UN VIEJO Y ACTUAL CISMA
Hay
muchos que se preguntan por qué están
divididas las Iglesias Romana y Ortodoxa.
¿Por qué está dividido Oriente de Occidente? Si son los dos pulmones de la Iglesia, como afirmó Juan Pablo II,
¿a qué viene tanta distancia?
Por
supuesto que no hay una única y definitiva explicación para la ruptura. Sin embargo, existieron factores que
posibilitaron tal situación que significó la pérdida de comunión de la que
hasta entonces fue la Iglesia indivisa.
Primero
vamos a estudiar los factores políticos, entre los que destacan principalmente
tres: el traslado de la capital del
imperio desde Roma a Constantinopla, la invasión de los bárbaros en Occidente y
la musulmana en Oriente.
El
traslado de la capitalidad imperial desde Roma a Constantinopla supuso que esta
ciudad, hasta entonces sede episcopal, se elevara a la categoría de
patriarcado. Las grandes sedes del
momento eran Jerusalén, Antioquía, Alejandría, Efeso y Roma. Así pues, parecía lógico que el emperador
quisiera tener cerca de su corte un patriarcado. Por eso el Concilio de Constantinopla (381) concede el primado de
honor a la “Nueva Roma”, tras la sede romana.
Pero este canon no iba contra Roma, sino que se elaboró para restringir
la desmedida influencia que en Oriente estaba desarrollando Alejandría. El canon resolvió la rivalidad entre
Constantinopla y Alejandría según el principio de “acomodación”, según el cual
la organización eclesiástica, y por principios prácticos de infraestructura, se
acomodaba a la organización del imperio.
El Patriarca de Constantinopla acepta su hegemonía en virtud del hecho
de ser la eparquía de la nueva sede imperial.
Por supuesto que otros Patriarcas orientales, como por ejemplo el de
Jerusalén, podían presentar mejores títulos apostólicos, pero ninguno lo era de
la capital del imperio. Así pues, la
primacía eclesiástica quedó vinculada, según el Concilio Ecuménico, a la
capitalidad del imperio, y no a la apostolicidad de la sede. El canon 28 decía: “Así como los Padres
reconocieron a la vieja Roma sus privilegios porque era la ciudad imperial,
movidos por el mismo motivo, los 150 obispos reunidos decidieron conceder
iguales privilegios a la sede de la nueva Roma, juzgando rectamente que la
ciudad que se honra con la residencia del emperador y del senado debe gozar de
los mismos privilegios que la antigua ciudad imperial en el campo eclesiástico
y ser la segunda después de aquella”.
De ahí que cuando el Papa Nicolás I pretendiera intervenir en el
nombramiento de la sede bizantina, obtuviera un vivo rechazo.
En
Occidente las cosas sucedieron de otro modo.
Aquí Roma existía en todo su esplendor mucho antes de que el
cristianismo se propagase por la capital del imperio. Roma era lo que era sin el cristianismo. Constantinopla, en cambio, se lo debía todo
al hecho de que el emperador cristiano decidiera hacer de ella el centro del
imperio cristiano, y un Concilio lo aceptara.
Por eso Roma se vio más libre del abuso de poder imperial, pues los
emperadores ya no residían en Roma.
También desarrolló la supremacía del poder espiritual sobre el temporal,
gobernando materialmente el mundo. En
Constantinopla, por otra parte, es el emperador quien legisla según el derecho
de ser llamado “Vicario de Dios”. O
sea, Oriente y Occidente son dos talantes que poco a poco se van alejando.
A
finales del siglo VI el Patriarca de Constantinopla se titula “Patriarca
Ecuménico”, es decir, el Patriarca de la Ecumene (el orbe). Cuando el Papa Gregorio Magno supo que el
Patriarca Juan IV, llamado el Ayunador, se otorgó tal título intuyó que aquel
apelativo de jurisdicción universal atentaba contra el primado romano, puesto
que el Patriarca había usado este título en una sentencia judicial en la que
absolvía al Patriarca de Antioquía.
Entonces el Papa Gregorio Magno comenzó a usar el título de “Siervo de
los siervos de Dios”. El título de
“Patriarca Ecuménico” fue introducido por Focio en los protocolos oficiales, y
Miguel Cerulario fue el primero en añadirlo a su nombre.
Por
otra parte, en 476 Roma es invadida por los bárbaros. La vieja Roma ya no puede competir con la nueva.
En
Oriente, la invasión musulmana en el siglo VII va ganando sedes como
Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Al
ir cayendo el imperio, Roma aprovecha y vuelve su mirada hacia los
francos. Constantinopla la dirige
entonces hacia los eslavos, y pronto Moscú llega a ser la “tercera Roma” a la
caída de Constantinopla bajo los turcos.
Como ya no había “imperio”, el rey tomó el título imperial de zar
(cesar), y el metropolitano de Moscú comienza a llamarse Patriarca.
Veamos
ahora los factores culturales y geográficos.
No hay duda de que Oriente y Occidente son
dos cosmovisiones diferentes, distintas y distantes. La natural diversidad que debió enriquecer a la Iglesia aumentó,
desgraciadamente, las mutuas incomprensiones por falta de un serio
diálogo. Los griegos miran cada vez más
a los latinos como díscolos y bárbaros, y los latinos observan a los griegos
como una penumbra de herejes. Por otra
parte, el hecho de que el emperador resida en Constantinopla y el Papa en Roma
va creando cada vez más tensión.
Cuando
desaparece el imperio en Occidente tras las invasiones bárbaras, Roma desea una
unidad política que la favorezca y busca nuevos aliados. En vez de aceptar el imperio tal y como
seguía en Oriente y con su capital Constantinopla, en la noche de Navidad del
año 800 el Papa corona en San Pedro de Roma a Carlomagno como emperador. Inmediatamente después, el Papa rinde al
emperador el homenaje de la “proskinesis” (postración), gesto que ningún otro
Papa volverá a realizar. Este hecho
tendrá una importancia trascendental en lo que respecta a las relaciones entre
Roma y Constantinopla.
Carlomagno,
al principio, se resistió a unir a su nombre el apelativo de emperador de los
romanos, y cuando se dirigía a la familia imperial de Constantinopla les llamó
siempre “nuestros hermanos”. Este
proceder da a entender que el monarca franco no compartía el proyecto papal de
trasladar el imperio de Oriente a Occidente, sino que más bien pensaba en un
reconocimiento en pie de igualdad de los respectivos territorios. Sin embargo, a los ojos de Constantinopla,
aquello era un insulto, por lo que la coronación de Carlomagno por el Papa y su
título imperial sonaba como una blasfemia y un insulto hacia el emperador y la
sede capital de la Iglesia. Una crónica
bizantina de la época narró así los hechos:
“El Papa León III ha frotado con aceite a Carlomagno de pies a cabeza;
pero esto no es más que la acción de un latino que bendice a un bárbaro, y de
la cual no puede salir un verdadero basileus”.
Desde entonces los dos imperios fueron totalmente opuestos.
Entre
los años 800 y 806 surge otro factor aún más confuso. Aparece un documento falso conocido como la “Donación de
Constantino”, según el cual el emperador Constantino, al dejar Roma para ir a
fundar Constantinopla, regalaba al Papa Silvestre el dominio de la Ciudad
Eterna y de las demás posesiones italianas.
En el documento se decía expresamente que en la Roma cedida al Papa no
podía haber otro emperador. Pronto este
documento obtuvo un gran éxito en la conciencia romana y supuso el fundamento
del poder temporal de los Papas desde la Edad Media. Roma tenía ya una excusa perfecta frente a Constantinopla.
Veamos
los factores eclesiásticos y doctrinales.
Manteniendo
la misma fe apostólica de la Iglesia indivisa, uno y otro extremo acentuaron
aspectos eclesiológicos distintos.
¿Cuál debía ser el papel del emperador en la Iglesia? ¿Cómo desarrollar el principio de
“acomodación” en conjunción con las sedes apostólicas? Oriente hizo hincapié en la propia autonomía administrativa y
disciplinar. No puso en duda el primado
romano, pero siempre mantuvo el gobierno en sus propios asuntos sin consultar a
Roma. Como bien señalaron autores como
Y. Congar y J. Bosch, la eclesiología oriental se preocupaba más por las
realidades divinas que encierra el misterio de la Iglesia que por su aspecto
terrestre y sus implicaciones humanas.
De ahí que Oriente entienda a la Iglesia universal de un modo místico y
Occidente de un modo jurídico. De ahí
el énfasis de Oriente en la Iglesia local y el sínodo. De la Iglesia en su conjunto administrativo
y jurídico se encargaba el emperador.
En Occidente de esto se encargaba el Papa.
De
aquí surgió la gran cuestión de cómo entender el primado romano, asunto incluso
todavía no resuelto por Roma para su autocomprensión ecuménica. A los ortodoxos no les gustó el modo en que
los Papas comenzaban a referirse a sí mismos, como si gozaran de una autoridad
universal, más bien que como Patriarcas de Occidente y “primus inter
pares”. A esto se sumaban las clásicas
barreras culturales y políticas, y el papado reclamaba cada vez mayores
prerrogativas, contra los usos antiguos de los Concilios, a los que Oriente
estaba acostumbrado. Así pues, la
Ortodoxia no acepta una primacía jurídica del papado, la infalibilidad ni el
título de “Vicario de Cristo”. No niega
a Roma la primacía de honor de la que habló san Ignacio de Antioquía: “El obispo que preside en la caridad”, pero
no cree en la transformación de esa presidencia en una supremacía de poder y
jurisdicción, incluso por encima de los Concilios Ecuménicos. Roma tenía la zona suburvicaria, el
patriarcado de Occidente y un ámbito universal en el que intervenía como
árbitro de causas mayores, pero sin meterse en la administración interna de las
eparquías.
Oriente
rechazó completamente a Roma, como bien expone Dvornik, en 1204 con ocasión del
saqueo de Constantinopla por los cruzados.
A partir de ahí declara a Roma hereje por cambiar el Credo y añadir el
“Filioque”.
El
Credo ecuménico decía que el Espíritu Santo procedía del Padre, pero un sínodo
celebrado en Toledo (638) añadía la expresión:
Que procede del Padre “y del Hijo” (Filioque). Por eso, en el año 808 cuando unos monjes orientales del
monasterio de San Sabas escuchan a otros monjes franceses recitar el Credo, se
escandalizan. ¿Con qué licitud han
añadido al Credo semejante afirmación?
Los obispos ortodoxos lo tachan de error dogmático sin precedentes y en
el futuro será la excusa para acusar a Roma de herejía.
En
el año 865 Boris, rey de los búlgaros, decidió hacerse cristiano, pues en su
territorio había multitud de misioneros, tanto latinos como bizantinos. Tras bautizarse quiso que la Iglesia de su
país contara con un arzobispo, y así se lo pidió al Patriarca Focio. Pero éste le pidió muchos detalles y le
impuso multitud de condiciones.
Entonces el rey se dirigió al Papa Nicolás, que se contentó con enviarle
dos obispos y dar la opinión de Roma sobre varias cuestiones de fe y
costumbres. Uno de los obispos, Formoso
de Oporto, se ganó la voluntad de rey, que pidió al Papa nombrara a Formoso
arzobispo de los búlgaros. Pero Nicolás
respondió que Formoso era ya obispo de Oporto, y estaba prohibido trasladar de
un obispo de una sede a otra. Molesto
por la respuesta papal, Boris miró de nuevo a Constantinopla, donde el nuevo
Patriarca, Ignacio, consagró a un arzobispo para organizar la Iglesia de
Bulgaria. La impaciencia de Boris no se
debe interpretar como el capricho de un rey malcriado, al contrario. Boris era un cristiano convencido que quería
que su país conociese el Evangelio, y para quien las sutilezas y suspicacias de
los jerarcas eran absurdas. Años más
tarde, en el 917, el rey tomó el título de zar, es decir, “Cesar” o emperador,
y en 927 su arzobispo tomó el título de Patriarca. Aunque al principio Constantinopla consideró que tales títulos
constituían una usurpación, a la postre los reconocieron.
A
mediados del siglo XI, el arzobispo búlgaro León de Acrida escribió una carta
en la que atacaba a los cristianos latinos por utilizar pan sin levadura en la
eucaristía y hacer del celibato una ley obligatoria para los presbíteros. Surgió una disputa tal que el Papa León IX
envió legados a Constantinopla para esclarecer los malentendidos: Federico, canciller de la Santa Iglesia
Romana; Pedro, obispo de Amalfi; y el que ostentaba la presidencia, el cardenal
Humberto de Silva Cándida, celoso reformador eclesiástico. La reforma que buscaba Humberto abogaba
principalmente contra las violaciones del celibato de los curas y la compra y
ventas de títulos eclesiásticos (simonía).
Por tanto, el fogoso cardenal, que para colmo no sabía griego, veía en
las prácticas orientales los mismos enemigos contra los que luchaba en
Occidente. El matrimonio de los
clérigos lo confundió con el nicolaísmo de Occidente, y la compra y venta de
cargos en la Iglesia la confundió con la función moderadora y de apoyo que los
emperadores desempeñaban. Dos poco
diplomáticos discursos del cardenal exacerbaron más los ánimos, y el Patriarca
Cerulario se negaba sistemáticamente a recibir a los embajadores romanos. Ante la imposibilidad de obtener una audiencia,
los romanos, para intentar vencer la resistencia de Cerulario, pusieron en
práctica un atrevido plan y falto de la más elemental prudencia, pues el Papa
acababa de morir. El 15 de julio se
presentaron solemnemente en la basílica de Santa Sofía mientras el Patriarca
celebraba la Divina Liturgia y, avanzando hasta el santuario, después de
dirigir unas palabras a los fieles, depositaron sobre el altar la excomunión
contra Cerulario y sus partidarios.
Aquel gesto tan poco conciliador desencadenó una avalancha de
sucesos. El 20 de julio se reunió un
sínodo en Santa Sofía en el que se lanzó el anatema contra el “impío libelo” de
los legados, que ya habían huido de la ciudad.
Frecuentemente
se ha pensado que lo que pasó aquel 15 de julio de 1054 fue el acto que selló
definitivamente el cisma que separa a la Iglesia Romana y a la Ortodoxa. La verdad histórica es diferente. Las excomuniones no fueron anatemas con
carácter general de una Iglesia contra otra.
Los legados papales excomulgaron, a título personal, al Patriarca Miguel
Cerulario y a sus partidarios. El
Patriarca, a su vez, anatematizó “el libelo impío” y a sus autores. De hecho, en el documento nada se dice contra
Roma. Por eso, cuando el Papa Pablo VI
y el Patriarca Atenágoras I firmaron la paz el 7 de diciembre de 1965, no
hablan de abrogar o anular excomuniones, sino simplemente de olvidar un hecho
luctuoso que tuvo consecuencias desafortunadas para todos.
La
conciencia de cisma no surgió hasta la invasión de Constantinopla por los cruzados
en 1204, cuando destruyeron el altar de Santa Sofía, despedazaron el
iconostasio y sentaron a una prostituta en la cátedra del Patriarca. Los testigos reconocieron que quienes hacían
aquello no podían ser cristianos iguales que ellos.
Lo
cierto es que a lo largo de siglos de frialdad y distanciamiento nunca faltaron
cristianos que ofrecieron sus vidas en aras de construir una Iglesia
mejor. Ellos son una prueba fehaciente
de que, por encima de las divisiones y dificultades, el Espíritu Santo anima
siempre a la Iglesia y sigue forjando en ella su proyecto de unidad, paz y
amor.