LA VIRGEN MARÍA
Si
alguien piensa que el cristianismo colma demasiado a la Virgen María, esto
tiene su propia justificación, ya que honramos a María porque ella dio a luz al
Verbo de Dios y en su seno se realizó la unión hipostática, por eso es
verdaderamente “Madre de Dios”, es decir, portadora de Dios y más
admirada que los serafines y querubines, ya que tuvo el honor supremo de llevar
en sus entrañas a Dios y parirlo.
¿Podríamos pagar a María el mál alto honor de haber contenido (como el
arca de alianza y la shekinah) al Señor?
En
ese sentido es muy importante la afirmación nada menos que de S. Bulgakov que
estremeció a los participantes en 1927 en la Conferencia de Fe y Constitución
de Lausanna: “Un cristianismo
solamente con Cristo pero sin María es una religión diferente a la Ortodoxa, y
en ese sentido el protestantismo está separado de la Iglesia principalmente por
su falta de sensibilidad hacia la Zeotokos...
Cualquier acercamiento entre las partes separadas debe ir precedido por
la veneración común de la Madre de Dios”.
Esto suena a atrevido y exagerado entre los protestantes, herederos de
la herejía nestoriana, pero también suena diferente a los católico-romanos,
relacionados con la mariología a través de sus dogmas tardíos de 1854 y
1950. Y no es que los ortodoxos no
crean en la concepción inmaculada de María y con mayor claridad en su asunción
al cielo, pero explican estas realidades de otro modo. Es verdad que la Zeotokos es llamada “inmaculada”,
pero los himnos no están interesados en la cuestión de cómo y cuándo recibió
esa gracia. También habla la Ortodoxia
de la “Dormición de la Madre de Dios” y la celebra el 15 de agosto con
una oda que afirma que su cuerpo permaneció tan incorrupto como intacta había
quedado su virginidad en el parto. Pero
esta señal también ha sucedido en otros santos cuyos cuerpos tampoco se han corrompido. Lo decisivo de la fiesta ortodoxa es que la
Zeotokos “entrega su alma inmaculada a su Dios y Creador”, a “manos
de su Hijo”. Es significativo que
ese suceso se llame “Dormición” y no “Asunción”.
Por
eso la mariología ortodoxa se refiere a María como la Zeotokos, y la muestra en
los iconos como la “Portadora” del Verbo de Dios. Es decir, la teología ortodoxa es una “teotocología”,
un aspecto especial de la cristología con acento propio, pero sin peso
propio.
¿Recordamos el Concilio de Efeso? ¡Ahí empieza todo nuestro debate! Nestorio ponía dos personas en Cristo,
haciendo a María la madre del hombre Jesús, pero no del Hijo de Dios. ¿Qué dijo el ecuménico Concilio de Efeso al
respecto (431 d. C.)?: “Si alguno no
confiesa que el Mesías es verdaderamente Dios y, por tanto, que la santa Virgen
es Madre de Dios (“Zeotókos”, portadora de Dios), ya que engendró según la
carne al Logos de Dios hecho carne, sea anatema” (Denzinger, 252). Se trata, pues, de un dogma cristológico, no
mariano, para preservar la unidad de la persona de Cristo, no obstante sus dos
naturalezas: divina y humana. Los pasajes de la Biblia en ese sentido son
muy claros: “Al ser que nacerá de
ti lo llamarán Consagrado e Hijo de Dios” (Lucas 1,35); “¿Quién soy
yo para que me visite la madre de mi Señor?” (el Kyrios de Isabel es el
Adonai del AT, o sea Dios; Lucas 1,43); “Dios envió a su Hijo nacido de
mujer” (Gálatas 4,4). Por eso, la
teología católica antigua, con toda razón, habla de María como la “Madre de
Dios”, lo cual no tiene nada que ver con convertirla en creadora de su
Creador.
En
cuanto a la perpetua virginidad de María (“aeiparzénos”), definido por
el Constantinopolitano II (553 d. C.) proviene de interpretar la palabra griega
“adelphós” (“hermanos”) como “parientes” de Jesús y no como
hermanos de sangre. Numerosos teólogos
y Padres antiguos defienden vigorosamente que Jesús tuvo parientes, pero no
hermanos carnales, que bien pudieron ser primos, de acuerdo con el uso del
Antiguo Testamento. Sería extraño que
si María tenía más hijos el Señor le hubiese encomendado al discípulo preferido
su cuidado en el futuro (Juan 19,26).
De hecho, esta es la fe de los Concilios Ecuménicos antiguos. Por otra parte, el hecho de que Dios entrara
en su seno lo convirtió en “santo”, es decir, accesible únicamente a
Dios, como explicó san Ambrosio de Milán (Exposición del Evangelio según san
Lucas II,6).
El primer paso en la mariología fue
dado por el énfasis en el paralelismo “Eva – María”, que implica que,
así como Eva escuchó a la serpiente e indujo a Adán al pecado, María, por creer
al ángel, dio el primer paso para nuestra salvación. Esto es lo que dice Justino Mártir (150 d. C.), aunque Justino se
limita a contrastar la obediencia de María con la desobediencia de Eva (Diálogo
con el judío Trifón, 100). Medio siglo
después, Ireneo de Lyon da un paso más:
“Así como Eva... fue desobediente, y vino a ser causa de muerte para
sí y para toda la humanidad, así también María... por su obediencia, llegó a
ser causa de su propia salvación y de toda la raza humana” (Adversus
haereses III, 22,4). Pero este
comentario, si no se saca de sus límites analógicos, es tan aceptable que hasta
los evangelicales más extremos lo aceptan.
Ahora bien, hay que aceptar que reconocidos Padres Eclesiásticos de los
tres primeros siglos no la mencionan ni una sola vez en todos sus
escritos: san Bernabé, san Hermas, san
Clemente de Roma, san Policarpo, Tatiano, Atenágoras, Teófilo, san Hipólito,
san Firmiliano, san Dionisio, Arnobio, etc.
Es cierto que Tertuliano la menciona cuatro veces, pero en el mismo
sentido alegórico “Eva-María” de Justino Mártir que he citado. Orígenes habló de la maternidad universal de
María basándose en la filosofía platónica de los “tipos”, haciendo a
todos los hombres y mujeres participantes de la naturaleza humana de
Cristo. Pero también Orígenes menciona
los “defectos” de María. San
Agustín basa su doctrina de la maternidad espiritual de María en la unión
mística de los fieles con Cristo (De sacra virginitate 6,6). De ahí que el Papa Pío X enlazó el elemento
fisiológico de la maternidad de María respecto al Hijo de Dios, con el elemento
espiritual de la salvación, como si María fuese también la madre espiritual del
salvador; cosa que nunca dijeron Orígenes y san Agustín. Pío X transfirió también la función
salvífica de Cristo-Cabeza en la aplicación de la redención a cada creyente,
desde el momento actual del nuevo nacimiento a la gestación de Cristo en el
vientre de María, como si los fieles hubiesen sido hechos miembros de Cristo en
el vientre de la Virgen en el momento de la encarnación. Pero tampoco esto fue lo que dijeron
Orígenes y san Agustín. San Juan
Crisóstomo mismo dice que “fue movida por ambición y arrogancia excesiva
cuando envió un mensaje a Cristo para demostrar la influencia que tenía sobre
él” (Homilía de san. Mateo 12,48).
Eusebio, autor de la “Historia eclesiástica”, dice: “Ninguno está exceptuado de la mancha del
pecado original, ni aun la madre del Redentor del mundo; sólo Jesús quedó
exento de la ley del pecado, aun cuando haya nacido de una mujer sujeta al
pecado” (Emiss. In
Horat. 2 de Nativ.). San Agustín escribió: “María murió por causa del pecado original,
transmitido desde Adán a todos sus descendientes” (Salmo 34, sermón
III). San Anselmo declaró: “Si bien la concepción de Cristo ha sido
inmaculada, no obstante, la misma Virgen de la cual nació, ha sido concebida en
la iniquidad, y nació con el pecado original; porque ella pecó en Adán, así
como por él todos pecaron” (Op. Pág. 9).
De modo que se puede aceptar que María es “Madre de Dios” y que
los hermanos de Jesús eran en realidad “parientes” al estilo hebreo,
hijos de José de un matrimonio anterior.
Pero, ¿en qué momento María se volvió inmaculada?
Fue en la Edad Media donde surgió la controversia. Santo Tomás de Aquino, sumo doctor de la Iglesia Romana en el siglo XII, luchó contra lo que él consideraba herejía de la inmaculada concepción, y dice: “La bienaventurada Virgen María, habiendo sido concebida por la unión de sus padres, ha contraído el pecado original” (Summa Teológica, part. 3). Fueron los franciscanos, capitaneados por J. Duns Scott, los que encontraron una sutil distinción: hay dos clases de redención, una “liberativa”, en la que entran todos los que son salvos del pecado ya contraído; otra “preservativa”, propia de María, que fue prevenida por la gracia para que no contrajera el contagio común del pecado original. Duns Scott mencionaba este símil: el agua emponzoñada de una casa puede ser desinfectada y filtrada ya en el mismo grifo del interior (redención liberativa) o antes de que penetre en el edificio (redención preservativa). Duns Scott concluía: “El más excelente Redentor había de encontrar la más excelente fórmula para redimir a su madre. El modo más excelente es preservarla de la corrupción original. Luego así lo hizo”. “Potuit, decuit, ergo fecit” (Pudo hacerlo, fue conveniente, luego lo hizo). Finalmente, Pío IX, en su bula “Ineffabilis Deus” ¡del año 1954! (poco después de las apariciones de Lourdes) definió el dogma de la inmaculada concepción. ¿No había leído este Papa a otros colegas anteriores? Por ejemplo, León I dice: “Entre los hombres, Cristo solamente fue inocente, porque sólo él ha sido concebido sin la suciedad y la concupiscencia de la carne” (Op. T. Pág. 78). Inocencio III, el poderoso Papa del tiempo de san Francisco, declara: “Eva fue formada sin la culpa, y engendró en la culpa; María fue formada en la culpa, y engendró sin la culpa” (Sermón Assumpt.). Sixto IV, solicitado para decidir el litigio, emitió un decreto prohibiendo que se pronunciaran ni en favor ni en contra de la inmaculada concepción de María (Decret. Pont. De 1488). Además, ¿no es muy claro al respecto Romanos 3,9-31; 5,12? Por eso Isabel dice de María: “dichosa la que creyó” (Lucas 1,45). Además, si María no tenía pecado, ¿de qué la salvó Dios? “Mi espíritu se alegra en Dios mi SALVADOR” (Lucas 1,46s).
No puede haber cristiano que no quiera a
quien le dio carta blanca a Dios para que actuara en su vida, a la llena de
gracia, a la Señora del Magníficat, a la puerta por la que Dios entró al mundo,
al altar que lo llevó en su seno, al ejemplo de todo cristiano, a la mujer más
bienaventurada del mundo, a la alegre chiquilla de Nazaret. Aquel “hágase en mí según tu palabra”
tuvo mucha importancia. Para el
evangelista Lucas el rasgo característico del discípulo de Jesús es “oír la
palabra de Dios y cumplirla”, y por eso presenta a María como la que
primero ha oído y actuado en consecuencia.
Por eso María es imagen y modelo, así como inspiración para los
cristianos de todos los tiempos. María
es como el buen suelo que hace fructificar la semilla (Lucas 8,8). “Su madre y sus parientes querían verlo,
pero no podían acercarse por el gentío que había. Alguien dio a Jesús este recado:
Tu madre y tus hermanos están afuera y quieren verte. Pero Jesús respondió: Mi madre y mis hermanos son los que escuchan
la palabra de Dios y la cumplen” (Lucas 8,19ss). María fue la primera en oír esa palabra en la visita del ángel,
por eso también es la primera en su familia espiritual. “Y sucedió que mientras él decía estas
cosas, una mujer de entre la multitud, alzando la voz, le dijo: Dichoso el vientre que te dio a luz y los
pechos que mamaste. Pero él
respondió: Más dichosos son los que
oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lucas 11,27s). Y eso fue lo que hizo María primero, antes
de parir y amamantar a Jesús, escuchar la palabra de Dios y guardarla. Y eso siguió haciendo toda su vida: “María guardaba todas estas palabras
meditándolas en su corazón... Su madre
guardaba todas estas palabras en su corazón” (Lucas 2,19.51). Por eso, los Padres de la Iglesia dieron un
título a María que encierra un juego de palabras con sólo cambiar una “V”
de mayúscula a minúscula: “Custodia
Verbi”, que se puede traducir como “Guardiana de Jesús” (el Verbo),
u “Observante de la palabra” (verbo).
Ambas cosas era María, como primicia e imagen de todo discípulo, pues
ella llevó físicamente en su seno a Jesús, como nosotros lo llevamos
espiritualmente en el corazón. María
es, pues, la primera seguidora de Jesús, la primera que oye la palabra, la
medita y guarda en su corazón, y la primera en ponerla por obra con totalidad,
solidez y profunda entrega hasta el final.
Por eso es la “bendita entre todas las mujeres”, como la llama
Isabel al sentir el Espíritu y afirmar “madre de mi Señor”, antes que lo
hicieran los Concilios de la Iglesia.
Eso es lo que sucede cuando uno entra en contacto con María, la alegría,
el Espíritu Santo y la fe. Su
delicadeza femenina de chiquilla, su prontitud activa en emprender el viaje,
sus atenciones a sus parientes, su optimismo juvenil, su voz cantarina que hizo
saltar al feto de gozo, su risa incontenible que llenó la casa; ésa es la María
del Evangelio. Su alegría contagiosa,
su simpatía irresistible, su cariño derramado.
María en su juventud, en su impulso viajero para ayudar a su prima y su
servicialidad incondicional es la estampa más bella de todas las mujeres que
existen. ¿Cómo pueden gustar las
estampas de las Vírgenes enojadas y ofendidas, exigentes de oraciones,
sacrificios y peregrinaciones, amenazantes con cóleras divinas y delatadoras de
pecadores por todas partes que merecen suplicios eternos? Es mejor la María del Evangelio. Isabel le dijo: “¿Cómo viene a mí la madre de mi Señor?”. Y David había preguntado en su tiempo: “¿Cómo puede venir a mí el arca del
Señor?” (2 Samuel 6,9). En María
queda prefigurada el arca de la Alianza que se cubría con la sombra de Dios
(Exodo 25,20; 2 Crónicas 28,18). ¿No
fue María el nuevo arca que Dios cubrió con su sombra? Dios ya no llenaba a los templos, sino a
María con su gloria. Y esa gloria le
salía por los ojos, por los gestos, por las palabras. Era la “llena de gracia”.
¿Y qué hay del Magníficat? Los
cristianos lo rezamos a diario, en vísperas.
La tónica del canto es la alegría.
Se le sale la alegría por todas partes, en sus gestos y en su voz,
quiere que todo el mundo sepa lo feliz que se siente y recibe la enhorabuena de
toda la humanidad. María lleva sobre
sus espaldas la ilusión de todo Israel, tiene todo el futuro del mundo por
delante y se siente protagonista de esa historia y esperanza. La alegría que abre los labios a María es el
ejemplo de la alegría cristiana y consecuencia de sentirse querida por
Dios. Es también cierto que María
compartió días de dolor, que fueron episodios muy importantes, pero el ambiente
general de su vida, el talante declarado de su juventud, el tono de su voz y el
brillo de su mirada, fueron de intensa alegría. María no quiere que todas las generaciones la llamen afligida o
acongojada, sino feliz, dichosa, bienaventurada, y que nos regocijemos con ella
por las maravillas que Dios ha obrado.
Así era la doncella de Nazaret, la escogida de Dios, la joven alegre y
saltarina. Pero, ¿no le atravesó una
espada el corazón? No cabe duda que en
la medida que Jesús fue creciendo, María lo fue perdiendo. Literal y dolorosamente, no sólo lo perdió a
la vuelta de Jerusalén en el Templo sagrado, sino también en esa distancia
existencial que surge entre todo hijo que madura y siente la urgencia de
definirse por sí mismo. Cuando María lo
encontró sentado entre los teólogos, preguntando y respondiendo acerca de la
Torah y de la vida, observó una nueva luz en su rostro y una nueva profundidad
en sus palabras. José y María no
entendieron la conducta de Jesús, pues ambos eran devotos judíos, aunque María
no rechaza aquella actitud, sino que la meditaba sinceramente en su
interior. De José no se dice nada,
pues, seguramente, él no podía aceptar aquellas ideas que iban contra el
nacionalismo hebreo. María, sin embargo,
sigue con respeto y cariño la trayectoria del crecimiento de Jesús, en gracia y
sabiduría, ante Dios y ante los hombres.
María sabe escuchar, acoger, comprender. No era fácil, pues Jesús albergaba densidades inalcanzables para
la “superioridad” judía. María
no alcanzó eso sin desprendimiento y sufrimiento, al escuchar de su Hijo
palabras que ella no entiende, y que seguramente acarrearán mucho dolor. Pero un anciano venerable la había preparado
cuando presentó al niño Jesús en el Templo.
Allí le hablaron de una espada que la atravesaría. Pero la expresión del anciano Simeón quiere
decir la decisión que nos marca para la eternidad, el momento decisivo donde
hay que elegir. Y María eligió, escogió
hacer la voluntad de Dios, aunque no la entendiera, como a veces nos pasa
también a nosotros. Fue muy difícil
para María entender a su Hijo, y aceptar y asimilar todo lo que él era y hacía,
pues también María estaba imbuida de las ideas totalitarias y nacionalistas
judías. Y ahí comienzan los
malentendidos y la distancia, los rumores de que su niño se ha vuelto loco, las
habladurías de vecinos de que su hijo tiene un demonio, la condena de las
autoridades y aquella muerte espantosa.
La espada de la decisión marcó con su filo implacable el corazón de
María, parada frente a la cruz, desgarrándose y derritiéndose en el crisol del
dolor. Allí María perdió a su
hijo. Pero allí su hijo le buscó otro
hijo, otros hijos, otra familia, otra tarea de madre. María sufrió la incomprensión de sus parientes, la angustia de
los presentimientos de lo que se veía venir, el dolor del adiós, la agonía de
ver morir a su niño querido. Y siempre
su actitud fue ejemplar; por eso es modelo e inspiración para todo
cristiano. María, con su elección, con
su perseverancia mantenida, con su entrega total y su fidelidad a través de
todas las pruebas, continúa su vocación excepcional de primera creyente, de
ejemplo de respuesta a la palabra, de madre del discípulo preferido que es
símbolo de la comunidad cristiana, de hija de Israel que encarna en su vida la
consagración al Señor.
Siempre
que se habla de María se habla de Dios en ella, desvaneciendo los límites entre
el himno a Cristo y las alabanzas a su madre.
En ese sentido hay que entender el piropo del icono ortodoxo de la zarza
ardiente que no se consumía. María da a
luz a Dios verdaderamente sin perder su integridad, lo mismo que la zarza arde
sin que el fuego de la divinidad la consuma.
Por eso “es más excelsa que los querubines y sin comparación más
gloriosa que los serafines”, que están cerca de Dios, pero María llegó a
ser su vaso. Por supuesto que para la
Ortodoxia estas cosas no son necesarias para la salvación, pero es la forma
adecuada de hablar de la Madre del Señor, como afirmó san Basilio Magno: “La virginidad era necesaria únicamente
como un servicio prestado a la obra de la salvación. Lo que sucedió después carece de importancia para el misterio de
la redención. Pero nosotros, amigos de
Cristo, no queremos oír que la Madre de Dios dejara de ser virgen en algún
momento, consideramos, no obstante, que los argumentos aducidos a favor de la
virginidad perpetua son suficientes” (San Basilio. Homilias 31).
La
razón de haber parido a Dios es la que da confianza a la Iglesia para apelar a
su intercesión. Si ella está más cerca
del Hijo de Dios que los mismos ángeles, tiene también una especial franqueza
que la impulsa a pedir que aquellos novios sin vino (sin fiesta) sean ayudados
en su celebración. Esto puede parecer
atrevido y exagerado a cristianos protestantes, pero los enunciados ortodoxos
no son mariológicos, sino “teotocológicos”, es decir, apelan a que de
ella nació Dios en carne, como afirman Gregorio Nacianceno y Juan
Damasceno. “Con sangre inocente de
María se preparó sobrenaturalmente la carne para el Hacedor del universo”
(Culto matutino del domingo del quinto tono).
De ahí que en los estudios ortodoxos no haya mariología como un tratado
independiente, sino cristología, y un capítulo de la misma está dedicado a su
madre. También su respuesta positiva a
la propuesta del ángel es especialmente acentuada en el sinergismo ortodoxo,
pues en ese instante es cuando María es hecha inmaculada.