Carl Sagan, "La conexión cósmica"

Carl Sagan fue uno de los grandes divulgadores científicos del siglo XX. En este libro, compuesto de varias secciones a veces apenas relacionadas, expone hallazgos y plantea hipótesis, especula y se asombra, con una frescura y un entusiasmo a veces casi infantil, pero siempre dentro de los límites de lo que se sabe o sospecha, sin caer en la tentación del misticismo ni del futurismo aventurado. El tema subyacente, no obstante, es siempre el mismo: la interconexión de todo el cosmos, desde la sociedad humana con sí misma, pasando por humanos con otros animales, hasta llegar a la conexión y entendimiento con otros seres inteligentes que puedan vivir en un planeta de otra estrella.

Los números de página corresponden a mi ejemplar del libro, y los he conservado como referencia para mí mismo y para los lectores que, aun no teniendo un ejemplar de la misma edición, deseen saber aproximadamente a qué altura del mismo se encuentra la cita transcripta.

Biblioteca de Divulgación Científica "Muy Interesante"; Ediciones Orbis, S. A. ISBN: 84-7634-115-6. Copyright 1973 by Carl Sagan and Jerome Agel. Título original: The Cosmic Connection.

 

p. 16

Somos el producto de cinco mil millones de años de evolución biológica lenta, fortuita, y no hay razón alguna para pensar que se haya detenido tal proceso evolutivo. El hombre es un animal en período de transición. No es el clímax de una creación.

La Tierra y el Sol existirán muchos más miles de millones de años. El futuro desarrollo del hombre probablemente dependerá de una disposición cooperadora entre la evolución biológica controlada, manejos genéticos y una íntima asociación entre organismos y máquinas inteligentes. Pero no creo que haya nadie que pueda emitir pronóstico alguno de esta evolución futura. Lo que sí resulta evidente es que no podemos permanecer estáticos.

Al parecer, nuestra historia más primitiva, los individuos eran adictos a su inmediato grupo tribal, que posiblemente no sobrepasaría los diez o veinte individuos, todos ellos emparentados por lazos de consanguinidad. A medida que el tiempo transcurrió, la necesidad de un comportamiento de cooperación --en la caza de grandes animales o rebaños, en la agricultura y el desarrollo de ciudades-- obligó a los seres humanos a formar grupos cada vez mayores. En la actualidad, ejemplo particular de los cinco mil millones de años de historia de la Humanidad, la mayoría de los seres humanos deben fidelidad y obediencia al estado-nación (aunque algunos de los problemas políticos más peligrosos surjan todavía a causa de conflictos tribales relacionados con unidades de población muy pequeñas).

Muchos líderes visionarios han imaginado una época en la que la devoción, obediencia o fidelidad de un ser humano individual no se centre en su particular estado-nación, raza, religión o grupo económico, sino que lo haga sobre toda la Humanidad en su conjunto; es decir que, cuando se beneficie a un ser humano de otro sexo, raza o religión que se encuentra a una distancia de nosotros de quince mil kilómetros, el hecho nos sea tan preciado como si hubiésemos favorecido a nuestro propio hermano o vecino. Se tiende a seguir el criterio, pero el avance es sumamente lento. Aquí es preciso hacerse una pregunta muy seria sobre si se podrá lograr semejante autoidentificación global de la Humanidad antes de que nos destruyamos con las fuerzas tecnológicas que ha desarrollado nuestra inteligencia.

En un sentido muy real, los seres humanos son máquinas construidas por los ácidos nucleicos para disponer de una eficiente repetición de más ácidos nucleicos. [1] Nuestras necesidades más acuciantes, las más nobles empresas y el manifiesto libre albedrío son una expresión de la información codificada en el material genético: en cierto sentido, somos depósitos temporales y ambulantes de nuestros ácidos nucleicos. Esto no niega nuestra humanidad. No nos impide perseguir el bien, la verdad y lo bello. Pero sería un gran error ignorar de dónde procedemos en nuestros intentos por determinar adónde vamos.

No cabe duda alguna de que nuestro sistema instintivo se ha modificado poco desde los días en que los hombres se reunían para cazar, hace varios centenares de miles de años. Nuestra sociedad ha cambiado enormemente desde aquellos tiempos, y los más grandes problemas de supervivencia en el mundo contemporáneo puede entenderse en términos de este conflicto entre lo que "sentimos" que debemos hacer obedeciendo nuestros instintos más primarios, y lo que "sabemos" que debemos hacer obedeciendo finalmente a nuestra cultura extragenética.

Si sobrevivimos en estos peligrosos tiempos, resulta evidente que incluso una identificación con toda la Humanidad no es la identificación deseable y fundamental. Si sentimos profundo respeto por otros seres humanos como iguales receptores de este patrimonio de cinco mil millones de años de evolución, ¿por qué no ha de aplicarse tal identificación también a todos los demás organismos de la Tierra, que son asimismo el producto del mismo número de años de evolución? Cuidamos de una pequeña fracción de organismos de la Tierra --como por ejemplo perros, gatos y vacas-- porque son útiles o porque nos halagan. Pero las arañas, las salamandras, el salmón y el girasol son igualmente nuestros hermanos y hermanas.

Creo que la dificultad que todos experimentamos de extender nuestros horizontes de identificación en tal sentido es en sí misma genética. Las hormigas de una tribu lucharán hasta morir ante la intrusión de otras hormigas pertenecientes a diferente tribu. La historia humana está llena de casos monstruosos de pequeñas diferencias --pigmentación de la piel, especulación teológica abstrusa o forma de vestir y estilo de peinado-- que son causa de hostigamiento, esclavitud y asesinato.

Un ser exactamente igual a nosotros, pero con una pequeña diferencia fisiológica --un tercer ojo, o pelo azul que cubra su nariz y frente--, es algo que provoca sentimientos de repugnancia o retroceso. Tales sentimientos pueden haber tenido un valor aceptable en otras épocas, al defender nuestra pequeña tribu contra las bestias o los vecinos. Pero en nuestra época estos sentimientos son peligrosos y anticuados.

Ha llegado el momento de sentir respeto y reverencia no solamente hacia los seres humanos, sino también hacia todas las formas de vida; el mismo respeto que mostraríamos hacia una obra maestra de la escultura o hacia una máquina maravillosamente terminada. [2] Desde luego, esto no significa que debamos abandonar los imperativos de nuestra propia supervivencia. El respeto hacia el bacilo del tétanos no llegará hasta el extremo de ofrecer nuestro cuerpo como medio de cultivo. Pero al mismo tiempo, podemos recordar que aquí tenemos un organismo con una bioquímica que se remonta mucho más allá en el pasado de nuestro planeta. El bacilo del tétanos está intoxicado por el oxígeno molecular, el que nosotros respiramos tan libremente. El bacilo del tétanos, pero no nosotros, se sentiría como pez en el agua en aquella atmósfera rica en hidrógeno y libre de oxígeno de la primitiva Tierra.

El respeto y la reverencia hacia toda forma de vida es factor importantísimo en unas cuantas religiones del planeta Tierra, por ejemplo entre los jainos de la India. Y algo que se aproxima mucho a esta idea es responsable de vegetarianismo, al menos en las mentes de muchos de los practicantes de esta dieta represiva. Pero ¿por qué ha de ser mejor matar plantas que animales? Los seres humanos sólo pueden sobrevivir matando a otros organismos. Pero podemos realizar una compensación ecológica cultivando otros organismos; estimulando la plantación de bosques, impidiendo la matanza al por mayor de organismos como las ballenas y las focas, organismos que pueden tener valor comercial o industrial, como asimismo declarando fuera de la ley la caza injustificada, y haciendo que el medio ambiente de la Tierra sea más agradable para todos sus habitantes.

Puede haber un momento, como expongo en la tercera parte de este libro, en el que entremos en contacto con otros seres inteligentes en un planeta de alguna lejana estrella, con seres que cuentan con miles de millones de evolución completamente independiente; seres que es probable se parezcan poco a nosotros, aunque puedan pensar de forma parecida. Es importante que extendamos nuestros horizontes de identificación, no precisamente sobre las formas de vida más simples y humildes de nuestro planeta, sino también hacia formas de vida exóticas y avanzadas que puedan habitar con nosotros en nuestra enorme galaxia de estrellas.

 

pp. 21-22

[P]edimos a la computadora que nos muestre el cielo visto desde la estrella más cercana a la nuestra, Alfa Centauro, un sistema de tres estrellas situado a unos 4,3 años-luz de la Tierra. En función de la escala de nuestra galaxia Vía Láctea, ésta es una distancia tan corta que nuestras perspectivas siguen siendo exactamente las mismas. La Osa Mayor se presenta igual que si se viera desde la Tierra. Casi todas las restantes constelaciones aparecen invariables. Sin embargo, hay una sorprendente excepción, y es la constelación Casiopea, la reina del antiguo reino, madre de Andrómeda y suegra de Perseo, que aparece como un conjunto de cinco estrellas dispuestas en forma de W o M, dependiendo, naturalmente, de cómo haya girado el cielo. Sin embargo, desde Alfa Centauro se distingue una muesca extra en la M; una sexta estrella aparece en Casiopea, mucho más brillante que las otras cinco. Esa estrella es el Sol. Desde la distancia ventajosa de la estrella más cercana, nuestro Sol es un punto relativamente brillante, pero poco insinuante, en el cielo nocturno. No hay manera de distinguir, mirando a Casiopea desde el cielo de un hipotético planeta de Alfa Centauro, que haya planetas girando alrededor del Sol, que en el tercero de estos planetas haya formas de vida, y que una de estas formas de vida se considere dotada de gran inteligencia. Si esto es aplicable a la sexta estrella en Casiopea, ¿no podría serlo también a innumerables otras estrellas en el cielo nocturno?

p. 23

Cuando nos movemos a distancias mayores del Sol que Tau Ceti, a cuarenta o cincuenta años-luz, el Sol aminora todavía más su brillo hasta ser invisible al ojo humano. Los largos viajes interestelares --si algún día llegan a realizarse-- no emplearán al Sol como punto de referencia. Nuestra poderosa estrella, de la cual depende toda vida sobre la Tierra, nuestro Sol, que es tan brillante que se corre el peligro de quedarse ciego si se le contempla directamente, no se ve en absoluto a una distancia de unas docenas de años-luz, una milésima parte de la distancia que hay al centro de nuestra galaxia.

[1] Cf. Richard Dawkins, "El gen egoísta" (1972)

[2] Sagan no está expresando, como podría interpretarse, una creencia en la teoría del diseño inteligente.

 

pp. 59-60

Hay un lugar con cuatro soles en el cielo: rojo, blanco, azul, y amarillo; dos de ellos están tan cerca uno del otro que se tocan, y entre ellos se extienden las estrellas.

Conozco un mundo con un millón de lunas.

Conozco un sol que tiene el tamaño de la Tierra, un sol con diamantes.

Hay núcleos atómicos de 1600 metros de ancho que giran treinta veces por segundo.

Hay diminutos granos entre las estrellas, con el tamaño y composición atómica de las bacterias.

Hay bacterias que abandonan la Vía Láctea. Hay inmensas nubes de gas que penetran en la Vía Láctea.

Hay plasmas turbulentos que se retuercen con poderosas explosiones estelares y con rayos X y gamma.

Hay, quizá, lugares fuera de nuestro universo.

El Universo es vasto y pavoroso, y por vez primera estamos formando parte de él.

Los planetas ya no son luces que vagan por el firmamento nocturno. Durante siglos, el hombre vivió en un universo que parecía seguro y agradable, incluso limpio. La Tierra era el blanco de la creación y el hombre, el pináculo de la vida mortal. Pero estas nociones alentadoras y de arcaica belleza no soportaron la prueba del tiempo.

Ahora sabemos que vivimos en un diminuto trozo de roca y metal, en un planeta más pequeño que algunas de las relativamente menores manchas de Júpiter, y algo que resulta casi insignificante cuando lo comparamos con una sencilla mancha del Sol.

Nuestra estrella, el Sol, es pequeña, fresca y poco insinuante, uno de los doscientos mil millones de soles que forman la Vía Láctea.

Estamos situados tan lejos del centro de la Vía Láctea que la luz tarda unos treinta mil años en llegar a nosotros desde allí, viajando a una velocidad de unos trescientos mil kilómetros por segundo. Estamos en lo que podríamos llamar casi el borde de la galaxia donde no existe acción alguna. La Vía Láctea es totalmente insignificante, ya que no es más que una galaxia más entre miles de millones de otras galaxias esparcidas por la inmensidad aterradora del espacio.

"El mundo" ya no se puede traducir por "el universo". Vivimos en un mundo inmerso entre la inmensidad de otros.

 

p. 186

Mucha gente joven, gente brillante y socialmente bien situada, siente gran interés por la astrología. Satisface una necesidad interior de sentirse importantes como seres humanos en un cosmos inmenso y asombroso; creer que alguna manera nos relacionamos con el Universo, ideal de muchas experiencias religiosas y campo de las drogas, el samadhi de algunas religiones orientales.

Los grandes conocimientos de la astronomía moderna demuestran que, en algunos aspectos muy diferentes a los imaginados por los antiguos astrólogos, estamos conectados con el Universo. [...]

Los primeros científicos y filósofos --Aristóteles, por ejemplo-- imaginaron que el cielo estaba hecho de un material diferente al de la Tierra, una especie de sustancia celeste, pura e inmaculada. Ahora sabemos que éste no es el caso. Todo el Universo está hecho con material familiar. [...]

No solamente el Universo está en todas partes constituido por los mismos átomos, sino que los átomos, hablando en términos generales, están presentes en todas partes y en aproximadamente las mismas proporciones. [...]

pp. 189-190

El destino de los seres humanos puede no estar conectado de manera profunda con el resto del Universo, pero la materia de que estamos hechos se halla íntimamente ligada a procesos que ocurrieron durante inmensos intervalos de tiempo y enormes distancias en el espacio lejos de nosotros. Nuestro Sol es una estrella de tercera generación. Todo el material rocoso y metálico sobre el cual nos encontramos, el hierro de nuestra sangre, el calcio de nuestros dientes, el carbono de nuestros genes, se produjeron hace miles de millones de años en el interior de una gigantesca estrella roja. Estamos hechos de material estelar.

Nuestra conexión molecular y atómica con el resto del Universo es un circuito cósmico real y nada caprichoso e imaginativo.

 

p. 223 (Capítulo XXXIII: Astroingeniería)

El matemático Freeman Dyson, del Institute for Advanced Study, ofrece un esquema en el cual el planeta Júpiter se rompe trozo a trozo, transportado a la distancia de la Tierra desde el Sol, y reconstruido en forma de concha esférica, un enjambre de fragmentos individuales girando alrededor del Sol. La ventaja de la propuesta de Dyson es que toda la luz solar que se desperdicia, al no caer sobre un planeta inhabitado, podría emplearse ventajosamente, y mantenerse así el exceso de población que ahora habita la Tierra. Si población tan vasta es deseable, es algo que aun no se ha resuelto. Pero lo que sí parece evidente es que, con el actual índice de progreso tecnológico, será posible construir la esfera de Dyson quizá dentro de algunos miles de años. En ese caso, es probable que otras civilizaciones más antiguas que la nuestra hayan construido ya tales enjambres esféricos.

 

p. 225 (Capítulo XXXIV: Veinte preguntas: Una clasificación de civilizaciones cósmicas)

Para tratar con la posibilidad de que haya civilizaciones extraterrestres enormemente avanzadas, el astrofísico soviético N. S. Kardashev ha propuesto una distinción en términos de la energía disponible para una civilización y para propósitos de comunicación.

Una civilización tipo I es capaz de reunir, para propósitos de comunicación, el equivalente de toda la producción energética del planeta Tierra, que ahora se usa para calefacción, electricidad, transporte y demás; una gran variedad de propósitos diferentes a la comunicación con civilizaciones extraterrestres. Por esta definición, la Tierra no pertenece todavía al tipo I de civilización.

La utilización o uso de fuerza de nuestra civilización está aumentando con suma rapidez. La actual producción de energía del planeta Tierra es algo así como 1015 o 1016 vatios; es decir, entre mil y diez mil billones de vatios. [...]

Una civilización tipo II puede usar con propósitos de comunicación una producción de energía equivalente a la de una estrella típica, aproximadamente 1026 vatios. [...]

Por último, Kardashev supone una civilización tipo III, que emplearía con propósitos de comunicación la producción de energía de toda una galaxia, aproximadamente 1036 vatios.

 


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