LA REVELACIÓN DE DIOS EN LA BIBLIA
P. Manuel M. Lasanta Ruiz
El apóstol Pablo dijo a los dirigentes cristianos: “Os he anunciado todo el propósito de Dios”
(Hch 20,.27). Dios tiene un plan
relacionado con el ser humano y que la Biblia llama la “economía” de Dios (Ef
1,9s), que significa el plan de su eterno proyecto (1 Tim 1,4; 3,15). Ese plan explica el origen y destino del ser
humano, así como su significado.
Esto quiere decir, según Romanos 2,
que, a pesar de la “manifestación” general de Dios en su creación
(“fanerosis”), él ha querido, además, añadir la luz de sus Escrituras para que
el ser humano pueda conocerle para salvación (revelación o “apokalypsis”). Este privilegio se dignó concederlo a
quienes quiso atraer hacia sí más familiarmente, o sea, al pueblo hebreo, y,
posteriormente, también a los paganos.
“En primer lugar Dios confió su mensaje a los judíos” (Ro 3,1). Esto se refiere, sin duda, al Canon hebreo,
es decir, a nuestro Antiguo Testamento.
De ese modo, las Escrituras son como unas gafas que corrigen nuestra
miopía para ver mejor a Dios. La Biblia
es como una carta que Dios nos dirige para que sepamos cómo es él y qué
requiere de nosotros. De ese modo su
mensaje es más cierto y merece más crédito que todas las opiniones humanas, pues
Dios ha dispuesto con su Palabra una escuela particular para sus hijos y así
sean éstos mejor guiados en su voluntad.
Por eso, para que no seamos llevados de acá para allá con toda clase de
dudas y conjeturas humanas, es necesario escudriñar las Escrituras (Hch 17,11;
Jn 5,39). De ahí que todos los que
dejan el testimonio bíblico para seguir otras voces se equivocan y caen en
desatinos.
La palabra “Biblia” significa “biblioteca”, pues es una colección de
libros que presenta un retrato de Dios, quien no ha querido quedar oculto como
un Dios desconocido e incognoscible, sino que se ha comunicado y revelado al
ser humano. La Biblia es reconocida
como el lugar donde está la Palabra de Dios para todos los cristianos. Pero no es un libro fácil de estudiar, pues
es un conjunto de obras muy variadas y de diferentes estilos, donde conviven
playas de arena lisa en las que se bañan hasta los niños con acantilados que
sólo los buenos buceadores se atreven a explorar (Hch 8,30s).
¿Cuál es, pues, el motivo de las Escrituras? “Estas cosas se han escrito para que creáis” (Jn 20,31). ¿Y qué hay que creer? “Que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y
para que creyendo tengáis vida gracias a él” (Jn 20,21). El mensaje clave de la Biblia es el
Evangelio de Jesús, escrito por los que fueron sus compañeros de primera mano y
que luego fueron los catequistas de las primeras comunidades cristianas (Lc
1,1-4; Jn 5,39). O sea, Cristo es la
revelación final y perfecta de Dios, y él entregó a sus apóstoles un ministerio
intransferible de llevarlos a la verdad plena por medio del Espíritu (Jds 3; Jn
14,26; 15,26; 16,14). Después del
ministerio apostólico ya no hubo más revelación (Jds 3; Ef 2,20). De ahí que la Escritura sea “norma
normante”, y la tradición “norma normada”.
Y dentro de la misma Biblia hay que hacer una lectura cristológica, pues
Cristo es el centro de la Biblia (Jn 5,39).
Por eso la verdadera Escritura del cristiano es Jesús exaltado en la
cruz, ya que el Evangelio mismo dice de ese momento: “Lo escrito, escrito se queda” (Jn 19,22). Es decir, la verdadera Escritura es Jesús
como vida para la humanidad. Así pues,
no es la inerrancia bíblica el eje de la verdad, sino el amor revelado en
Jesús, el centro de todo.
“Todo escrito inspirado por
Dios es útil para enseñar y reprender, para corregir y educar en una vida de
rectitud” (2 Tim 3,16). El apóstol
Pablo cita el Antiguo Testamento como “Escritura” (1 Tim 5,18) y Pedro
considera los escritos de Pablo dentro de la misma categoría (2 Pe 3,16). Por eso cualquier confesión de fe, cualquier
entusiasmo religioso, cualquier posible revelación personal o “voz interior”
debe ser cribada por la Escritura y por su centro: Jesús, la Palabra hecha carne (Jn 1,1). Si el Espíritu concuerda siempre con Cristo (Jn 16,13ss) y éste
con la Palabra (Jn 5,39), toda verdad religiosa debe someterse al examen de la
misma y nada puede erigirse por encima de ella.
En Occidente surgió en la época de la Reforma la controversia que
oponía la autoridad de la Biblia frente a la de la Iglesia, cuando, en
realidad, la idea de un Canon va unido a la idea de Iglesia. ¿Por qué precisamente los 27 libros del
Nuevo Testamento y no otros? Esos
escritos no constituían la totalidad de la primitiva literatura cristiana. Sería erróneo pensar en un equipo de
expertos en el proceso de selección de los textos, admitiendo unos y excluyendo
otros. Fue la misma intuición de los
autores la que reconoció la inspiración divina. En el momento postapostólico la continuidad de la Iglesia se vio
amenazada por extravagancias de fe y práctica internas, así como la persecución
exterior. En respuesta, la Iglesia
emprendió su consolidación con una regla o Canon de la Escritura. Pero, ¿qué fue antes, el Canon o la
Iglesia? La Biblia se formó en la vida
de la Iglesia; en ese sentido ésta es anterior a la Escritura. Pero, por otra parte, la misma palabra
“testamento” es el acto de Dios por el que su Palabra es anterior a la Iglesia,
pues sin él no hay Iglesia. Esta mutua
interrelación es fundamental. Esta
Biblia es la que la Iglesia recomienda para conocer a Dios en su relación con
el mundo, darle el culto que él pide y comprender las obligaciones de la vida
bajo su gobierno. Es decir: la Biblia es la “revelación” de Dios, aunque
sus documentos contengan un mensaje progresivo.
La cuestión del Canon bíblico, o sea los libros considerados como de
divina autoridad, ha sido debatida a lo largo de la historia cristiana. La palabra “canon” viene del griego, a
través del latín, y significa literalmente una vara recta, y lleva consigo la
idea de algo recto que sirve para medir, de donde surge el sentido de “norma” o
“regla”. Es el sentido en que la usa el
apóstol Pablo en 2 Co 10,13. Por eso,
en el siglo II llegó a significar la “verdad revelada”, la “regla de fe”: el conjunto de doctrinas que se deben
profesar. En este sentido lo empleó la
Iglesia para calificar los decretos o disposiciones de los Concilios Ecuménicos
(Cánones Conciliares). Canónico era
aquello que se adecua a la norma y a la regla de fe, y “canonizar” algo sería
declararlo como perteneciente a dicha norma.
El segundo significado que se desarrolló con el tiempo fue el de “lista”
o catálogo. Es decir, el registro de
libros sagrados, oficialmente reconocidos como normativos para los cristianos. El Concilio de Laodicea (363) habla ya de
“libros canónicos". San Atanasio
de Alejandría (367), siguiendo a Orígenes, se refiere a ellos como
“canonizados”. La jerarquía
eclesiástica no impuso esta canonicidad, simplemente la reconoció y le dio el sello
oficial.
El dictamen que constituyó el Canon hebreo fue dado en Yamnia tras la
caída de Jerusalén, donde muchos rabinos se reunieron para dar cohesión al
judaísmo tras la destrucción del templo.
El catálogo quedó dividido en tres partes: ley mosaica (Torah o Pentateuco), Profetas (Nebiim Mayores y
Menores) y Escritos o Quetubim (Salmos, Proverbios, Cantares, Eclesiastés,
etc.). Hasta Yamnia el Canon estuvo en
un estado comparable al cemento:
primero muy fluido, y luego “fraguando y armándose” poco a poco hasta
quedar allí en estado sólido y firme.
La primera colección de libros sagrados hebreos recibió el nombre
legendario de Septuaginta (Versión de los Setenta). Desde muy antiguo hubo en Alejandría (Egipto) una numerosa
colonia judía. Como los monarcas de
origen griego fueron grandes impulsores de las letras, la biblioteca de
Alejandría se convirtió en un verdadero emporio del saber. Con el correr de los años, los judíos
sintieron la necesidad de poseer en la lengua de su entorno (el griego) los
tesoros entrañables de su fe. Según la
leyenda, Ptolomeo II Filadelfo, rey de Egipto en el siglo II a. C., ordenó que
se hiciera la traducción. El sumo
sacerdote Eleazar envió un equipo de 72 traductores, los cuales en 72 días,
trabajarían por separado, ofreciendo una versión unánime del Pentateuco. La traducción se llamó de los Setenta (LXX;
Septuaginta).
¿Qué libros fueron traducidos al griego? No hay motivos para dudar de la ortodoxia alejandrina, y, por
consiguiente fueron los considerados inspirados.
Los escritos que no aparecen en el Canon hebreo y que figuran en la
Septuaginta (LXX) recibieron el título de “Apócrifos”, nombre que les fue dado
por san Cirilo de Jerusalén (siglo IV) y san Jerónimo (siglo V), pero no en el
sentido que la palabra tiene hoy de “falso”, sino en su sentido original de
“oculto” (griego apocripto, “ocultar”).
Como el vocablo adquirió un sentido diferente con el tiempo, en el siglo
XVI empezó a emplearse la palabra “deuterocanónicos”, es decir, pertenecientes
a un segundo canon, o sea, el “canon griego” o Septuaginta (LXX).
¿Cuáles eran esos libros “apócrifos”?
Hay problemas en definirlos, pues existen varias versiones de la LXX,
pero de fines del siglo IV tenemos la versión latina “Vulgata” preparada por el
erudito hebraísta san Jerónimo, quien en un principio quiso limitar su versión
al Canon de Yamnia, pero el precedente establecido por las versiones latinas
antiguas, y las instrucciones del Papa Dámaso eran que revisara las varias
versiones latinas y produjera la oficial a usar por la Iglesia Occidental (que
poco a poco dejaba el griego y empezaba a usar el latín). Otro argumento, de más peso, era que la
Iglesia había venido usando la Septuaginta como su Biblia, y los cristianos
estaban acostumbrados a considerar a los apócrifos como parte de ella. Así pues, hubo fuertes presiones por parte
de san Agustín, para que esos libros no se excluyeran de la nueva versión
latina. En vista de todo ello, san
Jerónimo transigió, y aunque anteriormente había dicho que los apócrifos no
tenían valor, aceptó el consejo y los incluyó “para edificación del pueblo,
pero no para confirmar la autoridad de las doctrinas de la Iglesia” (“Prólogo a
la Vulgata”).
En la Ortodoxia la versión más antigua es la siríaca, conocida como
“Peschita”, que contiene los apócrifos.
También existieron las versiones copta y armenia, y en Mesopotamia el
profesor de Nisibis, Junilio Africano enseñó que había libros de autoridad discutida,
explicando que eran considerados como valiosos y se leían en privado, aunque no
en la liturgia.
La Iglesia Bizantina utilizó desde un principio la Septuaginta con los
apócrifos, y los Concilios de Nicea (787) y Constantinopla (669) citan como de
autoridad divina algunos de ellos. Pero
no todos los Padres orientales estuvieron de acuerdo. Por ejemplo, Juan Damasceno y el Patriarca Nicéforo (s. VIII)
siguen distinguiendo entre los libros canónicos y los que se leen como lectura
privada provechosa. Como reacción al
calvinismo, la “Confesión Ortodoxa de la Iglesia Católica Oriental” y el
Catecismo de P. Moguila (1643) canonizaron los deuterocanónicos. El Sínodo de Jerusalén (1672) los declaró
expresamente canónicos. Esta decisión
no se ha mantenido unánime, pues los apócrifos aparecen en un documento de 1972
de la Iglesia Griega como “anaginoskomena” (“que no se leen”); pero el texto
advierte que no está basado en ninguna decisión conciliar.
Lutero estableció el modelo protestante en su versión alemana de la
“Biblia del Oso” de 1534. Incluyó los
apócrifos, siguiendo a san Jerónimo, precedidos de esta advertencia: “Apócrifos son los libros que no se
consideran iguales a las Sagradas Escrituras, pero son útiles como
lectura”. También los reformados
ingleses exiliados en Ginebra bajo la persecución de María Estuardo publicaron
la “Biblia de Ginebra” (1560) que contenía los apócrifos. Hasta la publicación de la versión “King
James” fue la más difundida. Fue la
Biblia de Shakespeare, los Padres Peregrinos de EE.UU. y del evangélico J.
Bunyan.
Así pues, la Biblia es una colección de libros. Entre ellos hay gran diversidad de forma y
contenido. Hay prosa narrativa, códigos
legales, poesía, refranes morales e incluso correspondencia personal. No obstante su variedad, hay una profunda
relación que se impone al lector serio y constante, un hilo narrativo que
cuenta el plan de Dios a través de sus múltiples estadios. De manos de la Iglesia recibimos esta Biblia. Si preguntamos por qué precisamente esta
colección de 80 libros (con los deuterocanónicos) y no otros, la única
respuesta es que ésos nos han sido entregados porque en ellos no sólo se
recuerda su pasado, sino que es también una ayuda para su presente. Su estudio siempre paga con creces a quien
la lee y asimila.