KERYGMA DEL MIÉRCOLES DE CENIZA
Desde siempre el ser humano ha
sentido la necesidad de arrepentirse de algo que sabe ha hecho mal e implorar
el perdón divino. Esto lo sienten hasta
los aborígenes de la selva, y no es patrimonio de nuestra fe. Toda criatura humana intuye la existencia de
la trascendencia y del Absoluto. Pero
esta teología natural desemboca en una simple proyección, concluyendo que las
ofensas causadas a ese “dios” se redimen por medio de sacrificios que aplaquen
su ira. El arrepentimiento en esa
teología natural nace del miedo a las consecuencias nefastas que pueden
provocar las faltas cometidas. Pero la
relación con la trascendencia basada en el miedo es intrínsecamente perversa y
no ayuda a la angustia existencial, pues sólo pretende ganarse el beneplácito
divino y sobornar a la divinidad. Sin
embargo, Dios irrumpe en la historia para sacar al ser humano de su
laberinto. Dios eligió a una persona,
Abraham, de la que sacó un pueblo, Israel, dándole a conocer los misterios de
su voluntad e infundiéndole su verdad.
El éxodo, la alianza, la Torah, los profetas, todos hablan de la
enmienda y la conversión al Dios único y verdadero que es todo misericordia y
amor. Dios preparó, así, los caminos de
la redención hasta enviar al mundo a su Hijo, Jesús de Nazaret, quien en el
momento culminante de la historia, reveló la esencia del Dios-Abbá. Conocer y experimentar la inmensa obra de
Dios nos ayudará a entender este tiempo de Cuaresma.
La Cuaresma apunta
directo a la dureza del corazón humano.
La dureza es síntoma de vejez, cuando el cuerpo se arruga pierde
frescura y sensibilidad, siendo los movimientos más rígidos. La dureza también es síntoma de la vejez del
alma, es decir, del pecado. El alma que
peca, se seca. El pecado es la falta de
amor, o sea, falta de calor, de riego, de vida. El egoísta tiene callos en el alma, por eso nada siente ni le
importa. En la Biblia sale mucho esta
dureza: “y el corazón del faraón se
endureció” (Ex 7,13.22). También se
endurece el pueblo: de cabeza dura, de
dura cerviz, duros oídos y, sobre todo, de un corazón tan duro como el pedernal
(Ex 32,9; Ez 36,26; Is 6,10; Mt 13,15; Jn 12,40; Hch 28,27). Y lo que es peor,
cuando uno se endurece así, Dios puede aumentar ese endurecimiento (Ro
9,17-18). El corazón es el núcleo
íntimo del ser, donde se fundan las actitudes vitales. El corazón duro es sinónimo de falta de
sentimientos o de entrañas. Es, por
tanto, inmisericorde, egoísta, violento.
La dureza del corazón significa la incapacidad para el cambio, para la
conversión. Por eso hace falta un
trasplante, cambiar el corazón viejo por uno nuevo, el corazón pequeño por uno
grande, el corazón encogido por uno generoso, el corazón de piedra por uno de
carne. Un trasplante así está
únicamente reservado a la técnica quirúrgica del Espíritu. ¿Cómo lo hace? Pedimos a Dios que saque agua de la roca de nuestro corazón, y,
para eso, ha de golpear primero el corazón con la vara del Espíritu. ¿Qué sale de ese golpe? “Con llantos”, dice el profeta Joel (Jl 2,12). Y es que las lágrimas lavan y ablandan. Recordemos el Salmo 51, que fue escrito por
David tras escuchar a Natán (2 Sm 12,13).
Recordemos también a la pecadora que “comenzó a llorar y se puso a
regarle los pies con sus lágrimas” (Lc 7,38).
Recordemos también las lágrimas de Pedro (Lc 22,62). Y no es que los cristianos seamos doloristas
o sacralicemos el dolor ni queramos que la gente se ría. Pero hay que afirmar rotundamente que el
sufrimiento nos puede hacer bien. No
estamos hechos para el sufrimiento, pero lo necesitamos, como el árbol necesita
la poda. El sufrimiento nos centra y
orienta para que demos el fruto que se espera y no nos perdamos en
vanidades. No hay más que ver a los
niños o adolescentes mal educados que se pierden en caprichos, golosinas y
diversiones. Las lágrimas, es decir, la
exigencia, la dificultad, la carencia, el fracaso, el dolor, nos hacen madurar,
nos sensibilizan, estimulan, dan hondura y creatividad. Las lágrimas nos ayudan a valorar lo que
perdemos y lo que tenemos y nos capacitan para la acogida y la escucha,
volviéndonos personas agradecidas y responsables. Las lágrimas nos hacen gustar de lo sencillo y lo pequeño, de lo
cotidiano, de todos los matices de la vida.
Se nota enseguida si quien nos habla ha llorado. Hay una vibración, una armonía, una
sintonía, una pasión, un sonido de lo auténtico. Una palabra que surge de esa profundidad cala y no se la lleva el
viento. Si de esas lágrimas surge una
oración, ésta es fructífera. “Estoy
agotado de gemir, baño mi cama cada noche, riego mi lecho con lágrimas” (Sal
6,7). “Las lágrimas son mi pan noche y
día” (Sal 41,4). “Mezclo mi bebida con
lágrimas” (Sal 101,10). Ambrosio,
obispo de Milán, dijo a la madre del que luego sería san Agustín, pero que en
ese momento era un libertino: “un hijo
de tantas lágrimas no se puede perder”.
Puede que el Señor nos haga esperar:
“Clamo de día y no me respondes, de noche y no me haces caso” (Sal
21,1). Pero no podemos dudar, pues Dios
responderá; tal vez esperemos un día y otro, pero al tercero escuchará (Os
6,2). Y si no, su palabra vendrá a
nosotros (2 Co 12,8-10). Entonces
cesarán las lágrimas, mejor, se transformarán en lágrimas de consuelo. Y es que las lágrimas son el lubricante que
nos envía Dios para que no se nos oxide la mirada. ¡Qué triste es una pena sin poder llorarla! El mismo Jesús lloró (Jn 11,38).
La palabra
“Cuaresma” viene de “cuarenta”, porque corresponde a los cuarenta días
anteriores a la Semana Santa y sirven de preparación para la Pascua, que es la
fiesta más importante de los cristianos, pues recordamos la pasión, muerte y
resurrección de nuestro Señor Jesús.
Dura exactamente cuarenta días porque esto tiene un significado preciso. Sucede como hoy cuando alguien tiene 18
años. No es lo mismo decir que una
persona tiene 18 balones que 18 años, pues lo segundo representa su mayoría de
edad, poder votar en las elecciones, ir a ver la película que quiera, etc. El número 40, en la Biblia, significa una
etapa, un tiempo. Israel caminó por el
desierto tras salir de Egipto durante 40 años.
El diluvio duró 40 días con sus respectivas noches. Moisés estuvo en el Monte Sinaí 40 días para
que Dios le entregara la Torah. Jesús
ayunó durante 40 días en el desierto.
Tras resucitar también estuvo 40 días con sus discípulos antes de la
ascensión. David reinó 40 años. Elías viajó 40 días por el desierto. De aquí aprendemos que el número 40, en la
Biblia, se relaciona habitualmente con dos cosas: con la vida de una persona (o una generación) y también con un
tiempo de prueba o paso de una situación a otra. La mayoría de las veces el desierto acompaña al número 40. El desierto es el lugar de la prueba, donde
no hay agua ni árboles, sólo arena y piedras.
Allí la vida es imposible. Por
eso Dios conduce al desierto a quienes llama (Israel, los profetas, Jesús),
para que reflexionen sobre la vocación recibida. Quien sobrevive en el desierto es porque ha tenido un encuentro
personal con Dios, pues allí el hombre se olvida de sus méritos, de sus
comodidades, de su esfuerzo. En el
desierto encuentra la gratuidad de Dios, pues entiende su indefensión. El desierto es, pues, una figura de la vida
del ser humano.
El primer día de
Cuaresma es el Miércoles de Ceniza. Se
trata de un día de arrepentimiento y conversión a Dios. Es uno de los dos días del año que todos los
cristianos episcopales ayunan, junto con el Viernes santo. ¿Por qué se nos impone la ceniza en la
cabeza? La ceniza tiene varios
significados. En el Antiguo Testamento,
los profetas se vestían de sayal y ceniza como signo de enmienda y
conversión. La ceniza nos recuerda el
texto del Génesis, donde Dios nos crea de la ceniza (el polvo) de la
tierra. La ceniza es lo que queda
después de quemar algo. Y eso supone
que desaparece el agua que había en ese objeto; ese agua es el símbolo del
bautismo y de la gracia. Cuando falta
el Espíritu, somos ceniza. Sin Espíritu
sólo somos carne. Es por eso que
confesamos nuestros pecados a Dios y a quienes hemos ofendido, aceptando la
parte que nos corresponde en el mal de este mundo. Cada uno debe aceptar su propio mal y pedir perdón. ¿Comprendemos las consecuencias de nuestro
pecado? ¿Entendemos lo importante que
es reconocer nuestras culpas y arrepentirnos?
Por eso nos arrodillamos para recibir la ceniza, porque el pecado o el
dolor nos postra, aunque normalmente el cristiano reza de pie, por haber sido
levantado y resucitado con Jesús. Ese
es también el motivo de que cambien de color los ornamentos del presbítero. A veces lo vemos vestido de blanco como
símbolo de la resurrección. Otras de
rojo, como símbolo de la llama del Espíritu Santo. Otras de verde, como símbolo de la esperanza. Pero ese día los presbíteros se visten de
morado, como símbolo de la enmienda.
Y alguno puede
decir, eso del ayuno, ¿va en serio? Sí,
completamente, pero no para brillar o impactar ante la gente. El ayuno no es por exhibicionismo, sino por
solidaridad. El cuerpo tiene un gran
poder sobre nosotros; cuando comemos mucho nos sentimos adormilados y
perezosos. Con el ayuno nos defendemos
de la inclinación a la sensualidad, pues el placer, en cualquiera de sus
manifestaciones, tiene un gran poder sobre nosotros. El ayuno nos ayuda a reflexionar sobre ese poder y calibrarlo para
sublimarlo por otra satisfacción más profunda.
Además, los mismos dietistas y naturistas exponen lo saludable que
resulta el pequeño paréntesis digestivo.
El azúcar, la sal, la hipertensión, el colesterol, el tabaquismo etc.,
todo eso se evita con ayuno. No estoy
diciendo que el ayuno lo cure todo, pero sí es curativo. No es casualidad que la Cuaresma coincida
con el inicio de la primavera, donde todo se renueva y purifica. La Naturaleza revive en esta época del año
tras el letargo del invierno, donde los animales se hartaron de comer para
pasarlo cálidamente. ¿Y qué ayuno? Pues cualquiera. No desayunar. No comer
nada hasta la noche. No fumar durante
todo el día. Tomar sólo fruta o
ensalada. Privarse del capricho,
etc. Y si a media tarde el hambre nos
araña la tripa y se nos nubla la vista, entonces debemos pensar que esa
sensación tan molesta es la habitual en millones de personas en este
planeta. De hecho, cada día mueren
cuatro mil niños por las secuelas del hambre en el mundo. Para acabar con el hambre es preciso cambiar
muchas cosas del sistema económico del planeta, pero primeramente hay que saber
qué es el hambre, qué cosa tan negativa y destructora es para el ser
humano. Si una comida puede costar mil
pesetas, ese dinero lo podemos entregar a una ONG, a Cáritas, a Intermón, a la
ayuda contra el SIDA o a Manos Unidas.
Así era el ayuno cristiano primitivo y de ahí la similitud de palabras
como “ayunar” y “ayudar”. Esto no
quiere decir que, si una persona está enferma o no tiene fuerzas para ayunar
esté obligada; no hay que preocuparse, pues el ser humano y su bien es lo
primero. Además, Dios ama y ayuda a los
débiles, ya que la fe no es cuestión de cumplir leyes, sino de saberse querido
por Dios y querer así a las demás personas.
¿Y la
limosna? En el texto del evangelio que
hemos leído aparece la gente que usa la religión para brillar, ganarse fama de
santos y así influir sobre las demás personas.
Y como la recompensa que quieren es la fama, pues ya la tienen, y no hay
más. Pero si un cristiano quiere
ayudar, no debe ser con otra finalidad que la de la ayuda misma, sin segundas
intenciones y sin que nadie se entere.
Entonces habrá recompensa. Pero,
¿qué recompensa? Dios mismo es la
recompensa, el Padre que ve lo escondido.
Esa comunicación de Dios es la recompensa. Es decir, que si nos portamos como Dios, viene la sintonía. No es que Jesús proponga la limosna como
solución a los problemas de las injusticias sociales, pues la solución que él
propone es el reinado de Dios, es decir la solidaridad de la comunidad. Pero se trata de un caso de emergencia, una
ocasión en la que no hay más remedio y la necesidad es tan apremiante que hay
que atenderla inmediatamente. En ese
caso uno no va a decir: espera a que
funcione la nueva sociedad, el nuevo mundo de amor solidario. Por eso, la limosna nos ayuda a combatir
contra el afán exagerado por el dinero, que es el gran “dios” de esta sociedad
humana y por quien todos se matan.
¿Y la
oración? Cuando un fariseo oraba de pie
con las manos levantadas, todos pensaban:
“¡qué persona más observante, no tiene respeto humano!” Pero tal vez sea un exhibicionista que
procura impresionar a los demás para dominarlos o para que lo quieran. Pero sucede que esa oración no obtiene
ninguna comunicación divina, pues es insincera, ya que la verdadera oración se
realiza en lo más profundo del ser humano, donde no llega la mirada de los
demás, en el cuarto y con la llave echada.
Ahí está Dios: en lo secreto, en
lo invisible, en lo cercano. Por eso no
hay que montar un teatro para orarle. Cuando se tiene esa experiencia, se respira a Dios, pues se trata
de la continua compañía del Espíritu en nuestra vida en cada
circunstancia. Eso es orar sin
dificultad alguna, porque sabemos quién es Dios y que él siempre está de
nuestro lado para entregarnos su amor sin reservas. Por eso no hay que ser palabreros, pues Dios lo sabe todo. Entonces, ¿por qué pedimos al orar? ¿No lo sabe Dios todo? Sí, él lo sabe todo, pero nosotros no. Así, al orar, somos capaces de recibir, ya
que pedir es una actitud de apertura y al abrirnos así él puede darnos lo que
no nos podía dar al no estar receptivos.
Y es que, conocemos a Dios,
y, sin embargo, no lo conocemos. Dios
es el Misterio de los misterios; sabemos que es, pero no lo que es. Nadie ha visto jamás al que habita en la luz
inaccesible. Curiosamente mirar el
brillo de esa luz produce oscuridad y ceguera.
Así, aunque Dios es como la noche para el alma, los místicos lo
experimentan como fuego, como luz, como una energía abrumadora. De ahí el éxtasis que recorre todo el ser
causando embeleso o una depresión plena de agonía. La energía de la experiencia mística puede ser terrible y
conmovedora, hasta el punto de que uno pierde el sueño, el habla o el
apetito. Como bien dijo la teología
oriental por boca de Evagrio: “Teólogo
es quien ora y quien ora es teólogo”.
Cuando acabe la
Cuaresma juntos renovaremos el sacramento del bautismo, y puede que celebremos
alguno nuevo. También durante la
Cuaresma cogeremos aire para gritar el “aleluya” pascual el día del recuerdo de
la resurrección de Jesús. Hasta
entonces los cristianos antiguos no decían “aleluya”.