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Serenidad de Espíritu


 

“Hace unas noches acompañé a un cuáquero amigo mío al puesto de periódicos. Compró un diario y dio cortésmente las gracias al recibirlo. Extrañé que el vendedor no le correspondiese ni siquiera con un simple ademán.

-Avinagrado el tipo ¿no te parece? -comenté al alejarnos.

-Siempre es así -repuso mi amigo encogiéndose de hombros.

-Pues entonces ¿por qué eres tu atento con él?

-¿Y por qué no he de serlo? ¿Ha de ser él, y no yo mismo, quien decida como he de actuar?

Al reflexionar en este episodio deduce que la palabra más significativa empleada por mi amigo fue "actuar ".

En el trato con los demás mi amigo actúa, en tanto que la mayoría de nosotros reaccionamos de acuerdo con la actuación ajena.

Posee mi amigo el íntimo equilibrio que nos falta, la generalidad de los hombres. Tiene la clara conciencia de su personalidad, de sus convicciones, de la manera como debe comportarse. Rehusa corresponder a la descortesía de los demás mostrándose el mismo descortés, porque hacerlo así fuera perder el dominio de la propia conducta.

En el mandato evangélico que nos enseña a vencer el mal con el bien, vemos todos un precepto moral mas es también valiosa norma psicológica de salud emocional.

No hay infelicidad comparable a la del hombre que en ves de actuar se limita a reaccionar.

El centro de gravedad de sus emociones reside en el mundo exterior, no en su mundo íntimo, que es en donde debiera residir. Fluctúa de continua el temple de su ánimo: Ora sube, Ora baja, influido siempre por el clima social en que se halle; vive a merced de las mutables condiciones del ambiente.

Si las alabanzas le llena de una euforia que sobre ser falsa es efímera, porque no nace de la seguridad del propio merecimiento, las censuras le deprimen más de lo justo, porque le confirman en las dudas que abriga acerca de sí mismo. Cualquier desaire le hiere; la sola sospecha de que no es persona bien vista en determinado grupo, le enfurece. No gozará jamás de serenidad de espíritu quien no sea dueño de sus actos. Permitir que dependa de extraños nuestra amabilidad o nuestra rudeza, nuestro entusiasmo o nuestro abatimiento, equivale a dejar que sean otros los que rigen nuestra personalidad, la cual es, en último análisis, lo más nuestro. Bien mirado, el único y verdadero dominio del hombre es el dominio de sí mismo.”

Sidney Harris

 

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