación” de un mensaje (evangelio) y de una presencia (Cristo), también se encuentra en tensión con el mundo que la rodea. Se encuentra en tensión no porque el mundo sea malo, o pecaminoso en sí, sino porque desobedece a aquel que la hizo con todo su bondad. La iglesia denuncia esta situación, pero su papel no es ser la única instancia que establezca un marco mínimo para vivir según las intenciones de Dios: el estado, la economía, la educación, etc., son distintas esferas donde conjuntamente cooperan instituciones cuyo cometido es la preservación y la promoción de la vida.
Este modo de encarar la relación de la iglesia con la sociedad permite una visión más positiva e integral de la responsabilidad conjunta que tiene la iglesia con otros organismos e instituciones de la sociedad. La iglesia no es una “tutora”, sino una colaboradora. El peligro, por supuesto, es que esta colaboración pierda su horizonte crítico y se convierta en una simple anuencia, conformismo y sumisión a los poderes e instituciones dominantes.
(e) La iglesia, transformadora de la cultura
Nos resta ahora otro modelo típico del Protestantismo, esta vez relacionado con las tradiciones de origen calvinista. Este modelo comparte mucho de las premisas del anterior, pero se nota en ella una actitud más optimista y militante con respecto a la cultura y la sociedad. Siendo que Cristo no es sólo el Señor de la iglesia sino también del mundo, la iglesia posee un rol profético recordando a la sociedad que todos los ámbitos de la vida deben estar sujetos al señorío de Cristo. También la idea del Reino y el llamado a ser testigos de ese reino hace que la actitud de estas iglesias sea mucho más militante, en el sentido de “mostrar” ante el mundo una vida centrada en la obediencia a las leyes del Señor.
Demás está recalcar el atractivo de esto modelo: una iglesia militante, miembros comprometidos, testimonio frente al mundo. También es muy importante la conexión que hace este modelo entre mundo y Reino de Dios, recordándole al mundo que el reino es el horizonte último de toda actividad o emprendimiento que se tenga en la sociedad: todo debe ser para la gloria de Dios. Pero uno de los problemas que se derivan de esta perspectiva es que a veces esta militancia se convierte rápidamente en intolerancia. Queremos que el mundo reconozca ya el señorío de Cristo, y si no lo reconoce puede que sea mejor que los cristianos probos tomen las riendas del asunto. Muchas iglesias evangelicales parecen seguir esta visión más extrema que se desprende de esta tradición.
3.2.
La iglesia y el mundo según
Hans Ruedi-Weber
Hasta aquí hemos repasado los modelos que se reflejan en la obra de Niebuhr, según la clave de la relación de la iglesia con el mundo. No hace falta recordarles que cada vez que hablamos de modelos nos referimos a aproximaciones generales, tendencias o lineamientos que de ningún modo agotan las complejas configuraciones que se dan en la realidad. Como tal vez hayan comprobado en el ejercicio práctico sobre modelos de iglesia (cfr. Actividad 1), la realidad siempre se nos presenta con una mixtura de motivos. No obstante lo importante es detectar las líneas principales y los énfasis de un modelo, aunque éstos no se den en forma acabada en nuestras realidades.
Quisiéramos ahora presentar brevemente un modelo en la relación iglesia-mundo elaborado por un conocido teólogo suizo, Hans Ruedi-Weber. Verán que en la presentación que él hace se combinan elementos característicos de los modelos protestantes vistos más arriba.
Según Weber la iglesia hoy en día está fallando en su tarea fundamental de penetrar y transformar el mundo. Uno de los motivos de este fracaso yace en los mismos cristianos que no reconocen que Cristo, a quien confiesan como señor de la iglesia, es también el Señor del mundo. Está muy difundida entre nosotros esa imagen de que la iglesia se ocupa de un aspecto o “departamento” específico de la vida, el de la “espiritualidad” o el de la “religión”, dejando los otros aspectos o departamentos al cuidado de otras instituciones o instancias. Así la iglesia en vez de ser una servidora en el mundo, se aliena y aleja del mundo.
Pero según Weber los creyentes están llamados a compartir la preocupación de Cristo por el mundo en su totalidad –no solamente por uno de sus “departamentos”. Y esto es así por dos razones centrales: es Dios quien creó a este mundo, y por medio de Cristo Dios rescata al mundo de su pecado y perdición.
Por ello Weber afirma que el mundo es la primera “novia” o amor de Dios (podríamos decir también “novio”, es indistinto). La Biblia transmite este sentido de “pertenencia” con las historias de los distintos pactos, sobre todo el pacto que Dios hace con Noé y con todas las criaturas vivientes (Gn 9).De la misma manera, el último gran pacto del que nos habla la Biblia es la promesa de Dios de renovar toda la creación, “el nuevo cielo y la nueva tierra” del cual habla el libro del Apocalipsis (Ap 21:1). El evangelio de Juan resume esta idea del pacto con el mundo en la figura de Jesucristo: “porque de tal manera amó Dios al mundo que dio a su hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna. Porque Dios envió a su Hijo al mundo no para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por medio de él” (Jn 3:16-17).
Siguiendo estas perspectivas bíblicas Weber critica algunas visiones de la relación de la iglesia y el mundo tan común entre muchos cristianos. Por ejemplo (ver esquema más abajo), muchos visualizan a la iglesia (1) centrada en Cristo (2), mientras que el mundo (3) tendría su centro en lo maligno (4), o aún el diablo. De esta forma un gran abismo separa a la iglesia del mundo (5), un abismo que en realidad divide a Dios mismo.

Es interesante observar como este enfoque opera cuando nos acercamos a una tarea fundamental de la iglesia, la evangelización. A causa de este abismo (5, ver esquema siguiente) Weber mantiene que emerge una visión distorsionada de la evangelización, como si ésta fuera una especie de “malón indio” o una “cruzada” (6). Con ello quiere decir que la iglesia cristiana se comporta como en un estado de guerra donde el objetivo es salir al mundo y apoderarse del máximo botín posible (3), para luego replegarse a territorio seguro –la iglesia (1). Atinadamente Weber sostiene que el problema es que a menudo los guerreros o cruzados retornan a la iglesia sólo con un magro pedazo “arrancado” al mundo (2). Pero el ser humano completo, es decir, con su cultura, trabajo, familia, etc., queda atrás (4), no interesa.

Esta separación o abismo genera la impresión de que el buen cristiano es aquel que le dedica mucho tiempo a la iglesia, a asuntos puramente “religiosos”. El resto del tiempo, sin embargo, trata de “aguantar” en el mundo hasta que venga el gran rescate final.
Otra visión bastante frecuente es lo que Weber llama la visión “sectorial” de la iglesia y el mundo (ver esquema siguiente). Según esta versión la vida en la sociedad estaría dividida en sectores, como ser el político (1), cultural (2), económico (3), familiar (4), religioso (7), etc. (5, 6, 8, etc.). Siendo que Cristo es sólo el Señor del “sector religioso”, se piensa que la iglesia debería ocuparse sólo de los asuntos que atañen a este campo. En otras palabras, la iglesia es un asunto principalmente para los Domingos a la mañana.

Por lo tanto, en las relaciones de los cristianos con el resto de estos
sectores, se establece una relación indirecta y hasta superficial: se busca ya
sea darle un barniz cristiano a nuestra actividad en el mundo, ya sea construir
pequeños “enclaves” religiosos en esos distintos sectores (como ser en
colegios, universidades, sindicatos, partidos políticos, etc.).
Pero Weber sostiene que si Cristo (3) es señor tanto de la
iglesia como del mundo, entonces la iglesia (1) debería estar en
el corazón del mundo (2). En efecto, como señor del mundo Cristo es “cabeza de
todas las cosas” (Ef 1:22), de la misma manera que es
cabeza de su cuerpo, la iglesia (Ef 4:15: Col 1:18;
Col 2:19). Así los cristianos están realmente en el medio del mundo, aunque su
relación especial con Cristo los distingue del mundo –sin separarlos de él.
Esto es lo que significa ser levadura y sal del mundo (Mt
5:13).
Finalmente, la propuesta de Weber es entender a la iglesia relacionada con el mundo de una manera dinámica (ver siguiente esquema). Así Cristo (1), quien está en el centro del mundo (A), convoca a sus seguidores a estar con él formando la asamblea de los creyentes –la iglesia (2). Cristo llama tanto para la adoración y el culto y la vida en comunidad, pero también llama para el testimonio y el servicio conjunto, enviándolos al mundo (B) para ser testigos en todos los ámbitos de la vida humana. ¡No queda rincón en el mundo dónde los cristianos no estén llamados a testimoniar!
En
este mundo, que es de Dios, los cristianos se dispersan, de la misma manera que
el sembrador dispersa semillas por el campo. Es en ese campo, con su propia
topografía, donde las semillas caen. En otras palabras, damos testimonio a
través y en medio de las agrupaciones ya existentes en la sociedad, sin
necesidad de crear agrupaciones especialmente cristianas, “enclaves” separados
del resto. Allí es donde ministramos, allí es donde servimos, allí es donde
damos testimonio de nuestra fe.
Por ello Weber insiste en captar este “ritmo” que caracteriza la relación de la iglesia con el mundo: hay un tiempo de congregarse, de adorar, de reunirse en torno a la palabra y los sacramentos, como así también tiempo para servir, para vivir en todos los estamentos de la vida a partir de esa luz y de esa esperanza que da Jesucristo. Sin embargo esa realidad que llamamos iglesia está tan genuinamente presente en el momento de la adoración y el culto, como en los momentos de servicio y testimonio en el mundo. Como hemos afirmado más arriba, la iglesia se localiza en ese flujo y reflujo del Espíritu Santo en el mundo.
Boff, Clodovis. Comunidade
eclesial – Comunidade política: Ensayos de eclesiología política. Petrópolis: Vozes,
1978.
Boff, Leonardo. Eclesiogénesis:
las comunidades de base reinventan la iglesia. Santander: Sal Térrea, 1980.
--------. Iglesia,
carisma y poder: ensayo de eclesiología militante.
Santander: Sal Terrae, 1982.
Bonhoeffer, Dietrich. Etica. Barcelona: Editorial Estela, 1968.
Dulles, Avery. Modelos de la Iglesia: estudio crítico de
la iglesia en todos sus aspectos. Santander: Sal Térrea, 1975.
Galindo,
Florencio. El ‘fenómeno de
las sectas’ fundamentalistas: la conquista evangélica de América latina. Estella, Navarra:
Verbo Divino, 1994.
Hansen,
Guillermo. “La comunidad
cristiana: el encanto de una práctica”. Cuadernos de Teología XVIII (1999), pp. 21-39.
Hefner, Phil. “The Church”, en Carl Braaten y Robert Jenson, eds. Christian Dogmatics, vol. II.
Hill,
Michael. Sociología de la
religión. Madrid: Cristiandad, 1976.
Küng, Hans. La iglesia. Barcelona: Herder, 1968.
Mallimaci, Fortunato. “El catolicismo latinoamericano a fines del
milenio: incertidumbres desde el Cono Sur”. Nueva Sociedad 136 (1995).
Miguez Bonino. José. Rostros del protestantismo
latinoamericano. Buenos Aires: Nueva Creación, 1995.
Niebuhr, Richard. Cristo y la cultura. Barcelona:
Ediciones Península, s/f.
Villalpando,
Waldo
(ed). Las Iglesias de Transplante: Protestantismo
de Inmigración en la Argentina. Buenos Aires: CEC, 1970.
Weber, Max. La ética protestante y el espíritu del
capitalismo. México: Premiá Editora, 1979.
Weber, Hans-Ruedi. Salty Christians. Nueva York: The Seabury Press,
1967. Existe una
traducción parcial del Dr. Néstor Míguez en formato
mimeografiado.
Westhelle, Vítor. Voces de protesta en América Latina. Chicago. Lutheran School of Theology at
Chicago/Centro de Estudios Teológicos y Pastorales José David Rodriguez , 2000.
Notas
[1] Para consultar la tipología Weberiana, ver Hill, Sociología
de la religión, p. 71ss. Weber desarrolla estas
ideas en La ética protestante y el
espíritu del capitalismo.
[2] Ver Vítor Westhelle, Voces de
protesta en América Latina, p. 15.
[3] Los escritos que suscitaron la
censura vaticana fueron Eclesiogénesis e Iglesia:
Carisma y poder.
[4] Estas ideas aparecen sobre todo en su Etica, cap 5:
“Cristo, la realidad y el bien”.