SERVICIO DE CURACIÓN, RECONCILIACIÓN Y MINISTERIO A LOS ENFERMOS

 

         Lo primero es recordar que todos los fieles esperan que sus hermanos y hermanas (así como sus dirigentes) los visiten.  El Señor pide que sus ministros visiten a los enfermos ofreciéndoles la compasión y ayuda que necesitan, manteniendo siempre una actitud amable y afectuosa hacia el enfermo.  Jesús mismo llevó nuestros pecados y enfermedades y nos mira con ojos de compasión eterna (1 Jn 3,11-16; 4,7-21; Jn 21,15-17).  Todo buen pastor debe ayudar al enfermo a acercarse a Dios (Sal 145,18; 34,18).  Es complejo hablar con un enfermo, y a veces es mejor quedarse callado, pues la persona dolorida se puede ofender.  Lo principal es aprender la lección que nos aporta la enfermedad:  la fragilidad humana, la debilidad, el sentido del dolor.  En el AT Dios inculcaba con la enfermedad una lección de disciplina (Job 23,10; Dn 3,19-28).  Por eso es importante que el enfermo no deje de leer y meditar las Escrituras bíblicas, confiando en el proyecto eterno de Dios y pidiendo también la curación. 

         Si el Servicio de Curación se celebra en una capilla debe hacerse siempre en el contexto de la Celebración de la Palabra y la Eucaristía.  Concretamente después del sermón.  Si no hubiera eucaristía sería en el contexto del Oficio Divino (ya sea matutino o vespertino). 

 

M.  Jesús fue enviado a dar salud a los humanos, y dijo a sus apóstoles que ellos también eran enviados con la misma misión.  Los apóstoles instituyeron presbíteros y ministros ordenados para que siguieran este servicio de curación.  “¿Sufre alguno de vosotros?  Que rece.  ¿Alguien está contento?  Que cante.  ¿Hay alguno enfermo?  Llame a los presbíteros de la comunidad, que recen por él y lo unjan con aceite invocando al Señor.  Y el voto de fe restaurará al cansado y el Señor lo capacitará para que se levante del lecho; y si, además, tenía pecados, se le perdonarán” (Sant 5,13-15). 

T.    “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa.  Lava del todo mi delito, limpia mi pecado, pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado.  Contra ti, contra ti solo pequé, cometí lo que tú repruebas...  Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre.  Te gusta un corazón sincero, y en mi interior me inculcas sabiduría.  Purifícame con el hisopo:  quedaré limpio; lávame:  quedaré más blanco que la nieve.  Anúnciame el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados.  Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa.  Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu; devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con tu espíritu generoso...  Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza...  Sacrificio para Dios es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no desprecias” (Sal 51). 

M.  “Él viendo la fe que tenían, dijo:  Tus pecados quedan perdonados” (Lc 5,20). 

T.    “Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi interior a su Santo Nombre.  Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios:  él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te rodea con su misericordia y su cariño; él sacia de bienes tus anhelos y como la de un águila se renueva tu juventud.  El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos; enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a los israelitas.  El Señor es compasivo y clemente, paciente y misericordioso; no está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo.  No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas; como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos; como un padre siente cariño por sus niños, siente el Señor cariño por sus fieles; porque él conoce nuestra masa, se acuerda que somos barro.  Los días del ser humano duran lo que la hierba, florecen como flor del campo, que el viento la roza y ya no existe; el terreno no volverá a verla.  Pero la misericordia del Señor con sus fieles dura siempre, su justicia pasa de hijos a nietos, para los que guardan la alianza y recitan y cumplen sus mandatos” (Sal 103,1-18). 

M.  El Señor dice:  “Yo soy el Señor, que te cura” (Ex 15,26).  “Vosotros servid al Señor, vuestro Dios, y él bendecirá tu pan y tu agua.  Apartaré de ti las enfermedades” (Ex 23,25).  Y de Jesús dice el Evangelio:  “Y sanó a todos los enfermos, para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías:  ¨Él tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias¨” (Mt 8,17).  “Y curó a todos los enfermos” (Mt 8,16).  “Y todos los que le tocaban quedaban sanos” (Mc 6,56).  Cristo dio este poder a los Doce:  “Sanad enfermos...  de balde lo recibisteis, dadlo de balde” (Mt 10,8).  Igualmente hizo con los Setenta:  “Curad a los enfermos que haya y decidles:  El reinado de Dios está cerca de vosotros” (Lc 10,9).  Finalmente dio ese poder a todo cristiano:  “Sí, os lo aseguro:  Quien me presta adhesión hará obras como las mías y aun mayores; porque yo me voy con el Padre, y cualquier cosa que pidáis unidos a mí la haré; así la gloria del Padre se manifestará en el Hijo.  Lo que pidáis unidos a mí, yo lo haré” (Jn 14,12-14). 

En este momento se invita a los enfermos a acercarse para ser ungidos con aceite (previamente bendecido por el obispo) e imponerles las manos.  Si en la ceremonia también se reciben a pecadores notorios hay que estar seguros de su enmienda (1 Tim 5,22). 

M.  “Por tanto, confesaos los pecados unos a otros y rezad unos por otros, para que os curéis.  Mucho puede la oración intensa del justo” (Sant 5,16). 

“Y ahora, Señor...  extiende tu mano para que se realicen curaciones, señales y prodigios, cuando invoquemos a tu santo Servidor Jesús” (Hch 4,30). 

“El Señor unge tu cabeza con aceite perfumado y hace rebosar tu copa; el bien y la misericordia te seguirán toda la vida y vivirás en la casa del Señor para siempre” (Sal 23,5). 

E.    Puede rezar una o dos de estas cinco oraciones, a elegir por el penitente: 

a)     Yo soy Pródigo.-

Hijo, pródigo, hijo ingrato,

he roto la relación contigo, Padre mío. 

Quise vivir la vida por mi cuenta

y hallar la felicidad lejos de ti: 

no había comprendido la gratuidad de tu amor,

que era mi hogar, mi riqueza y mi vida. 

Quise apoderarme de la herencia sin dilación

y disfrutarla en exclusiva: 

acaparé tus dones como si me los debieras. 

Y tú, Señor, no dijiste nada

y me dejaste partir hacia el lejano país de mis sueños,

donde derroché todos tus bienes

y dilapidé de manera egoísta, glotona y absurda,

esas parcelas de tu vida, de tu amor. 

Y cuando hube acabado con todo,

un hambre terrible se apoderó de mi corazón;

y es que el pecado es el país del hambre,

del hastío  de la privación. 

Decepcionado, insatisfecho, cerré mis manos

y no encontré más que el vacío,

entré en mí mismo, sediento de otra cosa,

me acordé de tu casa

y decidí levantarme y regresar... 

Tú me divisas de lejos, pues llevas mucho tiempo

esperando mi regreso en todas mis encrucijadas. 

Corres hacia mí

y me rodeas con tus brazos: 

estás más emocionado que yo mismo. 

No me preguntas por mi pasado: 

sabes de sobra que tu hijo está muy mal,

sabes cuán amarga experiencia acabo de tener...

Me das un traje nuevo y unas nuevas sandalias,

ordenas que pongan otro cubierto en la mesa familiar

y dices, simplemente: 

“¡Comamos y hagamos fiesta:  ha regresado mi hijo!”

Gracias, Señor,

mi Padre, mi Hogar, mi Amor, mi Vida...

Jamás podré olvidar que no quisiste

la humillación de tu hijo,

porque tan sólo quieres que viva. 

 

b)    Como las entrañas de una madre. 

Tu amor, Señor, es vulnerable, como el de una madre;

se te conmueven las entrañas, y desbordas de compasión

cuando uno de tus hijos regresa a ti destrozado

y te confiesa simplemente su miseria. 

Heme ante ti como un niño herido

que no intenta ocultar las heridas a su madre,

porque sabe que, haciendo ver a ésta

su mal y su dolor

va a reavivar su inmensa ternura maternal. 

Soy tu hijo, y mi pecado está siempre delante de mí. 

Soy tu hijo, que intenta aprender a andar,

que cae, titubea y vuelve a caer,

que se golpea con el borde de la mesa,

que se abre una brecha en los labios o en la ceja...

¡Qué largo es, Señor, el aprendizaje de la libertad...!

Tengo la frente, las rodillas, el cuerpo entero,

lleno de moratones y de heridas. 

Pero sé también que el día en que su hijo

llega a ser una persona libre,

capaz de tenerse en pie y de tomar la vida en sus propias manos,

una madre se sonríe al acordarse

de todas sus torpezas de antaño...

Tú también, Señor,

te interesas más por mi futuro

que por mis pecados de juventud;

tú miras siempre adelante, y nunca atrás. 

Por supuesto que llegaré a tu cielo

con esparadrapos por todas partes

y con el corazón lleno de cicatrices...,

pero, ¿qué importa, Señor? 

¿No es caminar y llegar hasta ti

lo verdaderamente importante? 

Creo, Señor, que tú me amas,

y sé muy bien que confesar el propio pecado

a alguien que nos ama

no es vergonzoso ni humillante,

sino fuente de nueva libertad. 

¡Qué asombroso es, Señor, tu perdón...! 

 

c)     He venido a llamar a los pecadores. 

Algunas tardes, estoy tan cansado de mí mismo, Señor,

que ni siquiera tengo valor para volverme a ti. 

Todo me pesa, todo me parece vacío...

Entonces cierro los ojos por un instante...

¡y te veo a ti, sentado a la mesa de Leví! 

Su casa es un hervidero: 

colaboracionistas, pequeños truhanes y bribones,

prostitutas, usureros, vagabundos,

gente descreída que ha roto con la sociedad y la religión: 

todos esos excluidos y menospreciados

se han juntado en la casa de Leví,

que da un banquetazo. 

Y allí estás tú en medio de ellos,

hablando y comiendo distendidamente con todos,

que te escuchan sorprendidos, felices y contentos

de que un rabí les salude. 

Pero algunos miembros de alguna piadosa cofradía

que respeta la Ley, el ayuno y la oración,

se han quedado a la puerta, ¡pureza obliga...!,

con expresión de escándalo. 

De pronto, tú te vuelves

hacia esos dignos y austeros fariseos

y, frente a tanto virtuoso a ultranza,

creo sorprender en tu mirada un brillo malicioso. 

“Decidme, amigos,

¿quién necesita más al médico,

los enfermos o los sanos? 

¡No comprendéis ni su felicidad ni mi alegría!

He venido a llamar y a curar a los pecadores,

a devolver la esperanza a todos cuantos desconfían

de sí mismos lo bastante como para atreverse a creer

que aún hay alguien que les ama. 

Yo no voy a quebrar la caña cascada

ni a apagar la mecha humeante. 

El Señor me ha ungido con el Espíritu

para dar la buena noticia a los pobres

y anunciar la gracia para todos;

el Hijo no ha venido a condenar al mundo,

sino a salvar al mundo. 

Con quienes creen ser gente de bien

no puedo, evidentemente, hacer nada,

porque, diga yo lo que diga y haga lo que haga,

ellos se bastan a sí mismos...”. 

Entonces, abriéndome paso a codazos,

me cuelo yo también, Señor, en la casa de Leví

y me siento en un taburete que ha quedado libre. 

Prefiero, como ellos, callar y mirarte,

un tanto avergonzado, pero encantado de acercarme a ti. 

Tu palabra y tu mirada me reaniman y enardecen;

al verte tan cerca, ya me siento mejor. 

Te miro, y mi mirada dice: 

“¡Piedad de mí, Señor, que

soy un pecador!”. 

 

d)    Oración de un enfermo. 

Tú sabes, Señor, que cuando uno está enfermo

ya  no tiene ganas de jugar con las palabras

ni de ocultarse tras una máscara social;

despojado de todas sus frágiles seguridades,

ya no puede trampear con la verdad. 

Zarandeado por las olas de los acontecimientos,

me siento, Señor, como una pobre concha vacía,

arrojada a la orilla del mar. 

En el silencio de la noche,

temida noche sin luz y sin estrellas,

se rebela y se estremece en mí, incrédulo,

el hijo de Adán que soy;

pero tu Espíritu también susurra:  “Creo en Jesús el Mesías”. 

A ti grito, Señor, Camino, Verdad y Vida;

a ti, que curabas enfermos; a ti, el Viviente;

a ti, que sonríes desde la otra orilla. 

Tú sabes, Señor, que todos mis días son iguales,

monótonos como el tic tac de un reloj que abanica segundos...

En la calle, la vida sigue: 

oigo a la gente que va a trabajar,

el ruido de los coches, los niños que vuelven del colegio,

y me siento inútil y de sobra. 

A ti grito, Señor, Camino, Verdad y Vida;

a ti, que curas enfermos con la luz de tu mirada,

a ti, que sonríes desde la otra orilla. 

No te pido, Señor, que reemplaces a los médicos y medicinas,

que utilizan la ciencia que tú les has dado;

pero ven tú a sanar lo que ellos no pueden curar: 

esta profunda herida de mi alma,

en la que tú aún puedes hacer el milagro de la esperanza. 

Esta muerte que se alzó ante ti, Señor,

en el año treinta y cuatro de tu vida, en plena juventud,

¡cuántas lágrimas debió de costarte...! 

Por eso no me avergüenza decirte

que esta noche tengo miedo;

concédeme creer de verdad que tú eres el Viviente,

que estás realmente presente junto a mí,

tú, que has querido compartir mi angustia

para ayudarme a volverme confiadamente al Padre. 

Gracias por los hermanos que me visitan y me dan la comunión;

ayúdame a combatir esta enfermedad contigo

y haz lo que sea mejor para mí. 

Perdóname todo el tiempo que he malgastado

cuando no he sabido amar. 

Permite que llene de amor los días que aún me queden. 

Lléname de tu luz:  que ella ilumine mi noche

y sostenga mi debilidad;

y que mi sonrisa y mi paciencia

puedan seguir revelando tu Presencia. 

A ti, Señor, grito, Camino, Verdad y Vida,

a ti, que curas enfermos con la luz de tu mirada,

a ti, que sonríes desde la otra orilla. 

 

e)     En el atardecer de la vida. 

Oh Señor soberano, Dios de ternura,

de quien cada vez me atrevo menos a hablar;

a quien presiento cada vez más,

con independencia de cuanto oigo decir sobre ti;

a quien ningún pensamiento o palabra puede contener;

tú, el amanecer, el crepúsculo y el final de mi vida,

escucha mi oración: 

De una vejez apacible y serena, concédeme la gracia, Señor. 

De una vejez cuyas arrugas, ojos y manos expresen tu bondad infinita,

concédeme la gracia, Señor. 

De una vejez siempre atenta a la felicidad de los demás

y capaz de seguir escuchando asombrada

el canto de los niños, de los pájaros y de las estrellas,

concédeme la gracia, Señor. 

De una vejez replegada sobre sí misma y sobre inútiles lamentaciones, presérvame, Señor. 

De una vejez atormentada por las faltas del pasado,

que tu misericordia ya ha perdonado, presérvame, Señor. 

De una vejez nostálgica e incapaz de gustar las alegrías

y la novedad del instante presente, presérvame, Señor. 

Y si la duda me asalta, ilumíname, Señor. 

Si la proximidad de la muerte me angustia, apacíguame, Señor. 

Si la enfermedad pone a prueba mi cuerpo, fortaléceme, Señor. 

Si la soledad entristece mi corazón, visítame, Señor. 

Si la muerte me sorprende de repente, no me dejes, Señor. 

Ya sé que la muerte no es algo banal, pues se lleva a los seres queridos

y nos los arranca como un trozo de nuestra propia carne,

o incluso, un día, la sentimos íntimamente pegada a la piel. 

Ayúdame a mirar de frente a ese muro

contra el que se rompen todas las cabezas;

que no sea un insoportable atolladero,

sino una brecha de luz por donde se vea tu rostro de Padre. 

Acepta la ofrenda de los años que aún me quedan por vivir. 

Transfórmalos en un último canto de amor y en humilde oración. 

Y que la luminosa esperanza de la resurrección

ilumine hasta mi último aliento este pobre corazón

que tú has llenado de eternidad, Señor. 

“¡Padre, en tus manos pongo mi espíritu!”. 

 

(Ante un icono y poniendo el sacerdote su estola sobre el penitente). 

M.  N., yo te impongo las manos en el Nombre del Señor, suplicando al Padre te sostenga y te colme de su gracia, alejando de ti toda enfermedad de cuerpo y alma, y te conceda la victoria y la paz, y te libere de todo mal para servirle siempre. 

Así como externamente eres ungido con este óleo santo, así también te conceda nuestro Padre celestial la unción interna del Espíritu Santo.  Por su gran misericordia perdone tus pecados, te libre del sufrimiento y te restaure a la fortaleza e integridad plena de los hijos de Dios; por Jesús, nuestro Señor y Mesías. 

T.    Amén. 

M.  Padre bueno y Dios de toda consolación, te suplicamos que contemples, visites y alivies a tus hijos e hijas enfermos en este lugar, por quienes elevamos nuestras oraciones con la confianza de la salud prometida por tu amado Hijo Jesús, nuestro Señor y Mesías, que vive y reina contigo, un solo Dios, ahora y siempre.  Amén. 

T.    (Oración de san Juan Crisóstomo)

Dios soberano, que nos diste la gracia para unirnos en este momento, a fin de ofrecerte nuestras súplicas en común; y que, por tu muy amado Hijo, nos prometiste que, cuando dos o tres se reúnen en su Nombre, tú estarás en medio de ellos:  Realiza ahora, Señor, nuestros deseos y peticiones como mejor nos convenga; y concédenos en este mundo el conocimiento de tu verdad y en el venidero, la vida eterna.  Amén. 

 

(Si el óleo no estuviera ungido, el presbítero oficiante orará así sobre él:)

M.   Oh Señor, Padre Santo, dador de salud y salvación:  Envía tu Santo Espíritu para consagrar este óleo, a fin de que, así como tus santos apóstoles ungieron a muchos enfermos y los curaron, del mismo modo sean sanados y perdonados cuantos reciban con fe y enmienda esta santa unción; por nuestro Señor Jesús, el Mesías, que vive y reina contigo y el Espíritu Santo, un solo Dios, ahora y siempre.  Amén. 

 

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