SAN JUAN CRISÓSTOMO

 

      Cien años después de su muerte, Juan recibió el título por el que le conoce la posteridad:  Juan Crisóstomo (el del habla dorada).  Esto se debe a que Juan descolló por encima de todos los grandes predicadores y teólogos antiguos.  Pero Juan no utilizó el púlpito como una tribuna desde donde ofrecer grandes piezas de oratoria, sino que fue más bien la expresión oral de su vida toda y la vocación profética ineludible que, a la postre, le costó también la vida. 

      Natural de Antioquía, la capital cosmopolita siria situada a orillas del Orontes, no provenía de una familia de campesinos ni de la casta señorial, sino que era un hijo de la gran ciudad, habituado a la vida abigarrada de las grandes aglomeraciones.  Su familia era culta y de posición acomodada.  Su padre, alto oficial, murió prematuramente, y Juan, según sus propias palabras, llevó en su juventud una vida bastante desarreglada, “encadenado por los apetitos del mundo”.  Pero cuando enumera sus pecados aduce a los placeres de la buena mesa, al acudir con asiduidad al teatro y a los procesos públicos. 

      Juan fue un monje, pero antes de serlo fue abogado, educado por el famoso orador pagano Libanio.  Se cuenta que cuando alguien le preguntó al viejo maestro quién debería ser su sucesor, contestó:  “Juan, pero los cristianos se han adueñado de él”. 

      Antusa, la madre de Juan, era cristiana ferviente y amaba a su hijo profundamente.  A los veinte años de edad el joven abogado pidió el bautismo, y su nombre se añadió a la lista de catecúmenos.  Tras los tres años de preparación que entonces duraba el catecumenado, recibió el bautismo de manos del obispo Melecio, y tres años después, apenas terminados sus estudios de retórica o cultura general, fue ordenado de “anagnostes” o lector.  De modo que todo era del agrado de Antusa.  Pero cuando su hijo le anunció su propósito de apartarse de la ciudad y dedicarse a la vida monástica, era demasiado, y Antusa le obligó a prometerle que nunca la abandonaría mientras ella viviera. 

      La respuesta de Juan fue sencillamente organizar un monasterio en su propia casa.  Allí vivió en compañía de tres amigos de ideales semejantes hasta que, muerta su madre, se hizo monje. 

      Juan pudo entregarse a la carrera eclesiástica, pero su evolución vino determinada por dos factores decisivos:  el viejo ideal sirio del monacato y la famosa escuela antioquena de exégesis bíblica.  De modo que Juan se hizo monje y se instaló en unas montañas cercanas a la ciudad para dedicarse exclusivamente a la vida espiritual y a un severo trabajo teológico.  Pero, como él mismo diría, esa vida monástica no era quizá la mejor preparación para la tarea pastoral:  “Muchos de los que han pasado del retiro monástico a la vida activa del sacerdote o del obispo resultan completamente incapaces de enfrentarse a las dificultades de la nueva situación”. 

En aquella época los monjes que vivían en grutas y ermitas eran los santos del pueblo.  Entre ellos había teólogos renombrados y con frecuencia daban a la Iglesia buenos pastores y obispos.  Juan se entregó totalmente a este ideal, a la abnegación y el dominio propio, a la disciplina moral y a la oración con la mirada puesta en un amor del que sólo Dios es objeto.  Se aplicó al ayuno con tal valor que se quedó muy disminuido; pero era de un natural demasiado activo y proclive a las tareas misioneras como para quedarse satisfecho mucho tiempo así.  Le llegó a parecer que la “paz” a la que aspira el monje con todas sus fuerzas a veces encierra un secreto egoísmo.  Por otra parte, el estudio evangélico le recordaba que Jesús llamó a todos a sí, sin distinción alguna entre la vida ascética y la del mundo.  En sus propias palabras:  “El mismo Pablo en 1 Corintios 7 exigió de aquellos que viven en el mundo el mismo amor que Cristo pedía a sus discípulos”.  Por supuesto que el monje alcanzaría mejor esa meta por llevar una vida célibe y desprendida, pero también le parecían muy respetables aquellos presbíteros que vivían en medio del mundo y de sus familias llevando a los demás el mensaje del Evangelio y dando un ejemplo de vida consagrada.  Escribió un libro (“Sobre el sacerdocio”) en el que describía a aquellos que tenían el gran privilegio de ofrecer el sacrificio del altar, perdonaban pecados por la autoridad del Señor y ataban y desataban con la seguridad de que Dios ratificaba sus palabras en el cielo.  Los sacerdotes le parecían sobrehumanos, y le asustaba el ministerio ordenado.  Sin embargo, ¿no era este también el más alto servicio?  Escribe:  “El monje que compare sus trabajos y sudores con los del sacerdote hallará tanta diferencia como entre los del súbdito y los del emperador”. 

Durante su vida monacal Juan también se entrega a los estudios teológicos.  Aquella era la época de los conflictos arrianos, y el patriarcado de Antioquía tenía un papel secundario en relación a Alejandría; incluso en el plano jurídico había tenido que eclipsarse ante la joven y pujante capital Constantinopla.  Pero la ciudad en que “los discípulos fueron llamados por primera vez cristianos”, prioridad que le gustaba repetir a Juan, se consideraba con orgullo como el centro de la tarea teológica y cultural.  La “escuela de Antioquía” descollaba con su interpretación simple y directa del Evangelio, frente a Alejandría y sus elaboradas metáforas.  En aquella época el gran Diodoro de Tarso la lideraba.  Diodoro, que en tiempos del emperador Valente había luchado gloriosamente contra la opresión arriana, era un dialéctico formado en la escuela de Aristóteles y un maestro de la filosofía crítica.  Era además un teólogo dogmático que fundaba la doctrina de la doble naturaleza de Cristo en bases exactas y que, en las disputas de sus alumnos, hacía que se debatieran todos los problemas teológicos susceptibles de ser planteados.  Diodoro enseñó a Juan a venerar el Nuevo Testamento, a beber en él como en la fuente de todo conocimiento verdadero, y le ayudó a poner las bases de su gran conocimiento de la Biblia.  Sin embargo, Juan nunca fue un erudito.  Sólo hablaba griego, su lengua materna, y tuvo que fiarse de los criterios de los maestros traductores en cuanto al texto original del Antiguo Testamento y sus versiones siríacas.  Sin embargo, fue teólogo antioqueno clásico:  simple, directo, evitando interpretaciones arbitrarias y especulaciones alegóricas.  Su exégesis es sólo un instrumento para vivir, no para conocer.  Por eso su mensaje revela, sobre todo, el inefable y misericordioso amor de Dios testimoniado en el envío de su Hijo al mundo y en la cruz del Calvario.  Un hecho así debe provocar en nosotros tal respuesta de entrega que, despiertos de nuestros pecados y arrepentidos de ellos, nos convirtamos con amor puro y adhesión inquebrantable al que nos amó del tal modo.  A Juan no le interesaba demasiado la elaboración dogmática de la cristología de la época ni las disputas de escuela.  A lo que él se consagra es a despertar el corazón y a exponer de una y mil formas el inmenso amor divino.  No es un teólogo al estilo de san Agustín de Hipona, que expuso de maravilla la doctrina de la gracia en oposición a Pelagio, pero es un predicador fogoso y humilde, que vive lo que enseña y enseña lo que cree. 

En todo caso, cuando Juan regresó a Antioquía tras seis años de retiro monástico, fue ordenado diácono, y poco después presbítero.  El viejo obispo Melecio trataba de rodearse de un clero culto y preparado, para lo que llamó a Juan, que volvió de su cueva en la montaña durante el invierno de 380-381.  Melecio lo ordenó diácono antes de emprender su último viaje al Concilio de Constantinopla.  Más tarde fue ordenado presbítero y, como tal, comenzó a predicar, y pronto su fama se extendió por toda la Iglesia de habla griega.  Al mismo tiempo de sus actividades pastorales mantiene una actividad literaria incluso frente a los problemas más simples y vulgares.  Así, escribe una “consolación” para un desequilibrado mental; otra, para una joven viuda, un tratado pedagógico, un consejo antes de unas segundas nupcias, un escrito para los desórdenes de la vida monástica, etc.  Sus homilías, que parafrasean el texto sagrado, siempre evocan aplicaciones prácticas y sencillas.  De esta manera explica libros enteros de la Biblia en su obra “Comentarios”.  Hay que recordar que hasta el siglo VI no se le llamó “Crisóstomo” (Boca de oro), pero sus contemporáneos fueron sus más fervientes oyentes.  En poco tiempo se convirtió en el más popular orador de Antioquía.  Habitualmente, varios estenógrafos se dedicaban a recoger sus palabras, y a menudo la asamblea lo interrumpía aplaudiendo.  Sin embargo, aquellos sermones no eran modelos de elocuencia compuestos según las reglas de la retórica, sino mensajes directos, cuya frescura y naturalidad constituían su principal encanto. 

      Juan era físicamente insignificante; su voz carecía de fuerza, su salud dejaba con frecuencia bastante que desear.  Pero predicar era para él una necesidad vital:  “Mi predicación me cura:  en cuanto abro la boca, toda fatiga queda vencida”.  Preparaba sus sermones cuidadosamente, aunque a veces hacía paréntesis para responder las espontáneas preguntas de los oyentes.  Ese contacto libre e inmediato con su comunidad lo caracterizaba ante todo como guía espiritual.  Más tarde, al publicar sus sermones en forma literaria, Juan eliminó en ellos las observaciones demasiado personales. 

Lo esencial en su predicación es la correcta interpretación y aplicación de las Escrituras para la vida cotidiana.  Moraliza mucho, y a veces se queja de lo poco que su comunidad se esfuerza por enmendarse; a veces la alaba levemente, tratando de avivar en ella la inclinación por el bien.  Pero ese bien no es sólo la devoción que conduce a una disciplina ascética, sino la solidaridad y el amor al prójimo en el servicio a la comunidad.  ¡Cuántas miserias en la gran ciudad, cuántos lisiados, cuántos mendigos apretujándose a la puerta de las capillas, cuántos enfermos cuya angustia clama al cielo!  De forma conmovedora, Juan describe su dolor:  cubiertos de llagas, tirados en la paja, sin ropa con que cubrirse, muriendo de frío y hambre.  Por supuesto que la Iglesia llevaba un gran peso en la asistencia, pero Juan pide la colaboración personal.  Que los fieles cristianos vean con sus propios ojos los hospicios, los hospitales, los baños fundados por la Iglesia.  Que se presten personalmente a ayudar y sostener. 

Uno de sus temas preferidos, y que repite con crudeza desprovista de eufemismos, es el escandaloso contraste entre ricos y pobres:  el lujo desmedido en una sociedad que se empieza a llamar cristiana y que permite en su seno la pobreza extrema.  No se cansa de citar los ejemplos bíblicos:  la parábola de Lázaro y Epulón, los sufrimientos de Job, los mandamientos evangélicos del Sermón del Monte y el ejemplo clásico de la comunidad cristiana del libro de los Hechos.  Con frecuencia reprocha a la asamblea su insaciable sed de placer.  En efecto, no logra vencer la pasión por el circo o el teatro, esa “escuela universal de libertinaje”, ese “estadio de fornicación” y “trono de pestilencia”.  En las fiestas populares de Dafne las capillas quedan vacías.  Sin embargo, en las épocas de miseria o cuando amenazan catástrofes, la atmósfera cambia rápidamente; entonces todo el mundo busca a Dios y asiste a la asamblea.  Eso fue lo que sucedió en la primavera del año 387, cuando Juan predicó la famosa serie de sus “Homilías sobre las estatuas”.  Irritado por un aumento de impuestos, el pueblo, en un repentino tumulto, derribó las estatuas del emperador, por lo que era de esperar un castigo terrible.  En efecto, se tomaron medidas contra varios ciudadanos, y Antioquía entera, paralizada por el terror, parecía una “colmena abandonada”.  Juan visitaba a los presos, se dirigía personalmente al comandante imperial y, con sus sermones, trataba de animar y preparar a la comunidad para cualquier eventualidad:  “No es a las personas arraigadas desde antiguo en la ciudad, sino a la canalla extranjera a quien hay que imputar la falta en sí; sin embargo, toda la población se ha convertido en su cómplice, por sus muchos pecados y, sobre todo, por su costumbre de jurar y blasfemar.  Ahora, en el momento del peligro, se puede ver lo poco que valen toda la riqueza y toda la gloria de este mundo; ahora hay que confiar en Dios, o al menos evitar la cobardía y la pusilanimidad para no dar un mal ejemplo a los paganos”.  El obispo de Antioquía fue entonces a la capital del imperio, a Constantinopla, con algunos presbíteros y monjes, y tras varias semanas de angustiosa espera, obtuvo al fin la gracia imperial. 

El año 397 ocurrió un acontecimiento notable:  la muerte de Nectario, Patriarca de Constantinopla.  Laico y retórico, había sido promovido a este cargo por el emperador Teodosio cuando, en el Concilio de 381, el obispo electo, Gregorio de Nacianzo, desbordado por los acontecimientos, no supo resolver los conflictos entre las diversas facciones.  El baile de pretendientes comenzó de nuevo al morir Nectario.  De todas partes afluían candidatos con sus partidarios.  En particular, Teófilo, Patriarca de Alejandría, que hasta que Constantinopla fue designada capital del imperio y digna de tener un Patriarca semejante al de Roma, había liderado la sede más importante de Oriente, se esforzó enseguida por obtener esa importante nueva sede para una persona de su gusto.  El emperador Arcadio, personaje grotesco, muy distinto de su padre Teodosio, se manifestaba incapaz.  En contrapartida, Eutropio, su chambelán y omnipotente favorito, se decidió a intervenir en el asunto.  Sin revelar en absoluto sus intenciones a las diferentes personalidades eclesiásticas interesadas, trató de remediar la inminente confusión con el método empleado ya en 381, es decir, elevando a la primacía de la Iglesia a un hombre ajeno a la política eclesiástica.  Pero esta vez no iban a elegir a un laico para tener que ordenarlo inmediatamente, sino a un teólogo de valía y suficientemente representativo como para satisfacer el decoro del asunto y las exigencias de la corte.  La fama de que ya gozaba Juan hizo que Eutropio lo designara como sucesor de Nectario.  Sin embargo, tal decisión se guardó en estricto secreto; ni siquiera se comunicó nada al propio interesado para no provocar resistencia en Antioquía.  Un día, Juan recibió de un alto funcionario imperial la orden de entrevistarse con él en una pequeña capilla dedicada a los mártires en las puertas de la ciudad.  Allí lo aguardaba ya el carruaje, al que lo forzaron a subir para conducirlo a toda prisa a Constantinopla.  Los obispos, que no sospechaban nada, estaban ya reunidos para la votación.  Después de vanas protestas, Teófilo fue obligado a consagrar a Juan.  Así, en una noche, el sacerdote de Antioquía se convirtió en el primero de los obispos de Oriente, predicador del emperador y de su fastuosa corte. 

Evidentemente, Juan nunca deseó aquello.  Pero una vez nombrado no vaciló en atender sus nuevas obligaciones.  Como en el pasado, vio en la predicación y en la dirección espiritual su deber esencial.  En Constantinopla, como antes en Antioquía, la gente acudía en masa a la Divina Liturgia, y pronto un círculo numeroso de devotos rodeó al Patriarca.  Juan organizó de nuevo los servicios asistenciales de la comunidad y el cuidado de los enfermos, procurando a esas instituciones sumas considerables.  Esta actividad iba emparejada con una reducción de gastos en las construcciones emprendidas por orden de las autoridades eclesiásticas y de una revisión de toda la contabilidad administrativa.  Ciertas costumbres del clero también estaban lejos de satisfacer las exigencias del obispo.  Tuvo que destituir a ciertos sacerdotes indignos por cohabitar con varias mujeres y devolver a sus monasterios a algunos monjes vagabundos, a los que impuso una vida espiritual severa.  Vendió los objetos de lujo que había en el palacio para dar de comer a los pobres y ordenó al clero abrir las iglesias por las tardes, de modo que las personas trabajadoras pudieran asistir a ellas.  También se enfrentó a los herejes, incapaz de soportar por más tiempo sus divisiones; aunque personalmente comprensivo y siempre dispuesto al diálogo.  Hasta las necesidades jurídicas propias de su eparquía encontraron en él un defensor clarividente que supo adentrarse con energía en caminos todavía inexplorados.  El Concilio del año 381 reconoció en el obispo de la nueva Roma, pues así había sido llamada Constantinopla, la misma autoridad que el Papa de Roma.  Pero las relaciones del Patriarca con sus arzobispos metropolitanos y otros Patriarcas (Alejandría, Antioquía y Jerusalén) no habían sido precisadas:  sólo ejercía su autoridad sobre una ciudad recortada de la región colindante.  De ese modo Juan dio el primer impulso a la futura grandeza del patriarcado de Constantinopla, inspirándose en el ejemplo de Antioquía y de su influencia en el país sirio.  Destituyó al indigno obispo de Efeso por simonía e impuso su autoridad a otras diócesis de Asia Menor, víctimas de los abusos, a fin de restablecer en ellas el orden.  Los cinco apacibles años de su actividad episcopal pusieron los cimientos del desarrollo ulterior de Constantinopla. 

Su espíritu de reforma debía provocar forzosamente resistencias.  Hasta el momento, la gente estaba acostumbrada a que el obispo de la capital llevara una vida fastuosa y representara un papel meramente decorativo.  Debía tener en casa mesa y cubiertos para todos los visitantes eclesiásticos de la residencia episcopal.  Juan redujo sus relaciones a la cortesía indispensable; por principio comía escuetamente a solas.  Exigía economía y pureza de costumbres.  Se preocupaba de hacer notar que la solicitud para con los pobres y una actividad puramente espiritual eran para él los deberes esenciales de su cargo.  Le repugnaba que la gente viviera a expensas de una iglesia subvencionada.  Por eso se enemistó con muchos obispos trepadores que merodeaban perpetuamente por la corte buscando prestaciones.  Las ininterrumpidas predicas contra los espectáculos del circo y el lujo insultante de las clases superiores irritaron a muchos, que se volvían contra “el orgullo del asceta amargado”.  En un sermón de la época decía:  “Esa brida de oro en la boca de tu caballo, ese aro de oro en el brazo de tu esclavo, esos adornos dorados de tus zapatos, son señal de que estás robando al huérfano y matando de hambre a la viuda.  Después de muerto, el que pase ante tu casa dirá:  ¡Con cuántas lágrimas construyó ese palacio!  ¡Cuántos huérfanos se vieron desnudos, cuántas viudas injuriadas, cuántos obreros recibieron salarios injustos!  Y ni siquiera la muerte podrá librarte de tus acusadores”.  ¿Qué apoyo podía esperar de la corte con su actitud y qué protección podía esperar de la misma? 

Al principio Juan fue recibido con afecto en Constantinopla.  Arcadio pasaba por ser una persona piadosa y acogió con alegría al nuevo Patriarca, al que precedía su reputación de santidad.  Sin embargo, las decisiones de palacio no dependían del emperador, sino de su mujer, la emperatriz Eudoxia.  Como Juan creía de corazón en la protección y apoyo imperial disfrutó del favor de la corte durante los primeros años de su ministerio.  Pero un predicador sincero no podía prosperar en aquella corte. 

Los ataques contra Juan nacieron en el círculo de ciertas damas de la corte, muy apegadas a los placeres mundanos.  Las relaciones del obispo con la emperatriz se enturbiaron poco a poco por obra de calumniadores que difundían interpretaciones malévolas o falsas acerca de ciertas observaciones que Juan había dicho en público.  Parece que él mismo perjudicó su propia causa cuando defendió a una viuda a quien la emperatriz había ofendido.  No dudó en compararla con la malvada reina Jezabel del Antiguo Testamento (1 Reyes 21).  Pronto obispos trepadores de otras diócesis hicieron causa común con la corte para derribar a su primado.  De hecho, la envidia del Patriarca de Alejandría (que había perdido la supremacía en Oriente a favor de la nueva capital Constantinopla) encontraba un nuevo pábulo.  La oposición se hizo más aguda cuando Teófilo tuvo que asistir a Constantinopla.  Un grupo de monjes denominados “Hermanos Largos” reprochaba al Patriarca de Alejandría su gobierno arbitrario y cantidad de injusticias.  Estos monjes, discípulos de Orígenes, habían sido declarados herejes por Teófilo, que los expulsó de Egipto.  Perseguidos de lugar en lugar por las rencorosas cartas del Patriarca recurrieron al arbitrio supremo del Patriarca de la cristiandad.  Éste comprendió enseguida lo difícil de la situación.  Trató de calmar a los monjes, a los que alojó fuera de los edificios eclesiásticos, y escribió a su colega de Alejandría una carta atenta y correcta intentando que el conflicto no se agravara.  Pero Teófilo rechazó todo arreglo y los monjes no tuvieron más remedio que apelar a Constantinopla, que aceptó su queja.  Se convocó un sínodo al que Teófilo debía presentarse como acusado, mientras que Juan presidiría el proceso.  Pero el envidioso y combativo Patriarca Teófilo, que quería al frente de Constantinopla a un hombre afín, no respondió a la convocatoria; pues comprendió perfectamente la situación y no perdió tiempo.  Buscó aliados en Antioquía, investigó el pasado de Juan, aunque no sacó nada grave.  Incitó entonces al viejo obispo Epifanio de Salamina, hombre obtuso y enemigo encarnizado de los herejes, a ir a Constantinopla para entablar allí la lucha contra Juan.  Teófilo también contactó con los obispos afectados por las medidas disciplinarias de Juan y no regateó dinero ni regalos para reforzar en la corte el partido hostil a su odiado rival.  Publicó sermones falsificados de Juan con contenidos hirientes contra la emperatriz y la vida lujosa de palacio.  Con ello obtuvo un resultado resonante.  Cuando llegó por fin a Constantinopla, acompañado (contrariamente a las órdenes recibidas) de numerosos obispos egipcios, hizo con esta comitiva una entrada triunfal en la capital.  Después de declinar con rudeza la invitación de Juan para instalarse en uno de los edificios episcopales, se alojó en un palacio que la emperatriz puso a su disposición.  De este modo se hacía notar que no estaba allí como acusado, sino como acusador. 

Sin embargo, pese a todos estos indicios amenazadores, Juan permaneció a la expectativa con una actitud tan cortés como torpe.  Cuando Arcadio ordenó la apertura del proceso, Juan, por cortesía y sensible a los escrúpulos jurídicos, se declaró a sí mismo incompetente para asumir la presidencia. 

Mientras seguía predicando en la catedral de Santa Sofía, la más grande de toda la cristiandad, el Evangelio con todas sus demandas.  El conflicto estalló cuando algunos fugitivos de la tiranía del chambelán Eutropio (que en realidad era quien le había apadrinado como obispo) se refugiaron en Santa Sofía.  El favorito del emperador envió a su guardia para arrestarlos, pero Juan se mostró inflexible y prohibió la entrada al santuario.  Eutropio protestó ante el emperador, pero Juan subió al púlpito y predicó sobre el derecho de asilo, por lo que Arcadio por primera vez no satisfizo a su chambelán.  El ocaso de Eutropio comenzaba, y era el obispo quien lo había ocasionado.  Pero después de diversas peripecias políticas sucedió la caída definitiva de Eutropio, quien, perseguido por el pueblo, que se lanzó a la calle pidiendo justicia, corrió a Santa Sofía y se abrazó al altar.  Entonces Juan invocó el mismo derecho de asilo que antes había invocado contra Eutropio.  Frente al pueblo, frente al ejército y también frente al emperador defendió la vida del chambelán, que trató de escapar y fue capturado y ejecutado.  Aquella actitud de Juan le granjeó muchos enemigos.  Eudoxia se resentía del poder creciente del obispo, y Arcadio comprendió que Juan no era un títere que se manejaba a capricho. 

En setiembre del año 403, Teófilo convocó en un monasterio de la Encina (un suburbio de Calcedonia) un sínodo (que al final no tuvo nada de origenista, sino programáticamente hostil a Juan) de treinta y seis obispos partidarios (siete eran egipcios), que invitaron a Juan a defenderse de las acusaciones presentadas contra él.  Tras negarse por tres veces, aunque dispuesto a asistir si la asamblea tuviera también partidarios suyos, fue depuesto.  Hasta sus delegados recibieron una paliza.  Es inútil citar los cuarenta y seis puntos por los que se le encontró culpable, pero es importante mencionar la acusación de expansión de las zonas de influencia de Constantinopla, por la que Juan había depuesto por simonía a seis obispos en el sínodo de Efeso (401).  Es sorprendente la condena final por “comer solo y vivir como un cíclope, entregado a violencias y ofender a la majestad imperial”.  Arcadio tuvo la debilidad de confirmar la sentencia a instancias de Eudoxia, pero el pueblo se indignó, y si Juan hubiera querido se habría levantado, sacudiendo los cimientos del imperio; pero él no era hombre que aprovechase las situaciones para provecho propio.  Con la mayor serenidad se entregó a los soldados que fueron a detenerle y, en la oscuridad de la noche, se dejó llevar fuera de la ciudad sin que nadie lo advirtiera.  Pero el pueblo se echó inmediatamente a la calle y la pareja imperial no se atrevía a aparecer en público.  Aquella noche la tierra tembló con un terremoto y la emperatriz tuvo un aborto.  Arcadio tardó veinticuatro horas en volver a llamar a Juan, que regresó en medio de las aclamaciones populares.  Todo parecía perdonado.  Teófilo se marchó con el rabo entre las piernas y Eudoxia creía un castigo del cielo lo sucedido por su actitud contra Juan.  Pero las buenas relaciones no pudieron restablecerse totalmente y, unas semanas después, las tensiones volvieron a ser amenazadoras.  El motivo fue la erección de una estatua de plata de Eudoxia cercana a la iglesia y el fasto de las fiestas, dignas de paganos, según Juan.  Su comentario fue:  “Otra vez Herodías se ofusca, otra vez baila, otra vez reclama la cabeza de Juan”.  Aquello fue demasiado.  Juan recibió una nueva orden de exilio, acusado de ocupar ilegítimamente una sede de la cual un sínodo lo había destituido, y otra vez, contra el consejo de sus seguidores, se entregó tranquilamente, tras una reunión para apaciguar a los sacerdotes y diaconisas a fin de evitar un baño de sangre.  Pero el disturbio era inevitable.  El obispo debía haber bautizado en Pascua a los catecúmenos, pero ahora no había quien los bautizara.  En la catedral de Santa Sofía el pueblo se reunió y, mientras la multitud forcejeaba con el ejército, estalló un incendio en la catedral y varios edificios vecinos.  La causa nunca se supo, pero la excusa estaba servida, muchos fueron torturados y los amigos de Juan, que no querían aceptar un nuevo obispo, fueron depuestos y enviados al exilio. 

También Juan, bajo escolta militar, emprendió serenamente el camino al destierro.  Arcadio no quería dañarle más, pero los adversarios de Juan no eran de la misma opinión.  Durante su largo viaje de exilio, Juan recibió de los obispos, sus colegas, según el carácter y las opciones políticas de ellos, acogidas y tratos muy variados.  Las numerosas cartas que escribió a sus antiguos amigos ofrecen descripciones muy vivas de la situación en que se hallaba y de sus sentimientos.  De hecho, sus cartas conmueven por su pureza y humanidad.  En ellas dice estar muy débil y padecer malos tratos; pero siempre trata de tranquilizar a sus amigos afirmando que se encuentra bien.  Incluso lejos de ellos era su guía espiritual.  Puesto que carecía de púlpito, conmovió al mundo con sus escritos, apelando a los obispos de Roma, Milán y Aquilea.  Sólo los tímidos y aduladores justificaban la sentencia del emperador.  La controversia hervía por todas partes.  La pequeña aldea de Cúcuso, en la baja Armenia, parecía el centro del mundo recibiendo correos y peregrinos.  Desde allí Juan distribuye el dinero que le envían sus allegados entre los pobres, se consagra a otros deberes sacerdotales y diseña una estrategia para evangelizar Persia.  Todavía espera que su causa triunfe por derecho.  Por eso, ese remoto sitio en las fronteras del imperio parece demasiado cercano a Eudoxia, de modo que ordena que Juan sea llevado aún más lejos, a Pitio, un frío e ignoto rincón en el extremo de las costas del Mar Negro.  La orden pedía que no llegara vivo, de modo que tuvo que ir a pie a través de caminos inaccesibles sin ningún descanso ni medicamentos.  A la intemperie y bajo el sol y la lluvia, sin respiro, avanzó hasta enfermar.  La víspera de su muerte caminó atacado por la fiebre ocho kilómetros hasta la ciudad de Comana, donde, después de haber sido vestido con una camisa mortuoria blanca, recibió la eucaristía.  Se santiguó y dijo:  “¡Gloria a Dios por todo!  Amén”.  Era el 14 de setiembre del 407.  El obispo de Roma se negó a aprobar la deposición y pidió reexaminar la cuestión, rompiendo las relaciones con Constantinopla y Alejandría. 

El mundo griego no podía disimular aquella injusticia y gradualmente rehabilitó a Juan.  Entre el 413 y 419 su nombre fue restablecido primero en los dípticos de Antioquía y después de Constantinopla y de Alejandría.  En el año 438 el emperador Teodosio II pidió públicamente perdón por lo realizado por sus parientes a Juan y decretó el retorno solemne de sus restos a Constantinopla.  La gloria póstuma de Juan fue incomparable.  Ningún otro Padre tuvo tantos lectores ni vio sus obras traducidas a tantos idiomas.  La Ortodoxia celebra su Liturgia basada en la que Juan reformó sobre la de san Basilio.  Cristianos de todas las confesiones lo aman y veneran.  Sus homilías se siguen usando como base para la predicación.  Morales, sencillas y sobrias, reflejan el espíritu bíblico y evangélico. 

 

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