EL ESPÍRITU SANTO
P.
Manuel M. Lasanta Ruiz
Para
los cristianos el Espíritu Santo no es un tratado doctrinal gélido y
petrificado, sino el mismo Dios en acción.
En
el Antiguo Testamento el Espíritu aparece como la “ruaj”, que significa el
aire en movimiento: viento, soplo,
aliento, tormenta. El Espíritu es
el aliento divino que infunde vida y sin el cual el ser humano permanecería
espiritualmente inerte. Es un
misterioso viento divino que el hombre no puede domesticar ni manipular (Jn
3,8). El espíritu (ruaj) no es una
cualidad natural del ser humano que esté en él como un enclave oculto en su
cuerpo. Eso en hebreo se dice
“nephesh” (alma, vida). “Ruaj”
es lo sobrenatural, pertenece a Dios. Puede
estar en la persona, pero de prestado, pues el hombre no manda en la ruaj.
Es importante mencionar que “ruaj” es un sustantivo femenino, donde
da a entender una acción creativa y vivificadora, como confirman Gn 2,7; Sal
104,29s y Job 34,14. La ruaj de los
seres vivos (Gn 6,17; 7,15.22; Nm 16,22) depende permanentemente de la ruaj
creadora de Dios (Is 40,6-8). “Escondes
el rostro y se espantan, les retiras el aliento (ruaj) y vuelven al polvo.
Envías tu aliento y los recreas, y renuevas la faz de la tierra” (Sal
104,29s).
La
inclinación del soplo (ruaj) de Dios hace que toda la creación levante sus
ojos a él. El “espíritu del Señor”
es esa apertura mutua entre Dios y su mundo, pero sin olvidar que es una energía
que puede dominar a las personas desde dentro y desde fuera, pero que no forma
parte integral suya. El espíritu
es como un huracán que penetra los desiertos y aúlla a través de los bosques
(Is 40,7). Lo trascendente no se
puede domesticar, por eso penetra en nuestras mentes de forma perturbadora y
misteriosa. La “ruaj” es, pues,
el poder creador y vivificador de Dios. El
texto de Gn 1,2 es clave: “La
ruaj del Señor empollaba las aguas del abismo”.
La fuerza de Dios sobre el caos empolla la vida como un ave incuba su
nido.
“Por
la palabra del Señor fueron creados los cielos; por el aliento (ruaj) de su
boca fue creado todo su ejército” (Sal 33,6).
“El soplo de Dios me hizo, el aliento del Todopoderoso me dio vida”
(Job 33,4).
A
través de Moisés se pretende la institucionalización del espíritu que se
deposita en los setenta ancianos (Nm 11,25), pero siempre surgen profetas en
quienes reposa el poderoso espíritu carismático (Os 9,7; Miq 3,8; Is 11,1-5;
30,1; 31,3; 48,16; Zac 7,12; Ez 11,24-25; 3,14; 37,1; 8,3).
¿Qué
es ese “espíritu”? El término
“espíritu” se opone a toda definición que lo fije, pues continuamente está
asociado a la indisponibilidad e incalculabilidad. El espíritu es siempre un extraño, pues es la presencia
actuante de Dios mismo, un poder numinoso e indeterminado. Esa ruaj crea y vivifica la creación, suscita y dirige a los
personajes carismáticos, descansa sobre los reyes y especialmente reposará
sobre el ungido final, el Mesías, para derramarse luego sobre todo el pueblo de
Dios como ley interiorizada.
Todavía
en el Antiguo Testamento uno tenía que ser un personaje extraordinario para
poseer el espíritu de Dios. Había
que ser profeta, estadista, sabio, artista, rey (Pr 1,23; Ex 31,3).
Por supuesto que Dios había dicho:
“mi espíritu estará en medio de vosotros” (Ag 2,5), pero esto se le
decía al pueblo como un todo, no a cada sujeto en particular.
Sin embargo, la característica del tiempo mesiánico sería el espíritu
para todos: “Y después de
esto derramaré mi espíritu sobre todo mortal y profetizarán vuestros hijos y
vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños y vuestros jóvenes verán
visiones. Y también sobre los
esclavos y esclavas derramaré mi espíritu en aquellos días” (Jl 3,1-2).
Ese día se describe como una Nueva Alianza, una nueva relación con
Dios, en la que él colocará su espíritu en el pecho de cada individuo, desde
el más pequeño hasta el más grande (Jr 31,31-34). La
Alianza ya no estaría escrita en piedra, sino en cada corazón; se acabaría el
“tú debes” dando paso al tú puedes” (Ez 36,25ss; Heb 8,7ss; 10,15ss).
Dios daría su espíritu a través de su Ungido, el Mesías, capacitándole
para ser el Rey que inauguraría el Reino de Dios y sobre quien descansaría
plenamente el espíritu (Is 11,2). “Mirad
a mi siervo a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero.
Sobre él he puesto mi espíritu, para que promueva el derecho en las
naciones. No gritará, no clamará,
no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha humeante no la
apagará. No vacilará ni se
quebrará hasta implantar el derecho en la tierra” (Is 42,1-4).
Finalmente, el capítulo 61 de Isaías describe al futuro Mesías con la
imagen que Jesús escogió para sí: “El
Espíritu del Señor descansa sobre mí, pues me ha ungido; me ha enviado a dar
la buena noticia a los pobres, a curar los corazones desgarrados, a anunciar la
liberación de los cautivos y a los prisioneros la libertad” (Lc 4,16-21).
Ahora
bien, esta manera de entender el espíritu en el Antiguo Testamento, ¿tiene
algo que ver con la tercera persona de la Trinidad?
No, pues ésta es una revelación de la Nueva Alianza que da Jesús.
Con él se inaugura la era mesiánica o del Espíritu.
Jesús es concebido por el Espíritu (Lc 1,35).
Es ungido con el Espíritu en el Jordán, convirtiéndose en el Mesías
que traerá el Reino. Con el envío
del Hijo por el Padre se inaugura una nueva era en la que recibimos la filiación
y el Espíritu (Gál 4,4ss). “A
Jesús de Nazaret lo ungió Dios con Espíritu Santo y poder” (Hch 10,38).
El
Espíritu es el dedo de Dios por el que Jesús echa los demonios y trae el Reino
(Lc 11,20; Mt 12,28). Ese “poder
de Dios le hacía curar” (Lc 5,17).
El dedo de Dios levantaba a los caídos, animaba a las multitudes y
tocaba a los enfermos para darles la salud.
De esa fuerza dijo Jesús que serían revestidos sus discípulos (Hch
1,8; 4,31). De ese modo ellos
quedan llenos de Dios y pueden anunciar con valentía el mensaje de la buena
noticia del Reino, el Evangelio, que era “una demostración de la fuerza
del Espíritu” (1 Co 2,4); el Evangelio que se extendía como “una
fuerza exuberante del Espíritu” (1 Ts 1,5).
Ese Espíritu es el amor, lo más fuerte que hay, de Dios derramado en
nuestros corazones (Ro 5,5). Jesús
no fue impulsado transitoriamente por ese Espíritu como otros antiguos
profetas, sino que es llevado siempre “en el Espíritu” (Lc 4,1.14).
El adjetivo griego “pleres” expresa el estar henchido
permanentemente. Pero es en el
evangelio joánico donde claramente aparece el Espíritu Santo como Dios y a la
vez distinto del Padre y del Hijo: “Os
aseguro que os conviene que me vaya, porque si no me fuese, el Paracleto
(valedor, abogado) no vendría a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn
16,7). A través del Espíritu
Jesús se impartirá al corazón de sus discípulos y amigos, sin las
limitaciones del espacio y el tiempo. El
término “otro” lo diferencia de Jesús, pero, a la vez, hace presente al
Cristo glorificado (1 Co 15,45). “Quien
se une al Señor se hace un espíritu con él” (1 Co 6,17).
“Si el Espíritu de Dios habita en vosotros... Cristo está en vosotros” (Ro 8,9s). “Para que seáis fortalecidos en vuestro interior por su
Espíritu y Cristo haga su hogar en vuestros corazones” (Ef 3,14ss).
En
el evangelio joánico el Espíritu permanece perpetuamente sobre Jesús (Jn
1,32s), y es él quien “bautiza con Espíritu Santo”, pues lo entrega
en la cruz (Jn 19,30). El Espíritu
también aparece en la muerte de Jesús: “La
sangre del Mesías, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios
como sacrificio sin mancha” (Heb 9,13s).
En definitiva, a Jesús “Dios no le da el Espíritu por
medida” (Jn 3,34).
Es
en el evangelio joánico donde se afirma rotundamente la personalidad del Espíritu
Santo, ya que, expresamente, quebranta las reglas del griego para referirse a él
(“pneuma” es una palabra neutra en griego, pero el texto dice:
“Cuando venga él, el Espíritu de la verdad” –Jn 16,13-
utilizando un pronombre masculino, pues “ekeinos” significa “él” con énfasis;
y esto no es un mero recurso literario). A
partir de Jesús, el Espíritu es visto como una persona, el “otro Paracleto”.
Por último, el Espíritu resucita a Jesús (Ro 1,4), quien “después
que fue exaltado a la diestra de Dios y recibiendo del Padre la promesa del Espíritu
Santo lo derramó” (Hch 2,33).
¿Qué
hace el Espíritu en el cristiano? Consagra;
pues es el Espíritu “Santo” (santificador):
“Elegidos según la presciencia de Dios Padre para la consagración
del Espíritu” (1 Pe 1,2). Hace real a Cristo,
produciendo sus rasgos, abonando sus frutos y desarrollando los carismas.
“Sabemos que (Dios) permanece en nosotros por el Espíritu que nos
ha dado” (1 Jn 3,24). “Guarda
el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros”
(2 Tim 1,14).
Ese
mismo Espíritu nos lo va enseñando todo (1 Jn 2,20.27), dando “testimonio
a nuestro Espíritu de que somos hijos de Dios” (Ro 8,16) y dándonos
fuerzas para no pecar (1 Jn 3,9). El
Espíritu es el “sello” de Dios (Ef 1,13; 2 Co 1,22); es como una marca que
indica la firma del dueño. Es
también las “arras” (Ef 1,14; 2 Co 1,22; 5,5), que es un término que
usaban los griegos para los negocios y que significa el “anticipo”; de modo
que el Espíritu es la prenda de la eternidad, la primera bendición, la
inhabitación divina que hará posible la glorificación final del ser (Ro
8,10s). Otro término para
referirse al Espíritu es “primicias”, que era una expresión agrícola.
Si los primeros frutos eran buenos, la cosecha también lo sería. El Espíritu es el mejor regalo de Dios, “la promesa”,
pues es él mismo procesado y dispensado para vivir dentro de los suyos.
Él es siempre Espíritu vivificante, Señor de la vida (Ro 8,1s) que
hace posible la nueva humanidad y que nos transforma “a su imagen de gloria en
gloria” (2 Co 3,18). Su inspiración
nos impulsa a orar (Ro 8,26s) y llamar a Dios “Padre”.
Es el creador de la “koinonía” (comunión; 2 Co 13,14; Flp 2,1; Hch
2,42). “Esforzándoos en mantener
la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz; uno es el Cuerpo y uno el Espíritu”
(Ef 4,3s). Para los cristianos, “el Señor es el Espíritu, y donde
está el Espíritu del Señor hay libertad” (2 Co 3,17).
La expresión “el Espíritu Santo y nosotros hemos decidido” (Hch
15,28) es algo más que una personificación literaria, y “mentir al Espíritu
Santo” (Hch 5,3.9) significa “mentir a Dios” (Hch 5,4).
El
Espíritu es una “trascendencia inmanente”.
“El espíritu del Señor llena el universo, lo abarca todo y tiene
conocimiento de todo cuanto se dice” (Sab 1,7).
Se puede así experimentar a Dios en el mundo, en la medida en que Dios
se halla por su Espíritu en todas las cosas y todas las cosas en Dios, y, por
tanto, Dios mismo experimenta a su modo todas las cosas.
Esto no es panteísmo, sino como observaba J. Wesley:
“todo está en el cuenco de la mano de Dios, quien, con su presencia íntima,
lo mantiene en el ser, lo penetra y hace que actúe toda la creación en su
conjunto, y es la verdadera alma del universo”. Por el Espíritu Dios ama su creación y está unido con cada
una de sus criaturas apasionadamente. El
amor le hace salir de sí mismo en busca de sus amadas criaturas.
Dios ama la vida a través de esa fuerza vital que es su constante
autodonación. Así podemos ver
también al Espíritu en las cosas, esperando la unificación de toda la
naturaleza con Dios, ansiando el amor en el que nos olvidamos de nosotros mismos
y, al mismo tiempo, nos encontramos. Entonces
le encontramos en cada criatura, pues experimentamos que en ellas Dios espera
nuestro amor.
San
Atanasio llega a decir que el Hijo se encarnó para que el ser humano reciba el
Espíritu. Si el Espíritu no es Dios no puede haber divinización del
ser humano. El fin último de la
vida cristiana es la experiencia del Espíritu y el santo o místico es su
garante.