KERYGMA DEL JUEVES SANTO
Manuel Lasanta Ruiz
1)
Ex
12,1-14
La Pascua, originalmente, era la “fiesta de
la primavera” o de la “primera gavilla”, es decir, una solemnidad pagana basada
en las religiones naturales. La “fiesta
de la primavera” se caracterizaba por dos ritos esenciales: la sangre protectora del cordero y los panes
ázimos. El rito del cordero es clásico
entre las tribus nómadas, incluso en la actualidad. Se inmolaba al animal y se rociaba su sangre sobre las estacas de
la tienda como protección contra los espíritus maléficos. El rito de los panes ázimos es de origen
agrícola y refleja la preocupación de no mezclar la primera harina del nuevo
trigo con la levadura vieja de la cosecha anterior, demostrando el afán de
renovación y purificación ante la primavera.
Todavía en los hogares actuales se renueva el vestuario, se limpia todo
y hasta se hacen dietas alimenticias acordes con el nuevo tiempo climático. Esto nos enseña que Dios ha ayudado siempre
a todos los pueblos en su búsqueda de lo trascendente. Ahora bien, cuando se ha revelado ha
atribuido a estos elementos un nuevo significado y sentido que supera el nivel
mágico-naturalista y lo enfoca todo al “paso (Pascua) del Señor (YaHWeH)” (Ex
12,32-39). Por eso, la liturgia no
pierde de vista la renovación primaveral, pero adquiriendo una densidad
inesperada, pues ya no se trata de la novedad cíclica producida por la
naturaleza, sino del resurgimiento de todo un pueblo de la esclavitud a la
libertad. Esto quiere decir que, en
medio de un politeísmo multiforme, aparece el Dios único y creador de todo lo
existente. Esto supone la
desacralización del universo, que no está penetrada de elementos divinos o
suprahumanos, favorables o amenazadores, que paralizaban la actividad del ser
humano. El hombre puede relacionarse
serenamente con el mundo, pues de un “mundo hechizado” pasa a un “mundo
hermano”. Ese Dios creador y bueno
encarga al hombre una tarea en el mundo (Gn 1,28.31) y se compromete en la
historia humana al aparecer como el Dios liberador en la historia de Israel, el
dador de libertad, el autor de la Alianza, promotor de igualdad y defensor del
pobre y desvalido.
El 14 del nisán cada familia hebrea prepara
una cena cargada de símbolos para celebrar a este Dios y su actuación
liberadora. En esa cena se come el pan
ázimo y el cordero pascual. Las hierbas
amargas recuerdan la amarga experiencia de 400 años de esclavitud y toda la
ceremonia tiene un sentido festivo y catequético donde se explica el simbolismo
de los diferentes platos y se recuerda la Pascua (el paso del Señor y el paso
de la esclavitud a la libertad). Esta
cuestión es tan fundamental en nuestra “catequesis” que de ella depende, en
gran medida, nuestra comprensión del Dios de la Biblia y nuestra manera de
vivir la fe. La afirmación clave “El
Señor (YaHWeH) sacó a Israel de Egipto” es una profesión de fe en la Pascua y
en todo el Antiguo Testamento. Es
decir, la fe de Israel se fundamentaba en la liberación de Egipto efectuada por
el Dios sin Nombre a través de la Pascua y el paso del mar Rojo (o de los
Juncos).
La historia la conocemos bien: surgió un faraón en Egipto que no conocía a
José (descendiente de Jacob-Israel) llamado Ramsés II que gobernó Egipto desde
el año 1290 al 1224 a. C. La minoría
extranjera israelita se estaba haciendo mayoría (Ex 1,9) y podía convertirse en
quinta columna de cualquier enemigo de Egipto (Ex 1,10), además de acabarse el
trabajo de balde realizado por los esclavos (Ex 1,11). Los israelitas fueron esclavizados y
obligados a trabajar en la construcción de las ciudades de Pitón y Ramsés en el
delta (Ex 1,11-12) y se mataba a todos los recién nacidos varones (Ex
1,15-22). Pero aquellos pastores
seminómadas querían volver a la vida libre del desierto, aunque no sabían
cómo. Ahí aparece Moisés, príncipe
egipcio, aunque hebreo de origen, a quien Dios elige para liderar su
liberación. Moisés ve a Dios en el
fuego de una zarza que no se consume (Ex 3,2) y escucha: “He visto la opresión de mi pueblo en
Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus
sufrimientos; y he bajado a liberarlos de los egipcios, a sacarlos de esta
tierra para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y
miel” (Ex 3,7-8). De ahí la misión que
Dios asigna a Moisés: “Ve al faraón,
rey de Egipto, y dile que deje salir de su territorio a los israelitas” (Ex
6,10-11). Es decir, Dios quiere la
libertad de su pueblo de la esclavitud.
En ese episodio revela su Nombre:
“YHWH”, el que es, el existente.
Para un semita el nombre propio es una definición de la persona que lo
lleva. Por eso Israel debe reconocer en
YaHWeH a su único Dios, el que es, en oposición a los ídolos que no son
nada. De ahí que Dios sea el único
liberador. Por consiguiente, el nombre
de Dios está esencialmente vinculado a la obra de liberación. Por lo tanto, conocer a Dios es verle como
el liberador; Dios revela su Nombre cuando se pone a liberar al pueblo oprimido
y liberado. Por eso no conoce a Dios
quien se dedica a esclavizar a las personas y hacerles daño. El dios de los opresores es falso, es un
ídolo, pues el Dios de la Biblia es liberador.
De modo que todos los grandes dictadores y tiranos, cuando invocan a
Dios para mantener sus políticas, están blasfemando. Ahí encaja la última plaga, la de la muerte de los primogénitos
de Egipto. Convencer a faraón no fue
fácil, pues todo opresor no está dispuesto a dejar de oprimir, por eso el país
se llenó de plagas. El dios de Egipto,
el Nilo, se llenó de sangre (se pudrió), como signo de que el Dios de los
hebreos era mayor. Y así todas las
plagas hasta la última. Ahora bien, la
palabra “plaga” aparece una sola vez en todo el relato (Ex 9,14), y la que más
aparece es “prodigios” o “signos”. Esto
significa que la Biblia está más orientada a destacar el poder de Dios que las
desgracias en sí mismas. Faraón, que se
había endurecido contra Dios y su mensaje de liberación, es ahora endurecido
por Dios para mostrar la tremenda injusticia de Egipto sobre Israel, que era el
primogénito de Dios. Faraón quiere
acabar con el primogénito de Dios, pero los que mueren son los primogénitos de
Egipto mediante una plaga. En medio de
la plaga se celebra la Pascua, donde Dios manda que con la sangre de un cordero
sin defecto hagan una señal en la puerta de sus casas. Esa sangre es la vacuna contra la
plaga. En el Nuevo Testamento Jesús
será el Cordero de Dios que quita la plaga del pecado del mundo (Jn 1,29) e instituye
la eucaristía como nueva pascua (Mt 26,18; Lc 22,15; 1 Co 5,7-8).
Dios quiere la libertad de todos los pueblos
y de todas las personas. “Así dice el
Señor: Israelitas, para mí no hay
diferencia entre vosotros y los etíopes.
Si saqué a Israel de Egipto, también saqué de Creta a los filisteos y a
los sirios de Quir” (Am 9,7). Hoy día
también existen muchas esclavitudes, algunas muy gratificantes. El borracho, el comilón, el fumador y el
drogadicto no quieren soltar sus gratificantes ataduras. Pero no hay que recurrir a esos casos
singulares, pues la moderna sociedad nos esclaviza de mil formas diferentes por
medio de la propaganda y la publicidad, desde los ludópatas hasta los
compradores y consumidores compulsivos.
Es decir, las personas no sólo venden su trabajo, sino también su tiempo
libre al becerro de oro. Pero de ahí
surgen también las angustias del tener frente al ser: “Si no tengo no soy nada.
Si no compro no valgo nada”. De
ahí las neurosis y angustias, los miedos y frustraciones de este nuevo
Egipto. Por eso la gente necesita cada
día más dinero y no se conforma con una vida más tranquila y relajada,
cubriendo sus necesidades elementales.
De ahí también las angustias económicas, los pluriempleos, el trabajo
agotador, etc. Por eso se hace
necesario que cada uno tenga su propio éxodo a través de su pascua, para salir
de la dinámica del sistema que atenaza nuestra libertad. Pero hay todavía una liberación mayor, pues
hay países donde la gente no tiene qué comer, mientras unos pocos faraones
tienen de todo a costa de la explotación de los más desfavorecidos. No es esta la ocasión de hablar de Brasil,
el resto de América Latina y África, donde es necesaria una liberación
socio-política, sabiendo que la liberación interior ha de venir más tarde, como
en la penosa peregrinación por el desierto para entrar en la tierra
prometida. El Dios de Israel también es
nuestro Dios, como hemos leído en el profeta Amós, el Dios de la libertad y de
la Pascua, por eso creer en Dios y conocerlo es trabajar por la liberación de
todos los esclavos de la tierra (los de la moderna sociedad de consumo y los
que padecen la lacra de la miseria en el Tercer Mundo, los que no tienen
trabajo, los que carecen de cultura, los encadenados al vicio, etc.). Para toda esa gente Dios es el Existente, el
que Es, el libertador que quiere sacarlos de esa situación. Por eso conocerlo es hacer justicia
defendiendo la causa del pobre y del indigente. “(Josías) hacía justicia y derecho, eso es bueno; defendía la
causa del pobre y del indigente, eso es bueno; ¿no es eso conocerme?” (Jr
22,16). “Quien no ama no conoce a Dios”
(1 Jn 4,8). De ahí que haya tres
niveles de liberación: A)
socio-político, que es la liberación de la injusticia del poder político y
económico y la lucha contra toda dictadura política opresora. B) personal, que consiste en la liberación
de las ataduras personales que nos esclavizan y someten a intereses
ajenos. C) trascendente, que consiste
en la liberación del pecado como el mal más profundo que afecta al ser humano y
le impide conocer el amor del Dios Padre.
Este es el nivel más profundo, pues el pecado constituye la raíz última
de toda esclavitud y opresión, pero ningún nivel debe suplantar a otro y no
confundir lo decisivo (la liberación del pecado) con lo urgente (la liberación
de la miseria). Lo decisivo es el
“hambre de Dios”, pero lo urgente es el “hambre de pan”.
2)
1
Co 11,23-26
“Porque Cristo, nuestro cordero pascual, ya
fue inmolado” (1 Co 5,7). Su muerte y
resurrección, su “paso (Pascua) de este mundo al Padre” (Jn 13,1) es el nuevo
éxodo, el paso de un pueblo de redimidos a través del bautismo (cruzar el Mar
Rojo; 1 Co 10,1-6) que libera del pecado (Ro 6,3-11) y llega a la tierra
prometida de la vida eterna. En la
muerte del cordero inocente, el Hijo de Dios sin pecado, vemos que hay algo más
fuerte que el poder del mal: el poder
del amor. Esta es la verdadera Pascua,
arrancar al ser humano del poder del pecado para conducirlo a la nueva vida del
amor verdadero. Santo Tomás de Aquino
lo expresó bellamente: “Dios nos ha
regalado muchas cosas, pero el primer regalo fue su amor”. Las cosas tienen un valor relativo, pero el
amor tiene un valor absoluto. Si
alguien nos regala algo, ya nos ha regalado antes su amor. Incluso un regalo insignificante puede tener
un valor imperecedero, por el amor que acompaña e impregna el objeto. Y también puede suceder lo contrario, que un
regalo grande no signifique nada.
Jesús, en el regalo de cada una de sus palabras, nos está diciendo “te
quiero, si supieras cómo te quiere mi Padre”.
Jesús nos regala el pan y el vino, nos dice que está amasado con su amor
y el vino está prensado con su cariño, que tiene vitaminas de amor, que es un
amor que se deja comer y beber, pues la eucaristía es el don de Dios
entero. Por eso la eucaristía, que es
la Pascua cristiana, es el mejor antídoto contra la división. La comunidad cristiana de Corinto,
excesivamente carismática y gnóstica, estaba profundamente dividida. Unos decían ser de Apolo, otros de Pablo,
otros de Pedro y otros de Cristo. Se
reunían a celebrar la eucaristía divididos y con manifiesto desinterés por los
más necesitados, los esclavos del puerto de Corinto que llegaban tarde a la
reunión y no tenían qué comer. Pablo no
encuentra otro argumento más convincente que recordar la Pascua y la Cena del
Señor. Ante el panorama de una división
que profanaba la eucaristía, Pablo pide fraternidad y comunidad para cohesionar
la asamblea, anular las barreras sociales y limar todo tipo de
desavenencias. Pablo habla contra la
codicia que domina a los pudientes, que comen “su propia cena” (1 Co 11,17-22)
y que desprecian a la comunidad, convirtiéndose en anti-iglesia, pues “Iglesia”
significa “con-vocatoria” o “con-vocación”, es decir, un cuerpo y un
edificio. Tomar la eucaristía significa
entrar en comunión viva con el Señor, participar de su misma vocación de
entrega solidaria, aceptar la alianza que Dios ha sellado para todos con la
sangre de su Hijo, unirse íntimamente al Cristo glorioso y cósmico que es
Espíritu. Ojalá que comprendamos esto para
aceptar también al hermano, aunque sea diferente.
3)
Jn
13,1-15
Jesús va a dar cima a su éxodo personal yendo
hacia el Padre. Su paso (Pascua) hacia
el Padre será la cruz, la última etapa para dar vida a la humanidad. Jesús no va a la muerte arrastrado por las
circunstancias, es él quien da su vida, pues es consciente de que ha llegado su
hora. También es consciente de que el
Enemigo, el padre de los dirigentes judíos (principio de homicidio y mentira
que inspira al círculo de poder entronizado en el Templo; Jn 8,44), inspira a
Judas (el antiamor del deseo de lucro) que es un ladrón (Jn 12,6;
explotador). El Enemigo, el dios del
propio interés traducido en la ambición y la codicia, inspira a Judas a
convertirse en agente del círculo de poder.
Jesús tiene plena conciencia también de que el Padre lo ha puesto todo
en sus manos, es decir, es plenamente consciente de que él depende la salvación
de la humanidad y el éxito del designio creador de Dios. Por eso decide lavar los pies de sus
discípulos, porque así va a mostrar cómo se lleva a término la obra del
Padre. Jesús es también consciente de
cuál es su verdadero origen, un origen que el mundo no percibe, de ahí que su
muerte sea un tránsito a la vida absoluta, donde no cabe muerte alguna. Entonces Jesús se despoja del manto, la
prenda exterior, y se ciñe un paño o delantal, propio del que sirve. Dejar el manto significa dar la vida y tomar
el paño es el símbolo del servicio. Con
su acción de lavar los pies va a enseñar a los suyos cuál ha de ser su actitud
y hasta dónde se ha de prestar servicio al hombre. Este servicio no lo hacía ningún judío, pues la acogida y
hospitalidad la daban las mujeres o los esclavos. Lavar los pies era impensable para un judío varón. Pero Jesús se pone a lavar los pies de sus
discípulos, sin especificar quién es el primero ni el último: entre los discípulos no hay orden de
precedencia. Es importante precisar
que, a pesar de terminar el lavado y tomar de nuevo el manto, el texto no dice
que deje el delantal, que se convierte en su atributo permanente: su amor-servicio no cesa nunca. Así, pues, Dios no actúa como soberano
celeste, sino como servidor de la humanidad, a la que libera, pues da categoría
de “señores” a sus discípulos, eliminando todo rango. En la sociedad que Jesús funda todos han de ser iguales; son
todos señores porque todos son servidores.
Ni siquiera el deseo de hacer el bien justifica el ponerse por encima
del hombre; hacerlo sería ponerse por encima de Dios, que sirve al hombre y lo
eleva hasta sí. Destruye así Jesús todo
dominio y quita la justificación a toda superioridad. Su comunidad no será piramidal, sino horizontal, todos al
servicio de todos, a imitación de Dios y de Jesús. La idea del Dios soberanísimo con su trono celestial funda el
paradigma de las grandezas humanas. Los
hombres más poderosos son los que más se parecen a él, siendo la imagen del
Dios que esclaviza. Pero cuando Dios es
hombre y se pone al servicio de la humanidad (lavado de los pies) se comprende
que él sea un amor sin límite, que acompaña al hombre en su existencia. No hay que parecerse al Dios celoso de su
trascendencia, haciéndonos nosotros trascendentes por el brillo y el poder,
sino que hay que parecerse al Padre, amando como él ama. Dios no pide culto para él, sino servicio a
la humanidad por amor. El Padre no
ejerce dominio, sino que comunica su vida.
Este hecho del lavado de los pies hay que
verlo a la luz del hombre más importante y monstruoso de ese tiempo: Calígula, quien obligaba a los senadores
romanos a departir ante él ceñidos con un lienzo para demostrarles hasta qué
punto eran sus esclavos. Pero Dios no
quiere esclavos. Únicamente una mujer o
un esclavo podía hacer lo que Jesús hizo aquella noche. El esclavo a sus dueños, resignado por
obediencia. La mujer (normalmente la
madre) a sus hijos por amor. Pero los
Doce no son ni hijos ni amos de Jesús.
Entonces surge la protesta de Pedro, que
llama a Jesús “Señor”, título de superioridad.
Su protesta surge porque ha entendido que Jesús invierte el orden de
valores admitido. Todavía piensa que
debe ocupar el trono davídico de Israel, por eso no acepta su servicio. Él es súbdito, y no admite igualdad. Jesús no se extraña de la incomprensión de
Pedro, pues con el tiempo acabará por comprender (Jn 21,1s). De momento, Pedro no acepta en absoluto que
Jesús se abaje, pues defender el rango de otro es también defender el propio;
no acepta la iniciativa de Jesús de formar una sociedad de iguales y queda
desorientado por el acto. Pedro quiere
ver a Jesús de jefe, pues no comprende las nuevas categorías del Reino. Pero si no admite la igualdad, no puede
estar con Jesús; su mentalidad es incompatible con la de Jesús (Mc 10,45), de
ahí que éste le avise que está al borde de la defección. Su reacción muestra su adhesión personal a
Jesús, pero sin entender su manera de actuar.
Con tal de no separarse de él está dispuesto a hacer lo que quiera, pero
por ser voluntad del jefe, no por convicción.
Está dispuesto a obedecer, pero no a imitar. No comprende que los discípulos estén limpios (puros), es decir,
no se interpone ningún obstáculo entre ellos y Dios; éste los acepta y los
quiere. Lo único que hace réprobo a un
hombre es su negativa a aceptar al Hijo y su proyecto, es decir, permanecer
voluntariamente en la zona de la tiniebla (Jn 3,36; la ideología de la mentira
y la muerte que oprime a la humanidad y contempla a Dios como agente de muerte
y enemigo del hombre). Lo que hace al
hombre impuro es permanecer en el mundo (Jn 15,19; 17,6.14-16), es decir, optar
por el sistema injusto y orden de valores contrarios al proyecto divino de
plenitud humana. El término “puros”
recuerda las seis tinajas de las bodas de Caná para las purificaciones de los
judíos (Jn 2,6). Aquella purificación
se basaba en la precariedad de la relación con Dios, interrumpida por cualquier
contaminación legal. Jesús anunció en
Caná el fin de las purificaciones y de la Ley misma. Esto es totalmente vigente en la comunidad cristiana, donde todos
están ya limpios y no necesitan purificación alguna. Eso sí, hay que seguir lavando los pies, es decir, hay que seguir
mostrando el amor prestando servicio.
En el grupo mesiánico no hay más purificaciones, pues la relación con el
Padre amoroso está siempre asegurada a través de Jesús. Pero en el grupo hay una excepción. Hay alguien que se opone a Jesús, porque no
comparte sus valores ni su programa.
Judas, aunque se lava los pies, no está limpio, pues en el fondo él da
su adhesión al Enemigo y al orden de este mundo, es decir, al valor del poder
del dinero.
Al terminar, Jesús “se recostó a la
mesa”(señal de personas libres), con el paño todavía puesto. Lo que ha hecho no disminuye su libertad ni
dignidad. Los ha hecho libres
(señores), pero él no ha dejado de ser libre y señor. Sólo le interesa que no se interprete erróneamente su gesto como
un simple acto de humildad. El Señor y
Mesías no es un poderoso ni un dominador, al contrario, su acción muestra que
amar a los demás es el único significado de ser Señor y Maestro. No es Señor por imposición alguna, sino por
la libre espontaneidad de su amor. Su
señorío no suprime la libertad humana, sino que la otorga como una fuerza que
desde el interior la lleva a la expansión.
Dios no acapara, desarrolla. Y
ese amor no excluye a nadie, sino que se excluye uno mismo, como Judas.
En la Iglesia antigua fue Orígenes quien
mejor explicó este acto, relacionándolo con la preparación para predicar el
evangelio. Incluso, como señala
Lohmeyer, como una ordenación al ministerio.
Así, pues, no es un simple ejemplo de humildad, sino la máxima expresión
de anonadamiento al que todos estamos convidados. Al venir al mundo, el Logos toma el uniforme de los esclavos,
demostrando cuál es su programa:
liberar a la humanidad mediante la entrega absoluta. Aquí el César Calígula queda destronado para
siempre, su orgullo abatido y condenada toda esclavitud que no sea la del
amor. Únicamente la mutua entrega y la
conciencia de igualdad pueden santificar las relaciones humanas. Esta revolución no atenta contra ninguna
autoridad, no entorpece ninguna obediencia, no siembra ningún odio, únicamente
proclama que sólo sirviendo con toda humildad podemos alcanzar lo divino.
¡Qué profundo es este lavatorio! ¡Dios arrojado a los pies de los
hombres! Un Dios que no lava los pies
hermosos de Adán y Eva, sino las extremidades del hombre caído, los pies de
Judas y de Pedro, de Juan y de Santiago, de Tomás y de Simón el zelote. Aquí todos quedan instituidos “ministros”,
que viene del latín “minor”, es decir, “menor”. “Ministro” en el texto original es “diákono”, que traducido
literalmente quiere decir “servidor”, lo que ya nos está diciendo cómo deben
ser los ministros en la Iglesia. Ahora
se comprende la oración de Jesús pronunciada esa misma noche: “Pero no te ruego solamente por éstos, sino
también por los que a través de su mensaje me den su adhesión: que sean todos uno, como tú Padre en mí y yo
en ti, para que también ellos estén con nosotros, y así el mundo crea que tú me
enviaste” (Jn 17,20-21). Este Dios es
mucho más de lo que nunca pudimos imaginar.