EL ECUMENISMO

(TEOLOGÍA ECUMÉNICA)

P. Manuel M. Lasanta Ruiz

 

            Introducción

            El compromiso ecuménico tiene sus raíces en la conciencia viva del escándalo objetivo que supone la división entre cristianos y sus Iglesias.  La historia de las Iglesias cristianas manifiesta que siempre ha habido un malestar por esta situación anómala.  De este escándalo se ha ido tomando más conciencia desde finales del siglo XIX.  El movimiento ecuménico tiene como principal objetivo el hacer consciente y buscar las vías adecuadas para restablecer la comunión eclesial. 

            Se señalan igualmente los medios para conseguir ese fin:  la oración, la renovación (o conversión) y el diálogo.  Indica además el fin último del ecumenismo, el cual no termina en sí mismo, sino que es una etapa hacia la misión y testimonio en la evangelización del mundo. 

 

1)      La palabra “oikoumene”

Para sintetizar esta tarea se emplea el término “ecuménico/ecumenismo”.  La palabra se deriva del griego y significa el orbe, el mundo habitado, o sea, civilizado.  Antiguamente se refería al mundo helénico, y después al imperio bizantino-romano ya cristianizado en su fe católicamente ortodoxa y vida evangélica.  Durante la era patrística y en la época de la Iglesia no dividida, ecuménico significa lo que se ajusta a la ortodoxia común de Oriente y Occidente, y lo que favorece a dicha ortodoxia.  Tres grandes teólogos serán designados “doctores ecuménicos”:  Basilio el Grande, Gregorio Nacianceno y Juan Crisóstomo.  A partir de ahí, se emplea para designar los concilios que hablan “en nombre de toda la Iglesia”.  Más tarde, la palabra se aplica también a los grandes Credos de la antigua Iglesia, y así son llamados “Credos Ecuménicos” los de los apóstoles, el de Nicea y el de san Atanasio.  Ecuménico significa, pues, la universalidad y catolicidad externa de la Iglesia. 

En el sentido que tiene hoy día como actividad interconfesional para la unión de las Iglesias o el comportamiento correspondiente, la palabra aparece sólo esporádicamente en el siglo XIX.  Únicamente hacia 1920-1930 comenzará a usarse de manera corriente.  Henry Dunant, el fundador de la Cruz Roja y uno de los pioneros del YMCA, escribió ampliamente sobre la necesidad de que esta asociación fuese “ecuménica” en el sentido de “propagar aquel espíritu ecuménico que trasciende la nacionalidad y la lengua, las denominaciones y las cuestiones eclesiásticas, la clase y la profesión”.  En 1917 el arzobispo luterano de Upsala, Nathan Söderblom, invita a una conferencia que es descrita como “ecuménica”.  En 1919 propone la creación de un “Concilio Ecuménico de Iglesias”.  El vocablo es aceptado sin reticencias por parte de los alemanes, suecos y franceses.  Pero los hablantes del inglés prefieren emplear los términos “mundial” o “universal”.  En la tradición inglesa, “ecuménico” se asocia muy fuertemente a los “Concilios Ecuménicos”, lo que dificulta su empleo para designar cualquier otro significado.  Por eso el mundo anglosajón prefiere hablar del Consejo Mundial de Iglesias (CMI).  Hasta el Concilio Vaticano II la Iglesia Católica Romana (ICR) demostró una gran reticencia frente a este vocablo; sin embargo, posteriormente, ha eliminado cualquier duda o vacilación, aclarando en la Unitatis Redintegratio “los principios católicos del ecumenismo”.  Con todo, subsiste un matiz diverso que no hay que olvidar.  En la ICR “ecuménico” se emplea en un sentido más bien restringido para indicar la actividad “específica” en función del restablecimiento de la unidad.  En el ámbito del Consejo Ecuménico de Iglesias (CEI) se abre una perspectiva bastante más amplia; junto al esfuerzo particular se señala también la comunión “provisoria”, pero ya “vivida” en el culto, el servicio y la misión, que ha encontrado ya una expresión transitoria en el propio Consejo Ecuménico de Iglesias (CEI) y en otras iniciativas. 

Desde el principio hay que subrayar tanto la importancia eclesial como la urgencia que tiene la reconciliación en función del restablecimiento de la comunión entre las Iglesias.  No se trata sólo de una mayor tolerancia, o incluso de benevolencia y amistad entre cristianos (que también son presupuestos irrenunciables), sino de una “reconciliación corporativa” entre las Iglesias con todo su peso histórico.  Se trata de un movimiento encaminado hacia la reconciliación entre las diversas Iglesias cristianas, con el fin de que puedan dar un testimonio más creíble de reconciliación en el mundo. 

El restablecimiento de la comunión eclesial, rota históricamente, constituye para todas las Iglesias un proceso casi nuevo, inédito y complejo, las cuales a duras penas encontrarán en el pasado ejemplos y antecedentes válidos para sus tomas de decisiones.  Lo que se debe hacer queda, en gran parte, a merced del propio discernimiento.  Las Iglesias deben actuar con la confianza de que lo que decidan con responsabilidad es también voluntad de Dios.  No existe otro camino para hallar la solución.  Pero tal empresa no está exenta de riesgos, pues un proyecto detallado no existe todavía.  Tampoco es posible trazar la perspectiva y la dirección, analizando las experiencias pasadas y el camino ya recorrido, igual que Abraham que “partió sin saber a donde iba” (Heb 11,8).  El evangelio de Juan enseña, sin embargo, que no debemos asustarnos y volvernos pusilánimes, pues “el Espíritu de la verdad os irá guiando en la verdad toda” (Jn 16,13) y, por tanto, nos conducirá a la reconciliación y a la comunión que es la verdad vivida.  Por eso, la actividad ecuménica requiere un discernimiento atento y constante de las mociones del Espíritu, que llama también hoy. 

 

2)      El giro ecuménico

El deseo de reconciliación cristiana no nace de un vago idealismo sentimental, ni de puros deseos pragmáticos que buscan mayor eficacia a la hora de presentar la buena noticia de Jesús al mundo.  El deseo de reconciliación cristiana hunde sus raíces en la misma reconciliación entre Dios y el mundo que, a iniciativa divina, llevó a cabo Jesús de Nazaret, el Cristo de Dios, a través de su vida, pasión, muerte y resurrección.  Aquella obra de reconciliación efectuada en la “plenitud de los tiempos” se ofrece en la historia por medio de la comunidad de los discípulos del Señor, que en la revelación bíblica toma diferentes nombres:  pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, familia de Dios...  Conocida más comúnmente como “ekklesía”, esta comunidad hace presente en el tiempo la reconciliación divina, y ayuda y acompaña a cada persona a que se abra a la experiencia de ser y sentirse “hija de Dios”.  Su acompañamiento no lo hace desde perspectivas individualistas, invitando a cada uno a vivir en un mundo aparte.  Por el contrario, la Iglesia invita a los hombres y mujeres a descubrir en el mundo el “espacio de salvación”, el “lugar único”, en el que “el Logos (Verbo, Proyecto) se hizo hombre y acampó entre nosotros” (Jn 1,14).  Pero esta Iglesia, a pesar de ser elegida y predestinada, es también pecadora.  A pesar de ser “gloriosa” es también humana, es decir, llena de anomalías y ambigüedades, incoherencias y pequeñeces.  Se presenta como defensora de los pequeños, pero ha estado muchas veces al lado de los poderosos.  Se reconoce fundada en un solo Dios, pero se ha apoyado muchas veces en reyes y emperadores.  Se presenta como pacificadora, pero ha bendecido a menudo las armas de la guerra.  Se confiesa “una”, pero vemos muchas y diversas, compitiendo en el triste espectáculo de la posesión de la bola de la verdad. 

Jesús pidió al Padre la unión de los suyos en su oración sacerdotal (Jn 17,21), de ahí que el ecumenismo experimente de manera muy viva la oración del Señor:  “que todos sean uno para que el mundo crea”.  El ecumenismo es un acto de obediencia; pero es a la vez una aventura iniciada por el Espíritu en el interior de las Iglesias para que puedan presentarse a la sociedad de hoy con toda la expresividad de aquella “Iglesia indivisa” del tiempo de los Padres eclesiásticos. 

Las investigaciones sitúan los orígenes del movimiento ecuménico a principios del siglo XIX, concretamente en 1805, con la propuesta del misionero bautista William Carey de crear una “asociación general de todas las denominaciones cristianas existentes en las cuatro partes del mundo”.  La propuesta nacía de la base, de los ambientes misioneros protestantes, comprometidos sobre todo en África y en Asia, donde era más visible el efecto paralizante de las divisiones.  Los diversos intentos de coordinar las actividades misioneras de las Iglesias, así como las sociedades misioneras que se iban creando y los encuentros periódicos que se realizaron a partir de 1854, hicieron crecer una conciencia ecuménica que condujo a la Asamblea de Edimburgo de 1910, bajo la presidencia de un laico metodista, John R. Mott, que marca el comienzo oficial del movimiento ecuménico.  En Edimburgo, las jóvenes Iglesias que habían recibido la misión se dirigieron en estos términos a las Iglesias que habían enviado la misión:  “Vosotras nos habéis enviado los misioneros que nos han hecho conocer a Jesucristo, y os lo agradecemos.  Pero nos habéis traído también vuestras diferencias y divisiones...  Nosotras os pedimos que prediquéis el Evangelio y que dejéis que sea Cristo el Señor quien suscite en nuestros pueblos, bajo la solicitación de su Espíritu Santo, la Iglesia conforme a su exigencia, que será la Iglesia de Cristo...  libre al fin de todos los ismos con que habéis clasificado la predicación del evangelio entre nosotros” (Pattaro, Curso de Teología del Ecumenismo.  Queriniana, Brescia 1985). 

Aquellas palabras fueron como un latigazo en el rostro de los buenos misioneros, que, aturdidos, comenzaron a preguntarse:  “¿Qué podemos hacer para acabar con esta triste situación?”.  La intervención del innominado misionero de Oriente fue como una bomba que, al explotar, produjo un embudo profundo, del que brotó el río que ha llegado hasta nosotros con el nombre de “ecumenismo”.  En aquel momento suele situarse el nacimiento del movimiento ecuménico. 

            Una decisión de esta asamblea fue establecer un comité de seguimiento que garantizara la ejecución de las conclusiones de la conferencia.  En la conferencia de Lake Mohonk (N. Y.) (1921), se funda el Consejo Internacional Misionero, “para promover la solidaridad de los cristianos a escala mundial, así como la unidad de objetivos y actividades en el trabajo de evangelización” (Historia del movimiento ecuménico.  C. Boyer y D. Bellucci).  Esta finalidad se realizó, entre otras cosas, mediante una serie de conferencias internacionales.  A ello contribuiría desde 1912 la publicación de la “International Rewiew of Mission”.  Aunque el consejo misionero no se integra en el CEI sino hasta 1961, contribuyó, de manera decisiva, a su fundación.  Un gran mérito suyo fue, sin duda, el haber inculcado en el movimiento ecuménico, desde sus inicios, el estrecho nexo que existe entre unidad y misión. 

La Conferencia de Edimburgo decidió la constitución de una comisión permanente de coordinación de la actividad ecuménica para promover las propuestas y proyectos surgidos en la asamblea.  En particular dos proyectos irán concretándose y desarrollándose:  a) la comisión “Vida y Acción”, promovida sobre todo por el obispo luterano de Uppsala, Nathan Söderblom, para afrontar de manera coordinada los problemas referentes a la responsabilidad de las Iglesias en relación a la sociedad; y b) la comisión “Fe y Constitución”, promovida sobre todo por el obispo anglicano Charles Brent, descontento por la neutralidad teológica de la conferencia, para abordar el contencioso teológico que divide a las confesiones cristianas.  Ambos organismos respondían a sendas lógicas diversas:  “Vida y Acción” estaba abierta a los problemas de la sociedad y se proponía favorecer la unidad de las Iglesias a través del servicio práctico que hay que prestar a la sociedad.  “Fe y Constitución”, en cambio, desarrollaba una acción de clarificación intereclesial y se proponía promover la unidad en el plano de la doctrina.  Además, también era distinta la teología que subyacía a ambos proyectos:  “Vida y Acción” se inspiraba en la teología liberal y en el “Social Gospel” americano, que relativizaban los problemas dogmáticos; “Fe y Constitución”, en cambio, se inspiraba en la teología dialéctica, que ponía el acento en la revelación y en sus contenidos doctrinales.  Pero el intenso trabajo desarrollado por ambas comisiones condujo, de la inicial diferencia (e incluso divergencia), a una convergencia práctica y doctrinal, en el convencimiento de que la unidad entre las Iglesias hace más eficaz la diaconía de la Iglesia en el mundo, sobre todo en una época en que los nacionalismos dilaceraban a Europa; y condujo también a una confluencia organizativa en un único organismo:  el Consejo Ecuménico de Iglesias (CEI), cuya constitución se decidió en la reunión ecuménica de Utrecht en 1938.  Para comprender el movimiento ecuménico bajo la forma del CEI, es esencial constatar que se ha construido sobre tres pilares:  la misión, la fe y el servicio.  El CEI debería haber celebrado su primera asamblea general en agosto de 1941, pero tuvo que ser diferida a causa de la guerra, y se celebró en Amsterdam entre el 22 de agosto y el 4 de setiembre de 1948.  La tentativa sobrevivió a la crisis generada por la Segunda Guerra Mundial.  El mérito pertenece totalmente al pastor reformado Willem Adolf Visser´t Hooft, pionero del movimiento ecuménico, quien, después de diversas responsabilidades en el movimiento estudiantil internacional, fue elegido primer secretario general del CEI-en-formación, y luego del propio CEI, siendo finalmente su presidente honorario.  Las dos comisiones, “Fe y Constitución” y “Vida y Acción” (que más tarde se convertirá en “Iglesia y sociedad”), confluyeron como dos departamentos en el CEI, coordinados por un comité central que promueve cada seis o siete años una asamblea general, la cual sigue siendo la instancia en que se verifica la voluntad de las iglesias miembros, tanto en el campo doctrinal como en el práctico.  Con la reestructuración de 1971, el CEI se articula en tres unidades, coordinadas por el comité central:  “Fe y Testimonio” (a la que pertenece la histórica sección “Fe y Constitución”), que se ocupa de los problemas doctrinales referentes a la unidad visible de la Iglesia; “Justicia y Servicio”, que articula mejor todo el abanico de cuestiones prácticas; y “Educación y Renovación”, que promueve la educación cristiana y la formación ecuménica (y que incluye también la sección “Mujeres en la Iglesia y en la sociedad”). 

El CEI no es una superiglesia, sino un espacio eclesial que crea las condiciones “para que las Iglesias estén en contacto vivo entre sí”.  El CEI se define a sí mismo como “una comunidad de Iglesias que confiesan al Señor Jesucristo como Dios y Salvador según el testimonio de las Escrituras, y procuran responder juntas a su vocación común para la gloria del Dios único:  Padre, Hijo y Espíritu Santo”.  Hay que subrayar que el CEI es una “fellowship”, es decir, una comunidad fraterna, o sea una koinonía de Iglesias.  Por tanto, un grupo eclesial que solicita afiliarse al CEI debe demostrar que es una Iglesia independiente y estable en su existencia y organización, aceptar la solidaridad entre las Iglesias, mantener relaciones ecuménicas constructivas y contar al menos con 25.000 miembros.  El CEI no tiene poder legislativo sobre sus Iglesias miembros, pero cada una de ellas se ha comprometido a buscar, junto con las demás Iglesias, las formas de expresar la unidad visible.  No es de su competencia entrometerse en los asuntos internos de las Iglesias miembros, ni imponer una determinada doctrina eclesiástica; de ahí su “neutralidad eclesiológica”, pero siempre afirmando que hay elementos de la verdadera Iglesia en las otras Iglesias miembros.  De esta intensa experiencia de fraternidad y reflexión conjunta sobre la fe, ha nacido una comunión intensa, aunque hoy se pide avanzar más sobre estas declaraciones eclesiásticas.  Sin embargo, las Iglesias Ortodoxas piden que este planteamiento de neutralidad eclesiástica siga vigente como condición esencial para mantenerse dentro del CEI. 

El CEI no es, por consiguiente, una mero instrumento para lograr una meta más o menos lejana.  Aunque de manera provisoria, desea manifestar la unidad y solidaridad que ya existe entre las Iglesias:  “El CEI no constituye un fin en sí mismo, sino que representa una comunidad del pueblo de Dios peregrino, en camino hacia la realización de la Iglesia universal de Jesucristo, de la cual es, al mismo tiempo, expresión limitada y promesa de realización” (Ph. Potter.  A World Council response).  En el discurso de apertura de la asamblea de Amsterdam, el doctor Visser´t Hooft dijo:  “Reconocemos la necesidad de estar unidos, pero vemos que no somos capaces de realizar entre nosotros la comunión completa que nos debiera hacer vivir como miembros de un solo y mismo cuerpo visible.  El Consejo tiene como finalidad ayudar a las Iglesias a descubrir y ver cuánto tienen que recibir las unas de las otras y a prepararse a utilizar sus respectivos dones para el servicio del mundo.  El CEI no es más que una fase transitoria en el camino que va de la desunión a la unidad”. 

En 1961 se celebra en Nueva Delhi una asamblea general que marca una de las principales etapas del CEI, pues allí alcanzó su madurez.  Esta asamblea es, probablemente, la más importante en la historia del CEI.  Por el hecho de reunirse en la India abordó los problemas teológicos de la comprensión de las religiones no cristianas.  Al admitir a diversas Iglesias autónomas de África, Asia y América del Sur como miembros, abría sus puertas al Tercer Mundo.  Ponía de manifiesto, así, el hecho de que las Iglesias llamadas “misioneras” se habían vuelto autónomas e independientes.  Además, las Iglesias Ortodoxas del área comunista se hicieron miembros del CEI.  Crecía, por tanto, el pluralismo cultural en un movimiento dominado hasta entonces, ampliamente, por las Iglesias occidentales y protestantes.  La apertura ecuménica que se estaba dando en la ICR con Juan XXIII hizo que, por vez primera, observadores católico-romanos participaran en una asamblea del Consejo.  La integración del Consejo Misionero Internacional en el CEI como “Comisión de la misión y evangelización” pone de relieve la preocupación misionera del movimiento ecuménico.  Manifiesta también la convicción de que todas las Iglesias son iguales y que la época del colonialismo misionero ya pasó.  Hay que mencionar, además, la transformación del estatuto dentro de una perspectiva más bíblica y trinitaria, así como la incorporación de una descripción de la unidad futura de la Iglesia.  Estos cambios tendrían consecuencias significativas en los años siguientes, e influirían profundamente en el equilibrio ecuménico. 

Entre asamblea y asamblea (que se reúne cada siete años), el CEI desempeña su trabajo a través de un comité central elegido durante la asamblea general, y un comité ejecutivo más reducido.  En su reunión de setiembre de 1991, el comité central tomó la decisión de estructurar el secretariado en cuatro unidades programáticas autónomas:  a) Unidad y renovación, que se ocupa de las funciones fundamentales de la teología, de las diversas formas de diálogo y la formación ecuménica y teológica, así como también de la renovación de las Iglesias por medio del culto y la espiritualidad ecuménica; b) Misión, educación y testimonio, que atiende el trabajo educativo y la evangelización; c) Justicia, paz y creación, que trata de los distintos aspectos teológicos éticos y prácticos de la problemática recogidos en su título, así como del compromiso político en función de la justicia, la paz y los derechos humanos; d) Participación y servicio, orientada a las cuestiones teóricas y prácticas del servicio diaconal a las necesidades humanas.  Después de la reunión del comité central en Ginebra (setiembre de 1991), el CEI contaba con 320 Iglesias miembros que representan unos 400 millones de fieles.  La afiliación al CEI proviene de Iglesias locales o federaciones de Iglesias nacionales y autónomas, pero, a menudo, sabedoras, claramente, de que pertenecen a una de las grandes familias cristianas.  Al CEI pertenecen las Iglesias de la Comunión Anglicana, la mayoría de las Iglesias ortodoxas (el patriarcado de Constantinopla y la Iglesia de Grecia son miembros fundadores, la Iglesia Ortodoxa Rusa, de Rumanía, Bulgaria y Polonia se incorporaron en 1961), y muchas de las Iglesias protestantes de tradición luterana y calvinista.  Muchas de las Iglesias “libres” (free Churches o evangelicales de corte fundamentalista) como las bautistas y pentecostales no pertenecen al CEI, pues creen ver en él un peligro para la autonomía eclesial (congregacionalismo) y consideran sus fines demasiado “liberales” y “políticos” (apoyo a la teología de la Liberación).  Estas Iglesias son de corte integrista y se agrupan en el Consejo Internacional de las Iglesias Cristianas (1948), o en la Federación Evangélica Mundial (1963), organismos claramente antiecuménicos. 

 

3)      Unidad y reconciliación

La desunión de las Iglesias es, por tanto, una realidad amarga y escandalosa.  Contradice la propia esencia del Evangelio.  La unidad de la Iglesia y la urgencia del perdón y la reconciliación están, en cierto modo, impresas en el fundamento mismo del mensaje de Cristo. 

En palabras del Consejo Ecuménico de Iglesias:  “Las Iglesias miembros del CEI se basan en el Nuevo Testamento para afirmar que la Iglesia de Cristo es una.  El movimiento ecuménico debe su existencia al hecho de que este artículo de fe se impone a los creyentes, hombres y mujeres, de manera consciente, con una fuerza irresistible, en un gran número de Iglesias”.  (Consejo Ecuménico de Iglesias.  Memorial de Toronto 1960).  Las Iglesias cristianas profesan, con las mismas palabras del símbolo ecuménico de Constantinopla, que la Iglesia es “una, santa, católica y apostólica”.  Esta confesión de fe aparece en todos los catecismos de las distintas confesiones.  En un comentario reciente sobre la fe apostólica en la actualidad, publicado por el CEI, se describe la unidad de la Iglesia del siguiente modo:  “Dentro de la diversidad de Iglesias locales sólo existe una Iglesia.  Todos los bautizados están incorporados en un único cuerpo, y son llamados a dar testimonio de su solo y único Salvador.  La unidad de todos los cristianos debe expresarse visiblemente en la unidad de la fe fundamental y en la vida sacramental.  El único bautismo, la única Sagrada Escritura, las confesiones de fe de la Iglesia antigua y la oración común, manifiestan esta unidad visible que sólo puede llegar a su plenitud en la única celebración conjunta de la eucaristía.  Esta unidad no significa uniformidad, sino un vínculo orgánico entre todas las Iglesias locales dentro de su legítima diversidad, de tal manera que todos los bautizados, profesando la misma fe, son capaces de compartir los mismos sacramentos, particularmente la eucaristía, signo de unidad en el cuerpo de Cristo (conciliaridad-diversidad-reconciliación)”.  (Un Dios, un Señor, un Espíritu.  Fe y Constitución). 

En los años 1988-1990, el “Grupo mixto de trabajo de la ICR y del CEI” publicó un estudio sobre la Iglesia local y universal, manifestando también esa fe de que “sólo existe una única Iglesia de Dios, ya sea que se exprese local o universalmente.  En su esencia, sin embargo, la Iglesia es una en la historia y en el espacio; unidad que es más profunda que sus concreciones históricas y locales.  También su plasmación más universal posible es, necesariamente, temporal y provisional.  La unidad de la Iglesia es un don y participación en la comunión trinitaria, visible sacramentalmente, y vivida en la humildad, fragilidad e insuficiencia de la historia humana, lugar, al mismo tiempo, de gracia y pecado, de elección y paciencia divina.  La desunión y la infidelidad no son capaces de destruir la unidad concedida a la Iglesia.  ¡Gracias a Dios que los muros de la división no llegan hasta el cielo! 

El movimiento ecuménico no se reduce sólo al restablecimiento de la comunión formal y visible entre las Iglesias cristianas.  Se trata, esencialmente, de una respuesta positiva al Evangelio, con todo el corazón, coraje, inteligencia y voluntad.  Y ha de asumir los riesgos que ello comporta.  No hay otro camino, por muy largo, monótono y arduo que sea.  Las dificultades y los riesgos, sin embargo, no pueden convertirse en excusas para la inactividad y el aplazamiento. 

 

4)      Modelos de unidad en el CEI

Como el problema ecuménico es casi un problema eclesiológico (cómo se entiende la Iglesia), se van notando diversas alternativas, según la Iglesia que las proponga.  En particular se nota una tendencia a la unión de Iglesias protestantes a nivel nacional.  La realización de la unidad entre Iglesias episcopales y presbiterianas sigue siendo un nudo difícil de desatar (aunque tal vez la solución esté en una salida “sinodal-episcopal”).  A partir de la reflexión sobre esta experiencia se han elaborado propuestas y modelos para una futura unidad.  Dichos modelos de unión pueden resultar un tanto limitados y poco comprometidos.  De hecho ya es importante constatar que las condenas mutuas y los anatemas del pasado ya no afectan a la doctrina actual de las Iglesias y que, en consecuencia, se restablece la unidad de púlpito y altar, y las ordenaciones son reconocidas por unos y otros.  Con todo, esta declaración no tiene ninguna consecuencia inmediata en lo que se refiere a la estructura de las Iglesias adheridas a la “concordia”.  En cambio, en otros conceptos como el de “unidad orgánica”, se pone de relieve la integración estructural.  Una buena guía para esta investigación es el trabajo llevado a cabo por el CEI, y, específicamente, el de la “Comisión de Fe y Constitución”, la cual, desde las primeras conferencias mundiales se preocupó de reflexionar sobre la forma y las condiciones de la unidad.  Los resultados de este trabajo han dejado una huella en el conjunto del movimiento ecuménico. 

a)      Unión orgánica.-

Este modelo es el más antiguo de todos los presentados, y sigue siendo el más profundo y fecundo para la unidad de las Iglesias.  Se formuló por primera vez en la conferencia mundial de Fe y Constitución (Edimburgo 1937), que propuso tres concepciones de la unidad de la Iglesia.  En primer lugar, la unidad de colaboración, es decir, “una federación o alianza de Iglesias en función de una actividad acordada, una colaboración”.  Tal federación puede ser “un primer paso que impulse hacia formas más plenas de unidad”, pero no capaces de “manifestar ante el mundo el verdadero carácter de la Iglesia, que consiste en ser una comunidad de fe y culto no menos que de servicio”.  En segundo lugar, está la “intercomunión” que es la “expresión más completa del mutuo reconocimiento entre dos o más Iglesias”, y que “se manifiesta por igual en el intercambio de miembros y ministerios”.  “Esta intercomunión sacramental forma parte, necesariamente, de toda unidad de la Iglesia que sea satisfactoria”.  La tercera forma, o sea la “unión corporativa o unidad orgánica”, se presenta como “el objetivo final de nuestro movimiento”.  Esta unidad no significa uniformidad, o sea “unidad rígida administrativa”, aunque no pueda imaginarse “sin un cierto grado de unión organizativa” en un mismo territorio.  Tal unidad no puede, sin embargo, construirse artificialmente:  “La unidad visible del Cuerpo de Cristo sólo puede provenir del Dios vivo, por obra del Espíritu vivificante”.  En esta perspectiva las Iglesias unidas renuncian a la propia identidad confesional para formar, en el momento de la unión, una nueva comunidad con nombre propio y una identidad específica:  “Significa sacrificio y renuncia...  a la propia identidad confesional en la fusión en un único cuerpo, una especie de muerte de las confesiones preexistentes, que se considera, sin embargo, un camino hacia una nueva vida”. 

b)      En todo lugar.-

En los comienzos, el CEI se mantuvo muy prudente en la formulación de propuestas.  Tenía clara conciencia de que podía sobrevivir únicamente gracias a lo que llamaba “neutralidad eclesiológica”.  Sin embargo, en la tercera asamblea general en Nueva Delhi (1961), fue aprobada una declaración importante acerca de la unidad de la Iglesia.  Esta descripción se ha convertido en una guía para la reflexión posterior: 

            “Creemos que la unidad, que es al mismo tiempo voluntad de Dios y un don suyo a la Iglesia, se hace visible cuando:

-         todos aquellos que, en todo lugar, son bautizados en Jesucristo y lo confiesan como Señor y Salvador, son conducidos por el Espíritu Santo a formar una comunidad totalmente comprometida, que asume la única fe apostólica, predica el único Evangelio, parte el único pan, se une en una plegaria común, y lleva una vida comunitaria que irradia a través del testimonio y el servicio hacia todos,

-         al mismo tiempo que se mantienen unidos de tal manera con la entera comunidad cristiana, en todo lugar y en toda edad, que el ministerio y los miembros son aceptados por todos, y todos pueden actuar y expresarse juntos según las circunstancias lo requieran, a fin de que se lleven a cabo determinadas tareas para las que Dios llama a su pueblo”. 

El texto menciona todos los puntos esenciales:  la confesión de fe, los sacramentos, el reconocimiento del ministerio, una comunidad comprometida y unida en el culto, en el testimonio y en el servicio.  Se pone un énfasis particular en el carácter “local” de la unión:  debe ser visible en todo “lugar”, es decir, no sólo en la comunidad eclesial, sino también en la escuela, el lugar de trabajo y, más ampliamente, en el Estado, la provincia y la nación, a pesar de las diferencias de raza y de clase.  La unidad tiene que ser visible en todos aquellos lugares donde los cristianos conviven. 

En cambio, la asamblea de Upsala (1968) subrayaba particularmente el aspecto de catolicidad y universalidad de la comunión:  “La intención de Cristo es conducir a los hombres de todo tiempo, raza, lugar y condición a la unidad orgánica y viva en Cristo mediante el Espíritu Santo, bajo la paternidad universal de Dios.  Esta unidad no es puramente externa; es una dimensión más profundamente e interior, y se manifiesta en la catolcidad” (Texto de la asamblea de Upsala.  G. Bruni, Brescia). 

c)      Comunidad conciliar.-

En el mismo informe de la asamblea de Upsala se encuentra el deseo de llegar, antes o después, a la convocatoria de un “concilio auténticamente universal”, que pudiera “al fin hablar en nombre de todos los cristianos y abrir el camino al futuro”.  La sugerencia llevó a un estudio del significado de los concilios y de la conciliaridad en el caso del movimiento ecuménico y, posteriormente, a la reformulación del modelo de unidad.  La asamblea de Nairobi (1975) describía a la Iglesia como una “comunidad conciliar” (conciliar fellowship): 

            “La Iglesia una debe considerarse como una comunidad conciliar de Iglesias locales, ellas mismas auténticamente unidas.  En esta comunidad conciliar cada Iglesia local posee, en comunión con las demás, la plenitud de la catolicidad y testimonia la misma fe apostólica; reconoce, por tanto, que las otras Iglesias forman parte de la misma Iglesia de Cristo y que son guiadas por el mismo Espíritu.  Como ha señalado la asamblea de Nueva Delhi, ellas se mantienen unidas entre sí por el mismo bautismo y la misma eucaristía; aceptan recíprocamente a sus propios miembros y ministros.  Los une el compromiso común de profesar el Evangelio de Cristo, garantizando su proclamación y el servicio al mundo.  Con este fin, las distintas Iglesias tratan de mantener relaciones permanentes y de intercambio con las demás Iglesias, a través de reuniones conciliares convocadas según las exigencias que conlleva la realización de la vocación común” (La exigencia de la unidad en el Reino.  Documento 21).

La Iglesia es una “comunidad conciliar”, cuando es capaz de llevar a cabo verdaderos concilios ecuménicos.  Esto presupone cuatro condiciones hasta ahora sin cumplir:  1) La prontitud en reconocerse recíprocamente como Iglesias de Jesucristo.  2) Declaración de aceptación de la misma fe apostólica como fundamento de toda negociación y decisión.  3) Una comprensión del bautismo, la eucaristía y el ministerio que sea satisfactoria y permita el reconocimiento mutuo.  4) Un acuerdo explícito respecto a la naturaleza de tal asamblea representativa con poder de decisión.  Un concilio ecuménico de unificación sigue siendo todavía una meta en el horizonte; de todas formas, el modelo no señala sólo la finalidad.  Dice también algo sobre el camino que hay que recorrer.  Entre tanto el movimiento ecuménico puede considerarse como un momento “preconciliar”, que por su propia dinámica interna conduce hacia una nueva etapa. 

D)    Unidad en la diversidad reconciliada.-

Autores como el teólogo evangélico luterano Oscar Cullmann mantienen que la descripción de la “comunidad conciliar” no tiene suficientemente en cuenta la diversidad existente entre las distintas confesiones.  Surge así el temor y la sospecha de que este modelo trate de aplastar lo peculiar de las diferentes tradiciones para abolirlas al final.  En la tensión entre unidad y diversidad, inherente al movimiento ecuménico, debería haber también un espacio para la identidad confesional.  Cullmann parte de la doctrina paulina de los carismas expresada en 1 Co 12,4-31, aplicada a las iglesias, basándose en la idea de que “toda confesión cristiana posee un don inextinguible del Espíritu, un carisma que tiene el deber de conservar, purificar y profundizar; un don, pues, que no debe vaciar de su sustancia en aras del simple deseo de uniformidad” (La unidad a través de la diversidad.  Oscar Cullmann).  “La una sancta no es la uniformitas sancta” (ibid., 13).  No es unidad como fusión de Iglesias, sino unidad como federación, como alianza, como comunión de Iglesias:  “No se debe decir:  ´unidad a pesar de la diversidad´, sino ´unidad en y a través de la diversidad´” (ibid., 18).  Se trata de aceptar el dato histórico de la separación, pero pasando de una separación hostil a una separación pacífica, haciendo fecundas las diversidades, integrando los diversos carismas, corrigiendo sus desviaciones y endurecimientos, en una comunión de Iglesias autónomas, pacíficamente separadas, que afirman una común profesión de fe.  Esta es la oferta ecuménica de las Iglesias evangélico-luteranas y reformadas-calvinistas, que también aceptan la necesidad para la coexistencia de un mismo reconocimiento del bautismo, el restablecimiento de la unidad en la eucaristía, la aceptación mutua de los ministerios eclesiales y una unidad vinculante en el testimonio y el servicio. 

E)     Koinonía (comunión).-

La asamblea general del CEI describe la unidad de la Iglesia a la que somos llamados, como una “koinonía” dada y manifiesta.  “Koinonía” es una palabra griega muy presente en el Nuevo Testamento cuando habla de la Iglesia, que significa “comunión”.  La riqueza, pues, del término reside en su resonancia bíblica y teológica.  Expresa, de hecho, todas las dimensiones de la comunión, lo mismo la que se tiene con Dios Padre y con Cristo o en él, como la eclesial en el Espíritu Santo.  A pesar de las diferencias de matiz, el concepto de “comunión” ocupa ahora un puesto destacado en el conjunto del movimiento ecuménico contemporáneo, tanto en la reflexión interior del CEI, como en los diálogos bilaterales, tal como aparece en la última sección del documento de Estrasburgo.  Católico-romanos y ortodoxos han dialogado mucho al respecto, especialmente sobre la eucaristía celebrada en torno al obispo en la Iglesia local.  En los diálogos con la Comunión Anglicana (que es precisamente una “comunión” de Iglesias episcopales que mantienen unas ciertas normas comunes), sobre todo en la respuesta al documento BEM (bautismo, eucaristía, ministerio), se lee al respecto:  “Koinonía viene a ser como la meta y el camino.  Su riqueza y profundidad se despliega caminando.  Al explicarla, sin embargo, aparece sólo una imagen imperfecta de lo que significa unidad y diversidad para una Iglesia unificada.  Hay un doble acento:  en primer lugar, la necesidad de una unidad católica con un núcleo de estructuras y personas que trascienden el plano local, después, la necesidad de una diversidad local propia, que nunca debe ser sofocada”  (Towards a Church of England Response to BEM...  and ARCIC.  Londres 1985, p. 98).  “En medio de todas las diferencias que la catolicidad, tal como se entiende desde Dios, implica, la unidad y la coherencia de la Iglesia se han mantenido gracias a la común confesión de la única fe apostólica, al hecho de compartir la vida sacramental, un común ministerio de supervisión y una forma conjunta de llegar a tomar decisiones e impartir una enseñanza autorizada” (ARCIC II; La Iglesia como Comunión en

el Reino). 

 

5)      Relaciones ecuménicas entre la ICR y el CEI

La incorporación oficial de la ICR (Iglesia Católica Romana) al movimiento ecuménico es tardía, pues ha ido madurando lentamente por pretender ser la “única” Iglesia de Cristo (de la que se han alejado los otros cristianos).  Poco a poco, y por obra de teólogos y ecumenistas, fue tomando conciencia de la necesidad de apoyar dicho movimiento.  A esta lenta maduración han contribuido con su obra ecuménica algunas personalidades católicas de relieve, como el padre Fernad Portal (1855-1926), promotor del diálogo con los anglicanos que desembocó en las Conversaciones de Malinas (1921-1925); o Paul Couturier, que en 1935 transformó la intención de la Semana de Oración por la unidad (18-25 de enero) (ideada en 1908 por el pastor anglicano americano Paul Wattson, y recibido en la Iglesia Romana en 1910) que promovía una “vuelta al redil romano” por una intención verdaderamente ecuménica capaz de recoger la oración de todos los cristianos; o don Lambert Beauduin, fundador del monasterio de la Unión de Chevetogne, que promovió un intenso trabajo en el plano de la doctrina y la espiritualidad ecuménicas; o, sobre todo, Yves Congar, que con la obra “Cristianos desunidos” (1937) abrió la teología católica a la problemática ecuménica. 

Pero el giro decisivo en la ICR se produjo con Concilio Vaticano II, anunciado por Juan XXIII el 25 de enero de 1959, al término de la Semana de oración universal por la unidad de los cristianos.  En sus 16 documentos, el Concilio ha realizado un giro doctrinal y pastoral de una Iglesia escolástica y jurídico-canónica jerárquicamente estructurada (el modelo de “Cristiandad”), a una Iglesia más bíblica y humana, que se comprende como “pueblo de Dios” peregrino y como “comunión”, que se atreve a descender al mundo y se declara solidaria con “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias” de la humanidad, como se afirma al comienzo de la constitución conciliar “Gaudium et Spes”. 

El papa Juan XXIII crea, el 5 de junio de 1960, el Secretariado Romano para la Unidad de los Cristianos, como organismo preparatorio al Concilio.  Su estructura definitiva le vendrá dada por la constitución apostólica de Pablo VI, Regimini Ecclesiae Universae, el 15 de agosto de 1967.  Las competencias del Secretariado, según el documento citado, son varias:  mantener informado al papa de los asuntos de su competencia; fomentar la relación con los hermanos de otras comunidades; ofrecer una exacta interpretación y aplicación de los principios católicos del ecumenismo; fomentar y coordinar grupos de teólogos católicos, nacionales e internacionales, que promuevan desde su área la unidad cristiana; designar observadores católicos para las reuniones de esas Iglesias e invitar a sus observadores a las reuniones católico-romanas; ejecutar los textos conciliares en lo referente al ecumenismo...  Su primer presidente fue el jesuita Agustín Bea, que hizo una labor maravillosa en pro del ecumenismo.  A partir de la constitución apostólica “Pastor Bonus”, de Juan Pablo II, sobre la reforma de la curia romana (1989), el Secretariado ha cambiado su nombre por el de Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad.  Cambio que parece ser algo más que una simple transmutación de terminología. 

La labor desarrollada por el Consejo Pontificio ha sido inmensa.  Solamente el trabajo llevado a cabo para la elaboración del decreto conciliar “Unitatis redintegratio” bastaría para dar un juicio altamente positivo.  Después del Concilio Vaticano II, ha fomentado encuentros oficiales con otras Iglesias y familias de Iglesias en orden a constituir comisiones mixtas de diálogo.  Ha creado con el CEI una comisión mixta de trabajo y asegura, desde hace años, la preparación conjunta de materiales para la celebración de la Semana de Oración por la Unidad.  Con la Alianza Bíblica Mundial ha ofrecido normas para la traducción ecuménica de los textos bíblicos. 

Pero el avance más importante del Concilio Vaticano II (en el sentido ecuménico) fue la relativización de su concepto de “Iglesia”.  En los documentos conciliares, en efecto, la Iglesia no es vista como una magnitud que subsista por sí, sino que es referida tanto a Cristo, de quien recibe el ser y la estructura, como al mundo, al que es enviada como signo e instrumento de salvación.  Se trata de una relativización que ha puesto más expresamente a la Iglesia en relación tanto con sus orígenes como con su misión en el mundo.  De aquí se derivan importantes consecuencias:  centralidad de la palabra de Dios; movilización de todos los componentes de la comunidad eclesial, tanto a nivel de dirección (colegialidad episcopal), como en el nivel de los laicos, que son llamados a asumir sus responsabilidades; un sentido más agudo de la misión en términos de servicio; una relación no ya de antagonismo, sino de solidaridad con el mundo en el que tiene que actuar; una relación de diálogo y de búsqueda activa de la unidad con las otras comunidades cristianas; una relación de diálogo y de colaboración también con las grandes tradiciones religiosas de la humanidad.  Es en este contexto de eclesiología de comunión donde se sitúa el decreto “Unitatis redintegratio” sobre el ecumenismo (1964), que constituye la agregación definitiva de la ICR a la causa ecuménica. 

El giro ecuménico del Concilio fue posibilitado por la eclesiología de comunión expresada en la constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium”, donde se afirma que la Iglesia de Cristo y de los Apóstoles “subsiste en la Iglesia Católica” (LG 8).  Hasta ahora, Roma identificaba la Iglesia de Cristo con la Iglesia Romana, como sucedía en la teología postridentina, donde los cristianos no romanos no pertenecían a la Iglesia.  A partir de ahora la Iglesia de Cristo “subsiste” en la ICR, no de modo exclusivo, pues puede darse también, aunque de un modo incompleto, fuera de la Iglesia católico-romana.  De hecho, el Concilio Vaticano II evita declarar quién es miembro de esa Iglesia, abriendo la posibilidad de encontrar elementos y niveles de comunión (y, por tanto, de realidad de Iglesia) fuera de la ICR.  Y. Congar escribió al respecto:  “Obsérvese cuán rica, tradicional, absolutamente bíblica y patrística es esta idea de comunión, en la que tenemos un verdadero estatuto del ecumenismo” (Y. Congar, Saggi ecumenici, Citta Nuova Roma 1986). 

El trabajo realizado en el período postconciliar es relevante.  La ICR, aunque no sea miembro del CEI, prefiere oficialmente el diálogo con siete categorías de comunidades eclesiales:  la Iglesia Ortodoxa, la Iglesia Copta, la Comunión Anglicana, la Federación Luterana Mundial, la Alianza Reformada Mundial, el Consejo Metodista Mundial y el movimiento pentecostal.  Entre los principales resultados obtenidos, hay que consignar los siguientes:  con relación a la Ortodoxia, la anulación en 1965 de las excomuniones recíprocas de 1054; con la Comunión Anglicana, el “acuerdo sustancial” expresado por el Informe final ARCIC I (1982) de la comisión internacional anglicano-católica; con el CEI, el documento de “convergencia” de la comisión Fe y Constitución sobre “bautismo-eucaristía-ministerio” (BEM), llamado también “Documento de Lima” (1982). 

Pero no existe sólo el ecumenismo oficial o institucional de las comisiones y de los encuentros entre los responsables de las comunidades eclesiales; también existe un vasto y variado ecumenismo espiritual y práctico sumamente activo, que cambia las mentalidades, introduce micromutaciones en el tejido eclesial y anticipa los pasos oficiales; y se da igualmente un ecumenismo doctrinal o teológico que se expresa en la búsqueda y la reflexión.  Los aspectos más conflictivos de la teología no tienen que ver con la doctrina trinitaria, ni con la cristología, ni con la antropología, sino con la eclesiología, y concretamente con el nudo doctrinal de la estructura de la comunidad y el oficio petrino.  Las divisiones, que se remontan al siglo XI en relación con la Ortodoxia, y al siglo XVI en relación con la Reforma, han creado tradiciones y estructuras eclesiásticas que sólo ahora se miden en la confrontación y en el diálogo.  Aquí la teología está llamada a “remover los peñascos”, como dice Hans Küng, que obstruyen el camino hacia el entendimiento ecuménico. 

En la década de los 70 se esperó una afiliación de la ICR al CEI.  En la asamblea de Upsala (1968), el padre Tucci había apuntado dicha posibilidad en su intervención acerca del “Movimiento Ecuménico”.  Un comité mixto estudió las modalidades en su informe “Modelos de relaciones entre la ICR y el CEI” publicado en 1972.  Entre tanto, el papa Pablo VI había declarado durante su visita al CEI en Ginebra, en junio de 1969, que no consideraba el asunto maduro como para que se pudiese o debiese dar una respuesta positiva a la demanda de afiliación:  “La cuestión se mantiene todavía en el terreno de las hipótesis.  Comporta graves implicaciones teológicas y pastorales; requiere, en consecuencia, estudios profundos, y compromete un camino que, hay que reconocerlo honestamente, podría ser largo y difícil” (Unidad cristiana y Movimiento ecuménico.  C. Boyer, p. 352).  Esta decisión de no formar parte del CEI fue, por lo demás, ratificada en el cuarto informe del grupo mixto que estudiaba, al mismo tiempo, las modalidades para poder proseguir la colaboración.  Desde entonces, las relaciones entre la ICR y el CEI se describen con el término de “solidaridad fraterna”.  Juntos cada año, la semana de la plegaria por la unidad de los cristianos es preparada, en forma conjunta, por los representantes del Consejo Pontificio para la unidad de los cristiano y del CEI.  Con todo, quizás, la cantidad de los contactos llama más la atención que la intensidad del compromiso. 

En una carta al secretario general del CEI, Emilio Castro, el cardenal Cassidy, presidente del Consejo Pontificio para la promoción de la Unidad de los Cristianos, habla de la insuficiencia en la reflexión teológica como la causa de la dificultad en la colaboración.  Hay, además, por parte de la ICR, recelo a entrar en un proceso “político” que escape un poco al centro, y sea condicionado “democráticamente” por los representantes de las distintas Iglesias.  La cautela expresa, por un lado, la diferente comprensión eclesiológica que hay de la naturaleza de la “conciliaridad” en la ICR y en el CEI; por otro, revela también un cierto malestar de la ICR, con su agudo sentido de la unidad en torno a una autoridad, frente a un proceso de negociación, incluso “política”, que esté condicionado por la mayoría y la periferia. 

La colaboración de doce teólogos católico-romanos en el trabajo de la Comisión de FE y Constitución merece una especial atención.  Este diálogo multilateral constituye, en realidad, uno de los espacios privilegiados de la cooperación.  Nombrados oficialmente, los teólogos de la ICR son también miembros de pleno derecho de esta comisión teológica internacional y ecuménica orientada a la investigación de la unidad.  De esta colaboración surgió el famoso Documento de Lima, o sea, el informe “Bautismo-Eucaristía-Ministerio” (BEM), que expresaba una convergencia impresionante de las Iglesias cristianas con respecto a los sacramentos. 

A la cuestión de la afiliación al CEI, la ICR ha respondido, por el momento, negativamente.  La decisión se basa, principalmente, en la autocomprensión eclesiológica de la ICR y de la estructura eclesial que de ella se deriva.  Parece también que existe una cierta prudencia en la decisión con respecto al CEI:  la afiliación de la ICR, con 800 millones de miembros, a un organismo que representa a Iglesias que en conjunto suman 400 millones de fieles, trastocaría profundamente la organización actual del CEI. 

 

6)      Modelos de unidad en los teólogos de la ICR

Para Yves Congar, en su último curso de teología ecuménica en el Instituto Católico de París, titulado “Diversidad y comunión” (1982), se excluyen dos vías:  la vía del “retorno” de los cristianos no católico-romanos al redil de la Iglesia Romana (esta postura sería indicio de integrismo ecuménico) y la vía del “aplazamiento” hasta el fin del mundo como un milagro de los tiempos finales (esta postura significaría una huida del compromiso histórico por el ecumenismo e indicio de pesimismo).  Por tanto, ni retorno al redil romano ni aplazamiento sine die de la unidad.  El problema sigue siendo hasta qué punto la “comunión” tolera la “diversidad” (Y. Congar, Diversidad y comunión, París 1982).  Congar ha ido convenciéndose cada vez más de la necesidad de conjugar la “catolicidad” con la “diversidad” y con el pluralismo.  En “Cristianos desunidos” (1937), afirmaba que la catolicidad debía reabsorber las diversidades, pero el camino recorrido por la teología ecuménica le ha hecho estar cada vez más atento a las diversidades y a la aportación que éstas puedan ofrecer a la catolicidad. 

La propuesta concreta avanzada por Congar es la de practicar una “re-recepción” de los “escritos simbólicos”, de los decretos conciliares o pontificios, es decir, de los escritos normativos para la fe de cada una de las Iglesias, y de los que éstas se han nutrido a lo largo de su historia.  Cada Iglesia o confesión debería reacoger sus propios escritos normativos “para resituarlos en el conjunto y en el equilibrio del testimonio de la Escritura” (ibid., 249).  Tal re-recepción significaría una reapropiación de los dogmas a la luz de la Escritura (según la fórmula del ecumenista alemán Thomas Sartory.  Con esta operación “se trata de pensarlos (los dogmas) y vivirlos teniendo en cuenta el conocimiento que hemos adquirido acerca del condicionamiento histórico, cultural y sociológico de la determinación en cuestión, de las necesidades actuales de la causa del Evangelio al que queremos servir, de los valores adquiridos después de la primera recepción y, finalmente, de las críticas y las aportaciones válidas recibidas de los otros” (ibid., 249).  Esto llevaría a historizar la propia tradición y a relativizar los contrastes y las contraposiciones del pasado, evidenciando el núcleo esencial y decisivo de cada una de las tradiciones cristianas en el cauce de la común Tradición cristiana, con vistas a las tareas de la misión común.  Se trataría de un proceso que debería tener lugar dentro de cada una de las Iglesias, pero que debería ser convergente, como preparación para una posible reconciliación:  “sería como una anticipación fragmentaria de un futuro Concilio en común” (ibid., 250), en el que las Iglesias se propusieran “reformular juntas” (según la fórmula del ecumenista católico Pierre Duprey) la fe común.  Así se resuelve la unidad de la fe con la unidad/diversidad de sus formulaciones. 

Lo principal del planteamiento de Y. Congar es que la unión no es fruto del retorno a un redil, sino más bien el resultado de un camino común de conversión y reforma hacia una nueva integración, cuya realización en el tiempo sólo Dios conoce, de todos los valores auténticamente cristianos y de todas las Iglesias en la catolicidad, la cual trasciende a todas y cada una de las existentes. 

            En esta misma línea de la conjugación entre unidad y diversidad, va aún más allá el valiente y discutido proyecto ecuménico de Heinrich Fries y Karl Rahner:  “La unión de las Iglesias.  Una posibilidad real” (1983), que sigue siendo una de las propuestas católicas más avanzadas.  Para los dos teólogos alemanes, el ecumenismo es cuestión de vida o muerte en una época en que lo que está en juego es la propia identidad cristiana:  “Lo que hoy es objeto de discusión y de desafío no son cada una de las confesiones, sino el ser cristiano en absoluto, la fe en Dios, el sentido de la vida y de la muerte” (La unión de las Iglesias.  Una posibilidad.  H. Fries y K. Rahner.  Herder 1987; p. 140).  De esta urgencia sale el proyecto ecuménico de Fries y Rahner, que es enunciado y argumentado en 8 tesis. 

Sobre la base de una común profesión de fe (que asume, además de la Escritura, el Símbolo Apostólico del siglo II y el Credo Niceno-constaninopolitano del siglo IV), el proyecto ecuménico enuncia el principio de la “tolerancia gnoseológica existentiva” (tesis 2), que se formula del siguiente modo:  “en ninguna Iglesia particular es lícito refutar abiertamente y en términos confesionales una proposición que para otra Iglesia es dogma vinculante” (ibid., 38).  Se trata de un principio de fe realista, formulado en la actual situación de pluralismo cultural, en la que el asentimiento positivo debería centrarse en lo esencial, aunque respetando las diversas y distintas tradiciones cristianas.  Por poner un ejemplo, el dogma mariano de la asunción seguiría siendo vinculante en la ICR, pero también debería ser digno, si no del asentimiento positivo, sí al menos del pleno respeto por parte de los cristianos de otras tradiciones.  Este pleno respeto se conoce como “tolerancia gnoseológica existentiva”, es decir, tolerancia gnoseológica, en el sentido de respeto no sólo práctico, sino también teórico, como abstención de juzgar sobre puntos controvertidos que para otras confesiones son dogmas; tolerancia existentiva, en el sentido de actitud realista, que permite desbloquear, de hecho y concretamente, viejas polémicas doctrinales, cuyos efectos perduran hasta nuestros días, sobre la base de una común profesión de fe y una común responsabilidad del Evangelio frente al mundo.  No se trata, ciertamente, de un ideal, sino de una vía práctica para reemprender el camino después de tantas discusiones estériles.  Así, pues, ninguna Iglesia particular puede decidir y rechazar como contraria a la fe una afirmación que otra Iglesia particular profesa como dogma obligatorio.  Por lo demás, fuera de lo establecido en la tesis 1, lo que en una Iglesia particular es confesión expresa y positiva no puede imponerse como dogma obligatorio en otra Iglesia particular, sino que debe encomendarse a un amplio consenso en el futuro. 

Tesis 3.  En esta Iglesia una de Cristo, formada por las Iglesias que se unen entre sí, hay Iglesias particulares regionales o nacionales que pueden conservar gran parte de sus estructuras propias.  Estas Iglesias particulares pueden también coexistir en un mismo territorio, puesto que no lo impide la praxis de la Iglesia Romana, por ejemplo en Palestina. 

Tesis 4.  Esto llevaría a un reconocimiento mutuo de los ministerios, y, en particular, al ministerio petrino como guía principal del cristianismo.  Sin embargo, esto no comportaría la adhesión al primado de jurisdicción y a la infalibilidad, que seguirían siendo vinculantes únicamente en la tradición católico-romana.  El servicio petrino sería la garantía concreta de la unidad de la Iglesia en la verdad y en el amor.  El papa, por su parte, se obliga expresamente a reconocer y respetar la autonomía, previamente convenida, de las Iglesias particulares.  Declara (iure humano) que sólo usaría aquella suprema autoridad magisterial (ex cathedra) de una manera que corresponde jurídica u objetivamente a un Concilio universal de toda la Iglesia. 

Tesis 5.  Según la antigua tradición, todas las Iglesias locales tenían obispos al frente (diócesis).  No sería preciso que la elección de obispos en estas Iglesias particulares se atuviera al esquema romano, y el papa tendría que aceptar las elecciones sinodales locales. 

Tesis 6.  Las Iglesias particulares viven en mutuo y fraternal intercambio en todas sus dimensiones vitales, de tal modo que la historia del pasado y la experiencia de las Iglesias antes separadas puedan ejercer eficaz influencia en la vida de las otras Iglesias particulares, que se comprometen a vivir en mutuo intercambio fraterno en todas sus dimensiones vitales. 

Tesis 7.  Sin prejuzgar en nada la legitimidad teológica de los ministerios hasta hoy existentes, todas las Iglesias particulares se obligan, a partir de ahora, a conferir las sagradas órdenes mediante la oración y la imposición de manos de un obispo (de modo que se pueda respetar la sucesión apostólica). 

Tesis 8.  El resultado de todo esto sería la intercomunión de púlpito y altar entre todas las Iglesias particulares. 

El libro “La unión de las Iglesias” ha recibido atenta aprobación por parte de ciertos sectores, pero también un rechazo frontal por el romanismo más conservador y el pensamiento reformado más clásico.  El católico D. Ols, profesor de teología en Roma, reprocha a los autores no haber tenido en cuenta el conjunto de la dogmática romana; y el teólogo protestante E. Herms (convencido de la irreductible oposición entre la fe romana y la protestante) ve en las propuestas de Rahner y Fries un intento ambiguo de pretender reducir las distancias dogmáticas insuperables a base de fáciles concesiones que afectan al núcleo de la verdad.  El teólogo luterano Oscar Cullmann, mucho más moderado en sus críticas, reconoce el valor de las propuestas, pero cuestiona la finalidad de las tesis de los dos teólogos alemanes.  El objetivo final de las ocho tesis le parece a Cullmann que sería la “reunificación” de todas las Iglesias; para él, en cambio, el objetivo final de cualquier proyecto ecuménico es la “comunión” de las Iglesias en la “diversidad reconciliada”, es decir, permaneciendo cada una diversa, separada y autónoma, fiel al carisma recibido. 

Sin embargo, el proyecto ecuménico de los dos teólogos alemanes tiene el mérito de conectar directa y urgentemente el ecumenismo con la misión.  La propuesta de Congar era más cauta:  proyecta sólo una larga marcha de acercamiento a un futuro Concilio común de todas las Iglesias.  El proyecto de Fries y Rahner está marcado por el signo de la urgencia y la improrrogabilidad del entendimiento ecuménico, que está sostenido “por la convicción de que lo que hoy es necesario lo es también porque es posible”. 

            Entre los teólogos del siglo XX que más han trabajado en el campo ecuménico destaca Hans Küng.  Su camino en la teología ecuménica se inició con la obra “La justificación” (1957), que lleva como subtítulo “Doctrina de Karl Barth y una interpretación católica”, donde se sometía a confrontación la formulación más expresiva del protestantismo con la doctrina católica.  Küng afronta uno de los temas clásicos de la teología de controversia, no con una intención apologética, contraponiendo (como sucedía en los manuales neoescolásticos) una afirmación a otra (una afirmación católica a otra protestante), sino con un nuevo métido ecuménico:  el método de una teología plurilingüe.  La conclusión de la investigación, sorprendente para la teología de los años cincuenta, es que sobre la doctrina de la justificación no hay separación en la fe (como ha demostrado el acuerdo firmado recientemente entre católico-romanos y luteranos sobre este mismo tema).  Lo que sucede es que ambas concepciones hablan de lo mismo, aunque lo expresen en lenguajes distintos.  Barth, en una carta al joven autor, saludaba la aparición de un nuevo horizonte teológico:  “Con esto (como Noé desde la ventana de su arca) saludo su libro como otro síntoma inequívoco de que el diluvio de los tiempos en que los teólogos católicos y protestantes no querían hablarse si no era en forma polémica, o con un pacifismo descomprometido, no ha desaparecido ciertamente, pero sí está desapareciendo” (K. Barth; una carta al autor, sacada a la luz por H. Küng, y publicada en “La justificación según Karl Barth”). 

Desde 1960 (coincidiendo con el anuncio del Concilio Vaticano II) hasta 1973, es decir, desde “Reforma de la Iglesia y unidad de los cristianos” (1960) hasta “¿Falible?  Un balance” (1973), se desarrolla una intensa fase eclesiológica que tiene su punto más expresivo en “La Iglesia” (1967), y su momento más polémico en “¿Infalible?  Una pregunta” (1970). 

En la vasta síntesis que es “La Iglesia” (1967), el objeto de estudio es la Iglesia real, que no es ni una esencia atemporal ni un mero dato sociológico que se agote en estructuras visibles y organizativas.  La esencia real de la Iglesia se actúa en formas históricas, pero también puede realizarse en formas desviadas y pervertidas; entonces su esencia se transforma en no-esencia, que toda teología debe desenmascarar y criticar.  Küng se remonta directamente al Nuevo Testamento, pero no leído episódica y circunstancialmente, como lo hacen los fundamentalistas, ni tampoco en función del sistema escolástico, sino con el método histórico-crítico diferenciado, de acuerdo con los resultados de la moderna exégesis.  Del Nuevo Testamento parten líneas evolutivas diversas que los grupos primitivos ya esbozaban (joánicos, paulinos, judaizantes, petrinos de la gran Iglesia, etc.).  Así, pues, habría una evolución según el Evangelio (legítima).  También habría una evolución ajena al Evangelio (tolerable).  Y una evolución contraria al Evangelio (intolerable).  De ahí la necesidad de remontarse al mensaje originario del Nuevo Testamento.  Una eclesiología crítica demuestra, pues, que la estructura carismática de la Iglesia fue dando paso a una estructura ministerial más rígida.  Con este método, Küng afronta toda la temática del origen y la estructura (originaria y actual) de la Iglesia.  Por su relevancia ecuménica destaca el problema de las llaves de Pedro.  El análisis evidencia las dificultades de orden teológico e histórico referentes:  a) a la misma existencia de un primado petrino; b) a su continuidad como estructura vinculante de la constitución de la Iglesia; c) a su romanidad.  Küng ofrece entonces una solución ecuménica del espinoso problema.  Prescindiendo de las dificultades teológicas e históricas, “el primado de servicio de un individuo en la Iglesia no va contra la Escritura.  Sea lo que fuere de sus fundamentos, nada hay en la Escritura que excluya ese primado de servicio.  Luego ese primado no es de antemano contrario a la Escritura” (H. Küng, La Iglesia, Herder 1969).  La vía de la reforma debería pasar por los siguientes puntos:  a) por parte católica, la renuncia a un “poder” de Pedro a favor de un “servicio” de Pedro; b) por parte no católica, el reconocimiento del primado de Pedro como primado de servicio, como primado ministerial, como primado pastoral, que es algo más, pero también diverso, que un primado de jurisdicción.  Como vemos, esta tesis es muy parecida a la de Fries y Rahner, y el teólogo luterano Oscar Cullmann la saludó como aceptable para los evangélicos (pues no hay primado de iure divino, sino pastoral y ministerial), y la jurisdicción e infalibilidad sólo serían vinculantes para la Iglesia Romana. 

El examen teológico e histórico de los puntos clásicos de controversia proseguía con “¿Infalible?  Una pregunta” (1970), donde Küng se preguntaba:  ¿está justificado un magisterio eclesiástico infalible?; o también:  ¿está vinculada la infalibilidad de la Iglesia a proposiciones infalibles?  En el tema de la infalibilidad la aporía es la siguiente:  por una parte, tenemos las promesas hechas a la Iglesia; por otra, los errores de la Iglesia exigen ser reconocidos como tales.  La solución de la aporía está en un plano superior al de la alternativa entre promesas y errores:  la Iglesia es conservada en la verdad a pesar de todos los errores siempre posibles.  La Iglesia permanece en la verdad en virtud de las promesas divinas.  Lo positivo de la doctrina de la infalibilidad debe encontrar expresión a través del concepto de indefectibilidad o permanencia en la verdad.  En consecuencia:  a) los Concilios ecuménicos pueden ser expresión de la infalibilidad o de la indefectibilidad de la Iglesia, pero no por medio de proposiciones a priori infalibles, es decir, infalibles en virtud de determinados requisitos formales.  Los Concilios tienen su verdad, la cual, sin embargo, debe estar siempre referida al mensaje originario; b) la Biblia no ha de ser considerada inerrante, como la consideran los fundamentalistas en su lectura episódica, circunstancial e integrista.  La Escritura es y seguirá siendo el punto de referencia principal y la cristalización, reconocida por la Iglesia, del testimonio originario de los que formaron la Iglesia en el nombre del Señor y en el poder de su Espíritu, pero no por ello tiene inerrancia proposicional, sino que hay que leerla apelando a los géneros literarios de su época y siguiendo un método cristológico; c) el concepto de magisterio es tardío:  no se funda ni en la Escritura ni en la Tradición.  En la Iglesia los pastores y los doctores tienen su propio carisma y función específica, y se integran mutuamente. 

El consenso del futuro para un entendimiento ecuménico, precisaba H. Küng en “¿Falible?  Un balance” (1973), sólo podrá cristalizar en torno a la indefectibilidad de la Iglesia, para la cual no hacen falta proposiciones infalibles ni instancia infalible alguna, porque tiene su fundamento en el mensaje originario de Jesús:  “La indefectibilidad de la Iglesia sólo podrá adquirir un fundamento teológico adecuado si, en nuestro esfuerzo de justificación, recurrimos al mensaje cristiano en su conjunto, a cuya apelación nos confiamos como creyentes, aun cuando tal o cual proposición sea oscura, retorcida o absolutamente aberrante”.  Sostener esta tesis (la verdad que muy evangélica) le valió a Küng un proceso canónico por parte de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe (la moderna Inquisición), que concluyó con el cese como profesor de teología en la facultad de Tubinga del mejor teólogo ecuménico de la Iglesia Romana.  Sin embargo, desde 1980 H. Küng fue profesor de Teología Ecuménica en el Instituto para la investigación ecuménica de dicha universidad. 

Para el ecumenista de Tubinga, en virtud de los resultados obtenidos por la teología ecuménica, las diferencias confesionales no legitiman ya la división de las Iglesias nacidas de la Reforma, sino que están destinadas a encontrar expresión en diversas actitudes de fondo integrables en una verdadera ecumenicidad:  catolicidad como sentido de la continuidad de la tradición de fe, más allá de las rupturas; pero también evangelicidad como apelación a la norma del Evangelio y como exigencia de reforma.  En su artículo “Un balance ecuménico” (1976), Küng describe de esta manera las dos actitudes de fondo en que están destinadas a confluir y a configurarse las divisiones históricas:  “¿Quién es católico?  Quien se toma a pecho a la Iglesia Católica, es decir, a la Iglesia entera, universal, total.  En concreto, quien se toma a pecho la continuidad de la fe y de la comunidad de fe en el espacio, continuidad conservada a pesar de todas las rupturas.  ¿Quién es evangélico?  Quien, en todas las tradiciones, doctrinas y prácticas eclesiales, se toma a pecho sobre todo la continua referencia crítica al Evangelio (Escritura) y la continua reforma práctica según la norma del Evangelio.  De este modo aparece ya claro, sin embargo, que, rectamente entendidas, las actitudes de fondo católica y evangélica no se excluyen en realidad...  Ser cristiano hoy significa realmente ser cristiano en un sentido ecuménico” (Hans Küng.  Católico-evangélico en Conservar la Esperanza.  1990; p. 41).  Finalmente, nos ha regalado una obra teológica impresionante en “El Cristianismo” (Trotta.  1997), donde, partiendo de la teoría sociológica de los paradigmas fecunda de ideas y posibilidades el futuro del desarrollo del ecumenismo. 

 

7)      El papado como principal escollo ecuménico

Pablo VI, con ocasión de su visita a Ginebra a la sede del CEI en 1966, afirmaba:  “Yo soy Pedro, pero el ministerio de Pedro, creado para la unidad de la Iglesia, se ha convertido en su mayor obstáculo”.  El realismo de estas palabras nos recuerda que la institución papal (sus justificaciones teóricas, el modo de su ejercicio y las formas absolutistas en que tantas veces se manifestó) está en medio de las grandes escisiones del cristianismo.  En el núcleo de las separaciones de Oriente y Occidente y en las profundas escisiones de la Iglesia occidental durante la Reforma del siglo XVI se halla presente, de una u otra forma, el debate sobre el papado. 

El contexto en el que se celebra el Concilio Vaticano I (1869-1870) posibilita además un nuevo énfasis en la doctrina sobre el primado romano.  Las mutuas hostilidades entre el pensamiento liberal de la época moderna y la línea oficial de la ICR (que desea garantizar la objetividad de la verdad de la fe frente a las “veleidades” del subjetivismo imperante) desembocan en las definiciones dogmáticas del primado romano con jurisdicción universal y de la infalibilidad del magisterio del papa.  El rechazo por parte de sectores católicos a la constitución conciliar “Pastor aeternus” está, una vez más, en el origen de una escisión:  la Iglesia Vétero-católica.  La difícil cuestión del papado debía, por tanto, aparecer en la agenda de las cuestiones ecuménicas pendientes.  Para la ICR no es ésta una cuestión menor.  La existencia del primado romano es tema que afecta al núcleo de la fe católico-romana.  Por eso la entrada de Roma en el movimiento ecuménico debía insoslayablemente poner sobre el tapete la cuestión papal. 

Nuevos estudios bíblico-históricos sobre la figura de Pedro (su servicio especial, su papel dirigente en la comunidad apostólica, su función de las llaves, las reflexiones sobre la necesidad de una sucesión histórica en el servicio de responsabilidad), así como la innegable atribución a Roma, por parte de las Iglesias locales, de ser instancia orientativa y el amplio reconocimiento primitivo de que estar en comunión con Roma significa estar en comunión con todas las Iglesias, avalan la seriedad de la posición de la ICR en esta materia (Y. Congar, “La función de Pedro según el Nuevo Testamento”.  Cristiandad 1969; p. 593-605).  Hay, evidentemente, un largo trecho (como dice Fries) desde el servicio petrino, tal como lo describe el Nuevo Testamento, hasta el papado en su forma y acuñación históricas, sobre todo en las expresadas en las sentencias del Concilio Vaticano I.  De ahí la reforma del ministerio petrino que propone Y. Congar para que no sea obstáculo efectivo a la unidad.  Al término del ensayo “Cincuenta años de búsqueda de la unidad” (1977), escribe Congar:  “Un papado tal como la historia lo ha producido, centralizado, imperial, mezquinamente autoritario, ¡no!; un ministerio papal que presida la comunión y la unidad en un régimen colegial y conciliar, ¿por qué no?”.  Pero las cuestiones que se suscitan a partir de esta proposición son muy delicadas.  ¿Qué tipo de papado y qué tipo de ejercicio del papado estarán las Iglesias cristianas no romanas dispuestas a admitir?  ¿Hasta qué niveles de autonomía episcopal estaría Roma en condiciones de conceder sin menoscabo del primado en la dirección de la Iglesia que ella cree poseer? 

Una lectura maximalista del Vaticano I, en especial el pasaje referente a que las decisiones doctrinales del papa son irreformables por sí mismas y no en razón del consentimiento de la Iglesia (ex sese, non ex consensu Ecclesiae irreformabiles), podría dificultar los trabajos en curso.  Para evitar ese maximalismo papal, se necesita una paciente exégesis de las fórmulas, como se hace, por ejemplo, en la tesis IV del libro “La unión de las Iglesias”, o las precisiones que, respecto a la Iglesia Ortodoxa, hace el mismo cardenal Ratzinger: 

             “Roma no debe exigir de Oriente una doctrina del primado distinta de la que fue formulada y vivida en el primer milenio.  Si el 25 de julio de 1967, con ocasión de la visita del papa a Fanar, el patriarca Atenágoras le reconoció como sucesor de Pedro y como el primero en honor entre nosotros y presidente de la caridad, se encuentra ya, en labios de este gran dirigente eclesiástico, el contenido esencial de las sentencias sobre el primado del primer milenio.  Y Roma no debe pedir más.  La unión podría conseguirse aquí sobre la base de que, por un lado, Oriente renuncie a combatir como herética la evolución occidental del segundo milenio y acepte como correcta y ortodoxa la forma que la Iglesia Católica ha ido adquiriendo a lo largo de esta evolución.  Y, viceversa, Occidente debería reconocer como ortodoxa y correcta la Iglesia de Oriente bajo la forma en que ha acreditado su vitalidad” (J. Ratzinger.  Teoría de los principios teológicos. Herder 1985). 

Igualmente, el documento “El primado del papa.  Puntos de convergencia, declaración del Grupo Teológico Luterano-Católico de Estados Unidos” (1974), ofrece unas pistas de renovación a la institución papal en razón de tres principios supremos:  la legítima diversidad, la colegialidad de las Iglesias y de los obispos, y la subsidiariedad.  Ello exige, con toda evidencia, el abandono de posiciones centralistas.  Los pasos concretos hacia el consenso en la cuestión papal precisan respuestas sin ambigüedad.  Los autores del documento se atreven a formular este tipo de preguntas: 

“- Preguntamos a las Iglesias luteranas si están dispuestas a afirmar con nosotros que el primado del papa, renovado a la luz del Evangelio, no es necesariamente un obstáculo a la reconciliación.  Si son capaces de reconocer no sólo la legitimidad del ministerio del papa en cuanto servicio a la comunión católico-romana, sino incluso la posibilidad y la conveniencia del ministerio del papa, renovado a la luz del Evangelio y comprometido para con la libertad cristiana, en una comunión más amplia que englobaría a las Iglesias luteranas. 

-         Preguntamos a la Iglesia Católica si, a la luz del resultado de nuestras conversaciones, no debería dar una total prioridad en sus preocupaciones ecuménicas al problema de la reconciliación con las Iglesias luteranas.  Si está dispuesta a dialogar sobre las posibles estructuras de reconciliación que protegiesen las legítimas tradiciones de las comunidades luteranas y respetaran su herencia espiritual.  Si querría considerar la posibilidad de una reconciliación que reconociese el gobierno autónomo de las Iglesias luteranas en el seno de una misma comunión.  Si, a la espera de una eventual reconciliación, está dispuesta a reconocer a las Iglesias luteranas, representadas en nuestro diálogo, como Iglesias hermanas que tienen derecho a cierto grado de comunión eclesiástica” (“El primado del papa.  Puntos de convergencia.  Declaración común del grupo teológico Luterano-Católico de Estados Unidos.  1974”). 

El documento titulado “La autoridad en la Iglesia II (o Declaración de Windsor; 1981)”, informe final de comisión Anglicano-Romana, es quizá una de las expresiones de mayor aproximación y entendimiento entre cristianos respecto a la cuestión del papado.  Algunos pasajes no dejan dudas respecto al grado de maduración en el tema: 

            “Estamos de acuerdo en la necesidad de una primacía universal en una Iglesia reunificada, y que de forma apropiada debería ser la primacía del obispo de Roma...  En una Iglesia unificada, un ministerio a imitación de la función de Pedro será un signo y salvaguarda de tal unidad (n. 9)...  Dado el desarrollo reciente en la comprensión católico-romana acerca del estatus de otras Iglesias cristianas, esta dificultad concreta puede dejar de ser un obstáculo por parte anglicana de una primacía del obispo de Roma (n. 14).  El primado universal debe ejercer y mostrar que ejerce su ministerio, no por su cuenta, sino en asociación colegial con sus hermanos en el episcopado.  Esto no limita de ninguna forma su propia responsabilidad cuando tenga que hablar y actuar en nombre de toda la Iglesia...  La primacía no es un poder autocrático sobre la Iglesia, sino un servicio en y para la Iglesia, que es una comunión de Iglesias locales en la fe y la caridad (n. 19).  La Iglesia ejerce su autoridad doctrinal por medio de varios instrumentos y mediaciones de diversos modos.  Cuando se trata de materias de fe, las decisiones puede tomarlas la Iglesia en Concilios universales; estamos de acuerdo en que éstas son vinculantes.  También hemos reconocido la necesidad de un primado universal en la Iglesia unificada, quien, presidiendo la koinonía, puede hablar con autoridad en nombre de la Iglesia.  A través de estas dos mediaciones, la Iglesia puede dar un juicio decisivo en materias, excluyendo así el error (n. 26)...  También reconocemos que la atribución de la infalibilidad al obispo de Roma, aunque bajo ciertas condiciones, ha contribuido a conceder una importancia exagerada a todas sus declaraciones (n. 32).  Hemos logrado llegar a un acuerdo en estimar que la conciliaridad y la primacía son complementarias.  Ahora podemos afirmar conjuntamente que la Iglesia necesita tanto de una autoridad múltiple y dispersa, con la cual el pueblo de Dios se halla activamente implicado, como también de un primado universal, servidor y punto central de la unidad visible en la verdad y en el amor...  Las discusiones actuales sobre conciliaridad y primacía en ambas comuniones indican que no mantenemos posturas estáticas.  Apuntamos que ciertas dificultades no podrán ser totalmente superadas mientras no se tomen iniciativas prácticas, y nuestras dos Iglesias vivan conjuntamente y de forma más perceptible la única koinonía (n. 33)”. 

Estos documentos con afirmaciones tan elaboradas no son los únicos intentos de análisis serios sobre la cuestión del papado desde perspectivas ecuménicas.  Cabría recordar, además de un clásico texto en la materia como es el del teólogo luterano Oscar Cullmann “San Pedro.  Discípulo, apóstol y mártir”, la tesis IV del libro “La unión de las Iglesias” de Fries y Rahner, las obras de J. M. R. Tillard “El obispo de Roma.  Estudio sobre el papado” (Sal Terrae; 1986), el excelente estudio titulado “Pedro en el Nuevo Testamento” (R. Brown y K. Donfried.  Diálogo USA Luterano-Católico; 1973), y otros trabajos aparecidos en los últimos años, como la revista número 64 de “Concilium” que le dedica un monográfico. 

Habrá que reconocer, sin embargo, que las Iglesias están todavía muy lejos de haber llegado a un consenso en esta materia.  Las dificultades aparecen tanto en áreas doctrinales como en las actitudes concretas y en la disposición a llevar a la práctica los pequeños acuerdos que parecen haber alcanzado algunos diálogos bilaterales.  No en vano, hace muy poco, el patriarca ortodoxo de Constantinopla, Bartolomé I, criticó el ministerio de este papa, en una entrevista al semanario católico polaco de Cracovia, como “el obstáculo más grande y más escandaloso para la unidad de las Iglesias...  El problema se hizo aún mayor con la promulgación del dogma de la infalibilidad papal durante el Concilio Vaticano I”.  Sin embargo, Bartolomé I sostiene que los otros cristianos del mundo aceptarían el papel primordial del obispo de Roma, pero “definido de una manera nueva”.  Por ejemplo, en al marco de la “pentarquía” del primer milenio, es decir, como coordinador y primer responsable de la Iglesia, pero sin las “reivindicaciones teológicamente erróneas” del primado mundial en un sentido jurídico, “o incluso peor, de infalibilidad personal, independientemente de la Iglesia universal”. 

Ante una situación así, el 30 de mayo de 1995 publicó Juan Pablo II su primera encíclica sobre ecumenismo titulada “Ut unum sint”, compendio histórico de los progresos y retrocesos, donde se hacen nuevas propuestas para seguir avanzando en el movimiento ecuménico.  Lo principal es que se reconoce que el ecumenismo no es una asignatura optativa del cristianismo, sino una obligación dictada por Dios.  La división de las Iglesias es un “escándalo”, dice Juan Pablo II, y un contra-testimonio que va en detrimento de la evangelización de un mundo desgarrado.  En esta obra el papa reconoce, aunque sin aprobarlo, el modelo eclesial de la Ortodoxia, y estima que una “legítima diversidad” no constituye un obstáculo a la unidad.  Por supuesto que para el papa el primado es inamovible, pero, por primera vez, ha hecho objeto de debate al papado mismo y ha pedido al resto de tradiciones cristianas opinión.  La cuestión es que nunca el ministerio petrino había sido abordado de frente ni mencionado con tanta modestia por un papa.  Estamos lejos de las afirmaciones unilaterales y soberbias del Vaticano I sobre la infalibilidad pontificia.  Es como si Juan Pablo II quisiera borrar asperezas y retocar errores pasados para dejar más presentable la herencia petrina antes de entregarla a próximos papas que tengan más a mano la reconciliación.  Al actuar así, Juan Pablo II ha ido tan lejos como podía.  ¿Cuál será el resultado?  ¿Qué pasaría si el papado acepta el asesoramiento de sus hermanos “epískopos” y sinodales?  ¿Sería capaz de renunciar Roma a esto por la causa principal de la unidad?  ¿Será capaz de dejar el papa que cada Iglesia elija a sus obispos, dé licencia para que se casen sus presbíteros o acceda autónomamente a que las mujeres de su diócesis sean ordenadas al ministerio?  ¿Llegará algún día a definirse de un modo distinto el “centro” petrino con las Iglesias locales de la periferia?  ¿Volveremos alguna vez a la jurisdicción que tan bien funcionó en la Iglesia indivisa del primer milenio donde el papa era el “patriarca de Occidente” y “primus inter pares” que los teólogos protestantes como W. Pannenberg y O. Cullmann aceptan, y los católico-romanos como K. Rahner, Y. Congar y H. Küng piden?  Pero, tal vez esto ya sea tarea para otro papa.  Pues, de hecho, dos opiniones recientes de dos teólogos cercanos a estas posturas han venido a decir: 

            “El problema de si el primado romano, tal como ha sido formulado por el concilio Vaticano I y por el Vaticano II, puede ocupar un puesto en esta teología eclesiológica habrá de recibir, por tanto, una respuesta decididamente negativa.  Lo cual no significa negar sin más la idea de un primado en el seno de la Ortodoxia, sino, por el contrario, el reconocimiento de un obispo como el primero entre los demás obispos, es decir, a admitir un primado, pero no en el sentido de un Pontifex maximus, sino como primus inter pares, tendría la posibilidad de expresar su opinión decisiva en cuestiones importantes para la Iglesia universal y de ser respetado por todos, con lo que podría prestar, de hecho, un verdadero servicio a la Iglesia universal...  Cuando el papa basa su potestad en la sucesión de Pedro y no en la sucesión episcopal, universal y apostólica, se aísla a sí mismo no sólo de la comunidad de los obispos, sino también de la totalidad de la Iglesia...  Por eso la estructura sinodal es algo tan querido para la Ortodoxia, no sólo por razones de constitución o de derecho eclesiástico, sino también por un motivo hondamente soteriológico” (Stylianos Harkianakis.  “¿Tiene sentido en la Iglesia el ministerio de Pedro?  Respuesta de la Ortodoxia griega”.  Concilium, n. 64; 1971). 

El segundo testimonio, del teólogo protestante W. Pannenberg, se refiere a la praxis y al ejercicio del papado.  Pannenberg, que ha reconocido desde la perspectiva reformada la necesidad de un ministerio universal de unidad cuyo centro incuestionablemente estaría en Roma, ha llegado a escribir, en función de la política del papado superstar y represivo de Juan Pablo II: 

            “¿Puedo continuar todavía afirmando todo lo que dije, delante del espectáculo de una glorificación de la persona pontificia, delante de sus manifestaciones marianas, delante de la suspensión de teólogos con los que confraternizamos?”. 

Pero Y. Congar, que también sufrió en su día la persecución pontificia, le respondió de esta manera: 

            “Creo que tales reacciones están demasiado entremezcladas a las circunstancias como para impedir la búsqueda de fondo.  Pero el papado nos plantea también cuestiones a nosotros mismos, no en cuanto a sus principios, sino en cuanto a ciertas formas históricas que ha tomado.  No se evitará este formidable obstáculo sino al precio de revisiones críticas de la verdad histórica, como las que están siendo esbozadas, por ejemplo, en los estudios del P. W. De Vries” (Y. Congar.  “El abad Paul Couturier y su institución”.  Centurión; 1984). 

 

8)      El ecumenismo local

La expresión “ecumenismo local” quiere decir “ecumenismo de la base”, aunque exista un ecumenismo local que sea también institucional (como es el caso de los encuentros por parte de los representantes de las Iglesias miembros del CEI y los delegados diocesanos de ecumenismo de la ICR).  Pero el término quiere decir la práctica del ecumenismo espiritual a niveles locales, donde se hacen ricas aportaciones al ecumenismo institucional.  Esta realidad describe una experiencia ecuménica muy rica, pues significa la entrada del espacio ecuménico, de los laicos, en las parroquias y las comunidades cristianas de todo signo.  Si el ecumenismo puede haber dado la impresión de ser un asunto de especialistas, de clérigos, de teólogos, de jerarquías (un asunto, en definitiva, eclesiástico), el ecumenismo local viene a desmentir tal idea y recupera aquel legado de los primeros ecumenistas (todos seglares) que de manera salvaje dio el primer empujón a la actividad ecuménica.  Y es que es evidente que de nada sirve un ecumenismo protagonizado por las jerarquías y los peritos si no fuese también una experiencia cristiana vivida por todo el pueblo de Dios. 

Las expresiones del ecumenismo local son múltiples; desde aquellas con una cierta oficialidad como las delegaciones diocesanas de ecumenismo de la ICR y los Centros Ecuménicos del CEI, hasta los pequeños grupos informales, reuniones de oración, discusiones de parroquia, estudios bíblicos ecuménicos, formaciones de órdenes religiosas ecuménicas (como la FEF), reuniones de matrimonios mixtos (en Europa un tercio de los matrimonios son mixtos) o de preparación para las Semanas de la Unidad, etc.  A este respecto hay que recordar, justamente, la asamblea del CEI en Canberra:  “El ecumenismo es una realidad que se vive en la base, allí donde la gente vive y lucha unida”.  La dimensión local de la actividad ecuménica fue afirmada en Nueva Delhi (1961) en la asamblea general del CEI.  Al explicar la fórmula “en cada lugar” en la descripción de la unidad decía:  “Ser uno en Cristo significa, por tanto, que hay que recuperar la unidad entre los cristianos en cada escuela en la que estudian, en cada fábrica u oficio en los que trabajan, y en cada congregación donde celebran el culto”.  Sin duda alguna, el ecumenismo local o de base ha dado con frecuencia ese carácter de audacia, de “imprudencia” y de espontaneidad del que está tan necesitado siempre el movimiento ecuménico. 

Pero sucede que “cada lugar” es diferente a los demás lugares.  De ahí a veces la confusión y la complejidad, dependiendo de los antecedentes históricos y confesionales, así como las realidades culturales, sociales, políticas, religiosas y eclesiásticas que existen en las distintas partes del mundo.  El ecumenismo de base es muy diferente en España que en Inglaterra, en Grecia que en Dinamarca, en Alemania que en Italia; y no digamos donde los cristianos son minoría, como en la India y Japón; o en los Estados Unidos, donde la libertad religiosa y la enorme variedad de denominaciones cristianas forman parte del “american way of life”. 

Para muchos cristianos el compromiso ecuménico no es ya un aspecto alejado de su vida cristiana; por el contrario, inspira toda su visión y actividad cristiana.  Antes que luteranos, reformados, anglicanos, ortodoxos o católico-romanos, se consideran espontáneamente “cristianos”.  El trabajo ecuménico no consiste tanto en multiplicar las iniciativas ecuménicas, cuanto en mantenerse en una postura espiritual global.  Tal actitud es un complemento necesario al diálogo teológico y a la colaboración.  Este interés espiritual se pone de manifiesto tanto en los llamamientos de la comunidad monástica de Taizé, las iniciativas ecuménicas de los focolares, la creación de una orden ecuménica como es la Fraternidad Ecuménica Franciscana donde conviven miembros de diferentes confesiones y los intercambios entre religiosos y religiosas de distintas Iglesias, como en la oración común realizada entre grupos de diferente signo.  Sin embargo, este crecimiento no puede ser desviado o encaminado hacia la llamada “tercera confesión”, debido a la incomprensión y juridicismo de las Iglesias instituidas. 

Es también muy bueno el hecho de colaborar en la traducción y difusión de la Biblia para una mutua comprensión entre los cristianos.  En ese sentido se ha iniciado una estrecha colaboración entre la Alianza Bíblica Universal (federación no confesional que agrupa a 110 representaciones de sociedades bíblicas nacionales no católico-romanas) y la ICR, que ha dado como fruto la traducción interconfesional “Dios habla hoy” (Editorial Claret y Sociedades Bíblicas Unidas). 

En el fondo de estas iniciativas y esfuerzos existe siempre el interés por la reconciliación y el restablecimiento de la comunión que inspira a tantos cristianos anónimos y sus respectivas comunidades.  Ello se realiza en la oración común, la lectura de la Biblia, la catequesis y el culto, en el testimonio, la misión, el servicio conjunto ante las distintas necesidades del mundo, sobre todo la justicia y la paz.  Existen incluso programas comunes de formación teológica en las instituciones educativas.  Los ejemplos de colaboración ecuménica son innumerables y nacen de una simpatía y aceptación espontánea de la base.  El viejo adagio ecuménico de hacer juntos lo que la fe no obliga a hacer separadamente, sigue siendo un criterio válido, incluso audaz, para todas las formas de colaboración que apuntan a la unidad de los cristianos. 

 

9)      La Semana de Oración por la Unidad

La oración ecuménica se sitúa en un nivel distinto al de las expresiones ya estudiadas.  Y es que la realidad divina tiene una doble aproximación.  Como bien expone en su libro “Dios, ¿problema o misterio?” el teólogo ecuménico José María González Ruiz, cabe acercarse a Dios como un problema, pero también como un misterio.  El problema exige la investigación, el análisis arduo, el método correcto y el planteamiento acertado.  El misterio, por el contrario, invita sobre todo a la comunión, a la apertura confiada para dejarse impregnar por lo que nos trasciende.  Ambas aproximaciones a la realidad no se excluyen, pero ciertamente no se confunden.  Esta reflexión ha sido hecha en la historia del pensamiento humano respecto de Dios mismo, respecto de la Iglesia, del ser humano, etc.  Por eso es legítimo el acceso al Dios misterioso (los “místicos” son los que se acercan así) a través de la oración, es decir, de la apertura confiada y filial en el balbuceo del espíritu. 

La voluntad de reunirse cristianos de diferentes tradiciones eclesiales para rezar por la unidad de las Iglesias no tiene larga historia.  Si exceptuamos los esfuerzos llevados a cabo por el reformador John Wesley (avivador anglicano del que parte el metodismo) y el conde von Zinzendorf (dentro de ambientes pietistas luteranos y anglicanos del siglo XVIII para los que era más importante “la religión del corazón que la religión de los dogmas”), hay que señalar el siglo XIX como el momento en que surgen las primeras iniciativas por la plegaria común entre cristianos oficialmente divididos.  Destaca en el tiempo la contribución anglo-católica cuya finalidad es pedir por la incorporación de la “Iglesia de Inglaterra” a la Iglesia Romana.  Hacia 1840, un presbítero católico, el P. Ignacio Spencer, entra en contacto con John Henry Newman y el Dr. Pusey, en Oxford, y editan un “Plan de oración por la unidad”.  Años después, como consecuencia del Movimiento de Oxford, se crea la Asociación para la Promoción de la Unidad en Cristo (1857), que congrega a varios miles de anglicanos, católicos y ortodoxos griegos.  Desde Roma, sin embargo, en 1864 se prohibe a los católicos participar en dicha asociación.  Los esfuerzos por incrementar una plegaria común se ven reforzados en 1906, cuando el arzobispo de Canterbury y los moderadores de la Iglesia de Escocia (presbiteriana) y de la Iglesia Unida Libre invitan a todas las comunidades locales de sus respectivas Iglesias a orar insistentemente por la unidad de todos los cristianos. 

El papa León XIII había instituido la novena de pentecostés, hacia 1895, para “acelerar la obra de reconciliación de los hermanos separados”.  Poco más tarde, dos presbíteros anglicanos, Spencer Jones y Paul J. Wattson (éste de la Iglesia Episcopal de Estados Unidos) inician un Octavario para la reunión de las Iglesias, que tiene gran acogida en un primer momento.  Pero el reverendo Wattson es recibido en la ICR y el Octavario se transforma en un instrumento de proselitismo para la “conversión” de los no católico-romanos y su vuelta a la Iglesia Romana.  Spencer Jones, por su parte, funda, en 1921, la Church Unity Octave Council con una motivación muy definida:  se trata de orar por la “unión corporativa” de las dos Iglesias (la de Roma y la de Inglaterra) y no por las conversiones individuales. 

El monje benedictino Lambert Beauduin (1873-1960) fue el fundador, en 1925, de los “monjes de la unidad” en el monasterio de Amay (Bélgica), así como de la revista “Irenikon”. 

Desde perspectivas estrictamente evangelicales cabe hablar de la Semana de oración de la Alianza Evangélica (1846), que se celebra cada año durante el tiempo de Epifanía, con carácter misionero y en un espíritu, desgraciadamente todavía hoy, claramente antiecuménico hacia el CEI y la ICR. 

El Octavario ideado por Paul Wattson buscaba la conversión de los otros, por eso un hombre de visión excepcional, Paul Couturier, presbítero católico-romano de la diócesis de Lyón, intuye una nueva concepción de la plegaria por la unidad.  Cuando el padre Couturier expone su Semana de Oración en 1935 traza las grandes líneas para que la plegaria pueda ser compartida por “todos” los cristianos y por “todas” las Iglesias.  Sin ser teólogo, Couturier se ha dejado cautivar por la oración de los emigrantes rusos que llegan en oleadas a Lyón, tras la revolución bolchevique de 1917.  Couturier les acoge, les ayuda y facilita lugares para que, la mayoría de ellos de confesión ortodoxa, puedan celebrar su oficio.  La divina liturgia subyuga al cura francés, y en él va naciendo una intuición (algunos lo llaman aproximación) al misterio de la unidad a través de una plegaria que es verdaderamente común.  Las tres dimensiones de esa plegaria serían:  universalidad, contemplación y eficacia. 

Lo principal es que la oración pueda ser compartida por todos los cristianos y por sus respectivas comunidades.  Oración hecha desde “lugares comunes” y desde “espacios compartidos”, pues sólo así los discípulos podrán presentarse como testigos creíbles de la buena noticia de Jesús.  La experiencia había demostrado a Couturier que ninguna oración “confesional” podría, en el actual estado de divisiones eclesiales, aunar voluntades y congregar unánimemente a quienes durante siglos se han visto envueltos en innumerables controversias.  La plegaria ecuménica se basa, por el contrario, en el convencimiento de que incluso las divisiones eclesiales no han borrado la realidad primera y fundamental recibida en el bautismo.  De ahí que algún autor haya llegado a hablar de una especie de estatuto “anteconfesional” de la plegaria ecuménica:  los cristianos se reúnen a orar juntos porque es mucho más profundo lo que les une (su incorporación y vinculación a Cristo) que lo que les separa. 

La acertada fórmula de Couturier:  orar por “la unidad que Dios quiera, cuando Dios quiera y por los medios que él quiera” descarta de antemano “cualquier intento de proponer por parte de una Iglesia a las demás las propias convicciones sobre la unidad o las estrategias y medios para alcanzarla”.  En ese sentido se habla de una “plegaria incondicional”.  No hay condiciones de entrada.  Se deja todo en manos de Dios.  Es el intento de comunión de “todos” los cristianos con la voluntad salvífica y universal de Dios, “cuyos caminos no son nuestros caminos”.  Es como el abandono en su designio libérrimo, que todo lo sobrepasa en su soberanía, incluso nuestras propias convicciones.  De ese modo, la oración ecuménica deja en suspenso cualquier juicio sobre las otras Iglesias y se presenta, llena de esperanza en el Dios de las promesas, ajena a toda forma de proselitismo o prepotencia eclesiásticas.  Lógicamente hay un abandono de aquella posición particular que pedía un retorno a la propia Iglesia.  Esta oración no conduce al escepticismo, lleva más bien al abandono confiado en la plegaria sacerdotal de Jesús del capítulo 17 del evangelio de Juan. 

El tiempo ha dado la razón a Couturier, pues hoy es un hecho que la oración común por la unidad ha sido asumida por todos los cristianos de todas las tradiciones.  No hay ya temores “a ser invitados cordialmente a abandonar la propia Iglesia y a retornar a una determinada”. 

Esta Semana de Oración Universal por la Unidad de los Cristiano se celebra anualmente del 18 al 25 de enero.  Desde hace años, un equipo mixto del CEI y de la Comisión Pontificia para la Promoción de la Unidad prepara los textos bíblicos y el orden de la oración, que luego, durante toda la semana, ayudarán a los cristianos de todos los rincones del mundo a compartir la plegaria común. 

Como encuentros ecuménicos célebres de oración tuvieron especial resonancia las Conversaciones de Mechelen (Bélgica).  Entre 1921 y 1925 algunos teólogos católicos y anglicanos, entre ellos el padre Fernand Portal y Lord Halifax, se encontraron en el palacio arzobispal bajo el patrocinio del cardenal de Mechelen, Désiré Mercier, para analizar la posibilidad de un acercamiento entre las dos Iglesias.  En la última sesión, el cardenal presentó, a iniciativa suya, una contribución, preparada en realidad por don Lambert Beauduin, sobre la “Iglesia anglicana unida pero no absorvida”.  Este famoso texto contiene la propuesta de constitución, según el modelo de las Iglesias unidas, de un “patriarcado anglicano” que reconociese su dependencia del sucesor de Pedro.  A la luz de los avances realizados, y a la distancia de tantos años, puede decirse que las conversaciones, consideradas finalmente sospechosas por parte del Vaticano y mandadas interrumpir, se revelan como un acontecimiento verdaderamente profético. 

 

10)  Consideraciones finales

En el ecumenismo aparece siempre como telón de fondo la actitud dialogal.  Por eso el ecumenismo es, fundamentalmente, según Y. Congar, una actitud.  Es también muchas otras cosas:  organización, estructura, estudio sistemático, etc.; pero, en el fondo, es una actitud que se define como diálogo. 

El problema aparece con toda su crudeza cuando, tras la afirmación de que oró Jesús fervientemente por la unidad de sus discípulos, se formula una pregunta.  ¿Qué tipo de unidad quería Jesús para sus discípulos?  El Evangelio añade algo muy preciso:  “que sean uno...  para que el mundo crea”.  Por eso, cualquier búsqueda ecuménica no puede perder de vista las relaciones intratrinitarias, es decir, la estrecha comunión entre Padre e Hijo en el Espíritu; y la dimensión sacramental o de signo respecto al mundo.  La unidad deberá ser, pues, profunda e íntima como las mismas relaciones que se dan en Dios; y significativa para que el mundo crea en el enviado de Dios.  Teniendo estos dos polos bien atados, la pregunta continúa:  ¿de qué unidad se trata?; ¿qué formas históricas debe revestir esa unidad que buscan los cristianos y las Iglesias?; ¿qué posibilidades reales existen de que una idea de unidad se imponga a las Iglesias divididas como la más coherente con el designio de Jesús y con la experiencia vivida por la comunidad cristiana de los primeros siglos cuando aún podía denominarse Iglesia indivisa?  Incluso, ¿es posible tal unidad o es una utopía inalcanzable?; ¿vale la pena perseguir y trabajar por la unidad de las Iglesias, o es realmente una cuestión baladí al lado del gran desafío que tienen los cristianos respecto a la unidad de la humanidad? 

La unidad cristiana tiene, sin embargo, un precio caro.  No cualquier tipo de unidad goza de la suficiente credibilidad y reconocimiento por parte de las Iglesias.  Sólo la “unidad en la verdad” recibe aceptación unánime por parte de todas las Iglesias.  Por eso cualquier intento de unidad que prescinda del núcleo del depósito revelado está condenado al fracaso.  El precio de la unidad tiene un nombre, la verdad.  El problema del ecumenismo es, en definitiva, el problema de la verdad.  Es cierto que antes de llegar al tema crucial de la verdad hay que transitar por los caminos previos de la tolerancia, del cese de estériles polémicas, del respeto mutuo, del diálogo y la acogida de los otros, pero llega un momento en que el horizonte de la verdad aparece como la cuestión decisiva en que se juegan los problemas del ecumenismo.  Una separación sería noble si naciera por amor a la verdad, y no por visiones fanáticas o por deseos inconfesados de hegemonía de unos sobre otros. 

El problema ecuménico presenta dificultades todavía mayores cuando se trata de precisar los límites de lo que se considera núcleo central de la fe (como tal irrenunciable) y la construcción doctrinal en que la fe aparece revestida.  Deslindar esos límites es parte del problema ecuménico, que en el pasado generó tantos malentendidos.  Hubo un tiempo en que fe y teología venían tan íntimamente entremezclados que no parecía posible un análisis por separado de ambas realidades.  De ahí que el sistema teológico se confundiese tantas veces con la verdad de la fe, como expone H. Küng en su teoría de los paradigmas, y que la misma fe no pudiera desprenderse de sus enunciados y de su explicación racional a través de determinados métodos y escuelas teológicas. 

Pablo VI aprobó la validez del recurso a la “economía” de verdades, tan válido en la Iglesia antigua: 

“La caridad nos debe ayudar, como ayudó a Hilario y a Atanasio, a reconocer la identidad de la fe más allá de las diferencias de vocabulario, en momentos en que graves divergencias dividían el episcopado cristiano.  El mismo Basilio, en su calidad de pastor, defiende la fe auténtica en el Espíritu Santo evitando el empleo de ciertas palabras que, por exactas que fuesen, hubieran podido ser ocasión de escándalo para una parte del pueblo cristiano.  ¿Acaso Cirilo de Alejandría no aceptó, en el año 433, dejar de lado su teología para hacer la paz con Juan de Antioquía, después de cerciorarse de que, a pesar de sus diferentes expresiones, era idéntica su fe?” (Pablo VI en su alocución al patriarca Atenágoras en la catedral de Fanar, el 25 de julio de 1967.  BAC; 1973). 

Resultaría vana la pretensión de abarcar la amplia problemática doctrinal que impide ahora mismo la comunión plena entre las diferentes Iglesias cristianas.  Basten los temas centrales presentes en esta pequeña obrita.  Dejamos al margen ciertos temas clásicos que en el pasado ocuparon la atención de la polémica:  el problema de la amnistía por la sola fe; relaciones entre naturaleza y gracia; definición del acto de fe y del pecado; posibilidad del conocimiento natural de Dios sin revelación; Biblia y tradición; unicidad y centralidad de Jesucristo en la salvación; eucaristía; el tema mariano; etc.  Esta temática ha recibido en los últimos años un trato más matizado que en el pasado, y hoy se vislumbran consensos muy prometedores.  Como hemos visto, el debate actual se centra en la eclesiología, en la teología de los ministerios, con especial referencia al servicio petrino y al problema de la intercomunión. 

Por eso, la unidad futura será una “comunidad en tensión dialogal”.  La comunión eclesial plena es una unidad visible en la fe y los sacramentos, y en una estructura eclesial que manifiesta tanto la diversidad de las Iglesias locales como la unidad de la comunidad católica y universal.  La reconciliación se celebra en la comunidad eucarística.  Al mismo tiempo, las diferencias confesionales grabadas, no sin un carácter polémico, en la memoria, puede que permanezcan en el futuro, pero relacionadas entre sí y dentro de un diálogo permanente.  La unidad renovada tiene un efecto curativo, pero las tensiones y los antagonismos que todavía subsisten pueden actuar como correctivos útiles.  Cada confesión puede, de este modo, tomar conciencia, gracias a otra, de su unilateralidad y de algunas verdades olvidadas.  Finalmente, la unidad no será el resultado de nuestras estrategias, negociaciones y, quizás, ansias de poder.  Debe caracterizarse por una convicción espiritual evangélica profunda, una disponibilidad incansable y siempre renovada de escucha, y una humildad desinteresada. 

Y todo esto sin desesperar, pues tras una larga trayectoria de diálogo serio, algunos cristianos se interrogan, inevitablemente, por el futuro.  ¿Tiene realmente el ecumenismo porvenir?; ¿vale la pena continuar unos esfuerzos cuyos resultados son demasiado frágiles para asegurarnos que estamos en la buena dirección?; ¿no estaremos metidos en una aventura que lleva a un callejón sin salida? 

Otros cristianos, en cambio, ya no se hacen este tipo de preguntas.  Cansados de las negativas de las jerarquías, han dejado de mostrar interés por la causa ecuménica y ahora trabajan en ONGs e instituciones independientes donde realizan su vocación de servicio a la humanidad.  Y es que, cuando la tarea cristiana en un mundo deshumanizado tiene tantas urgencias y los burócratas de las Iglesias están anquilosados, ya no cabe prestar atención a cuestiones doctrinales que parecen no tener fin.  Pero es difícil dar testimonio cristiano ante el mundo en una Iglesia dividida.  ¿No dijo Jesús que antes de la reconciliación con el mundo era más importante la reconciliación de los discípulos?  De hecho, el ecumenismo es una de las pocas utopías que quedan en un mundo desencantado y en unas Iglesias que parecen replegarse a sus cuarteles de invierno buscando certezas y seguridades.  Para eso, la ICR tendría que volver al espíritu que inspiró el Concilio Vaticano II, es decir, resituar a la Iglesia en la historia no desde la perspectiva de rivalidad y condena, sino como “sacramento de salvación”.  Por parte del CEI, nadie como Karl Barth lo expresó mejor: 

“No existe ninguna justificación, ni teológica, ni espiritual, ni bíblica, para la existencia de una pluralidad de Iglesias genuinamente separadas en este camino y que se excluyen mutuamente unas a otras interna, y, por tanto, externamente.  En este sentido, una pluralidad de Iglesias significa una pluralidad de señores, una pluralidad de espíritus, una pluralidad de dioses.  No hay duda de que en tanto el cristianismo esté formado por Iglesias diferentes que se oponen entre sí, éste niega prácticamente lo que confiesa teológicamente:  la unidad y la singularidad de Dios, de Jesucristo, del Espíritu Santo.  Pueden existir buenas razones para que se planteen estas divisiones.  Puede haber serios obstáculos para poder eliminarlas.  Puede haber muchas razones para explicar esas divisiones y para mitigarlas.  Pero todo eso no altera el hecho de que toda división, como tal, es un profundo enigma, un escándalo” (“Ecumenismo y liberación”.  J. De Santa Ana.  Paulinas; 1987). 

De ahí la fe en lo imprevisible de Dios.  Esa fe se demuestra en la intuición de un hombre o de una mujer, en la creatividad de un grupo cristiano, en el reposo o audacia de un teólogo, en la plegaria escondida de una parroquia desconocida o de un monasterio silencioso, en el empeño decidido de unos cristianos por colaborar juntos en el ecumenismo, en la mano extendida de un papa o en el abrazo sincero de un patriarca.  Todo esto no se puede cuantificar, pero es la vida misma del movimiento ecuménico, donde hay épocas mejores que otras, pero donde también ponerse en camino ya es vislumbrar la meta.  De ahí que el ecumenismo tenga sentido, y futuro, desde el momento en que el “kairós” (el tiempo favorable) del Señor es acogido en las Iglesias y lo que parecía imposible se pone al alcance de la mano. 

Quiero acabar con unas palabras de John Henry Newman, pasado del anglicanismo a la Iglesia Romana y hecho cardenal, escritas en noviembre de 1864:  “Mi objetivo no es conseguir conversiones inmediatas, sino, en la medida en que un viejo puede hacerlo, influir sobre las maneras de pensar de este país (digamos:  del mundo), con los ojos puestos en un tiempo aún lejano, en el que yo no estaré ya aquí” (Cita de Y. Congar en su libro “El acercamiento ecuménico”.  Estela; 1967). 

 

 

 

 

EL ECUMENISMO  (TEOLOGÍA ECUMÉNICA)

1)      La palabra “oikoumene”

2)      El giro ecuménico

3)      Unidad y reconciliación

4)      Modelos de unidad en el CEI

5)      Relaciones ecuménicas entre la ICR y el CEI

6)      Modelos de unidad en los teólogos de la ICR

7)      El papado como principal escollo ecuménico

8)      El ecumenismo local

9)      La Semana de Oración por la Unidad

10)  Consideraciones finales

 

 

VOLVER A MENÚ PRINCIPAL