HISTORIA DEL ANGLICANISMO
ORTODOXO
E
P. Manuel Lasanta, siervo de Dios.
CAPÍTULO I Los orígenes
El cristianismo ha marcado y modelado
profundamente toda la civilización europea e incluso se ha desbordado
ampliamente por los cuatro rincones del mundo.
¿Qué era el cristianismo? ¿Cómo
empezó? Para empezar hay que aclarar
que el primer cristianismo no fue algo monolítico, sino que encerraba múltiples
orientaciones que partían de un mismo crisol primitivo: Cristo.
El origen estaba en la persona de Jesús de Nazaret, confesado como el
Mesías (Cristo en griego) por sus discípulos.
Aquel cristianismo primitivo era de esencia
judía. Los apóstoles eran todos judíos
y las primeras congregaciones tenían conciencia de ser judías, aunque creyentes
en el Mesías Jesús. Poco a poco fueron
tomando conciencia, guiadas por el Espíritu de Cristo, de que debían abrirse
también a los paganos. Ese paso se dio
en el Concilio de Jerusalén, y significó la superación de ser un pequeño grupo
judío heredero de las promesas hechas a los Patriarcas, para volverse la
Iglesia universal: una comunidad
cristiana que acepta en su seno a toda clase de gentes que creen que Jesús es
el Cristo, el Señor, el Hijo de Dios crucificado y resucitado, incorporándose a
su Reino (por medio del Espíritu, el bautismo y demás sacramentos), diferente
al reino del Cesar.
Los apóstoles, fieles al mandato de Cristo,
fueron por todo el mundo anunciando su buena noticia, bautizando en su nombre y
formando comunidades cristianas. Han
quedado historias de muchos de ellos, que ponían al frente de cada comunidad
local a un colaborador-sucesor que presidía a todos, predicaba y celebraba la
eucaristía. Aquel cristianismo
primitivo fue calando en el mundo grecorromano y se iba sirviendo, como si de
un soporte se tratara, de las vías de comunicación existentes, de las ciudades
más relevantes e incluso de la organización.
Se puede afirmar que el cristianismo aprovechó cuanto encontró en
aquella sociedad y le favoreció al Imperio Romano.
De entre todos los apóstoles destacó Pablo,
el heraldo de los paganos, quien evangelizó con éxito a los gálatas, un reino
de Asia Menor. Pero resulta que
aquellos gálatas eran celtas, pues descendían de los galos que, en el siglo II
a. C., marcharon a apoderarse de Delfos.
Incluso se sabe por san Jerónimo que conservaban el uso de su lengua
céltica. Así pues, no es extraño pensar
que hubiera relaciones entre ellos y sus antiguos compatriotas que
permanecieron en la Galia. Por otra
parte, es revelador que el nombre del primer Obispo galo de Lyon sea
griego: Ireneo.
Nadie sabe cuándo llegó la buena noticia de
Jesús como Mesías a las Islas Británicas, pero hay sobradas razones para creer
que no transcurrió un largo período de tiempo entre la resurrección de Cristo y
los orígenes de una Iglesia en Inglaterra.
Hacia el noroeste, el Evangelio llegó a los
límites del Imperio. Atravesando la
Galia por los itinerarios comerciales llamados “rutas del estaño” dio lugar a
comunidades cristianas dentro de las ciudades gobernadas por Roma, ignorando
casi siempre el campo, abandonado a los cultos de los paganos (“pagani”,
habitante de un “pagus”). El mensaje de
la buena noticia atravesó la Mancha y se extendió a la isla de Bretaña, chocando
con la muralla de Adriano (entre Carlisle y Newcastle) que los romanos
construyeron para protegerse de los pueblos del Norte. Más allá, las tribus bretonas nunca fueron
completamente sojuzgadas y conservaron sus costumbres y su lengua, así como su
antigua religión druídica. La
evangelización de la isla de Bretaña fue todavía más incompleta que la de la
Galia. De hecho, la propia Irlanda
permaneció completamente al margen del Imperio Romano y, por tanto, no fue
afectada por la primera oleada de misioneros de Cristo. Y una vez llegaron, hallaron costumbres,
ritos, creencias y valores que tuvieron que integrar. No se puede negar que los santuarios cristianos fueron
construidos sobre emplazamientos de antiguos santuarios paganos: hubo continuidad, aunque cambiase la
religión. Por supuesto que hubo luchas
de influencia entre la antigua clase sacerdotal y la nueva. También es verdad que los ministros
cristianos diabolizaron a menudo los cultos y creencias del paganismo druídico. Pero, conscientemente o no, acapararon su
herencia. De hecho, el druidismo tenía
una espiritualidad que le ayudó a recibir mejor el mensaje que venía de
Oriente. El rasgo característico de
aquellos primeros evangelizadores de los celtas fue el de pegar ese mensaje
sobre el fondo sociocultural de las Islas Británicas e Irlanda en
particular.
También hay una historia mítica al
respecto, indudablemente ligada al tema del Grial. En los Hechos apócrifos de Pilato y el Evangelio de Nicodemo, el
senador judío José de Arimatea, “discípulo clandestino” de Jesús por miedo al
resto del Consejo o Sanedrín, tomó el cadáver de Jesús y recogió su sangre en
una copa esmeralda, tallada en la piedra luminosa que antaño adornara la frente
de Lucifer, el “portador de luz”, antes de su caída. Parece que José de Arimatea, después de vagar por casi todo el
mundo, llegó a la isla de Bretaña, en medio de las marismas que rodeaban
Glastonbury, en el actual Somerset.
Allí depositó su preciosa carga.
Y se muestra hoy día, en la ladera de la colina de Glastonbury, una
fuente, el “Chalice Well”, de donde brota un agua teñida de rojo (por ser
ferruginosa). Hay una leyenda local,
sólidamente implantada en Glastonbury, que hace de José de Arimatea el primer
Obispo de la isla de Bretaña.
Evidentemente, no hay pruebas de la veracidad de esta tradición, pero al
menos es muy antigua y además se mantiene en la actualidad con una persistencia
notable, por no hablar de un renacimiento sorprendente. Si la Iglesia Celta Ortodoxa contemporánea
hizo de Glastonbury la sede de su patriarcado, no es desde luego por
casualidad.
Tertuliano aseguraba a comienzos del siglo
III que algunas partes de Bretaña que no habían sido alcanzadas por los romanos
se habían sometido a la ley de Cristo.
Pero Tertuliano era un escritor retórico, y quizás haya exagerado algo en
su afirmación. Sin embargo, no hay
motivo para dudar que ésta sea sustancialmente correcta. De hecho, el cristianismo viajó veloz a lo
largo de las rutas comerciales y militares.
No es sorprendente la presencia de soldados cristianos ante la muralla romana
de Escocia en el siglo II. Pero aún en
los tiempos de mayor gloria del Imperio Romano, éste no había conquistado todas
las Islas Británicas, sino que se limitó a la porción sur de la Gran Bretaña
(lo que hoy es Inglaterra). Al norte,
quedaban los territorios de los pictos y escotos (en lo que hoy es Escocia),
separados del mundo romano civilizado por la muralla de Adriano. Más adelante, cuando las legiones romanas,
en medio del desastre de las invasiones bárbaras, se retiraron de la Gran
Bretaña, lo que de hecho abandonaron fue la porción sur de la isla.
En esa zona hubo una numerosa población
cristiana y romanizada. Algunas de esas
personas se replegaron a zonas más fácilmente defendibles, mientras que otras
permanecieron en sus antiguas tierras, donde quedaron bajo el régimen de los
bárbaros que pronto invadieron la región.
Esos bárbaros procedían del continente, y eran en su mayoría anglos y
sajones. A la postre quedaron
organizados en siete reinos principales:
Kent, Essex, Sussex, Anglia Oriental, Wessex, Norzumbria y Mercia. Aunque sus gobernantes eran paganos, había
entre sus súbditos un buen número de cristianos cuyos antepasados habían vivido
en esas tierras desde antes de las invasiones.
La Iglesia Anglicana tiene una tenue
conexión con aquel cristianismo primitivo romano-británico. La invasión de los paganos anglos, sajones y
jutes disolvió la vida de las ciudades y villas. Así se destruyó la antigua organización de la Iglesia. Por más de un siglo, Bretaña dejó de formar
parte del mundo civilizado. Pero antes,
el cristianismo británico se había lanzado hacia la conversión del mundo
celta.
La Iglesia en las Islas Británicas vivió
esta decadencia lo mismo que el resto del Imperio. Un gran número de bautizados esnobistas sin catequesis ni
compromiso se sumaba a las congregaciones, pretendiendo aportar sus propias
especulaciones y sistemas. Entonces se
perfiló el monasticismo, sobre todo en la Galia. Su discurso pretendía distanciarse de la nueva situación de los
Obispos trepadores, definir la fe y evangelizar mediante el ejemplo. Echando raíces en el eremitismo oriental, el
de Egipto en particular, los cristianos de la Galia se retiran a despoblado, es
decir, a los bosques. Pero, al hacerlo,
no se dan cuenta de que actúan igual que los antiguos druidas, quienes, aún
participando de la vida pública de los pueblos celtas, no practicaban su culto
más que en el “nemeton”, es decir, el claro sagrado en medio del bosque, punto
de encuentro ideal entre el cielo y la tierra.
En el fondo, los primeros monasterios cristianos de aquellas tierras no
hicieron sino retomar por su cuenta el nemeton druídico.
En el siglo V, Illtud había penetrado en
las montañas de Gales para fundar un monasterio. A finales del siglo IV, san Ninián que había regresado de Roma,
donde fue educado, comenzó la difícil tarea de evangelizar a los pictos. Hay que precisar que su campo de acción se
sitúa en una región bisagra de la historia de la isla de Bretaña, entre la muralla
de Adriano (entre Carlisle y Newcastle) edificada en el 122, y la muralla de
Antonino el Piadoso (entre los ríos Forth y Clyde) edificada en el 162. Esas murallas tenían por objeto proteger la
Bretaña romana contra las incursiones de los agerridos pictos del norte, que
tantas preocupaciones dieron a los generales romanos como a los propios
bretones. Allí predica Ninián,
originario de esa región, quien, según el monje sajón Beda (que escribía en el
siglo VII), fundó una comunidad en la península de Galloway, lugar de donde él
mismo y algunos de sus discípulos partieron para evangelizar el país de los
pictos. Detalle revelador es que su
iglesia, o su monasterio, fue llamado “Cándida Casa”, o sea, “Casa Blanca”, lo
que indica que estaba construida con piedra, mientras que la costumbre celta primitiva
era construir sólo con madera. ¿Es éste
un indicio de la influencia continental?
Probablemente, tanto más cuanto que Ninián fue formado teológicamente en
Roma. Pero uno puede ser un brillante
alumno en Roma y luego convertirse en misionero bretón apegado a sus
tradiciones. Según lo que de él
sabemos, Ninián hablaba, en sentido propio y en el figurado, un lenguaje que
comprendían sus rudos interlocutores, y tuvo la satisfacción de implantar el
Evangelio en gran parte del sur de Escocia.
No es imposible pensar que fue su implantación en la península de
Galloway lo que motivó –indirectamente- a un joven clérigo, bretón también,
llamado Patricio, a emprender la evangelización de Irlanda.
Si bien apenas tenemos información acerca
de aquella primitiva Iglesia de Bretaña, los puntos de referencia indican que
su organización era episcopal. De
hecho, en el Sínodo de Arlés, en el 314, estuvieron presentes tres Obispos
bretones, entre ellos un tal Eborius.
Probablemente eran los titulares de las sedes de Londres, York y
Lincoln. Tal vez en la misma época
existiera un obispado en Caerleon de Usk, en la ciudad de los siluros, pueblo
más romanizado que los otros aunque muy al oeste. En el 359, en el Sínodo de Rímini, se advierte la presencia de
algunos Obispos bretones, y, en el 358, san Hilario de Poitiers, el organizador
de la Iglesia gala, en el momento en que estaba exiliado en Frigia, dedicó su
tratado “De Synodis” a los Obispos bretones.
Pero las huellas arqueológicas de la presencia cristiana (tumbas,
inscripciones) en Bretaña no aparecen hasta mediados del siglo IV. Aunque sea todavía escasa, existe una
capilla en Kent, otra posterior en Silchester y la presencia aquí y allá del
símbolo XR (Ji-Ro).
¿Quiénes eran aquellos bretones
cristianos? La estructura particular de
Bretaña, romanizada solamente en la superficie, no permitía el mismo proceso
que en la Galia. En consecuencia, hay
que suponer una cristianización localizada, según las preocupaciones y tendencias
de cada clan. El monje Bretón Gildas,
que escribe hacia el 550, afirma que los indígenas acogieron con frialdad el
cristianismo. Debía ser suficiente que
un jefe de clan se convirtiera para que todos los miembros del grupo se
hiciesen cristianos, sea cual fuere el grado de autenticidad de su fe. Y ésta fue sin duda la razón de que las
regiones que permanecían más célticas se hicieran cristianas antes que las
otras. Algo después, en tiempos del
monaquismo, verificaremos el procedimiento.
Cuando un misionero convertía al jefe de un clan, éste le daba un
terreno para construir su iglesia y su vivienda, ermita o casa colectiva. Por supuesto, ese terreno pertenecía
colectivamente al clan, pero el jefe y todos los miembros de dicho clan
entraban en la comunidad así formada, que con frecuencia se denomina
“monasterio”, aunque hay que aclarar que todavía no eran monasterios medievales
(lugares cerrados y apartados del mundo).
Esta comunidad monástica explotaba en común los ganados y los cultivos,
la caza y la pesca, incluso la artesanía.
Pero a cambio de la donación de aquella tierra, el jefe conservaba su
poder temporal incluso sobre los monjes.
A menudo se le daba el título de Abad, lo que obliga a ser siempre
prudentes cuando se habla del Abad de un monasterio celta, pues puede ser tanto
un laico como un clérigo. Bajo esas
condiciones, el clan no desaparecía: al
contrario, se renovaba y reorganizaba sobre su base primitiva, con la única
diferencia de que en adelante era cristiano.
Esto explica la permanencia de los clanes en muchos países celtas hasta
la época actual, particularmente en Escocia.
Un monasterio celta no tenía nada que ver
con un monasterio cisterciense. No es
un edificio cerrado donde los monjes viven recogidos en sí mismos. Es una comunidad repartida en un espacio más
o menos grande, que vive en diversos edificios, con una actividad económica y
cultural comunes. Con el tiempo
desaparecieron barridos por Roma, pero su espíritu permaneció y volvemos a
encontrar sus huellas en Irlanda hasta el siglo XI aproximadamente.
Dicho esto, no hay que olvidar que las
relaciones entre la isla de Bretaña y el continente eran constantes, al menos
en el marco del Imperio. Los misioneros
procedentes del continente podían recorrer toda la isla sin dificultad. Bretones recientemente convertidos iban a la
Galia y a Roma para profundizar sus conocimientos de teología; Pelagio es un
sorprendente ejemplo de ello, san Patricio será otro. Cuando se estudian los textos de la época, se comprueba que los
bretones fueron auténticos ciudadanos del Imperio Romano. De hecho, no tenían ninguna razón para
quejarse de la ocupación romana, puesto que ésta, al asegurar su defensa contra
los pictos y los escotos (irlandeses), salvaguardaba su independencia y sus
particularidades. Pero todo cambió en el
410 con el edicto de Honorio que informaba a las ciudades de Bretaña que
tendrían que defenderse por sí mismas de sus enemigos. Las enormes dimensiones del Imperio
obligaban a las legiones de Bretaña a acudir a los puntos calientes del
“limes”, es decir, a la inestable frontera con Germania.
Todo esto no dejará de influir en la
Iglesia bretona. En lucha con el
paganismo sajón, separada del continente, seguirá una camino autónomo,
arrastrando a Irlanda a la que cristianizó.
En la práctica, la Iglesia bretona, con sus prolongaciones en Armórica y
la Iglesia irlandesa constituirán durante varios siglos una entidad
independiente de la Iglesia continental.
Es entonces cuando surge el fenómeno denominado “cristianismo celta”,
cuya característica esencial era el monaquismo.
Mientras, en el extremo occidental de
Europa, Irlanda permaneció al margen de las tentativas del Imperio Romano. No es que los emperadores y generales no
consideraran la posibilidad de desembarcar en lo que se llamaba “Hibernia”,
sino que desistieron ante las dificultades y el alejamiento de la isla.
Pueblo dedicado al pastoreo, los irlandeses
(que se llamaban a sí mismos “escotos” y eran llamados por otros “gaeles”),
habían conservado las costumbres y tradiciones célticas. De hecho, representaban una rama particular
de los celtas, siendo la otra rama la britónica (galos y bretones). Los romanos se implantaron sólidamente
frente a Irlanda, especialmente en el País de Gales, donde construyeron fortalezas
y carreteras. Había una sólida razón
para ello: las frecuentes incursiones
de los irlandeses por las costas de Bretaña, que representaba un peligro tanto
para los bretones como para las legiones romanas. Esto explica que el País de Gales sufriera, más que otras
regiones de la isla, una fuerte influencia romana. Por lo demás, gracias a los descubrimientos arqueológicos,
sabemos que existieron tentativas fracasadas por parte de los romanos en
Irlanda. En Bray se ha encontrado la
tumba de un soldado romano con monedas de Trajano y Adriano. Teodosio aplastó, a finales del siglo IV,
una invasión de irlandeses al noroeste de la isla. Pero, sorprendido por la valentía y tenacidad de sus adversarios,
los reclutó para su cohorte imperial de Trèves. Por otra parte, fue ahí donde los encontró san Jerónimo: “Los escotos (los gaeles de Irlanda) se
alimentan de carne humana y practican la poligamia” (Adversus Jovin,
II,7).
Los celtas estaban regidos por los druidas,
en un intento de sociedad divina ideal, sin que por ello hablemos de teocracia. Se trata más bien de la aplicación de la
fórmula de la “Tabla esmeralda”: lo que
está arriba es como lo que está abajo.
Los druidas se dividían en tres categorías principales: druidas (sacerdotes, juristas y maestros),
bardos (poetas encargados de la memoria colectiva y la enseñanza) y los
adivinos o brujos (hechiceros y médicos).
Pero en el siglo V decayeron, volviéndose sobre todo magos, mientras que
una nueva categoría pasó a primer plano, los “fili”, que parecen haber heredado
los antiguos poderes religiosos de los druidas, así como su filosofía y
capacidad jurídica. Será con los “fili”
con quienes se encontrarán los evangelizadores cristianos. Pero son también los fili quienes, con
frecuencia, se convertirán y darán al cristianismo celta su tinte
particular.
Es probable que hubiera ya cristianos en
Irlanda a principios del siglo V. En
efecto, según Próspero de Aquitania, un tal Palladius fue enviado por el Papa
Celestino a los irlandeses “que creían en Cristo”. No sabemos casi nada sobre Palladius, salvo que era familia de
san Germán de Auxerre. Su misión fue un
fracaso, pues, en el 432, el mismo Papa Celestino envió a Irlanda a otro
hombre, Patricius.
Este Patricio (390–461), nombre romano,
llamado actualmente Patrick o Parrig pero a quien los irlandeses llaman
Cothraige, es un bretón, nacido quizás en Banaven Taberniae, cerca de Clyde
(bretones del norte en la Britania romana), donde su familia posee una
quinta. Era nieto del presbítero Potito
e hijo del diácono Calpurnio, que era decurión del ejército romano y encargado
de la recaudación de los tributos. Muy
joven (dieciséis años), Parrig fue raptado por piratas irlandeses que le
llevaron con ellos. Permaneció como
esclavo de un druida llamado Miliuc, con quien aprendió la lengua gaélica y
probablemente más cosas. Allí comete, a
los quince años, su famoso “pecado de juventud”. Durante seis años de esclavitud pastoreó ganado, añoró su hogar y
profundizó en su fe cristiana. De
hecho, él mismo dirá más que tarde que “todavía ignoraba al verdadero
Dios”. Una noche sueña que hay un barco
que parte rumbo a su patria. Tras una
fuga de 320 kms. logra, no sin dificultad y mediante arreglos con el capitán,
huir y volver a la isla de Bretaña, donde, según sus biógrafos, tuvo una visión
y decidió hacer todo cuanto estuviera en su mano para convertir a los
irlandeses a Cristo. Pasó al
continente, residió en Auxerre, estudió en Roma y volvió a Auxerre, donde fue
ordenado sacerdote y, después, consagrado Obispo por san Germán. De ahí pasó a Irlanda. Habían transcurrido veinte años desde su
fuga.
La misión de Parrig fue un éxito a lo largo
de los treinta años que allí pasó; tanto que se cuenta que en ocasiones bautizó
a multitudes de irlandeses sencillamente mandándoles a todos que se sumergieran
en las aguas de un río, mientras él pronunciaba la fórmula bautismal. Primeramente desembarcó en Wicklow, llegó al
Ulster y convirtió a un jefe tribal, quien le dio un terreno para que se
estableciera. Allí empezó a predicar el
Evangelio de una forma muy particular:
en lugar de presentar una doctrina extraña a la mentalidad celta, se
valió de esa misma mentalidad (que conocía bien) y superpuso el cristianismo al
druidismo. Su golpe maestro fue aliarse
con los “fili”. De este modo, y
apoyándose en la filosofía céltica que mantenían los fili, renovó la religión
druídica.
Cada vez que convertía a un jefe de clan o
a un fili, Parrig formaba una reducida comunidad. Bautizaba, crismaba, celebraba, ordenaba a un par de hombres
destacados y partía de nuevo. Y como su
alianza con los fili le abría las puertas de la aristocracia, su acción se vio
muy reforzada. En cuanto a los fili,
Parrig admitía que conservaran toda su ciencia. Lo único que les prohibía era hacer “cualquier rito del que
formara parte una ofrenda al diablo”.
En esas condiciones, fueron muchos los fili que se hicieron
simpatizantes de la nueva religión y que llegaron incluso a ser Obispos. Y así fue como Parrig estableció la sede
episcopal de Armagh, que siempre ha sido la metrópoli cristiana de Irlanda, y
cuya política aspiraba a hacer de él y de la ciudad que conserva sus reliquias
hasta hoy (en un cementerio anglicano por cierto), el centro religioso de toda
Irlanda.
También Parrig tropezó con resistencias. No todo el mundo se convertía a su mensaje
de la buena noticia. Aunque tuvo la
dicha de bautizar a Dubtach, jefe supremo de los fili, anduvo en un tira y
afloja con el poderoso rey Loéairé, quien no sólo no quiso convertirse, sino
que también intentó matar al misionero.
Pero, lleno de estupor por los prodigios realizados por Parrig en Tara
para confundir a un druida, no insistió más, y dejó que sus dos hijas se
bautizaran, aunque él mismo se hizo enterrar a lo pagano.
El episodio más significativo de Parrig en
Irlanda sucedió en el 433, cuando debía celebrar la Pascua en la misma fecha
que la fiesta pagana de Beltaine (el 1 de Mayo, uno de los dos polos del año
celta). Los irlandeses, alrededor de su
gran rey, se encontraban en la colina de Tara, santuario situado en el centro
ideal de la isla, y debían proceder al encendido de los fuegos, según la
costumbre que celebraba el paso de la luz invernal a la gran luz del
verano. Ahora bien, la ley céltica
precisaba que “cualquiera que, en algún lugar del país, próximo o lejano,
encendiera un fuego antes de que se encendiera el del palacio del rey (es
decir, Tara), sería condenado a la hoguera”.
Pero Parrig, que se encontraba con sus seguidores a alguna distancia de
Tara, en la colina de Slane, encendió el fuego pascual. “Los de Tara lo vieron, y todos se llenaron
de asombro y estupefacción. Los
ancianos del pueblo y los nobles fueron convocados. Declararon no conocer al que había cometido aquella falta. Entonces los druidas exclamaron: Rey, vive para siempre. Ese fuego que vemos ha sido encendido antes
que el de tu propia morada del palacio de Tara. Pues bien, nosotros declaramos que, si no se apaga la misma noche
en que ha sido encendido, jamás se apagará hasta la eternidad. Aquel que lo ha encendido, y el nuevo reino
del que obtiene su luz en esta noche, dominarán sobre todos nosotros”. Es posible que aquellos druidas fuesen fili
ya conscientemente unidos a san Patricio, quien murió en el 461.
En sus escritos se descubre siempre a un hombre
muy sensible, a veces susceptible. Pero
los elementos de su carácter que más resaltan son una franqueza desarmante, un
agudo sentido de sus limitaciones y la conciencia de haber recibido una misión
a la que consagrarse con celo desmesurado, una generosidad instintiva y una
verdadera pasión por el Evangelio unida a la veneración por toda la Escritura,
sin olvidar el afecto fraterno hacia los cristianos bautizados y ordenados por
él.
San Patricio queda en la memoria de Irlanda
como el apóstol, el taumaturgo que vence las magias de los druidas, y, al mismo
tiempo, como el catequista popular que explica la Trinidad con el trébol de los
campos. Así evangelizó san Patricio
Irlanda, y aunque su obra no fuera definitiva, pues después de su muerte el
paganismo volvió a ganar terreno, dio a Irlanda su primer referente
cristiano.
Santa Brígida, segunda patrona de Irlanda,
nació en la segunda mitad del siglo V y su actividad se extiende hasta el
525. Se dice que su padre era
originario de Leinster, y la madre era una joven esclava de Connacht, mientras
que el padre adoptivo era un sacerdote o un poeta pagano de los Uí Néill. Hay tradiciones que la conectan como una de
las acompañantes de san Patricio, quien en una ocasión le dijo: “Oh Brígida mía, la jurisdicción que te
corresponde en tu provincia será considerada tu reino, pero en la parte
oriental y occidental el gobierno será mío”.
De aquí deriva la rivalidad existente en el siglo VII entre la iglesia
de san Patricio en Armagh y la de santa Brígida en Kildare. Deseando participar en la vida de la
Iglesia, recibió el velo del Obispo Macaille y fundó en Kildare un monasterio
de mujeres. Pero poco después habría
convencido al Obispo Conlaed para que compartiera con ella la dirección de
Kildare y otras comunidades afiliadas.
Su biógrafo Cogitosus, que escribe en el siglo VII, pretende que el
monasterio de Kildare era mixto.
En efecto, las mujeres han tenido siempre
un rasgo importante en la sociedad céltica y más particularmente en
Irlanda. Disfrutando de poderes
políticos y económicos, las mujeres accedían con frecuencia a funciones de
dirección. Podían ser reinas y tener
más autoridad que el rey. Sin que se
pueda afirmar que hubiera “druidesas”, en el sentido estricto de
“sacerdotisas”, se debe sin embargo admitir que las mujeres formaban parte de
la clase druídica, a título de poetisas y profetisas, y en ciertos casos de
magas. Según los relatos épicos
irlandeses, incluso hubo mujeres guerreras que enseñaban a los jóvenes el
oficio de las armas al mismo tiempo que la sexualidad y la magia. Además, según el tipo de matrimonio por
ellas concertado, podían en ocasiones administrar su patrimonio con total
independencia y sin la autorización de un marido al que una capacidad económica
menos favorable situaba en un rango inferior.
En estas condiciones, no sólo las mujeres
podían ser abadesas de un monasterio cristiano, sino también dirigir un
conjunto mixto, tanto más cuanto que esos monasterios no tenían ningún parecido
con los que se desarrollaron en el continente a partir del siglo XI: son aldeas monásticas más que abadías de
tipo benedictino o cisterciense.
Tampoco en esa época inicial del cristianismo la castidad celibataria
era obligatoria para los ministros ordenados, como llegó a serlo posteriormente
para los cristianos de tradición romana.
San Patricio era hijo de diácono y nieto de sacerdote. Un antiguo canon atribuido a san Patricio
habla abiertamente de las mujeres de los presbíteros: “Si un clérigo, sea quien sea, desde el portero hasta el
sacerdote, es advertido sin túnica... y
si su mujer sale sin tener la cabeza cubierta por un velo, que los dos sean
objeto del desprecio de los laicos y el rechazo de la Iglesia” (Stubbs,
Councils and ecclesiastical documents, II, 328). Más tarde, en 1076, el Sínodo de Winchester decretó que los
sacerdotes casados que vivían en los castillos y en los pueblos no debían ser
obligados a abandonar a sus esposas (Manci, Collection des Conciles, XX,
459). Los “Anales de los Cuatro
Maestros” precisan que el monasterio masculino de Derry tenía una mujer
intendente. La poetisa (y por tanto
perteneciente a la clase druídica) Samzann fundó el monasterio de Clonbroney. El de Whitby en Gran Bretaña y el de
Saint-Fara en Francia fueron fundados respectivamente por las santas Hilda y
Ethelberga, que eran de filiación irlandesa.
Por otra parte, también existía la institución de las
“conhospitae”. Tenemos un documento
fechado en el 515 que nos ilumina sobre ellas.
Se trata de una carta del Obispo de Tours, encargado de la
administración episcopal de Armórica (Pequeña Bretaña), a dos presbíteros
bretones, Lovocat y Catihern, cuyos nombres indican que eran inmigrantes
procedentes de la isla de Bretaña y que tenían las costumbres de la Iglesia
Céltica insular. “No dejáis de llevar a
casa de vuestros compatriotas, de cabaña en cabaña, algunas mesas sobre las que
celebráis el divino sacrificio de la misa, con la asistencia de mujeres a las
que dais el nombre de conhospitae.
Mientras distribuís la eucaristía, ellas cogen la copa y administran al
pueblo la sangre de Cristo. Es ésa una
novedad, una superstición inaudita. Nos
hemos entristecido al ver reaparecer en nuestra época una secta abominable que
jamás se había introducido en las Galias.
Los Padres orientales la llaman `pepondiana´, de Pepundius, autor de
este cisma, que se atrevió a asociar a las mujeres al ministerio del
altar. Renunciad a ese abuso” (Revue de
Bretagne et de Vendéee, 1885, pp. 5-21).
Así pues, el cristianismo celta era
diferente al romano, porque el centro de la vida cristiana no era la ciudad con
su Obispo diocesano al frente. En las
tierras célticas no había ciudades. El
centro era el monasterio, que tampoco se parecía en nada a un convento
benedictino. Por supuesto que había
Obispos, como en todas las iglesias, pero no existía ningún sistema diocesano
regular. Los dirigentes eran los
abades, verdaderos superiores de la comunidad de laicos y clérigos. Podía suceder que el Abad fuera también
Obispo, y los límites de su abadía se convertían en los límites de su
diócesis. Pero podía suceder también
que el Obispo fuese otra persona distinta al Abad. Entonces el Abad gobernaba temporalmente la comunidad, mientras
que el Obispo se dedicaba a sus obligaciones de ordenar ministros y dispensar
los sacramentos.
Ahora bien, este sistema no es romano. Hay quien afirma que era druídico, pero los
estudios de Dom Gougaud rechazan esta explicación. Sólo queda la hipótesis de su origen oriental. Sin duda las analogías entre los ermitaños
de Egipto y los irlandeses son numerosas.
Hay estudios bien documentados y verificaciones arqueológicas que así lo
demuestran. De modo que el monaquismo
irlandés y bretón partió del ejemplo egipcio y de san Martín de Tours (que
también había escogido el sistema abadía-obispado) a través de dos
intermediarios, san Ninián entre los bretones del Norte, con su famosa Cándida
Casa, y Armórica. Este sistema vino
bien en estas tierras porque recordaba el druidismo. No olvidemos que este sistema específico no se observa más que en
regiones en las que no hay vida urbana y donde sólo subsiste la colectividad
del clan o la tribu, disperso en un territorio de fronteras imprecisas. Finalmente, consideremos que esos
monasterios de tipo céltico fueron también tierras de asilo, como los “nemora”
de la Italia primitiva, los “bosques sagrados” en los que la autoridad divina
temporal abandonaba sus derechos frente a la autoridad divina natural,
permitiendo así a los fuera de la ley de cualquier ralea rehacer su vida. El éxito de aquellas comunidades monásticas
irlandesas dependió también de la aportación de elementos heterogéneos, venidos
de cualquier sitio y deseosos de echar raíces.
Así se realizan las más sólidas fundaciones, sean de naturaleza temporal
o espiritual.
¿Cómo se presentan estos monasterios? Las descripciones de los textos antiguos y
los descubrimientos arqueológicos recientes en el Oeste de Irlanda pintan una
antigua fortaleza de la edad del Hierro, el “rath” céltico. Hay una superficie más o menos extensa
protegida por un declive y muros de cerramiento levantados con piedra sin
argamasa. Por esa superficie se
encuentran esparcidas un número a veces importante de celdas aisladas. Cada celda podía albergar a uno o varios
monjes. Las celdas eran, o bien de
madera, o bien de piedras redondas, ovales o rectangulares, puestas unas sobre
otras, pero sin mortero. La techumbre
se formaba por el acercamiento gradual de los muros; el ejemplo más característico
y actualmente visible consiste en las famosas “bories”, cabañas de pastores
construidas con piedra sin argamasa del Sur de Francia. Además de esas celdas, había uno o más
oratorios de estructura y dimensiones más modestas, una cocina colectiva, un
refectorio, una casa donde se recibía a los huéspedes de paso y los
talleres. En ocasiones, como en Iona,
el Abad ocupaba una pequeña cabaña sobre algún pequeño promontorio, lo que le
permitía observar todo lo que sucedía en el recinto. Los monjes se entregaban no sólo a la oración y la contemplación,
sino también al trabajo intelectual y manual, participando el Abad en las
labores y diversas actividades agrícolas y ganaderas cuando había necesidad de
ello. Esos monasterios son frecuentes
en el condado de Kerry, en lugares pedregosos y sin árboles, y prueban el
número considerable de estos establecimientos durante la Alta Edad Media. El lugar es generalmente grandioso y
salvaje, como el de Sceilg Mhichil, que está sobre un enorme pico rocoso por
encima del Atlántico. Cerca del pico
más elevado, el edificio, del que se ven todavía los cimientos, estaba sobre
una especie de terraza de piedras, protegido detrás de un muro que subía del
precipicio. Otras construcciones, entre
ellas las ruinas de la iglesia, consistían en seis celdas y dos pequeños
oratorios, todos con una techumbre semejante.
No eran asentamientos cómodos, pero no olvidemos que estaban construidos
a imagen de las casas campesinas y guerreras de la época. Habría que añadir la novedad de la piedra,
pues la costumbre celta era usar sólo madera.
En esas casas los monjes llevan una vida
solitaria y colectiva a la vez. Vista
la abundante literatura hagiográfica que nos ha llegado relativa a los monjes y
santos que brillaron en la Alta Edad Media, se podría creer que se trataba de un
momento único en la historia de la Iglesia.
El régimen de vida monástico era duro, de alimentación vegetariana
(aunque con excepciones en las fiestas litúrgicas) y sobriedad (pues los
matrimonios podían convivir).
Otro personaje de gran leyenda es san
Colum-Cill (se pronuncia Kolum-Kill), al que a veces se llama Colomba, y a
quien no debemos confundir con san Columbano, el fundador de Luxeuil y de
Bobbio. Con él se perfila una nueva
estirpe de monjes, típicamente celtas y que encarnan de forma casi simbólica el
significado y la historia del monaquismo irlandés.
Colum-Cill nació en el 521, del clan de los
Ui Neill, es decir, del linaje del rey Niall de los Nueve Rehenes. Era un “file”, por tanto heredero a la vez
de una familia real y de una casta druídica.
Esta alianza que ya realizó el gran Parrig fue reavivada por
Colum-Cill. Ordenado muy pronto
presbítrero, fundó los monasterios de Derry y Durrow. En el año 574 intervino en la disputa que enfrentó al rey de
Irlanda y la casta de los fili, sospechosa de constituir un Estado dentro del
Estado. El rey estaba dispuesto a
prohibir a los fili o a expulsarlos del país.
Como miembro de la familia real, Colum-Cill invitó al rey a reflexionar
sobre el problema y tuvo la suficiente influencia sobre él como para levantar
la prohibición. Incluso se aprovechó de
ello para confirmar los antiguos privilegios de los fili. Este gesto dice mucho de las privilegiadas
relaciones que había entre los monjes irlandeses y los herederos de la
tradición druídica.
Pero Colum-Cill no eran un inofensivo
santurrón. Un día fue a visitar al
piadoso Finnian de Druim Finn, que le prestó un magnífico salterio. Tanto gustó el libro a Colum-Cill que se
pasó toda la noche copiándolo en secreto.
Pero Finnian lo sorprendió y se enojó mucho. La discusión adquirió tal cariz que el asunto llegó al rey
Diarmaid mac Cerrbeil, que pretendió reconciliar a los dos litigantes. Su sentencia fue favorable a Finnian: “De ordinario, el ternero sigue a la vaca,
por tanto la copia debe seguir al original”.
Colum-Cill expresó públicamente su descontento con el fallo real y se
marchó maldiciendo a Diarmaid. El rey
se enfureció mucho porque su autoridad había sido puesta en entredicho y
preparó una expedición contra Collum-Cill, que movilizó a sus gentes. Así tuvo lugar la batalla de Cul Cremhne,
hacia el 572. Los biógrafos cuentan que
un poderoso ángel, con aspecto guerrero, se puso delante del ejército de Colum-Cill
y asustó a sus enemigos de tal modo que tres mil murieron de miedo. ¿Una epidemia en el ejército rival? Entonces Colum-Cill sintió escrúpulos de
conciencia y consultó a un santo ermitaño, que le impuso el exilio como
penitencia para ayudar a redimir a los difuntos de la batalla. Como en aquel tiempo los habitantes de los
dos reinos de Irlanda empezaban a emigrar hacia las costas occidentales de
Escocia, emprendiendo una verdadera colonización gaélica de una parte del país
de los pictos, Colum-Cill abandonó el Ulster con doce hombres y escoge la isla
de Iona como lugar de exilio, cerca de la costa de Escocia. Allí los irlandeses estaban fundando el
nuevo reino de Dal Riada (condado de Argyll), dependiente de su antiguo reino
del Ulster. El país de los pictos se
convertiría pronto en la Tierra de los Escotos (irlandeses) (Scotland).
Colum-Cill se establece en Iona de acuerdo
con el rey de Dal Riada. Funda allí un
monasterio de estilo celta que se convertirá en el centro de evangelización de
la Gran Bretaña, así como de los pictos y los bretones, o de los recién
llegados anglos y sajones. Pero aparte
de su papel espiritual innegable, el monasterio de Iona constituye una especie
de modelo sociológico. Colum-Cill, a
diferencia de Parrig, no es Obispo, sino un monje elegido Abad. Sin embargo, su autoridad es grande por
diversos motivos: por ser el líder de
una comunidad monástica, por ser file y por ser de familia real. Colum-Cill “reina” verdaderamente en Iona y
se aprovecha de ello para proseguir, gracias a la evangelización emprendida, la
implantación de los irlandeses de Dal Riada al norte del río Clyde. Aunque sus biógrafos lo describen como un
contemplativo, un asceta que quiere expiar sus pecados en soledad, está
comprobado que Colum-Cill regresó varias veces a Irlanda en misiones
diplomáticas. Sabemos, por ejemplo, que
en el 575 tuvo lugar en Druim Cett una asamblea general de los reinos de
Irlanda bajo la presidencia del gran rey Aed mac Ainmire. Colum-Cill se hallaba en los lugares de
honor en compañía de Aedan mac Gabrain, rey del doble reino de Dal Riada (en el
Ulster y Escocia). Se puede afirmar que
si Colum-Cill es el evangelizador de los pictos, también es quien gaelizó
Escocia, cambiándole su nombre y dándola la lengua gaélica.
Iona era un punto estratégico de gran
importancia. Lugar sagrado, tal vez era
un antiguo santuario druídico, y punto intermedio que aseguraba los lazos del
doble reino de Dal Riada con los pictos orientales. Por eso un siglo más tarde el monje sajón Beda, testigo de
excepción de los primeros conflictos entre Roma y la Iglesia céltica, podrá
escribir: “La isla (Iona) está
gobernada por un Abad-sacerdote, bajo cuya jurisdicción toda la provincia,
comprendidos los Obispos, están sometidos por una disposición insólita. Esto es conforme a la condición del primer
doctor de esta iglesia, Colum-Cill, que no fue Obispo, sino solamente sacerdote
y monje” (Beda, III,4). Colum-Cill
realizaba perfectamente, en el contexto cristiano, la pareja druida-rey que
caracterizaba a la sociedad céltica de antaño.
Colum-Cill muere hacia el año 600, pero su
obra le sobrevivió mucho tiempo. Iona
continuó siendo un centro religioso y político a la vez para Irlanda y para la
isla de Bretaña. El rey sajón de
Norzumberland, Oswald, después de una guerra desgraciada, había pasado gran
parte de su juventud exiliado en Iona.
De regreso a su país y habiendo recuperado sus funciones, le faltó
tiempo para pedir un Obispo a Iona. Se
le envió a un tal Aidano, que, según la costumbre céltica, comenzó fundando un
monasterio en la isla de Lindisfarne en el Mar del Norte, a poca distancia de
la costa, que puede alcanzarse durante la marea baja, casi una versión al Este
de lo que Iona era al Oeste. De esta
abadía-obispado de Lindisfarne partió la evangelización de los sajones, que,
entre los años 630 y 664, se extendió ampliamente hacia el sur gracias a la
actividad infatigable de los monjes de Aidano.
Éste murió en el 651, pero su sucesor, el escoto Finan, continuó su obra
y construyó en país sajón otra iglesia no de piedra, sino de madera, según la
costumbre de los escotos, con cubierta de paja. Después de él, el Abad-Obispo fue Colman, que se retiró a Irlanda
con las reliquias de Aidano antes que abandonar las costumbres célticas que los
enviados de la Iglesia romana combatían cada vez más. En el sur de Inglaterra, fueron también dos irlandeses, Dicuil y
Maeldub, quienes fundaron las célebres abadías de Bosham y Malmesbury.
Aparte de estos santos que llevaron el
Evangelio al mundo entero desde Irlanda, la Irlanda del siglo VI proporciona
igualmente monjes más discretos y callados, pero cuya acción fue, sin duda, más
eficaz en un profundo nivel. Se trata
de las comunidades de monjes culdeos.
El término procede del antiguo irlandés “célé-Dé”, que significa
“servidor (siervo) de Dios”. Muchos
historiadores los consideran los genuinos herederos de los druidas y los padres
de la francmasonería escocesa. Sin duda
la Regla de Maelruain de Tallaght, muerto en el 792, consignó los deberes y
obligaciones de los culdeos, pero esto no ofrece apenas ningún rasgo original
con relación a lo que se practicaba en la misma época en los monasterios
célticos. Primero anacoretas, los
culdeos se agruparon formando más tarde comunidades marginales, sin mezclarse
en las actividades exteriores y reservando su enseñanza a aquellos de los que
estaban seguros. El problema de los
culdeos está lejos de haber sido descifrado, pero es arriesgado hacer de ellos
meros druidas cristianos. Sea como
fuere, sus comunidades se extendieron por toda Irlanda y Escocia y se
encuentran sus huellas en el siglo XII.
Son encantadoras las descripciones que hace Beda de los santos varones
de aquella época.
Una característica del cristianismo
irlandés es la famosa “peregrinación por el amor de Dios”. No se trata de una peregrinación en el
sentido actual del término: un viaje a
un santuario. Se trataba realmente de
toda una aventura, como “El Peregrino ruso”.
Se trata de un monje exiliado voluntario, un auténtico viajero. Lo deja todo para vivir el amor de Dios, en
cualquier lugar. En el 891, según una
crónica sajona, unos monjes irlandeses atracarán en las costas de Cornualles en
un “coracle” (el “curragh”, barco celta de piel) sin remos, confiados a la
Divina Providencia y con intención de peregrinar a cualquier parte. Se trata de un motivo típicamente celta, al
estilo de las viejas epopeyas como Tristán e Isolda, y por supuesto a las
leyendas referentes a los santos irlandeses o bretones que llegan a Armórica en
pilas de piedra. Se trata del mítico
héroe que atraviesa las fronteras del Otro Mundo para descubrir sus
tesoros. Y esos tesoros son Dios mismo,
en definitiva, uno mismo, ya que lo esencial es encontrarse.
Es desde esta perspectiva como hay que
considerar la peregrinación de san Columbano.
Nacido en Leinster, provincia meridional de Irlanda, de familia noble,
estudia desde pequeño las artes liberales y entra primero a estudiar con
Sinell, de la comunidad de Cluain-Inis en la Irlanda septentrional, conocida
por su severa regla, con quien profundiza en el estudio de la Biblia y compone
un comentario a los Salmos. Pero es
sólo cuando entra en el monasterio de Bangor en el Ulster, cuyo Abad en esa
época es Congall, también una importante figura del cristianismo celta, que es
ordenado sacerdote. Impulsado por su
deseo de peregrinar, obtiene de Congall la autorización de partir, después de
muchos años de vida contemplativa y de estudio. Deja Irlanda en compañía de doce monjes, pasa a la isla de
Bretaña y en el 590 se encuentra en Borgoña.
Construye una ermita en el bosque de Annegray, y sobre todo funda lo que
llegará a ser el monasterio de Luxeuil (significa “lugar sagrado de Lug”), que
era un santuario dedicado al dios solar Lug.
Se supone que la Galia era territorio cristiano; pero para Columbano
aquellas poblaciones estaban muy lejos de ser cristianas y decide que hay que
“anunciarles el mensaje evangélico”.
Allí trasplanta las reglas irlandesas al continente, costumbres que muy
pronto se convertirán en lo que se denominó la “regla columbaniana” y que
enseguida se mezclará con los usos recogidos en la regla de san Benito. El espíritu de las comunidades fundadas por
Columbano era profundamente céltico. Un
ejemplo lo ilustra: cierto día, un
monje cae enfermo, y para conseguir su curación Columbano hace ayunar a todos,
forzando así el milagro. A diferencia
del ayuno romano, que se hace por ascetismo y en memoria de los sufrimientos de
Cristo, el ayuno céltico es una lucha con Dios para obligarle a satisfacer la
petición.
Sin embargo, Columbano, cuya misión era
individual y completamente marginal, se enfrenta con los Obispos romanistas de
Borgoña, escandalizados de ver instalarse en sus proximidades a unos monjes
extraños que cuestionaban su propia autoridad y que celebraban la Pascua en
fecha diferente. El choque se agudizó
hasta el punto de que Columbano fue convocado en el 603 a Châlon-sur-Saôn para
defenderse frente a un Sínodo por su seguimiento de las costumbres irlandesas
frente a las romanas. Probablemente,
seguro del apoyo de la corte burgundia, Columbano no se presentó al Sínodo y
envió una carta negando la existencia de un conflicto real con el clero secular
e invitando a los padres sinodales a discutir no sólo el problema de la fecha
de la Pascua, “sino también todas las normativas canónicas necesarias, que
muchos (cosa más grave) desatienden” (Epístola II). Columbano también escribió al Papa para defender la tradición
irlandesa de la fecha pascual. Pero los
Obispos se quejaron ante el rey Thierry y su madre, la famosa Brunehaut. Como Columbano se había negado un día a
bendecir a los bastardos del rey diciendo:
“Esos hijos nacieron de un lupanar y no reinarán”, se puede imaginar
fácilmente que los irlandeses fueron mal vistos en la corte. Obligaron a Columbano a exiliarse y fue
conducido a BesanÇon. Allí se escapó y
atravesó la Galia para visitar la tumba de san Martín de Tours. En Nantes, se embarcó para volver a Irlanda,
pero una tempestad le devolvió a la costa.
Considerando que Dios le mostraba de ese modo que su futuro se hallaba
en el continente, comenzó de nuevo su peregrinación. Ganó los favores del rey de Austrasia, Teodoberto, alcanzó el Rin
y después llegó a Suiza, zona plenamente pagana. Uno de sus compañeros, san Gall, cayó enfermo y permaneció a
orillas del lago Constanza, que habitaban los alamanes, y donde fundó la
célebre abadía que mantuvo por tanto tiempo el espíritu monástico céltico y
cuya biblioteca es particularmente rica en manuscritos irlandeses. Pero en el 612, Thierry se apodera de las
tierras de Teodoberto, y como sigue persiguiendo a Columbano con ansias de
venganza, éste toma de nuevo el camino del exilio. Atraviesa los Alpes y se establece en la región ligur de los
Apeninos, donde lo acoge el rey longobardo Agilulfo en Milán. Allí combate el arrianismo y conoce el cisma
de los Tres Capítulos, que había puesto a la mayor parte de las iglesias de
Italia septentrional fuera de la comunión con el Papa. Por cierto, siempre ejerció una nada disimulada
arrogancia hacia los Obispos de Roma, pesando mucho su fuerte ascendente
monástico escocés. En julio del 613 el
rey Agilulfo concede a Columbano y a sus monjes un oratorio derruido y el
terreno para construir en él un monasterio, en Bobbio, en el Apenino
toscano. Allí muere el 23 de noviembre
del año 615. Fue enterrado en la
capilla del monasterio, donde se le sigue venerando como patrono de la ciudad y
de la diócesis, pero su culto está difundido en muchas diócesis de Italia,
Francia y Suiza.
La obra de san Columbano es inmensa. Contribuyó a reavivar la espiritualidad en
una Borgoña que ya no era cristiana más que de nombre. En la desordenada época de los merovingios,
la fe se había vuelto un formalismo con escasas implicaciones. Además, contribuyó, mediante sus enseñanzas
y el fervor que inspiró en sus discípulos, a formar a un clero casi siempre
ignorante, incluso iletrado. Gracias a
Columbano, gran parte de la herencia del mundo clásico sobrevive: sus discípulos, enamorados de las letras y
las artes, las cultivarán y salvarán lo que todavía podía ser salvado en la
cuasibarbarie de las cortes merovingias.
Evangelizó países todavía separados del cristianismo. Hizo de Luxeuil y de Bobbio ciudadelas de la
espiritualidad y la cultura. Su
discípulo san Gall hizo lo mismo en el lago Constanza. Fueron discípulos suyos quienes renovaron el
cristianismo en Brie mediante la creación de las abadías de Faremoutiers,
Jouarre y Rebais en los años 627, 630 y 636 respectivamente. Sus ideas sobre la exención de los
monasterios, y finalmente sobre su autonomía en el seno de la Iglesia,
prevalecieron después de su muerte, así como sus observaciones sobre el
sacramento de la reconciliación y los famosos “penitenciales”, colecciones de
consejos de origen irlandés y céltico.
Partícipes del mismo espíritu de san
Columbano fueron san Wandrille, que difunde en la Galia el uso de las oraciones
acompañadas de gestos, san Filiberto, futuro Abad de Jumièges, o san Eloy, que
introduce las costumbres irlandesas en el monasterio de Solignac, en el Lemosín,
con el traslado de la jurisdicción episcopal a la jurisdicción abacial de
Luxeuil. En cuanto a san Fursy, otro
irlandés discípulo de san Columbano e igualmente monje errante, en relación con
Clodoveo II, fundó el monasterio de Lagny y extendió su acción al norte del
Sena. Su tumba en Péronne se convierte
en lugar de peregrinación y fue el primer monasterio continental en ser
reservado para uso exclusivo de los monjes errantes irlandeses. Hasta el 774 todos sus abades fueron
irlandeses.
Otros monasterios fueron Ratisbona (antigua
fortaleza céltica), Würzburg, Salzburgo, Verona y Fiesole. Después vinieron los inevitables choques
entre las comunidades de influencia irlandesa y los Obispos romanos. Poco a poco, los monasterios irlandeses
debieron unirse a la Orden de san Benito.
Los papistas se aliaban con el poder temporal, llegando incluso a
asumirlo, y desde esa fuerza obligaban a las demás tradiciones cristianas a
adoptar sus propias normas. Pero
permaneció algo de ellos, aunque no fuera más que el pronunciado gusto de los
monjes por las artes y la cultura, lo que constituye la mejor herencia que los
irlandeses dejaran en un continente en plena decadencia intelectual.
Por otra parte, como Irlanda se había
vuelto un codiciado objetivo de los piratas vikingos, muchos monjes dejaron las
ruinas de su monasterio de origen y emigraron por el amor de Dios. Pero no fue una desbandada anárquica, sino
viajes perfectamente estructurados.
Partían formando grupos de doce, guiados por un líder que adoptaba los
modos y funciones de un Abad. Iban a
pie, en el despojamiento más completo, sin equipaje, con la esperanza de
encontrar almas compasivas que les apoyaran.
Tenían sin embargo toda una red de asilo, como Péronne, donde se
reunían. Es así como se observa en el
975, en Colonia, un importante grupo de irlandeses que parece haberse
establecido allí de forma definitiva.
Es probable que los monjes irlandeses
recorrieran la península Ibérica, pero las únicas señales de ello las tenemos
en el monasterio de Santa María de Bretaña, cerca de Mondoñedo, en
Galicia. En una lista que data de los
tiempos suevos, el Abad de Santa María de Bretaña es un tal Mailoc, un nombre
celta, pero ninguno de sus sucesores lleva ya nombre celta. Sin embargo, a principios del siglo V,
Orosio habla de una ciudad de Galicia llamada Brigantia, lo que hace pensar en
una influencia irlandesa. Con todo,
gran parte de Galicia está llena de sus huellas.
Los monjes misioneros provenientes de
Irlanda eran cristianos devotos y estudiosos.
Los monasterios irlandeses fueron uno de los pocos centros donde se
preservó el conocimiento de la antigüedad durante el período caótico que siguió
a las invasiones de los bárbaros.
No sólo desde Irlanda llegaron misioneros a
la Gran Bretaña. También vinieron desde
Roma. La ocasión le fue proporcionada
por los sajones, que se lanzaban a la conquista del dominio de los celtas. Los sajones eran paganos y había que
convertirlos, y, sobre todo, convertirlos antes de que lo hiciesen los celtas
(pues éstos ya habían comenzado a hacerlo por medio de los monasterios de Iona
y Lindisfarne). De ahí la misión de san
Agustín de Canterbury, monje benedictino que desembarcó en la isla de Bretaña
en el 597. Su misión oficial era la
evangelización de los anglos y los sajones.
En realidad, había sido comisionado para obligar a las iglesias célticas
a que se alienaran bajo la autoridad de Roma, según el deseo del Papa Gregorio
Magno, que, al darle autoridad sobre todas las islas Británicas, hacía de él
algo así como un superarzobispo.
Cuenta la leyenda que el Papa Gregorio
Magno, uno de los más notables Papas, se paseaba por el mercado de Roma cuando
se fijó en unos jóvenes rubios que estaban a la venta como esclavos.
-
¿De qué país son esos
jóvenes? (preguntó Gregorio).
-
Son anglos (le
contestaron).
-
Anglos han de ser en
verdad, pues tienen rostro de ángel. Y,
¿dónde está el país de los anglos?
-
En Deiri.
-
De ira son en verdad, pues
han sido llamados de la ira a la misericordia de Dios. ¿Cómo se llama su rey?
-
Aella.
-
¡Aleluya! Hay que hacer que en ese país se alabe el
nombre de Dios.
El Papa Gregorio ya sintió desde joven una
especial atracción por el país de los anglos.
En cierta ocasión (cuando todavía no era Obispo de Roma) trató de ir
como misionero a esos territorios, pero era demasiado popular en Roma y el
pueblo se amotinó y no lo dejó partir.
Nueve años más tarde dio de nuevo muestras
de su antiguo interés por el país de los anglos enviándoles una misión (597) de
varios monjes encabezada por Agustín, prior de San Andrés, el monasterio al que
había pertenecido Gregorio antes de ser Papa.
Tras algunas vacilaciones Agustín y una
cuarentena de monjes llegan al reino de Kent, en la Gran Bretaña. El rey de ese país era Etelberto, que estaba
casado con una princesa franca cristiana, Berta, quien iba acompañada siempre
del Obispo Liudardo, y había dado muestras de favorecer la predicación del
cristianismo en sus territorios. Al
principio los misioneros no lograron muchos conversos. Pero cuando por fin el propio Etelberto se
convirtió entonces siguió una conversión en masa. En Canterbury, la capital de Kent, se fundó un arzobispado, y
Agustín fue el primero en ocuparlo. A
su muerte, menos de diez años después de su llegada a la Gran Bretaña, todo el
reino de Kent era cristiano, y había convertidos en todas las regiones
vecinas. Para premiar tanto esfuerzo,
en el 601 el Papa envía a Agustín el palio, y a fin de respaldar una actividad
tan prometedora manda a Inglaterra una segunda expedición: entre estos monjes se encuentran Paulino,
Melito y Justo, que llegarán respectivamente a ocupar los obispados de York,
Londres y Rochester. Con ellos llegan
también vasos sagrados, paños de altar, ornamentos, paramentos y reliquias, y
muchos libros.
Gregorio traza también un plan de expansión
organizado en torno a los dos sedes metropolitanas, Canterbury y York, con doce
diócesis sufragáneas cada una, a condición en cualquier caso de que York
permanezca subordinada a Canterbury.
Merecen destacarse los consejos que Gregorio da a la partida del Abad
Melito a Inglaterra, que en su tono recuerdan la “discreción” que empapa las
respuestas dadas a las nueve cuestiones de Agustín: destruir los ídolos, pero no sus templos; y transformar los
sacrificios de animales en banquetes con los que celebrar las fiestas de los
mártires. Sin embargo, en medio de
tantos éxitos, hay un sonoro fracaso en establecer una relación unitaria con
los Obispos británicos celtas de la parte norte y occidental de la isla.
Agustín había comenzado por reunir a todos
los obispos-abades bretones cerca de Bristol, en el lugar llamado “Roble de
Agustín”. Les pidió que le ayudaran a
evangelizar a los sajones y que se sometieran al orden romano. Los dirigentes bretones respondieron que no
podían decidir nada sin consultar con sus monjes y fieles, lo que era una
respuesta conforme al espíritu sinodal del cristianismo celta. En realidad, no solamente no querían someterse,
sino que no les interesaba en absoluto que los sajones se hiciesen cristianos,
presintiendo que Roma se apoyaría en los nuevos conversos para oponerse a
ellos. Beda cuenta que fueron a buscar
a un staretz (un “anam cara”) para consultarle qué hacer. El ermitaño les dijo que obedecieran a
Agustín, pero sólo si era un “hombre de Dios”.
Le preguntaron entonces cómo sabrían si Agustín era un “hombre de Dios”,
y el ermitaño les respondió: “Pedid una
nueva entrevista; si se levanta a vuestra llegada, sabed que es el servidor de
Cristo, escuchadle y obedecedle. Pero
si os desprecia y se niega a levantarse en vuestra presencia, a pesar de ser
tan numerosos, despreciadle también vosotros” (Beda II,2). Sucedió lo segundo: Agustín permaneció sentado en su trono, les
pidió que aceptaran el uso romano en cuanto a la celebración de la Pascua, la
tonsura, la administración del bautismo y al Papa como autoridad. Entonces los bretones le anunciaron su
negativa a toda colaboración, pues sus tradiciones venían del Este, de
Jerusalén, y no de Roma. La reacción de
Agustín es muy dura: si no aceptan los
términos de su proposición, tendrán que aceptar la guerra a manos de sus
enemigos. Y así fue: el rey Etelfrido asaltó Chester y ocasionó
una masacre entre los monjes que asistían orando a sus compatriotas durante la
batalla.
Todo esto debe servirnos para situar la
obra de san Agustín de Canterbury en su justa perspectiva. A menudo se ha dicho que fueron Agustín y
sus sucesores quienes lograron la conversión de la Gran Bretaña; pero esto no
es toda la verdad, pues, como hemos visto, Columbano y sus sucesores lograron,
al menos, tantos conversos como Agustín y los suyos. Pero el principal resultado de la obra de san Agustín es que el
cristianismo de las Islas Británicas estableció relaciones estrechas con el
resto de Europa (principalmente el cristianismo romano).
Los historiadores subrayan correctamente la
sabiduría de la famosa carta del Papa Gregorio a Agustín, en la cual le
aconseja no imponer necesariamente a la recién formada Iglesia de los ingleses
todos los usos y costumbres con los que había estado familiarizado en
Roma: “Pues las cosas no deben ser
amadas por causa de los lugares, sino los lugares por causa de las buenas
cosas. Escoge, pues, de cada iglesia
aquellas cosas que son piadosas y, cuando las hayas fundido, por así decirlo,
en un solo cuerpo, que las mentes de los ingleses se acostumbren en
adelante”. De esta fusión entre celtas
y romanos surge la Iglesia anglicana.
Más tarde, Teodoro de Tarso, Obispo de Armagh desde el 669, fue Obispo
de Canterbury en el 679: un celta en la
sede de Canterbury.
Como hemos visto anteriormente, el
cristianismo celta que Columbano y los suyos llevaron a la Gran Bretaña desde
Irlanda difería en algunos detalles del que practicaba la Iglesia romana. Aunque estos detalles podrían parecer
insignificantes, el hecho es que impedían el contacto directo e ininterrumpido
entre las iglesias de la isla y las del continente. A partir de Kent avanzaba un cristianismo de estilo romano; a
partir del norte (Escocia) avanzaba el que venía de Irlanda e Iona. El conflicto sería inevitable cuando ambas
formas se encontraran.
Durante todavía un siglo las comunidades
cristianas célticas vivieron en completa autonomía, practicando sus propias
costumbres y profesando sus normas.
Durante ese tiempo, Agustín de Canterbury y sus sucesores actuaron en la
evangelización de los anglos y los sajones.
Convirtieron a gran número de ellos y, como estaba previsto, los
lanzaron contra los bretones, acorralándolos en las regiones más occidentales
de la isla y, finalmente, encerrándolos en el país de Dumbarton (= fortaleza de
los bretones), en el Clyde, en el País de Gales y en Cornualles.
“La separación del continente había dado a
las Islas Británicas su propia personalidad y una continuidad que ha
sobrevivido a invasiones y ocupaciones”, afirma Nora Chadwick. Esto también se aplica a las instituciones
sociales y culturales que sobreviven en la particular mentalidad que
caracteriza todavía a los británicos actuales.
Allí nada es igual que en el resto del mundo. Se circula por la izquierda.
Se emplea un sistema de medidas que produce pesadillas a los
continentales. Se pone en práctica el
famoso canon del “habeas corpus”, que fue céltico antes de haber sido
anglicizado. La tradición céltica se ha
mantenido incluso bajo la cobertura de la lengua inglesa, que está salpicada de
britonismos.
Retomando nuestra historia, las comunidades
cristianas celtas del Norte emigraron cada vez más hacia el sudeste, llegando
incluso a convertir a los temibles sajones.
Se desencadenan entonces violentas disputas entre los defensores de la
Iglesia celta y los representantes de Roma.
No son las diferencias doctrinales, al menos en apariencia, las que
causan el problema; son las costumbres, como la tonsura, la actividad de las
mujeres, la fecha de la Pascua, o también la práctica de la abadía-obispado,
específicamente céltica y cuyo modelo era Martín de Tours. A medida que el poder temporal de papado
cobra importancia, las comunidades célticas se vuelven sospechosas. Sobre ellas merodean las sombras del
pelagianismo y su diferente sistema diocesano.
En el reino de Northumbria el contraste
entre las dos formas de cristianismo (celta y romano) llega a hacerse
insoportable. El rey seguía el
cristianismo irlandés, y la reina el de origen romano. Puesto que las fechas de Pascua eran
diferentes, el rey estaba celebrando la resurrección con alegría mientras que
la reina se retiraba a celebrar la Cuaresma con ayuno y penitencia.
Para resolver estas dificultades, se reunió
un Sínodo en Whitby en el año 664. Los
cristianos celtas estuvieron representados por el poeta Caedmon y la monja
Hilda. A los romanos los lideraba
Wilfrid, abad de Ripon. Era el año
664. ¿Era el año 666? Algunos así lo interpretaron: el año de la fiera, del anticristo.
Wilfrid apuró bien sus argumentos. Como los celtas apelaban a Columbano para
garantizar su tradición, Wilfrid apeló a san Pedro y dijo: “Aunque vuestros Padres hayan sido santos,
¿creéis que su pequeño número, en un rincón de la isla más remota, debe ser
preferido a la Iglesia universal de Cristo por todo el mundo?”. Al oír esto el rey, preguntó a los que
defendían la tradición irlandesa si ellos reconocían que Pedro tenía las llaves
del Reino. “Sin duda”, le
respondieron. “Entonces no hay que
discutir más, pues yo he de obedecer a san Pedro, no sea que cuando llegue al
cielo me cierre sus puertas”.
En consecuencia, el Sínodo de Whitby optó
por la tradición del continente y rechazó la de los irlandeses. Gracias a esta decisión, el cristianismo
británico no quedó aislado de las costumbres del cristianismo occidental.
En vista de cómo se iban desarrollando las
cosas en el Sínodo, algunos irlandeses se marcharon antes de que finalizara,
persistiendo en el derecho a su autonomía.
Ése fue el caso de Colman, Abad de Lindisfarne, que volvió a
Irlanda. Pero el proceso de asimilación
se había emprendido y el peligro sajón era demasiado real como para ser
negado. Una a una, las comunidades
cristianas célticas se fueron alineando en apariencia bajo la autoridad del
Arzobispo de Canterbury. También Iona
se somete el año 716. A partir de
entonces, ya sólo fue cuestión de tiempo:
los partidarios de Roma ganaron poco a poco a los disidentes, bien
mediante la persuasión, bien con amenazas, bien por arreglos políticos. Oficialmente, Irlanda del sur se
somete. Después será el país de los
pictos y Northumberland (que había sido convertida por Iona y no por
Canterbury). Pero en Irlanda del norte
la situación es menos clara. Mientras,
en el continente asistimos a una enconada lucha entre las comunidades
columbianas y las benedictinas, y los monasterios célticos han de alinearse
poco a poco con el orden romano. Entre
los bretones, o lo que de ellos quedaba, el reino de Strathclyde (Dumbarton)
cedió hacia el 700; Cornualles a principios del siglo VIII; el País de Gales
hacia la segunda mitad de ese mismo siglo.
En cuanto a los bretones armoricanos, todavía se atuvieron durante mucho
tiempo a las costumbres célticas, aunque Ludivico Pío, en el 818, después de su
efímera victoria sobre el rey Morvan, obligara a Landèvennec a adoptar el orden
romano. En realidad, el espíritu
céltico se mantuvo en Irlanda del norte hasta san Malaquías, que en 1142 fundó
la abadía cisterciense de Melifont, preludiando así el dominio de la dinastía
Plantagenet y los anglonormandos, a quienes el papado había entregado
Irlanda. Y este espíritu céltico se
mantuvo igualmente durante mucho tiempo en la Bretaña armoricana, que incluso
se benefició del apoyo oficial de los reyes Nominoë, Erispoë y Salaün, en el
curso del siglo IX. Pero las invasiones
de los normandos lo destruyeron todo, obligando a la huida de numerosos clérigos,
cuyo espíritu céltico se diluyó bajo diversas influencias.
¿Fue destruido el cristianismo celta, que
había impregnado durante tanto tiempo el norte de Europa? Más bien se trató de una ocultación. Esto significa que hay que ser muy prudentes
al hablar del fin del cristianismo celta.
Tal vez desaparecieron sus costumbres, asimiladas y dominadas por el
cristianismo romano dominante, pero limitarse a estudiar sólo esas costumbres
es esquivar el verdadero problema del cristianismo celta, que en parte se reavivó
con la Reforma.
Algunos historiadores anglicanos, no muy
favorablemente dispuestos contra Roma, argumentan que la Iglesia anglicana
tenía un derecho primitivo e inherente a la independencia con respecto a
Roma. Pero este argumento es
completamente equivocado, pues la Iglesia romana de entonces no se parece en
nada a la que se desarrolló con el correr de los siglos. En aquel tiempo, todo cristiano, ya fuera
oriental u occidental, creía que no había más que una sola Iglesia y que él
formaba parte de ella. Ahora bien,
dentro de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, podían existir
distintas controversias sobre detalles.
Por eso la Iglesia céltica aspiraba al derecho de mantener sus propias
tradiciones. Sin embargo, esto no
constituía ninguna pretensión de independencia de la Iglesia; era solamente una
diferencia de opinión en cuanto a la medida de libertad que una iglesia local
podía pretender dentro de la comunión de la Iglesia única universal.
Uniformidad y variedad, centralización e independencia: hay una especie de flujo y reflujo entre
estos dos polos en la vida de la Iglesia.
De hecho, gran parte de la historia de la Iglesia anglicana antes de la
Reforma puede ser resumida en términos de las tensiones de ambos ideales.
Los historiadores insisten en las
diferencias entre celtas y romanos: la
tonsura, el ciclo pascual, el bautismo, el papel de la mujer en la liturgia,
minimizando inmediatamente todo lo que se refiere al dogma. Muchos creen que las disputas entre Roma y
las congregaciones celtas estaban relacionadas únicamente con cuestiones de
detalle. Pero eso es enmascarar la
parte sumergida del iceberg, pues cuando vemos con qué decisión el papado hizo
todo lo posible por asfixiar deliberadamente la autonomía de las iglesias
célticas, incluso entregándolas a sus enemigos sajones, y luego a los
anglonormandos, concluimos que ahí se esconde algo más.
Hasta aproximadamente el año 500, la
Iglesia no tuvo una unidad jurídica sólidamente establecida. Más que de Iglesia habría que hablar de
iglesias. Por otra parte, eso era
conforme a la acción de los primeros apóstoles, más preocupados por extender el
Evangelio por todo el mundo que de fundar una sociedad monolítica. Pero a partir del momento en que el Obispo
de Roma afirmó su preeminencia sobre los demás Patriarcas y Concilios
Ecuménicos, y configuró a su alrededor una jerarquía celosa de sus
prerrogativas, el dogma se fue haciendo unitario, el ritual común y la
administración centralista. Por otra
parte, Roma empezó a asumir también el poder temporal con un imparable
imperialismo conquistador, eliminando todo atisbo de discrepancia y todo
intento de autonomía. En una palabra,
la Iglesia romana no podía tolerar la existencia de comunidades cristianas
célticas independientes y en alguna medida autogestionadas. Y como su poder espiritual se confundía cada
vez más con el temporal, la lucha fue adquiriendo progresivamente un aspecto
político. Eso significó que Roma
prefería dirigirse incluso a los paganos (con la esperanza, por supuesto, de
convertirlos más tarde) y enviarlos contra los cristianos “diferentes”, como
hizo con Clodoveo y los francos contra los burgundios. No es exagerado destacar la gran habilidad y
sutileza política del papado y su equipo.
Idéntica actitud tomó contra los celtas,
particularmente contra los bretones. El
papado dio su apoyo a los sajones, de los que sólo una ínfima minoría estaba
cristianizada, para equilibrar la influencia de la Iglesia céltica. Y a fuerza de apoyar a los sajones, a fuerza
de mostrarlos como los únicos capaces de instaurar un verdadero orden religioso
en Gran Bretaña, facilitaron en gran medida la conquista. El doble juego de los enviados del Papa fue
sorprendente.
Desde el momento en que el poder en la
Iglesia Occidental lo gestionaba un solo hombre (el Papa) y su equipo (los
Cardenales), cuya sede se encontraba fijada en Roma, ya no era posible tolerar
actitudes e interpretaciones diferentes de las “oficiales” o “universales”. Los apóstoles habían dado el mensaje de la
buena noticia a diferentes pueblos, que podían integrarla perfectamente en su
sistema de pensamiento. Así lo hicieron
los celtas, como también otros pueblos.
Así lo intentaron más tarde las diferentes familias del protestantismo.
La primera gran diferencia entre Roma y los
celtas era la diferente organización eclesial.
Los celtas estaban divididos en innumerables tribus, todas más o menos
independientes unas de otras, con fronteras inestables y un régimen de
propiedad agrícola de tipo colectivista.
Los celtas no tenían ciudades, simplemente fortalezas-refugios y
mercados. Por eso la organización de la
Iglesia celta era diferente a la romana.
En efecto, la cultura romana era urbana, basada en un centro absoluto, a
partir del cual irradiaba la autoridad y las costumbres. La preocupación del Imperio Romano, después
de la conquista, era construir ciudades y hacer de ellas verdaderas metrópolis
de las que partían las empresas de colonización. Pero una vez que el cristianismo fue la religión oficial del
Estado romano con Teodosio, el papado retomó esa división administrativa en
Occidente hasta el momento de las invasiones bárbaras. Así pues, Roma, mediante su enorme máquina
administrativa de globalización, consiguió zafarse del despliegue germánico,
asimilándolo y manteniéndolo en los límites territoriales que ya no podían ser
discutidos. El papado se volvió un gran
factor de cohesión occidental junto al monaquismo benedictino para la
estabilidad de las grandes diócesis imperiales.
Las estructuras celtas eran diferentes,
tanto que chocaban y amenazaban con el poder jurídico exclusivo recién
estrenado por el papado en su empeño de globalización. Por eso los Obispos de tipo romano estaban
en sedes fijas, en el centro mismo de la ciudad, y su administración era por
tal motivo más activa y apremiante. Por
el contrario, los Obispos celtas veían su estatuto de forma mucho más vaga,
como los actuales Obispos que gestionan comunidades a través de Internet. Por supuesto que estaban al servicio de la
comunidad de fieles, pero eran itinerantes y estaban sometidos a todo tipo de
fluctuaciones según el desarrollo o debilitamiento de la abadía de la que
dependían. Por último, los celtas no tuvieron
nunca la menor idea de universalismo.
Irlanda jamás conoció un ocupante romano ni tampoco sufrió invasiones
sajonas. Para el cristiano celta el
Estado, en el sentido romano, no existía.
Otra diferencia entre Roma y los celtas era
el ritual. De hecho, en ese tiempo, el
ritual estaba lejos de ser uniforme en todas las regiones. Convivían las liturgias galicana, mozárabe,
bizantina, kurwana, ambrosiana, etc.
Por ejemplo, los celtas bautizaban a sus niños cuando éstos empezaban a
hablar y razonar. Es la prueba de que
el agustinismo que enfatizaba el pecado original transmisible a ellos no les
afectaba. También practicaban una única
inmersión en vez de tres, pero esto no afectaba en absoluto al valor otorgado
al sacramento. La comunión se
practicaba bajo las dos especies, con el pan mojado en el vino, como en
Oriente. La bendición se daba con la
mano derecha, con los dedos índice, corazón y meñique extendidos y el anular
replegado con el pulgar hacia la palma de la mano. Pero se hacía igual en Oriente, especialmente en Egipto. En cuanto a la confesión, que había empezado
por ser pública, se había hecho auricular:
el penitente se confesaba a un solo hombre, el sacerdote, y en
secreto.
Un reproche frecuente de los romanos contra
los celtas se refería a la consagración episcopal, pues ésta se hacía mediante
un solo Obispo en Bretaña e Irlanda, mientras que en el continente eran
necesarios tres. Esto suponía la excusa
perfecta para la impugnación de las consagraciones, tanto más cuanto que a este
desacuerdo se añadía el de que no fueran Obispos romanos quienes las
hicieran.
Estaba también el problema de la tonsura
eclesiástica, que afectaba al carácter sagrado del sacerdote. En el año 818, cuando Ludovico Pío venció a
los bretones, impuso a los monjes de Landévennec que adoptaran la tonsura
romana y renunciaran a la suya. ¿Cómo
era la tonsura celta? Al parecer se
rasuraban la parte anterior de la cabeza, por delante de una línea que iba de
oreja a oreja, dejando una pequeña melena en la parte posterior. Esta forma de tonsura parece un recuerdo del
druidismo.
Otra gran disputa entre el cristianismo
celta y Roma fue la de la fiesta de la Pascua.
Los celtas, mucho antes de Parrig, habían adoptado el ciclo pascual de
84 años, que Columbano confirmó. Pero,
en la misma época, otros cristianos se remitían al ciclo de 532 años de Víctor
de Aquitania. El papado había decidido
imponer el ciclo de 19 años, llamado de Dionisio el Exiguo. La discusión se enconó demasiado, y Roma
ganó.
Como es sabido, la fiesta de Pascua es
móvil. Entre los judíos, la ley mosaica
fijaba la Pascua la tarde del día decimocuarto del primer mes del año
lunar. Como el mes judío era lunar, la
Pascua caía necesariamente en viernes. Pero
la tradición cristiana afirmaba que Jesús resucitó el domingo. Las iglesias de Asia, lideradas por san
Juan, se atenían a la costumbre judía.
En cierto aspecto, los celtas, que también apelaban a la tradición de
san Juan, estaban más próximos a esos joanicos que a Roma, festejando la Pascua
un domingo comprendido entre el día decimocuarto y el vigésimo de la luna. Podía, por tanto, suceder que celebraran la
vigilia pascual la noche del día decimotercero, lo que ni la ley mosaica ni el
Evangelio autorizaban. Era, sobre todo,
esta particularidad la que escandaliza a los otros cristianos.
Con anterioridad la discusión sobre la
fiesta de la Pascua había girado en torno a la cuestión de si debía ser
celebrada necesariamente en domingo. El
Obispo Ireneo de Lyon cuenta cómo, hacia el año 160, Policarpo de Esmirna se
dirigió al Obispo de Roma, Aniceto, para hablar con él sobre la fecha de la
Pascua. Policarpo defendía la tradición
“cuartodecimana” (costumbre judía de la Pascua), apelando a Juan y otros
apóstoles. Aniceto, por el contrario,
apelaba a la costumbre de los “presbíteros anteriores a él”, y con la que se
sentía obligado. Sin embargo, Policarpo
no consiguió convencer a Aniceto, ni éste a aquél. Y a pesar de sus diferencias ambos se mantuvieron en
comunión.
El asunto estalla cuando hacia el 195
llegan a Roma cuartodecimanos que pretenden introducir allí su fecha pascual,
en contra de la costumbre romana.
Después de que toda una serie de Sínodos
regionales celebrados en todo el mundo mediterráneo hubiesen sometido a debate
la discusión, el Papa Víctor excomulgó a las iglesias de Asia Menor, pero la
desmedida dureza de esta acción provocó la enérgica protesta de muchos Obispos,
que plantearon a Víctor la exigencia de “luchar por la paz, la unidad y el
amor” e intentaron actuar como mediadores.
Entre ellos estaba Ireneo de Lyon, que aducía el ejemplo de Aniceto y
Policarpo, de treinta años antes, que mostraba cómo ambos usos tenían cabida en
la Iglesia. Ireneo trae a la memoria de
Víctor la actitud más tolerante de los antiguos presbíteros romanos, quienes, a
pesar de sus desacuerdos, solían enviar la eucaristía a las iglesias que
seguían manteniendo la fecha cuartodecimana.
Este incidente puede parecer desconcertante, sobre todo teniendo en
cuenta que cualquier fragmento del “fermentum” eucarístico tendría que realizar
un largo viaje y se pondría mohoso mucho antes de llegar a su destino. Esto demuestra que Víctor no apela a una
jurisdicción romana sobre la Iglesia universal, sino que la disputa se
circunscribe a la propia ciudad de Roma y que se trataba de un debate interno. Víctor simplemente quería la uniformidad de
las prácticas en las iglesias (domésticas y caseras todavía) dentro de su
propia ciudad, de modo que su excomunión iba sólo destinada a las
congregaciones de origen asiático que en ese momento estaban en Roma, y no más
lejos, a otras iglesias sobre las que carecía de jurisdicción directa. Esto demuestra que no se llegara a una
ruptura total de la comunión eclesial entre Roma y las iglesias de Asia Menor.
Había también particularidades relativas al
ayuno. Los celtas, sobre todo los
monjes, ayunaban completamente no un día a la semana, sino dos, miércoles y
viernes. En cambio, si bien a la
Cuaresma ordinaria añadían otras dos, una durante el Adviento y otra después de
Pentecostés, no parece que respetaran el ayuno sabático. Mientras que la Iglesia romana practicaba
rigurosamente el ayuno todos los sábados salvo los comprendidos entre Pascua y
Pentecostés, y la Iglesia de Oriente defendía no ayunar ninguno excepto el
sábado de Pascua, los celtas disminuían el rigor de sus ayunos el sábado y el
domingo.
Otra cosa propia de los cristianos celtas
era la forma de oración, común o individual, basada en la recitación de los
Salmos. Cada monje debía aprender todos
los Salmos de memoria y, en principio, debía recitarlos a diario. Las oraciones se acompañaban de postraciones
y metanías. Pero parece que son las
oraciones privadas, denominadas “loricae” en latín, las más significativas.
Y es que esas oraciones no tenían nada en
común con las oraciones rituales en uso en el conjunto de la Cristiandad. Son series de letanías compuestas de
invocaciones repetidas según un cierto ritmo, como mantras. El punto de partida es una fórmula establecida
y aprendida de memoria, pero el desarrollo de la oración era improvisado. Conocemos algunas “loricae” y su tono y
sensibilidad son sorprendentes. En
ellas el alma se abandona sin moderación a su propia inspiración y misticismo
arcano, en un lenguaje enfático que debe mucho a la poesía lírica y épica. El método parece muy parecido al de los
bardos, que, a partir de algunos versos memorizados, floreaban sobre el tema y
narraban inmensas epopeyas sobre los héroes de los tiempos antiguos.
También estaba la diferencia de la
participación de las mujeres en la liturgia.
Ya hemos visto a las “conhospitae” y al problema que supusieron para los
Obispos romanos, que reprochaban a los bretones armoricanos que asociaran
mujeres a la ayuda litúrgica. Hay
pruebas de numerosas comunidades fundadas y dirigidas por mujeres, e incluso
algunos monasterios dobles de hombres y mujeres, del tipo de Kildare, del que
Brígida era la respetada abadesa. Es
verdad que nunca las mujeres celtas fueron sacerdotisas, pero tampoco fueron
simples laicas o sirvientes.
El
asunto de la tonsura o de la datación de la Pascua no fueron sino peripecias
menores entre Roma y los cristianos celtas.
El verdadero problema era otro.
El problema era la diferencia, la discrepancia, la disputa. El problema es que había una disputa de
autoridad entre el Papa y los cristianos celtas, que no sentían interés ni
necesidad de obedecerlo. Es verdad que
respetaron siempre al Obispo de Roma, pero un poco a la manera en que los
irlandeses respetaban a su rey: éste
debía estar presente en el combate, pero sobre todo guardarse de molestar a los
combatientes y dar demasiadas órdenes.
Tampoco la Iglesia celta trató nunca de organizarse y constituir un
frente abierto contra Roma, sólo pidió tolerancia para sí. Por cierto, una tolerancia que no obtuvo.