KERIGMA DEL DOMINGO DE PASCUA DE RESURRECCIÓN          

 

1)       Hch 10,34.37-43

Lucas, autor de los Hechos de los Apóstoles, pone en boca de Pedro el compendio de catequesis judía en su proselitismo entre los paganos.  Esto refleja la realidad mental de Pedro en ese momento, todavía no cristiana, pues no hay todavía Iglesia en Antioquía (primera comunidad auténticamente cristiana) ni Pedro ha pasado por la noche de su éxodo personal en la cárcel de Jerusalén.  Por eso, aun cuando Pedro diga que Dios no tiene favoritismos, en realidad sigue pensando que lo que hace a Cornelio “aceptable a Dios” son sus buenas disposiciones interiores y sus obras de caridad para con la nación judía.  Todavía cree Pedro que el mensaje del Reino se circunscribe sólo al pueblo de Israel y a algunos simpatizantes que aceptan la preeminencia del pueblo judío.  De todos modos, la catequesis expone la persona y tarea de Jesús, que es el don de Dios a la humanidad.  Desgraciadamente a veces se dice que Dios estaba airado con la humanidad y Jesús consiguió pacificar la reprobación con su sacrificio.  Pero fue el Padre quien envió a Hijo al mundo para demostrar su amor.  “El Padre mismo os ama” dirá Jesús, quien practicó un ministerio de sanidad y liberación en su deseo de desterrar del mundo el dolor y la tristeza.  El final del discurso es el anuncio de la resurrección de Jesús, hecho Señor y Mesías.  De esto son testigos cualificados los apóstoles, aunque todavía Pedro persiste en su comprensión particularista.  Por eso el Espíritu Santo, ante el cariz que toma el discurso, que apenas ha comenzado, interrumpe a Pedro y “cae” irrumpiendo en el grupo.  Dios ha agotado todos los recursos para conducir a Pedro a superar sus prejuicios nacionales y religiosos para abrirse a los paganos y derrama el Espíritu sobre la “casa” de Cornelio.  Los creyentes circuncisos (seis) que acompañaban a Pedro “se quedaron desconcertados de que el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los paganos” (Hch 10,45), que no habían sido asimilados a Israel ni estaban bautizados para vincularse a Jesús como Mesías. 

 

2)       Col 3,1-4

Este texto nos dice que en Cristo tenemos una sola posición, una sola vida, un solo destino y una sola gloria.  En el bautismo hemos resucitado nosotros también con Cristo, pues nos hemos unido orgánicamente a él, como se une un injerto o una vid a los sarmientos.  Esto nos da una gran alegría, pues la resurrección es experimentar la fuerza del Espíritu que levantó a Jesús de los muertos y que ahora vive dentro de nuestro espíritu.  Cristo no está solo sentado a la diestra de Dios en los cielos, también vive dentro de nosotros, como la luz de la central eléctrica puede estar a kilómetros de nuestra casa y también dentro de ella.  De ahí que nos olvidemos de las cosas de la tierra, que en el contexto de la Carta a los Colosenses es la práctica del ascetismo, la religión y la filosofía.  Si hemos muerto en Cristo, ahora también participamos de su resurrección a través de la vida espiritual que un día será manifestada plenamente en gloria. 

 

3)       Jn 20,1-9

Escribir sobre algún episodio de la vida de Jesús siempre es difícil, pues los textos están escritos en clave teológica, típica de los relatos hebreos.  Pero esa dificultad se multiplica cuando se llega a la resurrección, pues ahí uno nada o se ahoga.  Y es que toda la vida de Jesús se resuelve en el capítulo de la resurrección.  Con ella toma sentido.  Sin ella todo sería absurdo, pues Jesús quedaría reducido a un genio del espíritu o a un aventurero, cuando no a un chiflado.  ¿Y qué sería de la Iglesia si Jesús hubiera sido devorado definitivamente por la muerte?  El apóstol Pablo lo dijo claramente a los corintios:  “Si el Mesías no resucitó, vana es nuestra fe ... y somos las más miserables de todas las personas” (1 Co 15,14-20).  Ahora bien, resucitar no es la mera reanimación de un cadáver, pues esa persona tendría que volver a morir, ya que continuaría siendo mortal.  Pero Jesús no regresa a esta vida de antes, sino que entra en la vida total.  Si la primera resurrección es un milagro, la segunda es un misterio.  No es que Jesús vuelva a estar vivo, es que se convierte en el “Viviente”, el que ya no puede morir.  Pero esa vida definitiva no es sólo espiritual, sino que es la resurrección de todo su ser (el “cuerpo” para el judío es el ser en tanto es visible).  Es decir, quien resucita es él, pero también es más, es el definitivo.  Y eso quiere decir la resurrección, que Dios se ha puesto de parte de Jesús, que Dios reivindica a Jesús frente a lo que hicieron Caifás y Pilato.  Si Dios se hubiera quedado callado, asentiría con la sentencia condenatoria, pues a Jesús se le condenó en el nombre de Dios por blasfemo.  Es decir, que lo que él decía era una blasfemia, pues Dios no era así, sino que era como decía el Sanedrín.  Pero Dios no puede aceptar eso y resucita a Jesús.  Es como decir:  “donde habéis puesto muerte, yo pongo vida; donde habéis acabado con mi Hijo (que lo había revelado), yo lo rehabilito a una vida superior”.  Si Jesús no hubiera resucitado, Caifás y Pilato habrían tenido razón.  Y partiendo de esta base hay que entender los relatos de la resurrección, que son relatos de fe de una comunidad que hace teología con ellos. 

La expresión “el primer día de la semana” significa el día de una nueva creación y la Pascua definitiva, pues en el evangelio joánico la muerte de Jesús es llamada “el último día”.  Después de ese último día viene “el primer día de la semana” que abre el tiempo nuevo del mundo de Dios. 

Dice el texto que era muy temprano, pero “todavía en tinieblas”.  En el evangelio joánico la tiniebla es la ideología contraria a la verdad de la vida (Jn 1,5; 3,19; 6,17; 12,35).  Es decir, María va al sepulcro “en tinieblas”, sin ninguna expectativa de vida y dominada por la ideología de la muerte.  De hecho va a buscar a Jesús en el sepulcro.  En clara alusión al Cantar de los Cantares:  “En mi cama, por la noche, buscaba el amor de mi alma:  lo busqué y no lo encontré ...  Por las calles y las plazas ... lo busqué y no lo encontré” (Cant 3,1) María es símbolo de la comunidad-esposa.  Pero la losa está “quitada del sepulcro”, es decir, la muerte de Jesús no interrumpía su vida, no puede detenerse su vida.  María se alarma y avisa por separado a Simón Pedro y al discípulo preferido de Jesús, que andaban dispersos (Jn 16,32), pero todavía está en la “tiniebla”, pues nueve veces se menciona el “sepulcro” en este texto, mostrando que la idea del Jesús muerto es la que domina en la comunidad.  Ambos discípulos corren juntos hacia el sepulcro, mostrando su interés por lo sucedido, pero el amigo de Jesús adelanta a Pedro.  Esto es un dato positivo, pues el hecho de mencionarlo por el apodo “Pedro” (el piedra, pedrusco) en el evangelio joánico significa su testarudez (Jn 13,6.37; 18,16-18.25.27) para quien la muerte de Jesús no entraba en sus esquemas triunfalistas mesiánicos y suponía un fracaso (Jn 18,10s).  Corre más el que tiene más experiencia del amor y amistad de Jesús, el testigo del fruto del amor en la cruz (Jn 19,35).  El discípulo preferido ve puestos los lienzos, como sábanas en el lecho nupcial del Cantar de los Cantares, es decir, son señal de vida, pero no la comprende.  Para entender este texto hay que recordar la resurrección de Lázaro, que estaba atado y con la losa puesta (Jn 11,39.44).  Pero aquí la losa está quitada y los lienzos no atan ya a Jesús, por lo que hay que deducir que se ha marchado por sí solo.  Pero, igual que entonces Marta y María, los discípulos no conciben que la vida pueda superar la muerte (Jn 11,21.32.39).  El discípulo preferido no entra en el sepulcro, pues muestra por Pedro deferencia y amor después de las negaciones, como gesto de aceptación y reconciliación.  Este discípulo era el único que había estado al pie de la cruz, pero no afirma su superioridad con quien lo había negado.  Pedro se limita a seguir al amigo de Jesús que marca el camino.  De hecho, cuando llega, no se detiene a mirar, entra directamente.  Dentro ve “los lienzos puestos” (señal de boda, alegría y vida), pero descubre también el “sudario”, único elemento común de la sepultura de Jesús con la de Lázaro, que le cubría la cara (Jn 11,44).  El sudario estaba “no puesto con los lienzos”, sino aparte, es decir, la muerte se ha alejado de él para siempre.  Sin embargo, el sudario envolvía “determinado lugar”.  El “lugar” en el evangelio joánico es el Templo de Jerusalén.  “Suprimid este santuario y en tres días lo levantaré” (Jn 2,19).  Cuando mataron a Jesús intentaron suprimir la presencia de la gloria de Dios, que habían desalojado del Templo por volverlo una “casa de negocios” (Jn 2,16), pero con ello han condenado a la institución a su propia destrucción (Jn 2,19).  Eso es el sudario que envuelve determinado “lugar”, que la muerte de Jesús pesa sobre la institución judía que ha matado al Hombre y desechado la plenitud humana.  Pese a todo, no hay en Pedro reacción alguna.  Sin embargo, cuando entra el discípulo preferido, ve y cree, pues contempla el sudario que no había tapado la cara de Jesús (como en el caso de Lázaro), sino que sólo le había cubierto la cabeza, pues su muerte era un sueño.  “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?” (Jn 11,40), es decir, el amor que vence a la muerte y da una vida eterna.  Es curioso que el texto sólo señale la fe del amigo de Jesús y no la de Pedro, que todavía no cree.  Entonces se menciona el texto de la Escritura que aún no comprendían y que alude a la versión de los LXX de Is 26,19-21:  “Se levantarán los muertos, despertarán los que están en los sepulcros y gozarán los habitantes de la tierra.  Anda, pueblo mío, ... escóndete un breve instante mientras pasa la cólera, porque el Señor va a salir de su morada ...  La tierra

descubrirá la sangre derramada y no ocultará a los asesinados en ella”. 

Pero, como hemos leído en la Carta a los Colosenses al mencionar que hemos resucitado nosotros en Cristo, él no sólo resucita en sí y para sí, sino por la humanidad y la creación.  Y es que él no puede resucitar mientras haya personas que mueran y sufran, mientras haya alguna parte de la creación que no esté redimida.  Celebrar nosotros hoy la Pascua de resurrección debe engendrar una energía liberadora que nos contagie para levantar del sepulcro a todos los Lázaros atados por las vendas y atrapados en el sudario de las instituciones que oprimen al ser humano.  Si pedimos y trabajamos por una sociedad justa y solidaria estamos ayudando a que Cristo resucite en el mundo.  Eso es ser testigo de Pascua, pues hay todavía mucho dolor y muerte en el mundo.  ¡Le faltan muchos resplandores a la resurrección de Cristo, pues hay todavía tantos sepulcros cerrados, tantas losas enormes!  Por eso debemos celebrar esta Pascua con humildad y compasión, pues somos pocos y poco podemos hacer; pero ya vamos haciendo y haremos aún más.  ¿Qué ha sido, si no, la historia de la Iglesia hasta hoy, con sus luces y sus sombras?  De momento podemos pedir ser testigos de esa alegría compasiva:  correr hasta el sepulcro para ver la losa quitada y el sepulcro vacío, ver los lienzos puestos y el sudario aparte, entrar y creer que Jesús es el Viviente y que la vida es la aventura más hermosa que pueda ser experimentada.  Y entonces, y sólo entonces, el sol radiante podrá disipar cualquier tiniebla que asome en nuestro ser. 

 

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