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Octubre de 2003
Siete pesos de felicidad


Estaba tirado en el pasto cagado detrás de la casa rosada. Veía flamear la roída bandera nacional que solo me emociona al escuchar el himno. Casi terminaba un tinto en tetrabrick que compré veinte cuadras atrás (nunca lo terminé), ya estaba caliente; había bebido demasiado como para pensar en la temperatura. Hay un momento, todos los días, en que comienzo a dejar de sentir; primero el olfato, después el gusto, y todos los sentidos del cuerpo al final.
Mientras el sol me molesta demasiado, pensé en todas las obligaciones que dejé ayer sobre la mesa. Miriam, mi mujer, llega a esta hora; y con la lista que encontrará sobre la mesa tomará la decisión de separarse de mí. Por amor (a ella); entiendo que es lo mejor que puede hacer, pero como no voy a dejar de lado mi egoísmo, no tiene importancia lo que me diga. Solo intentaré que no me eche antes del verano. Ya estuve antes en la calle en invierno, cuando Soledad, mi primer mujer, me echó a la calle al año de casados. Y aunque siempre estuve en alguna casa (como en la de su madre), el invierno siempre entristece un poco más las cosas.
El vino era horrendo, así que me compré un tres cuartos de siete pesos. Solo me quedaban cuarenta y dos; trataré  que duren más de dos días; cada vez que tengo un billete lo gasto con amigos, me gusta verlos sonreír (eso fastidia a Mirian), pero más me gusta vivir en pedo. Ella no comprende que la vida fue dura conmigo. Cuando uno no disfruta está muerto. ¡pero qué bien este pasto cagado y mi vino de siete pesos!. Ni lerdo ni perezoso, simplemente un intelectual en el fondo de la mierda. Aquí, con el siglo devastado desde su inicio, me amargo frente a toda esta gente que me choca de frente y me humilla de reojo. No, sufrir tal vez es otra cosa. Mi dolor es la necesidad de ser. Se necesita este pasto cagado, la bandera cagada, mi mujer desquiciada y a Alfonsín hablando boludeces, para comprender que la estupidez se graba en la conciencia. Ni estar despierto le ayuda a uno a no confundirse con los sueños; creerlos verdaderos, posibles. Ni la verdad aburrida. ¡pero qué rico está mi vino de siete pesos!

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MUTE

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