LA ECONOMIA DE DIOS
P. Manuel M. Lasanta Ruiz
El
relato bíblico narra “todo el plan de Dios” (Hch 20,27), que es también su
“economía” (1 Tim 1,4). Si nos hacemos
las preguntas fundamentales sobre la naturaleza de Dios y su relación con su
mundo y el ser humano, entonces el texto de la creación del Génesis recobra su
sentido. Desde esta óptica leemos que
la aspiración del plan de Dios es aumentarse y expresarse a sí mismo en sus
criaturas. Cuando tuvo eso pudo entrar
en su reposo, porque había un ser (Adán y Eva) que lo expresaba con su imagen y
lo representaba con su dominio. De este
modo se hizo patente que él no quiere ser únicamente para sí. No le envidia al mundo, distinto de sí pues
es criatura, su propia realidad, condición y libertad. Lo crea, conserva y gobierna como el
escenario de su gloria, y en el centro al ser humano, para que quede patente su
verdad, que es su amor leal. Y el ser
humano no es mero testigo pasivo, pues Dios ha querido asociarlo, darle su
imagen y su dominio.
Dios,
en efecto, no necesitaba de nosotros, pues la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu
Santo, una inmensa circulación de amor por la que las tres personas se donan
mutuamente desde la eternidad) satisface ampliamente su necesidad de amor y
donación. Dios posee la plenitud de la
vida y en él está toda la gloria, hermosura, bondad y santidad para bastarse a
sí mismo. Sin embargo, crea el mundo
por puro favor, sin ningún mérito por nuestra parte. Así pues, la creación tiene su origen en un Amor infinito que
quiere comunicar su vida, su fuerza y su alegría.
La
creación, por el hecho de no ser Dios, sino criatura, no es panteísta. El mundo no es por naturaleza hijo de Dios,
apéndice de Dios, emanación divina, un colgajo o efluvio divino. Creación significa otra cosa, significa una
realidad distinta a Dios, pues él es una cosa y el mundo otra muy
diferente. Son pella de barro y
alfarero (Ro 9,20s). Por eso, esa otra
realidad no está fundada autónomamente en sí, como si el mundo tuviera un
propio principio y por tanto fuera independiente de un Dios relojero. Así pues, Dios puso junto a sí otra realidad
distinta a él mismo: la criatura, sin
tener necesidad de ella, por la fuerza de su omnipotencia y con su santo y
desbordante amor. Y seguidamente
establece un pacto entre él y sus criaturas.
De nuevo un hecho inconcebible:
Dios se acerca al ser humano y decide caminar a su lado, hablar con él,
brindarle su amistad. Y esto
precisamente a alguien que, desde el principio, se muestra ingrato ante Dios y
que se manifiesta como un pecador.
He
aquí el núcleo del plan de Dios, que tiene como eje la creación del hombre para
darle la imagen del Hijo. De ahí que a
la naturaleza le sea connatural participar de Dios. Ni siquiera el pecado logra suprimir totalmente esa realidad,
sino que sólo la cubre haciéndola inoperante.
Por eso, para los Padres del desierto la ascesis era siempre “según
naturaleza”, no “contra naturam”, y va destinada a devolver al ser humano su
primitivo estado. De hecho, el pecado
siempre será extraño a la naturaleza humana.
De ahí que también la encarnación del Hijo (verdadero icono de Dios) no
fuera un viaje al extranjero, sino un “ir a lo suyo” (Jn 1,11). El mismo Pablo dijo a los sabios de Atenas,
recogiendo la expresión de un poeta griego:
“Somos linaje de Dios” (Hch 17,28; “genos”). Esto apunta claramente a Génesis 1,6: “A nuestra imagen, a nuestra semejanza”: Lo cual explica la nostalgia de Dios aun en
las personas que viven apartadas de él.
La
versión griega Septuaginta al traducir “selem” (imagen) y “demut” (semejanza)
por “eikôn” y “homoiôsis”, proyecta en el texto las especulaciones filosóficas
que estos vocablos expresan. Con
“eikôn” penetra en el platonismo que hace de los seres la imagen de las
realidades divinas, que para Platón son las ideas. “Homoiôsis” era, según el célebre pasaje del “Teeteto” la meta de
la vida humana. Esta misma idea está
presente en Filón (que ve la imagen de Dios en el ser espiritual del hombre,
que participa de la naturaleza espiritual de Dios) y luego en un gran número de
Padres hasta Orígenes, que la expone en el alma y su elemento superior, la
inteligencia, el “logos”, la razón.
San
Agustín, en sus “Confesiones”, afirmaba admirado: “¿Qué hay más cerca de mí que yo mismo? Pues, con todo, no me comprendo... ¿Qué soy, Dios mío?” (Confesiones, lib. 10). A lo largo de la historia se han dado
múltiples respuestas que reflejan la perplejidad de Agustín. ¿Será el ser humano un “bípedo sin plumas”,
como decía Voltaire? ¿O simplemente
“una de las ochocientas o novecientas mil especies animales que actualmente
pueblan el planeta”, como afirma Jean Rostand?
¿O tal vez “un mono desnudo”, como cita Desmond Morris? La Biblia, sin embargo, afirma rotundamente
que el ser humano es “imagen de Dios” (Gn 1,26s). Por eso toda persona es acreedora de un respeto infinito (Gn 9,6;
Sant 3,9). De hecho, los parámetros
para valorar a alguien no son que porte un buen traje, un saldo elevado en el
banco, un carnet en el bolsillo, etc.
Ser “imagen de Dios” es el gran atributo de cualquiera, la única
condición para amar y cuidar gratuitamente, por ejemplo, a un enfermo
incurable; para acompañar con paciencia a un anciano ya “inútil”; para asistir
bondadosamente a los más desfavorecidos, a los “últimos”, a los más infelices e
incluso imperfectos; también a aquellos en los que resultan ya casi
imperceptibles los “rasgos humanos”.
Pero
la “imagen” era algo germinal y dinámica.
Era el punto de partida. La
imagen tendía a reunirse con el modelo (predestinación) y a reproducirlo
(santificación). De ahí que los Padres
Eclesiásticos hablaran de la “semejanza” como auténtica meta del plan de
Dios. La imagen era el elemento potencial
que debía actualizarse y madurarse.
Pero como el ser humano era libre, podía suceder que en vez de elegir a
Dios eligiera en su contra.
Precisamente la aparición del pecado hizo que el ser humano fuera
impotente para crecer hasta la semejanza, pues se superponieron otras imágenes
adversas. No obstante, esas imágenes
diabólicas o bestiales no pueden destruir totalmente la imagen genuina de Dios,
pues ésta, según Orígenes, permanece por debajo de aquéllas. Pintada por el Hijo de Dios, es
indeleble. Y por eso será el Hijo quien
devuelva a la imagen el poder de actuar y llegar a la plenitud. Ese proceso desde la imagen a la semejanza
se llama “divinización” (zeósis), término usado por los Padres para formular la
filiación y participación de la naturaleza divina (2 Pe 1,4).
Esta
divinización es el término de toda la vocación humana y corresponde al plan
último de Dios. Como afirmó san
Basilio: “El hombre es una criatura que
ha recibido la orden de llegar a ser como Dios”. Es decir, el ser humano ha sido creado para participar de la
naturaleza divina: para ser hijo en el Hijo. Es clásica la formulación de san
Ireneo: “Dios se hizo hombre para que
el hombre pudiera llegar a ser dios”.
Para Atanasio y Máximo el ser humano debía ser por gracia lo que Dios
era por naturaleza. Pero esta
posibilidad de divinización se aseguraba por la distinción que hacían los
Padres entre “esencia” divina y “energías” divinas increadas. La esencia es incomunicable (sería
panteísmo), pero las energías nos hacen participar de Dios. Esta distinción que hacían san Basilio,
Pseudo-Dionisio y Juan Damasceno, fue sistematizada por G. Pálamas para no
atentar contra la simplicidad divina.
El
Evangelio dice que nadie vio a Dios (Jn 1,18).
Esta negación consta que el conocimiento de su esencia es inasequible no
sólo para nosotros, sino también para los ángeles. Del mismo modo Gregorio de Nisa enseñó la imposibilidad de
conocer a Dios en su incomprensible esencia.
Gregorio no es un agnóstico al que le interese el “no-ver”, sino un
creyente que quiere “ver en el no-ver”, pues todo místico puede llegar a
experimentar lo invisible, y en ese desbordamiento contemplar al inasible.
En
el siglo XIV una controversia al respecto conmovió a la Iglesia Ortodoxa en
Bizancio. Fue la controversia
hesicasta, que precisamente se inflamó con la interpretación de la luz de la
transfiguración del Monte Tabor. Los
monjes del Athos veían en la quietud contemplativa de aquella luz la meta de su
oración, que consistía en la invocación del Nombre de Jesús, repetida
constantemente. Aquel brillo decían que
era la luz increada, que brotaba del mismo Dios. El griego Barlaam, tomista y oriundo de Calabria, se opuso a los
hesicastas y los rebatió con la absoluta trascendencia de Dios. La luz del Tabor sería luz creada, de lo
contrario, la luz sería el mismo Dios, y entonces sería invisible. A este argumento se opuso Gregorio Pálamas
(1296-1358) apelando a los Padres Capadocios, especialmente Basilio Magno,
pasando por Pseudo-Dionisio y Simeón el Nuevo Teólogo. Para él, Dios es el enteramente otro, el
trascendente, el inefable, ante quien hasta los serafines ocultan el
rostro. Pero ese Dios también se ha
revelado y revelará: “Le veremos tal
como él es” (1 Jn 3,2). Dios hace
posible que participemos de su propia vida, luego no sólo nos concede algo,
sino a sí mismo en el Espíritu Santo, que sondea incluso lo profundo de Dios (1
Co 2,10s). Así pues, Gregorio Pálamas,
siguiendo a los Padres distingue entre la esencia no conocible y las energías
que proceden de él. Sin embargo, las
energías no están separadas de la esencia de Dios como si fueran un algo
propio. La diferencia entre esencia y
energías sería comparable con la que existe entre el sol y sus rayos; se puede
diferenciar entre el sol y sus rayos, pero no es posible separarlos.
Gregorio
Pálamas parte de la experiencia de la trascendencia de la Divinidad y de saber
que, con el conocimiento creciente, va aumentando también el conocimiento de la
absoluta incomprensibilidad de Dios; y la experiencia simultánea de que existe,
a pesar de todo, un conocimiento real y creciente de Dios. Esto refleja la insondable paradoja de todos
los místicos. La comunión con Dios es
siempre experiencia de su extrañeza, de que no se puede disponer de él a capricho. Esto significa la distinción entre su
esencia y sus energías; es lo que hace posible su comunicación sin que su
esencia se diluya en el mundo, ni siquiera entre los creyentes. Esta comunión es la inhabitación de
Dios. Para Gregorio Pálamas, la gracia
no es ni Dios mismo en su esencia ni es criatura, sino que es energía de Dios,
idéntica a su luz; por eso permite la participación en Dios sin hacerlo
disponible. Lo importante es comprender
que el conocimiento de Dios no es un estado en el que uno pueda detenerse, sino
que está siempre orientado hacia adelante, a una experiencia más extensa y
profunda. Como dijo Gregorio de
Nisa: “Conocer significa no saciarse
nunca del deseo de conocerle a él”.
Dios
quería extenderse y habitar al ser humano, quería ser su contenido y
satisfacción. ¡He aquí el propósito de
la existencia humana! No hemos sido
hechos meramente para contener comida en el estómago o conocimiento en la
mente: hemos sido creados para contener
a Dios en el espíritu. Adán era como
una fotografía de Cristo, y Cristo era la imagen de Dios (Ro 5,14; Heb 1,3; 2
Co 4,4; Col 1,15). Es como un guante
que se hace a la imagen de la mano. El
guante se parece mucho a la mano, pero no es la mano. La mano llena el guante y el guante expresa a la mano. Esto significa que Dios quería que algún día
Cristo entrara en el ser humano y se expresara por su medio. Por eso hizo al hombre como un recipiente
(Ro 9,21ss; 2 Co 4,7); es decir, como una botella para que Dios la
llenara. Pero el ser humano no comió
del árbol de la vida, de la vida divina; sino del árbol del conocimiento, rebelándose
contra Dios. Este modelo tipificado de
Adán y Eva es el mismo de hoy. Lo que
ocurrió con ellos también se verifica entre nosotros con las mismas
consecuencias desastrosas. El pecado es
la causa de los males del hombre, la causa de su vida sin realizar, de sus
fracasos y dificultades, de sus disociaciones psíquicas y de las divisiones
sociales. La rebelión contra Dios
domina al hombre y tiende a ocupar sus espacios y a manchar sus relaciones. Se convierte en aluvión. Desde Adán y Eva pasa a Caín y Abel, y desde
la descendencia de Caín a la corrupción organizada de las injustas civilizaciones hasta
hoy.