Cuaresma: tiempo de meditación sobre la condición humana ante Dios
Guillermo Hansen
Durante el Miércoles de Cenizas, cuando nuestras frentes
sean marcadas por una cruz, comenzaremos otro ciclo del año eclesiástico: la época
de Cuaresma. Por cuarenta días, hasta el Domingo de Ramos y Semana Santa,
viviremos una época especial de arrepentimiento y penitencia, de meditación y
revisión. Si bien estos "ejercicios" y actitudes caracterizan al
discipulado cristiano en forma permanente (ya que siempre la voz de Dios nos
llama al arrepentimiento y a la confesión), la práctica de la primitiva iglesia
separó esta época como un tiempo propicio para orar y meditar sobre nuestra
culpa en preparación para la festividad más importante del calendario
eclesiástico: Pascha, la cruz y resurrección de nuestro Señor
Jesucristo. La Cuaresma, de esta manera, significa un período de confesión y
contrición que, año tras año, evoca en forma particular la realidad de la cruz,
la necesidad de Dios, el pecado que deshumaniza, en suma, la ley de Dios que
demanda amor y reconciliación pero que sólo revela nuestro egoísmo y
obcecación. El tiempo de Cuaresma pone así de relieve nuestra insolencia ante
Dios, nuestra indiferencia ante el prójimo, y la idolatrización de la creación.
El transitar en contrición y penitencia durante esta época nos prepara,
de este modo, para celebrar y regocijarnos en la Pascha de Cristo. Sólo
desde la cruz apreciaremos lo que Dios ha hecho por nosotros en su Hijo.
¿Cuál fué el origen de la Cuaresma o los 40 días de ayuno y penitencia? ¿Cuándo
es que la iglesia universal la incorpora como un tiempo de preparación para la
celebración de la Pascua? La primera referencia que encontramos sobre una
"cuarentena" es en el año 325, en el Concilio de Nicea. Tesserakoste
lo llamaban las iglesias de habla griega, Quadragesima traducían los de
habla latina --de ahí el concepto de cuarentena, o como decimos hoy, Cuaresma.
En este período de 40 días previos a la celebración de la Pascua se combinaban
dos tradiciones o costumbres. Por un lado, especialmente entre los grupos de
monjes, se celebraba un período de ayuno y penitencia que emulaba los 40 días
que Jesús pasó en el desierto en ayuno y oración (y en tentación!). Al
principio, estos cuarenta días se contaban después de Epifanía, es decir, desde
el 7 de Enero, por lo que podemos deducir que este tiempo de cuaresma no se
refería tanto a una preparación para la celebración de la Pascua, como a un
memorial de la vida de Cristo después de su bautismo. Por el otro lado,
especialmente en las iglesias de habla latina, era costumbre antes de la fecha
de Pascua dedicar por lo menos unas siete semanas para la preparación,
examinación, y aceptación de los candidatos a ser bautizados --en su mayoría, recordemos,
adultos. Durante cinco semanas el obispo instruía a los catecúmenos en las
Sagradas Escrituras, mientras que en las dos semanas restantes se aprendía el
Credo. Así el candidato a ser recibido en la iglesia aprendía y meditaba sobre
el sentido de la fe, sobre el llamado de Dios al discipulado, sobre lo que Dios
ha hecho por el mundo en Jesucristo...a lo que acompañaban exorcismos diarios!
Después de algunos siglos ambas costumbres o tradiciones se fusionan, dando
lugar así al período eclesiástico y litúrgico de 40 días que precede a la
celebración de Pascua. Su inserción en el calendario eclesiástico se realizó
bajo la consigna de constituir una época especial tanto de penitencia y ayuno,
de purificación y discernimiento espiritual, como así también de preparación y
examinación de los catecúmenos para su bautismo en grupo durante el día más
importante del año, el Domingo de Resurrección. Pero con el tiempo, a
medida que el bautismo de adultos fue gradualmente reemplazado por el bautismo
de niños, el aspecto catequístico y bautismal pierde énfasis, resaltándose en
cambio la dimensión penitencial del cual el ayuno es un elemento importante. Es
así que a partir del siglo IX y X la liturgia del Miércoles de Cenizas
adquiere una relevancia especial señalando el comienzo de Cuaresma; durante
este día, aquellos que se habían apartado de la fe o de la obediencia cristiana
se presentaban en el altar para ser admitidos como penitentes, y de este modo,
ser eventualmente absueltos durante Pascua. Finalmente, esta práctica se
generalizó a toda la comunidad de creyentes, ya que ante los ojos de Dios
todos, y no sólo unos pocos, son pecadores en necesidad de perdón.
El símbolo de la ceniza es extremadamente rico y apropiado para este
tiempo; al inaugurar este ciclo quemando ramas de olivo o palmas (ramas
generalmente utilizadas el año anterior durante la liturgia del Domingo de
Ramos), recogiendo las cenizas, y "marcando" al creyente con una
cruz, se sugiere la idea del juicio de Dios y la condena del pecado, la
fragilidad de la vida humana, la humillación y arrepentimiento ante la ley de
Dios que nos llama a la obediencia, y por lo tanto, al servicio y la
responsabilidad hacia el prójimo y la creación. Todos nos acercamos como
penitentes que han faltado a su llamado. Las cenizas nos recuerdan también las
palabras usadas en la liturgia para la sepultura de los muertos: "tierra a
tierra, ceniza a ceniza, polvo a polvo." En este miércoles, las cenizas en
nuestras frentes imprimen la sentencia de la ley de Dios sobre cada uno de
nosotros: llevamos la marca de su juicio, la marca de la muerte. Nuestra
respuesta es la penitencia, el arrepentimiento, la conversión, anticipando,
ante el testimonio de la Resurrección e intercesión de Cristo, la alabanza por
el futuro que Dios nos promete en su Hijo.
Como mencionábamos anteriormente, el ayuno constituyó una práctica muy
importante durante la Cuaresma. La privación y/o moderación en la toma de
alimentos recordaba al creyente la fragilidad de la existencia y de la
"carne", y su dependencia absoluta de la misericordia de Dios. La
Reforma, como sabemos, polemizó en contra de la práctica del ayuno cuando ésta
era entendida como una mortificación meritoria de la gracia (ver Confesión
de Augsburgo, XXVI, 33-39). En ayuno en sí no era rechazado, siempre y
cuando esta práctica sirviese, como un instrumento espiritual, para calcar en
las conciencias nuestra verdadera condición ante Dios. Por lo tanto la práctica
del ayuno durante Cuaresma no puede convertirse en una ley, en una obligación a
ser seguida por todos los cristianos; puede ser que otras formas de disciplina
espiritual sirvan el mismo propósito. Pero si lo hacemos, esta práctica
espiritual del ayuno sirve para develar no sólo nuestra condición ante Dios,
sino también nuestro pecado ante el prójimo. Tal vez la privación de alimentos,
la privación de nuestra carne, nos sensibilice hacia la privación sufrida por
los sin pan de este mundo. Su sufrimiento es un sufrimiento
"espiritual", es decir, el gemido del Espíritu en aquellos que aún
esperan su redención (ver Rom. 8).
El tiempo de Cuaresma, entonces, revela la raíz de nuestra culpa y pecado: nuestra distancia de Dios, nuestro alejamiento de la fuente de vida, nuestra desobediencia. La Palabra de Dios no nos llega más que como una ley que confirma lo que ya sospechábamos en nuestro trato diario con el mundo: todo se ha vuelto una intolerable demanda a la que respondemos con sorna y amargura. Nuestra distancia de Dios se refleja en nuestra distancia del mundo que nos rodea, del prójimo que nos necesita; nuestra enemistad con Dios se trasunta en nuestra enemistad con las tierras y las aguas, con vecinos, familiares, con los extraños. Nuestra hostilidad hacia Dios se encarna en nuestro intento de encerrar la vida en nosotros mismos. Es la condición revelada por la Ley. El arrepentimiento y la penitencia, de este modo, nos prepara para la crucifixión de los caminos del viejo Adán, esperando ansiosos el Espíritu que nos hará recorrer el camino del Cristo crucificado y resucitado. Esta será la invitación revelada por el Evangelio que nos adentrará, de manera distinta y renovada, en los gemidos de la creación. ¡Veni, Sancti Spiritus!