EL CAMBIO: ENMIENDA Y CONVERSIÓN
P. Manuel M. Lasanta
Ruiz
A
veces nuestra vida es un lío porque tomamos por realidad lo que no son más que
programaciones. Es como un grupo de
turistas que viaja en un avión y pasa por unas vistas deslumbrantes. Pero las cortinas están echadas, y no ven
nada. De modo que todos pasan el rato
discutiendo quién tendrá el asiento de honor.
El cambio consiste en apreciar un horizonte diferente del de nuestras
programaciones; uno cuyo norte sea el amor.
Pero el Amor, con mayúsculas, es Dios mismo, fuente inagotable de todo
amor. Dios es la verdad, la felicidad y
la auténtica realidad; es la Fuente siempre dispuesta a llenarnos cuando nos
abrimos a él. Es impresionante la
expresión de san Agustín: “Señor,
nos hiciste para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta descansar en
ti”. Un poeta hindú también
escribió: “Reí cuando me dijeron
que un pez en el océano tenía sed”.
¡Nosotros, rodeados de Dios, no hallamos descanso y tenemos sed! Por el hecho de ser su creación estamos
llamados a una comunión con toda la realidad; se nos pide un radical voto de
amor hacia todo y todos que empieza por nosotros mismos: hay que entregarse totalmente a la búsqueda
del amor y la verdad, al precio que sea.
Ahora
bien, el cambio no se alcanza a fuerza de voluntarismo, sino que adviene y trae
la curación cuando el amor se hace presente.
Hay que aprender qué es el amor de verdad para que el cambio llegue por
sí mismo. Y del amor aprendemos que su
auténtica esencia es la incondicionalidad y no la compra-venta. “Convertirse” es volverse a ese Dios Amor,
siempre vuelto hacia nosotros, aunque le demos la espalda.
Recibir
el amor incondicional de Dios no depende de nuestros propios méritos o
esfuerzos; pero es preciso experimentarlo para curarnos y liberarnos. Es una paradoja, pues, para cambiar, es
preciso evitar esforzarse en cambiar.
Conceptualmente, la cuestión no es fácil, pero la postura correcta concede
el primado de la iniciativa a la gracia de Dios, sin ignorar la capacidad de
respuesta (aunque limitada y frágil, y siempre inspirada por la gracia primero)
de la libertad humana. Una sencilla
historia puede ilustrarnos:
Había
una vez un abad del desierto que tenía
a su cargo unos monjes. Uno se
acercó: “Padre, ¿hay algo que yo
pueda hacer para conseguir el cambio?”. “Tan poco como lo que puedes hacer para que mañana amanezca”,
respondió el abad. El monje se quedó
desconcertado: “Entonces, ¿para qué
valen tantas lecturas y ejercicios?”.
“Para estar seguros de que no estáis dormidos cuando el sol comienza a
salir”.
Jesús
comenzó su ministerio predicando la enmienda:
“Se ha cumplido el plazo y el Reino de Dios está cerca: enmendaos y creed esta buena noticia”
(Mc 1,15). Los apóstoles también
predicaban la enmienda: “Pedro les
contestó: Enmendaos...” (Hch
2,38). “Arrepentíos y convertíos para
que se os borren los pecados” (Hch 3,19).
“Dios, pasando por alto la época de la ignorancia, pide a todas las
personas en todas partes que se enmienden” (Hch 17,30). “A judíos y griegos he inculcado el
arrepentimiento con Dios y la fe en nuestro Señor Jesús” (Hch 20,21).
Enmendarse
significa reconocer la culpa personal de las injusticias hechas contra el
prójimo y rectificar la mala conducta.
La tradición profética de Israel dice: “¡Lavaos, limpiaos!
¡Apartad de mi vista vuestras maldades!
¡Dejad de hacer el mal! ¡Aprended
a hacer el bien, esforzaos en hacer lo que es justo, ayudad al oprimido, haced
justicia al huérfano, defended los derechos de la viuda! El Señor dice: Venid, vamos a discutir este asunto. Aunque vuestros pecados sean como el rojo más vivo, yo los dejaré
blancos como la nieve; aunque sean como tela de púrpura, yo los dejaré blancos
como la lana” (Is 1,16ss). En este
texto define Isaías el significado de la enmienda: cesar de obrar el mal y aprender a obrar el
bien. El término griego para “enmienda”
(metanoia) denota un cambio de actitud hacia los demás, que se traduce en un
cambio de conducta. Ni siquiera tiene
referencia a Dios, sino al prójimo. De
modo que a Dios no se llega por las inciertas rutas del aire, sino a través de
los demás. En el arrepentimiento Dios
pide el fin a las injusticias humanas y el daño habitual contra el prójimo,
especialmente a los más débiles. Por
eso la llamada al cambio fue el tema central de los discursos contra la
corrupción y la injusticia.
La
enmienda implica un elemento emocional por el que cambian nuestros sentimientos
hacia el pecado, hasta producirnos pesar interior por ofender el carácter santo
de Dios. Arrepentirse por miedo al
castigo es egoísmo, y conduce a la desesperación, pues acaba en mero
remordimiento y no en genuina enmienda:
“No me alegro de vuestra tristeza, sino del arrepentimiento que
provocó. Vuestra tristeza fue según
Dios... La tristeza según Dios produce
una enmienda saludable e irreversible; pero una tristeza mundana produce
muerte” (2 Co 7,9s).
Por
otra parte, no hay que confundir el arrepentimiento y la penitencia, como
algunas malas traducciones de la Biblia hacen, enfatizando la mortificación del
cuerpo en vez del arrepentimiento del corazón, con lo que se distrae la
atención de la necesidad del cambio interior, mientras se fomenta la soberbia
espiritual del asceta. Esa errónea
enseñanza hurta la gran verdad de la regeneración, por la que sólo Dios cambia
el corazón humano. Pero arrepentirse es
algo más que llorar por los pecados; significa mirar todo de una forma nueva,
cambiar de ideas. De ahí que la
enmienda dé paso a la conversión.
El
momento decisivo es la conversión personal, pues “convertirse” (epistrépho)
significa “volverse a Dios”. Jeremías
dice: “Mi pueblo ha cometido un
doble pecado: me abandonaron a mí,
fuente de agua viva, y cavaron sus propias cisternas; pozos rotos que no
conservan el agua” (Jer 2,13). Se
queja Dios de que su pueblo le ha vuelto la espalda, a pesar de ser él una
fuente de agua clara y limpia, y se ha dado a la idolatría, a otros dioses que
son como cisternas de agua estancada y sucia que no pueden dar la felicidad. He aquí la situación de todo
inconverso: ha dado la espalda a Dios y
la cara al pecado. ¿Qué debe hacer para
salvarse? Dar media vuelta y volverse a
Dios. He aquí la conversión: “Ellos cuentan la acogida que nos
disteis, cómo dejando los ídolos os convertisteis a Dios, para servir al Dios
vivo y verdadero” (1 Ts 1,9).
La diferencia entre enmienda y conversión es que la primera sólo tiene
que ver con el ser humano, mientras que la segunda tiene que ver con Dios. Por eso los apóstoles también diferenciaron
entre arrepentimiento y conversión (Hch 3,19.26; 26,20).
El
desbordamiento del santo temor nos libera de cualquier miedo humano. Los Padres del desierto se retiraban a
despoblado y convivían en medio de fieras salvajes y alimañas venenosas, en el
seno de una naturaleza áspera y una austeridad extrema. Allí se entregaban al “penzos”, al llanto,
conscientes de su alejamiento del Dios bienamado. Despreciando lo que hay en el mundo, lloraban más que las mismas
madres ante la tumba de sus hijos.
Lloraban al contemplar su tenebroso abismo interior y experimentar las
profundas raíces del mal que no podían extirpar por sí mismos. Puede que nosotros no hayamos cometido los
crímenes que persiguen los Estados, pero por nuestro corazón han circulado
libremente reptiles de todo tipo y especie.
Los Padres afirmaron que el dolor por el pecado es un gran don del
cielo, más grande incluso que la visión de los ángeles. Puede que el Espíritu Santo nos conceda la
bendita desesperación de convencernos de nuestro pecado (Jn 16,7ss) y nos abandonemos
al llanto amargo que abre surcos en las mejillas. En esas lágrimas somos engendrados como en un bautismo de
arrepentimiento en un rapto hacia Dios.
Por una parte el alma se espanta al ver cómo es en realidad pero, por
otra, una marea caliente, antes desconocida, ablanda el corazón con la fuerza
suscitada por la luz de Dios.
En
el comienzo del arrepentimiento predomina el pesar, pero pronto surge en
nosotros la energía de una nueva vida que produce una transformación
milagrosa. Entonces el mismo arrepentimiento
desemboca en la conversión, es decir, en el descubrimiento del Dios Amor. Al contemplar la belleza del plan de Dios y
los eventos de su economía para llevarla a cabo vemos “el conocimiento de la
gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2 Co 4,6). La gracia del arrepentimiento desvela en
nosotros la imagen del Hijo. ¡Qué
doloroso es este proceso! Dios mismo se
forja en nosotros como en un embarazo espiritual. La imagen del Logos cincelada por el Espíritu inflama en nosotros
el ardiente deseo de parecernos a él en todo.
Y entonces el sufrimiento se vuelve paradójico, pues ya no sufrimos como
antes, ya que el sufrimiento nos inspira y no nos destruye. En él está también presente la fuerza de
Dios, que nos arroja como náufragos a la playa de la misericordia divina. El mismo Dios viene a abrazarnos como el
padre entrañable de la parábola (Lc 15,20).
El temor y el temblor dan paso a la “admiración” ante Dios, que nos
viste con ropas suntuosas y embellece con dones sublimes. Aquel dolor se transforma en dulce alegría,
y el amor adopta la forma de la compasión por todas sus criaturas,
desconocedoras de la calidez de la luz divina.
“Felices
los que lloran, porque serán consolados” (Mt 5,4). ¿Cómo hablarle al hombre de hoy del llanto espiritual, si se
considera vergonzoso que un adulto llore?
Efectivamente es vergonzoso llorar, pero sólo cuando se trata de
realidades pasajeras. Sin embargo, el
don de lágrimas es provocado por un toque del Espíritu que nos visita y llena
el corazón de amor imperecedero. Con
este llanto lloraron los apóstoles y los Padres, y con este llanto lloró el
Señor en Getsemaní. Y es que el
misterio y añoranza de nuestra separación no conoce, fuera del llanto, otro
modo de expresar su enternecimiento y amor dolorido ante Dios. Es ingenuo quien piense que puede seguir a
Cristo sin lágrimas. De hecho, nuestro
corazón de piedra, animado por el egoísmo y la soberbia, se vuelve sensible al
fuego intenso (Lc 12,49) que es capaz incluso de fundir los metales y las piedras
más duras. Quien no haya experimentado
la proximidad de este fuego no podrá comprenderlo. Pero que tenga por cierto que debe ser reblandecido y forjado de
nuevo bajo los golpes de un potente martillo.
Al
examinarnos a la luz de los mandamientos del Señor siempre nos parecerá que
todavía no hemos alcanzado el genuino arrepentimiento, por más que hayamos sido
tocados por su llama. Sisoes el Grande
dijo lo siguiente en su lecho de muerte:
“Dame tiempo, Señor, para arrepentirme”. Los hermanos que rodeaban su cama
preguntaron consternados: “¿Todavía
no te has arrepentido?”. El santo
respondió: “Creedme, hermanos, aún
no he empezado a arrepentirme”.
León
Tolstoy cuenta su conversión del siguiente modo: “Hace cinco años llegué a creer en la enseñanza de Cristo, y
mi vida cambió de repente. Dejé de
desear aquello que antes había deseado y comencé a querer lo que antes no
quería. Las cosas que previamente me
habían parecido buenas ahora las veía como malas, y las malas como buenas. Me pasaba como a la persona que sale para
algún negocio y, por el camino, decide que dicho asunto es innecesario y se
vuelve a su casa: todo lo que antes le
quedaba a la derecha ahora está a su izquierda, y lo que tenía a su izquierda
pasa a ocupar un lugar a su derecha”.
Sería
un grave error confundir las manifestaciones del arrepentimiento y la conversión con los síntomas patológicos
de ciertos desórdenes nerviosos. El
sufrimiento del penitente no es fruto de pasiones carnales insatisfechas o
conflictos neuróticos, sino un verdadero crecimiento en el conocimiento del ser
(con minúsculas) y del Ser (con mayúsculas).
Este proceso de la gracia increada unida íntimamente a nuestra
naturaleza creada produciría la deificación.