DIOS NO ES UN
PROBLEMA A RESOLVER, SINO UN MISTERIO A ADORAR
El
Dios del misterio
Kallistos Ware
Introducción
"Yo
soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6)
"La Iglesia no nos da un sistema; nos proporciona una
llave. No nos da el plano de la ciudad
de Dios; nos facilita los medios para penetrar en ella. Podremos perdernos por falta de un plano,
pero, al menos, lo que veamos lo veremos sin intermediarios. Directamente. Realmente. Quien estudia
rigurosamente el plano corre el peligro de quedarse en el exterior, sin
encontrar realmente nada" (Padre Jorge Florovski).
San
Serapión el Sindonita, célebre Padre del desierto de Egipto del siglo IV, se
dirigió en peregrinación a Roma. Había
oído hablar de una monja que vivía en una pequeña habitación de la que no salía
jamás. Él, que erraba siempre por
montes y valles, se mostraba reticente respecto a ese género de vida. Decidió ir a entrevistarse con ella y le
preguntó: "¿Qué haces ahí
sentada?". Ella
respondió: "No estoy sentada,
estoy en camino”.
“No estoy sentada, estoy en camino”; palabras que todo cristiano podría hacer
suyas. Ser cristiano es, precisamente,
estar en camino. Los Padres Griegos nos
recuerdan que somos como los israelitas en el desierto. Vivimos en tiendas y no en casas, pues
espiritualmente estamos siempre en camino.
¡Fuera reloj! ¡Fuera
calendario! Un viaje fuera del
tiempo... Un viaje a la eternidad.
Uno
de los términos más antiguos de que nos hemos servido para designar el
cristianismo es el de "Camino".
"Por aquel tiempo, se produjo un tumulto bastante grave a propósito
del Camino" (Hch 19,23).
Félix, gobernador romano de Cesárea, estaba "muy informado sobre
lo concerniente al Camino" (Hch 24,22). El Camino es un término que hace relación al carácter práctico de
la fe cristiana; el cristianismo es totalmente distinto de una teoría sobre el
universo y completamente distinto de una enseñanza escrita. Es el camino que seguimos, el "camino"
en toda la plenitud del término: el
Camino de la Vida.
La
única forma de descubrir la verdadera naturaleza del cristianismo es
comprometernos con ese camino, decidir seguir esta ruta que conduce a la
Vida. Entonces empezaremos a ver por
nosotros mismos, puesto que mientras nos mantengamos aparte, no podremos
comprender del todo; necesitamos directrices antes de ponernos en marcha, saber
qué señales indicadoras debemos seguir; necesitamos también compañeros de
viaje. Es imposible emprender un viaje
semejante sin la ayuda de otros, aunque no nos den más que una vaga idea del
camino, porque nada puede sustituir a la experiencia personal y directa. Cada uno ha de comprobar lo aprendido y revivir
lo recibido. "El Credo (decía
el metropolitano Filaret de Moscú) solamente te pertenece si lo has
vivido". Nadie puede hacer un
viaje semejante sentado en su sillón.
Nadie puede ser un cristiano de segunda mano. Dios tiene hijos, nunca nietos.
Como
cristiano ortodoxo, deseo subrayar esta necesidad de experiencia
viva. Para muchos occidentales del
siglo XXI, la ortodoxia tiene un carácter antiguo y conservador. El mensaje de los ortodoxos a sus hermanos
occidentales parece ser: "Somos
vuestro pasado". Para los
ortodoxos, sin embargo, el respeto a la Tradición no significa en primer lugar
y ante todo, la aceptación de fórmulas o de costumbres anticuadas heredadas de
las generaciones anteriores. La
fidelidad a la Tradición es esta experiencia siempre nueva, personal, directa,
del Espíritu Santo en el presente.
Aquí. Ahora.
Debemos
subrayar algo que tiene gran interés para el ortodoxo: el valor de los gestos simbólicos, como
encender un cirio, o el papel de los iconos que transforman la pequeña iglesia
en un rincón "del cielo en la tierra", lugar preeminente del
martirio en la experiencia ortodoxa, ya sea bajo los turcos desde 1453 o bajo
los regímenes comunistas desde 1917. La
ortodoxia parece hoy un "viejo árbol". Olvidemos su edad... ¿No sentimos vibrar esta "perpetua
resurrección"? Después de
todo, ¿no es esto lo que cuenta? No es
un simple vestigio, porque Cristo no dijo:
"Yo soy la costumbre", sino "Yo soy la
Vida".
Esta
obra se propone revelar las fuentes de esta "perpetua
resurrección". Quiere poner de
manifiesto algunas de estas señales indicadoras que jalonan el camino
espiritual. No ha sido concebido para
relatar la historia pasada o la condición contemporánea del mundo
ortodoxo.
El
objeto de este libro es ofrecer una idea de las enseñanzas fundamentales de la
ortodoxia, presentando la fe como un modo de vida y de orar. Este libro bien podría haberse titulado: Lo
que hace vivir a los cristianos ortodoxos.
En otros tiempos, cuando todo era más formal, habría revestido, sin
duda, la forma de un catecismo para adultos, con preguntas y respuestas. No he querido conferir a esta obra un
carácter exhaustivo. Trata de la
Iglesia y de su carácter "conciliar," de la comunión de los santos,
de los sacramentos, del sentido del culto litúrgico de forma breve. Cuando me refiero a otras confesiones
cristianas, no intento ninguna comparación sistemática. Mi única preocupación consiste en presentar,
de manera positiva, la fe que me hace vivir como ortodoxo.
Deseando
hacer oír la voz de otros testigos que tienen más peso que yo, he incluido
numerosas citas, sobre todo al principio y al final de los capítulos. Estos pasajes provienen en su mayor parte de
manuales de oración ortodoxa de los que nos servimos todos los días o de los
Padres, cuyos escritos se remontan a los primeros siglos de la historia
cristiana, aunque a veces son más recientes.
¿Por qué no podría, en nuestros días, un autor ser llamado también "Padre"? Estas citas son las "palabras"
que me han ayudado más personalmente, los jalones de mis propias exploraciones
a lo largo del camino. Hay muchos otros
autores cuyos nombres no cito y de los cuales he bebido igualmente.
Archimandrita Kallistos
Un Dios Incomprensible
"Dios
no puede ser captado por el espíritu. Si pudiera ser captado, ya no sería
Dios" (Evagrio Póntico).
"Un día, unos hermanos fueron a entrevistarse con el abba
Antonio; entre ellos estaba el abba José.
Deseoso de ponerlos a prueba, el anciano citó un texto de la Escritura y
les preguntó, empezando por el más joven, cuál era su significado. Cada uno lo explicó lo mejor que pudo, pero a
cada uno el anciano le replicó:
"Todavía no has encontrado la respuesta". Se volvió, finalmente, al abba José y le
preguntó: "¿Y tú qué piensas que
quiere decir este viejo texto?" Él
le respondió: "No lo sé". Entonces el abba Antonio dijo: "Verdaderamente el abba José ha
encontrado el camino puesto que ha dicho:
No lo sé" (Apotegmas
de los Padres del Desierto).
Alteridad
y proximidad del Eterno
¿Quién
es Dios?
Quien
empieza el camino espiritual se da cuenta, a medida que avanza, del contraste
impresionante entre la alteridad y proximidad del Eterno. Empieza por darse cuenta de que Dios es Misterio. Dios:
"Totalmente Otro".
Invisible. Inefable. Inconcebible. Radicalmente trascendente.
Más allá de todas las palabras y de toda comprensión. Podemos estar seguros de que el recién
nacido conoce tanto sobre este mundo como nuestros sabios conocen los caminos
de Dios, esos caminos a los que están sometidos los cielos y la tierra, el
tiempo y la eternidad. Los Padres de la
Iglesia insisten: "Un Dios
comprensible no es Dios", un Dios al que pretendiéramos conocer a
fondo, a través de los recursos de nuestra inteligencia, resultaría ser un
ídolo hecho a nuestra propia imagen.
Semejante "Dios" no es en absoluto el Dios vivo y
verdadero. El ser humano está hecho a
imagen de Dios, pero lo contrario no es cierto.
Este
Dios de misterio está, sin embargo, cerca de nosotros. Con una cercanía única. Lo llena todo. Está presente en todo.
Alrededor de nosotros. En
nosotros. No es una atmósfera que nos
rodea. No es una fuerza sin
nombre. Está presente. Personalmente presente. Pero este Dios que está infinitamente más
allá de nuestra comprensión se nos revela como persona.
Nos
llama por nuestro nombre y nosotros le respondemos. Entre nosotros y este Dios trascendente se establece una relación
de amor de la misma naturaleza que la que nos une con aquellos que nos son
queridos. Conocemos a nuestros
hermanos por el amor que nos tenemos.
Así sucede con Dios. Como dice
Nicolás Cabásilas, Dios, nuestro Rey, es:
"Más solícito que ningún amigo, más justo que ningún
soberano, más amante que ningún padre, más parte de nosotros que nuestros
propios miembros, más vital para nosotros que nuestro propio corazón".
Estos
son los dos "polos" de la experiencia que el ser humano tiene
de lo divino. Dios está, a la vez, más
lejano y más próximo que todo lo demás.
Por paradójico que parezca, estos dos polos no se anulan sino que cuanto
más atraídos nos sentimos por uno de ellos, más conciencia tomamos del
otro. Cuanto más se avanza en el camino
espiritual, más nos parece Dios más íntimo y más alejado. Cuanto más lo conocemos, más desconocido nos
parece. Así, Dios es bien conocido por
el niño pequeño y totalmente desconocido por el más brillante de los
teólogos. Dios es la paradoja.
Dios
ha establecido su morada en "una luz inaccesible"; sin
embargo, el hombre se siente en su presencia, lleno de confianza. Incluso se dirige a él como a su padre. Dios es el fin. Dios es el comienzo. Dios
es el amigo que nos acoge al término del viaje. Dios es nuestro compañero de
camino. "Es el albergue en el
que pasamos la noche y el término del viaje" (Nicolás Cabásilas).
Un
Dios que es Misterio
Si
no partimos con un sentimiento de asombro — con el sentido de lo numinoso —,
sólo avanzaremos lentamente por el camino espiritual.
Los
Padres comparan el encuentro con Dios con la experiencia de quien va por la
montaña en medio de la niebla. Avanza a
tientas y se encuentra, de repente, al borde de un precipicio. A sus pies, el abismo. Los Padres Griegos toman también el ejemplo
de la persona que está de noche en una habitación oscura; abre la puerta y en
el mismo momento en que mira hacia afuera, un relámpago atraviesa el cielo. Cegada, se tambalea. Encontrarse ante el misterio vivo de Dios
produce en nosotros el mismo efecto:
nos quedamos aturdidos. El suelo
parece desaparecer a nuestros pies y no sabemos a dónde asirnos. Nuestros ojos "interiores"
quedan cegados y todo lo que teníamos por seguro y sólido, vacila.
Los
Padres eligen como símbolos del camino espiritual a los dos principales
personajes del Antiguo Testamento:
Abraham y Moisés. Abraham vive
en su morada ancestral del país de Ur, en Caldea, cuando Dios le ordena: "Deja tu país, tu parentela y la
casa de tu padre por el país que yo te indicaré" (Gn 12,1). Él acoge la llamada divina, se desarraiga,
deja un entorno familiar y se aventura hacia lo desconocido, sin saber a dónde
va. Simplemente ha recibido una
orden: "Deja..." y,
gracias a su fe, responde. Moisés tiene
tres visiones sucesivas de Dios; primero, lo ve en la zarza ardiente (Ex
3,2). Después, Dios se le revela a
través de una luz mezclada con oscuridad:
es la "columna de fuego y de nube" que acompañará al
pueblo de Israel en el desierto (Ex 13,21).
Finalmente, se produce el encuentro con Dios a través de una "no-visión": habla con él en la "nube
oscura", en la cima del Sinaí (Ex 20,21).
Abraham
se pone en camino. Deja una morada
familiar por un país desconocido.
Moisés avanza de la luz a las tinieblas. Sucede lo mismo con quien se compromete en los senderos del
camino espiritual. Vamos de lo conocido
a lo desconocido, de la luz a las tinieblas.
No pasamos solamente de las tinieblas de la ignorancia a la luz del
conocimiento, sino de la luz del conocimiento parcial hacia un conocimiento más
grande y tan profundo que puede definirse como las "tinieblas de la
ignorancia". Como Sócrates,
empezamos a darnos cuenta de que comprendemos muy poco. Descubrimos que el papel del cristianismo no
consiste en proporcionar respuestas a nuestras preguntas, sino en hacernos
tomar conciencia progresiva del Misterio.
Dios no es tanto el objeto de nuestro conocimiento como la causa de
nuestro asombro. A propósito del primer
versículo del Salmo 8: "Señor
Dios nuestro, qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!", san
Gregorio de Nisa declara: "No
conocemos el Nombre de Dios; nos asombramos en el nombre de Dios".
Si
reconocemos que Dios es infinitamente más grande que todo lo que se puede decir
o pensar sobre él, se hace necesario referirnos a él no ya a través de
declaraciones directas, sino a través de representaciones, de imágenes. Nuestra teología es, en gran parte, simbólica,
pero la trascendencia y "la alteridad" de Dios están más allá
de los símbolos. Para poner de
manifiesto este mysterium tremendum (misterio que hace temblar),
necesitamos recurrir tanto a declaraciones negativas como afirmativas,
necesitamos decir lo que Dios no es, más que lo que es. Sin la posibilidad de servirnos de la
negación, de lo que se llama la aproximación apofática, nuestros
presupuestos sobre Dios pueden ser totalmente erróneos. Todo lo que afirmamos de Dios, por exacto
que pueda ser, está muy lejos de la verdad.
Si decimos que es bueno o justo, debemos apresurarnos a añadir que su
bondad y su justicia no pueden definirse de acuerdo con nuestras medidas
humanas. Si decimos que existe, debemos
añadir inmediatamente, que no es un objeto que existe entre otros; que en su
caso la palabra "existe" reviste un sentido totalmente
único. Así, la vía de la afirmación
queda equilibrada por la vía de la negación.
Ninguna palabra puede contener la plenitud de este Dios de total
trascendencia.
Por
eso, el camino espiritual resulta ser un camino de arrepentimiento en el
sentido radical de la palabra. Metanoia,
palabra griega traducida por "arrepentimiento", significa
literalmente "cambio de mentalidad”. Para aproximarnos a Dios, necesitamos cambiar de espíritu,
desembarazarnos de nuestra forma habitual de pensar. Debemos convertir, no solamente nuestra voluntad, sino también
nuestra inteligencia. Necesitamos
invertir nuestra perspectiva interior, mantener la pirámide sobre su
punta.
Esta
"nube oscura" en la que penetramos siguiendo a Moisés aparece
con una resplandeciente oscuridad. Los
senderos apofáticos de "la ignorancia" no nos llevan a un
vacío sino a la plenitud. Nuestras
negaciones son en realidad superafirmaciones.
Aparentemente destructiva, la aproximación apofática es, a fin de
cuentas, afirmativa porque hace que todo nuestro ser tienda hacia una
experiencia inmediata del Dios vivo, más allá de todas las declaraciones
positivas o negativas, de las palabras y del pensamiento.
Esto
queda sobreentendido en la palabra "misterio". Tomada en su sentido propio y religioso, "misterio"
significa no solamente lo que está escondido, sino lo que es desvelado. La palabra griega mysíerion es de la
familia del verbo myein, que quiere decir "cerrar los ojos o la
boca". En los ritos de
iniciación de ciertas religiones mistéricas paganas, se le colocaba una cinta
en los ojos al candidato antes de conducirlo a través de un laberinto; después,
de repente, se le retiraba la cinta y veía desplegados ante él, los emblemas
secretos del culto. Es así como, en el
contexto cristiano, entendemos por "misterio" no solo lo "sorprendente"
o "misterioso", el enigma o el problema insoluble. Un misterio es, por el contrario, algo revelado
a nuestro entendimiento, pero que jamás comprendemos plenamente, porque
nos conduce a la profundidad o a la oscuridad de Dios. Los ojos están cerrados, pero también están
abiertos.
Por
ello, al hablar de Dios como misterio, llegamos a nuestro segundo "polo". Dios está escondido pero de igual modo, nos
es revelado. Un Dios revelado como
persona, un Dios revelado como amor.
La
fe en el Dios personal
En
el Credo, no decimos "creo que hay un Dios", sino "creo
en un solo Dios". Entre creer que
y creer en existe una enorme diferencia. Yo puedo creer que alguien o alguna cosa existe y ello no tendrá
ningún efecto sobre mi vida. Puedo
hojear la lista telefónica de cualquier ciudad y creer que algunas (o incluso
la mayor parte) de estas personas existen.
Sin embargo, no conozco a ninguna en particular y puede que ni siquiera
haya estado en ese lugar. Por el
contrario, si le digo a un amigo "creo en" ti, voy mucho más
lejos que el simple hecho de reconocer que esta persona existe. "Creo en ti", me vuelvo
hacia ti. Cuento contigo. Pongo mi confianza en ti. Espero en ti; esto es lo que le decimos a
Dios en el Credo.
La
fe en Dios no tiene nada que ver con la lógica de la geometría euclidiana. Dios no es la conclusión de un
razonamiento. Tampoco es la solución de
un problema matemático. Creer en Dios
no quiere decir que aceptemos la responsabilidad de su existencia porque ésta
nos haya sido "probada" por algún argumento teórico. Creer en Dios es poner nuestra confianza en
alguien que conocemos y que amamos.
Tener fe no es suponer que algo es cierto. Tener fe es tener la certeza de que alguien está ahí
presente.
La
fe no es una certeza lógica. Es una
relación personal, en estado rudimentario.
Tiene necesidad de crecer continuamente. Puede coexistir con la duda, porque fe y duda no se excluyen, pues
el enemigo de la fe no es la duda, sino el miedo. Por la gracia de Dios, algunos mantendrán toda la vida su fe de
niños, que les permitirá aceptar todo lo que se les enseña. Sin embargo, en el momento actual, esta
actitud es impensable. Sepamos hacer
nuestro este grito: "Señor, yo
creo. ¡Pero ayuda mi falta de fe!" (Mc 9,24), que se convertirá para
muchos de nosotros en nuestra oración constante hasta la muerte. Sin embargo, duda no quiere decir falta de
fe; puede querer decir, incluso, lo contrario:
que nuestra fe está muy viva, que crece y cambia. Fe no es sinónimo de facilidad; tener fe es
asumir riesgos, no cerrarnos a lo desconocido, sino afrontarlo. Cualquier cristiano puede hacer suyas estas
palabras del obispo Robinson: "El
acto de fe es un diálogo constante con la duda". Dice Thomas Merton: "La fe es una
fuente de preguntas y combates, antes de convertirse en una fuente de certeza y
paz".
La
fe se transforma, entonces, en una relación personal con Dios. Una relación todavía incompleta y vacilante,
pero real. La fe es conocer a Dios no
como una teoría o un principio abstracto, sino como persona. Conocer a una persona es algo muy distinto a
conocer sólo algunos hechos que le conciernen.
Conocer a una persona es, esencialmente, amarla. Sin amor mutuo, no se podría tomar realmente
conciencia del otro. No conocemos
verdaderamente a los que detestamos. He
aquí, por lo tanto, dos formas menos imperfectas de hablar de este Dios que
sobrepasa nuestro entendimiento: es
personal, nos ama. Dos formas de decir
la misma cosa. Por medio del amor
accedemos al misterio de Dios. "Dios
puede ser amado, pero no pensado. Por
medio del amor se le puede captar, pero nunca por el pensamiento",
leemos en La nube del no-saber.
Para
ilustrar este amor entre el fiel y el objeto de su fe, elegiremos dos
ejemplos. El primero está tomado del
martirio de Policarpo en el siglo II.
Los soldados detienen al obispo y lo conducen a lo que él sabe será su
muerte:
"Al enterarse de que los soldados estaban allí, bajó y
conversó con ellos; que estaban asombrados de su edad, su calma y de las
molestias que se tomaban para detener a un hombre tan viejo. Hizo que les sirvieran de comer y de beber
todo lo que quisieran; les pidió que le concedieran una hora para rezar a su gusto.
Se la concedieron y oró de pie, lleno de la gracia de Dios, hasta el
punto de que, durante dos horas, no pudo dejar de hablar y los que lo oían
estaban asombrados. Muchos se
arrepintieron de haber venido a detener a un anciano tan santo. En su oración, recordaba a todos, pequeños y
mayores, ilustres y oscuros, y a la Iglesia católica extendida por toda la
tierra".
Su
amor por Dios y por la humanidad en Dios es tan ardiente que en ese momento
crucial solamente piensa en los otros y no en el peligro que él corre.
"El procónsul insistía y decía: "¡Jura y te dejaré ir, maldice al Cristo!" Policarpo respondió: "Hace ochenta y seis años que lo sirvo
y no me ha hecho ningún mal. ¿Cómo
podría blasfemar de mi Rey que me ha salvado?"
El segundo
ejemplo es el de san Simeón el Nuevo Teólogo, del siglo XI. Este asunto nos describe cómo Cristo se le
revela en una visión de luz:
"Tú has resplandecido y te has dejado ver por mí que te
veía claramente; como yo decía:
"Maestro, ¿quién puedes ser?" entonces me juzgaste digno, a
mí, al pródigo, de oír tu voz. Con qué
dulzura me interpelaste, mientras yo estaba asustado, temblaba e intentaba
razonar diciéndome: "¿Qué puede
querer de mí esta gloria y la grandeza de este brillo? ¿Cómo he sido encontrado digno de tales
bienes?" Yo soy, dices tú, el
Señor que por ti se ha hecho hombre. Y
porque me has buscado con toda tu alma a partir de ahora, tú serás mi hermano,
mi coheredero y mi amigo".
Tres
puntos de referencia
Dios
es aquél a quien amamos. Es nuestro padre. No tenemos necesidad de probar la
existencia de nuestro padre. "Dios, escribe Olivier Clément, no es una
evidencia exterior, sino la llamada secreta en cada uno de nosotros." Si
creemos en Dios es porque lo conocemos directamente a través de nuestra propia
experiencia y no a base de pruebas lógicas. Conviene, sin embargo, establecer
aquí la diferencia entre "experiencia" y "experiencias." La
experiencia directa puede existir sin que vaya, por ello, acompañada de experiencias
específicas. Muchos han creído en Dios a causa de una voz o de una visión, como
san Pablo en el camino de Damasco (Hch 9:1-9). Muchos otros, sin embargo, nunca
han pasado por esta experiencia, pero no obstante, pueden afirmar que hay en su
vida como un todo, una experiencia plena de Dios, una convicción que vibra en
un registro más fundamental que todas sus dudas. San Agustín, Pascal o Wesley
podían precisar el lugar o el momento de esta experiencia, pero eran incapaces
de hacerlo. No obstante, se atrevían a declarar con confianza: "Conozco a
Dios personalmente." He aquí, pues, la "evidencia" fundamental
de la existencia de Dios: una llamada a la experiencia directa (pero no
necesariamente a experiencias). No se puede hablar de demostración lógica de la
realidad divina, aunque hay ciertos "signos." En el mundo que nos
rodea, lo mismo que en nosotros, existen hechos que reclaman una explicación,
aunque continúan siendo inexplicables, si no nos comprometemos a creer en un
Dios personal. Tres de estos "signos" merecen ser mencionados.
En primer lugar está el mundo que
nos rodea. ¿Qué vemos? Un mundo en desorden, una aparente mescolanza, una
desesperación trágica y sufrimientos que, a primera vista, no sirven para nada.
¿Esto es todo? Naturalmente que no. Existe el "problema del mal," sí,
pero también el "problema del bien." Miremos a nuestro alrededor y
veremos que no sólo existe confusión, sino también belleza. En el copo de
nieve, en la hoja, en el insecto, descubrimos modelos de una estructura tan
delicada, de una armonía tal, que el talento humano nunca podría pretender
crear. Sin caer en sentimentalismos no podemos, sin embargo, ignorarlos. ¿Cómo
y por qué aparecen estos modelos? Si tomo un juego de cartas totalmente nuevo
con los cuatro colores colocados por orden y empiezo a barajar, cuanto más lo
haga, más desaparecerá el modelo inicial, sustituido por una yuxtaposición sin
sentido alguno. Pero, en el caso del universo, lo que ha sucedido es lo
contrario. A partir del caos inicial, han emergido modelos cada vez más complicados,
cada vez más impregnados de sentido; entre todos estos, el más complicado, el
más lleno de sentido es el propio hombre. ¿Por qué sucederá en el universo lo
opuesto a lo que ocurre con las cartas? ¿Qué o quién es responsable de este
orden y de este plan cósmico? La causa subyace a estas preguntas. ¿No es la
propia razón la que me incita a buscar una explicación, a partir de que creo
discernir cierto orden o cierto sentido?
"El
trigo estaba al Oriente, el trigo inmortal, que jamás debía ser segado o
sembrado. Yo había creído que estaba allí desde siempre, para siempre. El polvo
y las piedras de la calle eran tan preciosos como el oro... Cuando divisaba a
través de los pórticos los verdes árboles, me sentía transportado de júbilo,
encantado: su dulzura, su rara belleza hacían vibrar mi corazón, me volvían
loco de éxtasis. ¡Qué extrañas y maravillosas eran estas cosas!"
La belleza del mundo, tal como la
concibe el joven Thomas Traherne, se aproxima mucho a algunos textos ortodoxos.
Dejemos hablar a Vladímir Monómaco, príncipe de Kíev:
"Señor,
Veo cómo
tu providencia ha fijado el cielo, el sol, la luna, las estrellas, la
oscuridad, la luz y la tierra que se extiende sobre las aguas.
Veo cómo
tu mano ha aparejado a los diversos animales, los pájaros, los peces.
Veo la
maravilla que es el hombre al que creaste del polvo.
Tan
variado es el rostro humano que podrías reunir a todos los hombres del mundo
y
ninguno tendría el mismo aspecto, pues cada uno, según Tu sabiduría,
Señor,
tiene el suyo propio.
¡Qué maravilla
que las aves del cielo salgan de su paraíso! ¡Qué maravilla que fuertes o
débiles, vayan hacia todos los países, hacia todos los bosques, hacia todos los
campos..., hacia donde tú los envías!"
Esta coexistencia en el mundo de
sentido y confusión, de coherencia, de belleza, pero también de futilidad,
proporciona uno de los signos que jalonan nuestra marcha hacia Dios.
El segundo signo somos nosotros
mismos. ¿Por qué, fuera de mi búsqueda de placer y de mi aversión hacia el
sufrimiento, experimento un sentimiento de deber y de obligación moral, el
sentido de lo que está bien o de lo que está mal? ¿Por qué tengo conciencia?
Esta conciencia no me dice, simplemente, que obedezca unas reglas que me han
enseñado otros: es personal. Y, lo que es más, ¿por qué yo, que estoy colocado
en el tiempo y en el espacio, siento lo que Nicolás Cabasilas llama la sed
infinita o la sed de lo infinito? ¿Quién soy? ¿Qué soy?
La respuesta a estas preguntas está
lejos de ser evidente. El ser humano es inconmensurable. Apenas conocemos
nuestro ser verdadero, nuestro yo profundo. Gracias a nuestra facultad de
percepción, exterior e interior, a nuestra memoria, al poder de nuestro
inconsciente, nos representamos el espacio, pero nos estiramos hacia los
confines del pasado o del futuro para alcanzar el más allá del espacio y del
tiempo, la eternidad. Se dice en las homilías de san Macario:
"En
nuestro corazón, hay profundidades insondables que son como un vasito; sin
embargo, se ven en él dragones, leones, criaturas venenosas y los tesoros del
mal. Se ven allí senderos escarpados y ásperos y abismos abiertos. Dios está
allí también. Están los ángeles, está la vida y el Reino, está la luz, los
apóstoles, las ciudades celestes y los tesoros de la gracia: todas las cosas
están allí presentes."
Así, cada uno de nosotros lleva en
su corazón un segundo "signo." ¿Por qué tengo yo conciencia? ¿Cómo
explicar mi sentido del infinito? Hay en mí algo que me fuerza siempre a mirar
más allá de mis límites, una fuente de admiración, de constante trascendencia
de mi yo.
El tercer signo es mi relación con
los otros seres humanos. Todos hemos conocido, aunque no sea más que una o dos
veces en el curso de nuestras vidas, esos instantes en los que, de repente,
hemos visto abrirse al otro, en toda su profundidad, en toda su verdad.
Entonces, hemos tenido la experiencia de su vida interior como si se hubiera
convertido en la nuestra. Este encuentro con el otro, tal como es de verdad, es
también un contacto con lo trascendente, con lo intemporal. Un encuentro con
una realidad más fuerte que la muerte. Decir a otro con todo nuestro corazón:
"te amo" es decirle: "tú no morirás nunca." En esos
momentos de intercambio personal, comprobamos, no por medio de argumentos sino
por convicción personal, que existe otra vida después de la muerte. Así, en
nuestras relaciones con los demás como en nuestra propia experiencia, conocemos
momentos de trascendencia orientados hacia alguna cosa que nos espera más allá.
¿Cómo podemos ser fieles a estos momentos? ¿Cómo podemos comprenderlos?
Estos tres signos: en el mundo que
nos rodea; en nuestro mundo interior y en nuestras relaciones interpersonales,
facilitarán nuestra aproximación. Juntos nos conducirán al umbral de la fe en
Dios. Ninguno es en sí mismo, una prueba lógica. ¿Cuál es, entonces, la
alternativa? ¿Necesitamos decir que el aparente orden del universo no es más
que un simple azar? ¿Que la conciencia no es más que el simple resultado del
acondicionamiento social? ¿Que, cuando ya no exista vida en este planeta, todo
lo que la humanidad haya experimentado, todas nuestras potencialidades, serán
olvidadas como si nunca hubieran existido? Semejante respuesta me parece, no
solamente insatisfactoria e inhumana, sino también perfectamente absurda.
Es fundamental para mi carácter de
ser humano querer buscar en todas partes explicaciones que tengan un sentido.
Hago esto con las pequeñas cosas de mi vida, ¿por qué no lo iba a hacer con lo
más importante? Creer en Dios me ayuda a comprender por qué el mundo ha de ser
como es, con lo que tiene de hermoso y de menos hermoso. Por qué debo ser lo
que soy, con mi generosidad y mi pobreza. Por qué necesito amar a los otros y
reconocer su valor eterno. Sin mi fe en Dios, no puedo concebir ninguna
explicación válida. Mi fe en Dios me permite dar un sentido a las cosas,
percibirías como un todo coherente. En esto, es insustituible. Mi fe me permite
encontrarles y elegir un sentido.
Manifestaciones.
Para indicar los dos polos de la
relación de Dios con nosotros — desconocido pero conocido; escondido pero
revelado —, la tradición ortodoxa establece una distinción entre la esencia, la
naturaleza o el ser íntimo de Dios, y sus energías, operaciones o las
manifestaciones de su poder. "Está por su esencia fuera de todo, pero está
en todo por su poder" (San Antonio).
"Conocemos la esencia a través
de la energía," afirma san Basilio, "nadie ha visto nunca la esencia
de Dios, pero creemos en la esencia porque conocemos la energía." Por la
esencia de Dios, entendemos su alteridad; por las energías, su proximidad.
Siendo Dios un misterio que está más allá de nuestra comprensión, jamás
conoceremos ni su esencia, ni su ser profundo, tanto en esta vida, como en el
mundo futuro. Si conociéramos la esencia divina, sería evidente que
conoceríamos a Dios como él se conoce a sí mismo, lo cual es imposible, puesto
que es Creador y nosotros hemos sido creados. Si la esencia profunda de Dios
sigue estando más allá de nuestra comprensión, sus energías, su gracia, su vida
y su poder llenan todo el universo y nos son directamente accesibles.
Por "esencia" entendemos
la trascendencia radical de Dios; por "energías," su inmanencia, su
omnipresencia. Cuando los ortodoxos hablan de las energías divinas, no designan
con este término una "emanación" de Dios, un "intermediario"
entre Dios y el hombre, ni tampoco una "cosa" o un "don"
que Dios les concede. Por el contrario, las energías son Dios mismo, Dios en su
actividad, en su propia manera de manifestarse. Quien conoce las energías
divinas, quien participa en ellas, conoce al propio Dios y participa,
verdaderamente, en Dios mismo, tal y como un ser creado puede hacerlo.
Recordemos, sin embargo, que Dios es Dios y que nosotros somos hombres y que,
si él puede poseernos, nosotros no podemos poseerlo a él.
Si es erróneo ver en las energías
una "cosa" que nos es concedida por Dios, es igualmente erróneo
considerar que constituyen una "parte" de Dios. La Trinidad es
simple, indivisible. No tiene partes. La esencia es Dios, Dios en su
integridad, tal como es en sí mismo. Las energías son Dios en su integridad,
tal como es en la acción. Dios en su integridad está completamente presente en
cada una de sus energías. Establecer la distinción entre la esencia y las
energías es reconocer que Dios en su integridad, es inaccesible, pero también
que Dios en su integridad, se ha hecho accesible para el hombre, rodeándolo con
su amor.
Por esta distinción entre la
esencia y las energías divinas, podemos afirmar la posibilidad de una unión
mística o directa entre el hombre y Dios (lo que los griegos llamaban la teosis,
su "deificación"), pero, al mismo tiempo, excluimos toda
identificación panteísta entre los dos ya que el hombre participa de las
energías de Dios y no de su esencia. Hay unión, pero no hay fusión o confusión.
Aunque "hecho uno" con lo divino, el hombre continúa siendo humano.
No es absorbido, no es aniquilado. Entre Dios y él existe siempre una relación
de persona a persona: "yo-tú."
Así es pues nuestro Dios:
incognoscible en su esencia y conocido en sus energías. Un Dios más allá y por
encima de todo lo que podamos pensar o expresar y, no obstante, un Dios más
próximo a nosotros que nuestro propio corazón. Al elegir el camino apofático,
derribamos los ídolos y las imágenes mentales que nos formamos de él,
comprobando lo indignas que son de su suprema grandeza. Sin embargo, a través
de nuestra oración y de nuestra adhesión al otro, percibimos en todo momento,
sus energías, su presencia inmediata en cada ser y en cada cosa. Cada día, en
todas las horas de nuestra jornada, lo tocamos. No estamos en tierra
extranjera. Estamos rodeados por esta realidad con múltiples esplendores. La
escala de Jacob "va desde los cielos a la cruz abrazada":
"¡Oh
mundo invisible, te vemos!
¡Oh
mundo intangible, te tocamos!
¡Oh
mundo incognoscible, te conocemos!
¡A ti,
el Inasible, te asimos!"
"Imagina
una roca escarpada cortada a pico. Imagina, ahora lo que, probablemente,
sentiría una persona que pusiera el pie en el borde del precipicio y, mirando
al abismo no viera nada a que poder agarrarse. Creo que esto es lo que alma
siente cuando pierde pie en las cosas materiales, en su búsqueda de lo que no
tiene dimensiones y existe desde toda la eternidad. Pues ahí no tiene donde
aferrarse, ni en el espacio, ni en el tiempo, ni en la medida, ni en ninguna
otra cosa. Nuestros espíritus no pueden aproximársele. Entonces, el alma, al
resbalar a fuerza de no poder aferrarse al vértigo, enloquece y vuelve, una vez
más, a lo que le es inherente, satisfecha ahora, de saber simplemente eso
acerca de lo Trascendente, que es totalmente diferente de las cosas que el alma
conoce" (San Gregorio de Nisa).
"Alguien
está en su casa de noche con todas las puertas cerradas; entreabre una ventana
y un relámpago lo envuelve en su resplandor; sus ojos no pueden soportar ese
brillo; en seguida se protege cerrando los párpados y se dobla sobre sí mismo.
Así es el alma encerrada en las sensaciones; si se inclina hacia afuera, por la
ventana de la inteligencia, queda deslumbrada por el resplandor del testimonio
que está en ella, es decir del Espíritu Santo, y no puede soportar el rayo de
esta luz sin velo; en seguida, queda fulminada en su inteligencia y se repliega
sobre sí misma, retirándose al abrigo de las formas sensibles y humanas"
(San Simeón el Nuevo Teólogo).
"El
aspecto de Dios es inefable e inexpresable, y no puede ser visto con los ojos
carnales. Su gloria lo hace ilimitado, su grandeza no tiene término, su altura
está por encima de toda idea, su fuerza es inconmensurable, su sabiduría no
tiene equivalente, su bondad es inimitable, su beneficencia es indecible.
Lo mismo
que el alma no se ve — invisible como es para todos los hombres —, pero que los
movimientos del cuerpo la hacen imaginar, así Dios no puede ser percibido por
ojos humanos, pero su providencia y sus obras lo hacen ver e imaginar"
(Teófilo de Antioquía).
"Nosotros
no conocemos a Dios en su esencia. Lo conocemos más bien, por la magnificencia
de la creación y la acción de su providencia que nos presenta, como en un
espejo, el reflejo de su bondad, de su sabiduría y de su poder infinitos"
(San Máximo Confesor).
"La
cosa más importante que pasa entre Dios y el alma humana es amar y ser
amado" (Kalistos Katafigiotis).
"El
amor de Dios es extático y nos hace salir de nosotros mismos; no deja que quien
lo ama se pertenezca, pues pertenece al bien amado" (San Dionisio
Areopagita).
"Sé
que desciende el que está inmóvil.
Sé que
se me aparece el que sigue siendo invisible.
Él que
está separado de la creación me toma dentro de sí y me esconde en sus
brazos
y, desde ese momento, me encuentro más allá del mundo entero.
Pero a
la vez, yo mortal, yo tan pequeño en este mundo, contemplo
en mí mismo al creador del mundo y
sé que no moriré porque estoy
dentro de la vida, y tengo la vida
que brota dentro de mí.
Él está en mi corazón y continúa
estando en el cielo. Aquí y allí se
me muestra igualmente
deslumbrante" (San Simeón el Nuevo Teólogo).
Un Dios Que
es Trinidad.
"Tú,
Padre, eres mi esperanza,
tú, Hijo, eres mi refugio,
tú, Espíritu Santo, eres mi
protección,
Santa Trinidad, gloria a ti."
(Oración de San loanikios Extracto del Triduo de Cuaresma).
Un poco de amor puro.
Al principio del credo afirmamos:
"Creo en un solo Dios" y enseguida continuamos diciendo: Creo en un
solo Dios que es, al mismo tiempo, tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Hay en Dios una auténtica diversidad al mismo tiempo que una verdadera unidad.
El Dios cristiano no es simplemente una unidad, sino una unión; no es
simplemente una unidad, sino una comunidad. Hay en Dios algo análogo a una
"sociedad." Dios no es una sola persona que se ama a sí misma ni una
mónada que se basta a sí misma. Tampoco es el "Solo y único." Dios es
una Tri-Unidad: tres Personas iguales que permanecen cada una en las otras dos,
en virtud de una eterna corriente de mutuo amor. Amo ergo sum. Amo luego
existo. El título del poema de Kathleen Raine podría servir de divisa para
nuestro Dios-Trinidad-Santa. Lo que otro poeta ha dicho con respecto al amor
humano entre dos seres se aplica también a este amor divino que une a las tres
Personas eternas:
"Así se amaron, con amor
partido,
pero de una sola esencia;
dos seres distintos,
sin división alguna
de número, su amor triunfó."
El objeto del camino espiritual es
que tomemos parte en esta co-inherencia, o pericoresis trinitaria,
dejándonos integrar en el círculo de amor que existe en Dios. Es lo que Cristo
pedía a su Padre la víspera de la crucifixión: "Para que todos sean
uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos estén también en
nosotros" (Jn 17:21).
¿Por qué creemos que Dios es tres
Personas? ¿No es más fácil creer, simplemente, en la unidad divina, como lo
hacen los judíos o los musulmanes? Ciertamente, pero la doctrina de la Trinidad
está ante nosotros como un desafío, como una cruz, cruz, en el sentido literal:
"Una cruz para nuestra forma humana de pensar," escribía Vladímir
Loski. Exige de nosotros un acto radical de metanoia y no un simple
gesto de asentimiento formal: un verdadero cambio en nuestro espíritu y en
nuestro corazón.
¿Por qué, entonces, creer en Dios
como Trinidad? En el capítulo precedente, hemos mostrado que las dos formas más
seguras de penetrar en el misterio divino son reconocer que Dios es personal
y que Dios es amor. Estas dos nociones implican reparto y reciprocidad.
No confundamos "persona" con "individuo." Manteniéndose
aislado, sin preocuparse más que de sí mismo, ninguno de nosotros es una
persona auténtica, sino solamente un individuo. El egocentrismo es la muerte de
la verdadera persona. Cada uno de nosotros se convierte en una persona real al
entrar en relación con otras, al vivir para ellas o por ellas. Con razón se ha
dicho que no puede existir ser humano hasta que, por lo menos, dos o tres
personas entran en comunicación. Lo mismo se puede decir con respecto al amor:
no puede existir en el aislamiento; presupone al otro. El egoísmo es la
negación del amor. Charles Williams nos muestra su efecto devastador en su
novela El descenso a los infiernos: el amor exclusivo es el infierno.
Llevado al límite es el fin de toda alegría y de todo lo que da sentido a
nuestras vidas. El infierno no son los otros, el infierno soy yo, que me
segrego de los otros, que me repliego sobre mí mismo.
Dios es aún mucho mejor que lo
mejor que conocemos de nosotros mismos. Si el elemento más precioso de nuestra
vida humana es la relación "yo-tú," ¿por qué no aplicar esta
relación, en un cierto sentido, al ser eterno de Dios? Precisamente éste es el
mensaje de la doctrina de la Santa Trinidad. En el corazón mismo de la vida
divina, de total eternidad, Dios se conoce como "yo y tú," de una
triple manera y se regocija de ello continuamente. Todo lo que es inherente a
nuestro entendimiento limitado de persona humana y de amor humano, podemos
aplicarlo a nuestro Dios Trinidad, sabiendo perfectamente que en Él significa
infinitamente más de lo que nosotros podremos imaginar jamás.
Persona y amor: vida, movimiento,
descubrimiento. La doctrina de la Trinidad nos recuerda que haríamos mejor en
pensar en Dios en términos dinámicos que estáticos. Dios no es inmovilidad,
reposo, perfección inmutable. Para pensar en este Dios trinitario, deberíamos
recurrir al viento, al agua que corre o a la llama que danza. Una de las
analogías favoritas de que nos servimos para evocar a la Trinidad ha sido
siempre la de tres antorchas que no forman más que una sola llama. Los Apotegmas
de los Padres del Desierto cuentan que un hermano fue un día a hablar con
el abba José de Panefo. "Padre, dijo el visitante, observo una regla muy
modesta de oración, ayuno, lectura y silencio, según mis fuerzas, e intento permanecer
puro en mis pensamientos. ¿Qué otra cosa puedo hacer?" A modo de
respuesta, el abba José se levantó, tendió sus manos hacia el cielo y sus dedos
se convirtieron como en diez antorchas inflamadas. El anciano dijo: "Si
quieres, puedes convertirte en llama." Si esta imagen de la llama viva nos
ayuda a comprender la naturaleza del hombre en su apogeo, ¿no puede aplicarse
de igual modo a Dios? Las tres Personas de la Trinidad son "completamente
como una llama."
El icono menos decepcionante no se
encuentra en el mundo físico, sino en el corazón del hombre. La mejor analogía
es aquélla con la que hemos empezado: saber amar intensamente a otra persona y
saber que a cambio somos amados.
Tres personas en una sola esencia.
¿Qué quería decir Cristo cuando
dijo: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10:30). Para responder a
esta pregunta, miremos los dos primeros de los siete concilios ecuménicos,
llamados también concilios universales: el de Nicea (325) y el primero de
Constantinopla (381) y examinemos el credo que formularon. La afirmación
central y decisiva es que Jesucristo es "verdadero Dios, nacido del
verdadero Dios," "uno en esencia" o "consustancial" (homousios)
a Dios Padre. En otros términos, Jesucristo es igual al Padre; es Dios como el
Padre es Dios; sin embargo no hay dos dioses sino un solo Dios. Los Padres
griegos de finales del siglo IV retomaron esta enseñanza y la aplicaron al
Espíritu Santo, al que declararon verdaderamente Dios, "de una misma
esencia" que el Padre y que el Hijo. Aunque el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo no sean más que un solo Dios, cada uno de ellos es desde toda la
eternidad una Persona, un centro distinto de consciencia. Conviene, pues,
definir a la Trinidad como "tres Personas en una sola esencia."
Existe en Dios una unidad verdadera eterna, al igual que una diferenciación
auténticamente personal: los términos "esencia,"
"sustancia" o "ser" (ousia) expresan esta unidad; el
término Persona (hipostasis, prosopon) expresa esta diferencia.
Necesitamos intentar comprender este lenguaje, a veces oscuro, ya que el dogma
de la Santa Trinidad es vital para nuestra salvación.
El Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo no forman más que uno en esencia, no solamente porque los tres pertenecen
al mismo grupo o a la misma categoría, sino porque forman una sola, única y
específica realidad. Destaquemos, en este punto, la importante diferencia
cuando decimos que las tres Personas divinas son una y cuando decimos que tres
personas humanas son una. Pedro, Santiago y Juan son tres personas humanas.
Pertenecen a la misma categoría: "el hombre." Por estrecha que sea su
cooperación, cada uno mantiene su propia voluntad, su propia energía, cada uno
obra según su propia iniciativa. En pocas palabras: son tres hombres y no un
solo hombre. No ocurre lo mismo con las tres Personas de la Trinidad. Hay
distinción; nunca hay separación. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, como
afirman los santos apoyándose en el testimonio de la Sagrada Escritura, no
tiene más que una sola voluntad y no tres voluntades; una sola energía y no
tres energías. Ninguna de las tres Personas actúa separadamente,
independientemente de las otras dos. No hay tres dioses, sino un solo dios.
Las tres Personas no obran nunca
separadamente, pero hay, sin embargo, en Dios, a la vez, una auténtica diversidad
y una unidad específica. A través de la experiencia que tenemos de la forma en
que Dios se manifiesta en nuestra propia vida, comprobamos que las tres
Personas divinas actúan siempre juntas, aun sabiendo que cada una de ellas
actúa en nosotros de manera diferente. Tenemos la experiencia de Dios como
tres-en-uno y creemos que esta triple diferenciación en la acción exterior de
Dios debe reflejar una triple diferenciación en su vida interior. Hay que
considerar la distinción entre las tres Personas como eterna. Una distinción
inherente a la naturaleza de Dios que no se aplica únicamente a su actividad
exterior, cuando se manifiesta al mundo. No veamos en el Padre, el Hijo y el
Espíritu "modos," o "disposiciones" de la divinidad: no son
máscaras con las que Dios se reviste en sus relaciones con la creación para
quitárselas más tarde. Veamos en ellos, por el contrario, a tres Personas
iguales y co-eternas. Un padre humano es más viejo que su hijo, pero cuando
hablamos de Dios como "Padre" e "Hijo" hemos de olvidar el
sentido literal de estos términos. Decimos, al hablar del "Hijo," que
"jamás hubo un tiempo en el que no existiera" y se puede decir lo
mismo del Espíritu.
Cada una de las tres Personas es
enteramente Dios, completamente Dios. Ninguna de las tres Personas es más o
menos "Dios" que las otras. A cada una de estas tres Personas
corresponde, no un tercio de la divinidad, sino la divinidad en su totalidad.
Resaltemos, no obstante, que cada una de las tres Personas vive y es esta
Divinidad de modo bien distinto y personal. San Gregorio de Nisa insiste en
esta unidad en la diversidad:
"Todo
lo que es el Padre lo vemos revelado en el Hijo; todo lo que está en el Hijo
está también en el Padre, pues el Hijo entero permanece en el Padre y en él
permanece el Padre entero. El Hijo, que existe siempre en el Padre, no puede
ser separado nunca de él y el Espíritu jamás puede ser dividido del Hijo, que,
a través del Espíritu, realiza todas las cosas. Aquél que recibe al Padre,
recibe al mismo tiempo al Hijo y al Espíritu. Es imposible plantearse una
separación o una desunión entre ellos: no se puede pensar en el Hijo sin pensar
en el Padre, ni separar al Espíritu del Hijo. Hay entre los tres un reparto y
una diferenciación que están más allá de las palabras y de la comprensión. La
distinción entre las Personas no obstaculiza la unicidad de su naturaleza, ni
tampoco la unicidad compartida de su esencia lleva a una confusión entre las
características distintivas de las Personas. No os sorprendáis de que hablemos de
la Trinidad como unificada y diferenciada a la vez. Recurriendo a un juego de
palabras, nos encontramos con una extraña y paradójica "diversidad en la
unidad" y "unidad en la diversidad."
"Juego de palabras...."
San Gregorio vuelve en muchas ocasiones sobre el aspecto paradójico de la
doctrina de la Trinidad, que es, nos dice, algo que está más allá "de la
palabra y del entendimiento." Dios nos la revela. Nuestra propia razón es
incapaz de demostrárnosla. Podemos evocarla, pero no podemos explicarla plenamente.
Nuestra razón es un don de Dios y aprendemos a servirnos de ella al máximo, aun
reconociendo sus límites. La Trinidad no es una teoría filosófica; es el Dios
vivo que adoramos. Llegamos, pues, a un punto en nuestra aproximación a la
Trinidad en el que dialéctica y análisis deben borrarse ante la plegaria
silenciosa.
"Que todo ser humano guarde
silencio y permanezca el miedo y temblor" (Liturgia de Santiago).
Características personales.
La primera Persona de la Trinidad,
Dios Padre, es la "fuente" de la Trinidad, su causa, el principio de
origen de las otras dos. El lazo de unidad entre las tres; hay un solo Dios
porque hay un solo Padre. "La unión es el Padre, de quien y hacia quien va
el orden de las Personas" (San Gregorio el Teólogo). Las otras dos Personas
vienen definidas cada una por relación al Padre: el Hijo es
"engendrado" por el Padre, el Espíritu "procede" del Padre.
En la cristiandad occidental latina, se considera generalmente que el Espíritu
procede del Padre y del Hijo y la palabra filioque ("y por el
Hijo") ha sido añadida al texto latino del Credo. La Iglesia Ortodoxa ve
el filioque como una adición herética, insertada en el Credo sin el
consentimiento de la cristiandad oriental y considera que la doctrina de la
"doble procedencia," tal como es presentada comúnmente, es
teológicamente errónea y espiritualmente peligrosa. Según los Padres griegos
del siglo IV, a los que la Iglesia Ortodoxa continúa refiriéndose, el Padre es
la fuente única, el solo fundamento de la unidad divina. Al hacer del
Hijo una fuente como el Padre, o con el Padre, se hace el error de confundir
las características distintivas de cada una de las tres Personas.
La segunda Persona de la Trinidad
es el Hijo de Dios, su "Verbo," su Logos. Hablar de Dios como Hijo y
Padre es evocar esa corriente de amor mutuo que hemos mencionado anteriormente.
Es también recordar que, desde toda la eternidad, Dios mismo, en tanto que
Hijo, por obediencia y por amor filial devuelve a Dios Padre la existencia que
el Padre, por don de sí paterno, crea eternamente en Él. Por el Hijo y a través
del Hijo nos es revelado el Padre: "Yo soy el camino, la verdad y la
vida; nadie va al Padre más que por mí" (Jn 14:6). Es él quien ha
venido a esta tierra, se ha hecho hombre, ha tomado carne de la Virgen María en
Belén. Como Verbo o Logos de Dios, actúa incluso antes de su encarnación. Es el
principio de todo orden, el fin de toda cosa. Él reúne todo en Dios y hace del
universo un "cosmos," un conjunto armonioso e integrado. El
Creador-Logos ha repartido a toda cosa creada su propio logos íntimo, principio
interior que permite a cada cosa ser distintivamente ella misma y que la atrae
y la orienta hacia Dios. A nosotros, artesanos humanos, incumbe discernir este
logos presente en el corazón de cada cosa y hacerlo manifiesto. No tratemos de
dominar, aprendamos a cooperar.
La tercera Persona es el Espíritu
Santo, la "brisa," el "soplo" de Dios. Aun reconociendo que
una clasificación totalmente neta es imposible, podemos decir que el Espíritu
es Dios en nosotros, que el Hijo es Dios con nosotros y que Dios Padre está por
encima y más allá de nosotros. Como el Hijo nos muestra al Padre, de igual modo
el Espíritu nos muestra al Hijo y nos lo hace presente. La relación es, sin
embargo, mutua. El Espíritu nos hace presente al Hijo, pero es el Hijo quien
nos envía al Espíritu. (Notemos la distinción entre "la eterna
procedencia" del Espíritu y su "misión temporal." El Espíritu es
enviado al mundo en el tiempo por el Hijo; pero por lo que se refiere a su
origen en el seno de la vida eterna de la Trinidad, el Espíritu procede
solamente del Padre.)
"¡Salve,
fuente del Hijo!
¡Salve,
imagen del Padre!
¡Salve,
morada del Hijo!
¡Salve,
sello del Padre!
¡Salve,
poder del Hijo!
¡Salve,
belleza del Padre!
¡Salve,
Espíritu purísimo,
vínculo
del Hijo y del Padre!
Cristo,
haz descender sobre mí
este
Espíritu con el Padre.
Que sea
para mi alma un rocío
y la
colme de tus presentes de rey."
¿Por qué hablamos de Dios como
Padre e Hijo y no como Madre e Hija? En sí misma, la divinidad no posee ni
masculinidad ni feminidad. Aunque nuestras características sexuales humanas de
varón o de mujer reflejen, en su aspecto más elevado y más auténtico un aspecto
de la vida divina, no existe en Dios sexualidad.
Por consiguiente, cuando hablamos
de Dios como "Padre," olvidamos el sentido literal de la palabra,
pensamos y hablamos en símbolos.
No podemos probar por medio de
argumentos válidos por qué tendría que ser así, pero continúa siendo un hecho
de nuestra experiencia cristiana que Dios ha elegido ciertos símbolos y no
otros. Nosotros no los hemos elegido sino que nos han sido revelados, dados. Un
símbolo puede ser verificado, vivido, orado. No puede ser probado por medio de
la lógica. Estos símbolos que nos son "dados," aunque no puedan ser
probados, están lejos de ser arbitrarios. A semejanza de los símbolos con que
nos encontramos en los mitos, en la literatura o en el arte, nuestros símbolos
religiosos están enraizados en lo más profundo de nuestro ser y no pueden ser
alterados sin graves consecuencias.
¿Por qué habría de ser Dios una
comunión de tres Personas divinas, ni más, ni menos? Sobre esto, todavía no
tenemos una prueba lógica. La trinidad de Dios nos es dada, revelada por la
Escritura en la tradición apostólica y por la experiencia de los santos a lo
largo de los siglos; todo lo que podemos hacer es verificarlo en nuestra vida
de oración.
¿Por qué, precisamente, hay esta
diferencia entre la "generación" del Hijo y la
"procedencia" del Espíritu? "La generación y la procedencia
siguen siendo incomprensibles," nos dice San Juan Damasceno. "Se nos
ha dicho que existe una diferencia entre generación y procedencia, pero no
comprendemos la naturaleza de esta diferencia." Los términos
"generación" y "procedencia" son los signos convencionales
de una realidad que está mucho más allá de la comprensión de nuestro cerebro
razonador. "Nuestra razón es débil y nuestra lengua es aún más
débil," destaca San Basilio el Grande. "Es más fácil medir el mar con
una tacita que querer captar la grandeza inefable de Dios con un espíritu
humano." Aunque no puedan ser plenamente explicados, estos signos pueden,
como ya hemos dicho, ser verificados. A través de nuestro encuentro con Dios en
la oración, sabemos que el Espíritu es diferente del Hijo, aunque las palabras
no nos permitan precisar esa diferencia.
Las dos manos de Dios.
Intentemos ilustrar la doctrina de
la Trinidad examinando las figuras trinitarias en la historia de la salvación y
en nuestra vida de oración personal.
Las tres Personas, como ya hemos
dicho antes, actúan siempre juntas. No poseen más que una sola voluntad y una
sola energía. San Ireneo ve en el Hijo y el Espíritu las "manos" de
Dios Padre puestas a la obra en todo acto creador y santificante. La sagrada
Escritura nos proporciona numerosos ejemplos de ello:
1. Creación
"Por la palabra de Yahvé han sido
hechos los cielos;
por el soplo de su boca, todo su
ejército" (Sal 33:6).
Dios Padre crea por su
"Verbo," es decir el Logos (la segunda Persona). Crea también por
medio del "soplo de su boca," es decir el Espíritu (la tercera
Persona). Con sus "manos," el Padre da forma al universo. Del Logos
se dice: "Todo existió por él" (Jn 1:3). Comparemos con el Credo:
"Por Él todo fue hecho." Del Espíritu se dice que, en la creación,
"el viento de Dios sobrevolaba las aguas" (Gn 1:2). Así, toda la
creación lleva el sello de la Trinidad.
2. Encarnación
En el momento de la anunciación, el
Padre envía al Espíritu Santo sobre la bienaventurada Virgen María que concibe
al Hijo eterno de Dios (Lc 1:35). La encarnación divina es una operación
trinitaria. El Espíritu es enviado por el Padre para llevar a cabo la presencia
de su Hijo en el seno de la Virgen María. La encarnación es el fruto de la
operación de la Trinidad, ciertamente, pero también de la libre elección de
María. ¿Acaso no esperó Dios su consentimiento, expresado en estas palabras:
"Soy la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1:38)?
Sin su consentimiento, María no se habría convertido en la madre de Dios. La
Gracia Divina no destruye la libertad humana, sino que la afirma.
3. Bautismo de Cristo
En la tradición ortodoxa se
considera el bautismo de Cristo como una revelación de la Trinidad. La voz del
Padre, "llegada de los cielos," da testimonio del Hijo: "Este es
mi Hijo muy amado en quien tengo puestas todas mis complacencias." En ese
mismo momento, el Espíritu Santo, bajo la forma de una paloma, desciende del
Padre y se posa sobre el Hijo (Mt 3:16-17). Este es el himno que canta la
Iglesia Ortodoxa el día de la Epifanía (6 de enero), fiesta del bautismo de
Cristo:
"Tu bautismo en el Jordán,
Señor,
nos muestra la adoración debida a
la Trinidad.
La voz del Padre ha dado testimonio
de ti,
te ha llamado Hijo querido,
y el Espíritu, bajo la forma de una
paloma,
ha confirmado la inquebrantable
verdad de esta palabra."
4. Transfiguración de Cristo
Entre las tres Personas encontramos
la misma relación que en el bautismo de Cristo. Desde los cielos, el Padre da
testimonio: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco,
escuchadle" (Mt 17:5) y como en el bautismo, el Espíritu desciende sobre
el Hijo, esta vez en la forma de una nube luminosa (Lc 9:34). Como afirmamos en
uno de los himnos de esta fiesta celebrada el 6 de agosto:
"Hoy en el Tabor, en la
manifestación de tu luz, Señor,
en ti, que eres la luz inmutable
del Padre sin origen,
hemos visto al Padre como luz,
y como luz al Espíritu
que ilumina la creación
entera."
5. La epiclesis eucarística
La misma figura trinitaria,
evidente en la anunciación, el bautismo y la transfiguración, reaparece en el
punto culminante de la eucaristía, la epiclesis o invocación del Espíritu
Santo. El celebrante, dirigiéndose al Padre, dice en la Liturgia de San Juan
Crisóstomo:
"Te ofrecemos de nuevo este
culto razonable e incruento
y te invocamos, te rogamos y te
suplicamos que
envíes tu Espíritu Santo sobre
nosotros y sobre
los dones que te presentamos
y haz de este pan Cuerpo precioso
de tu Cristo
y de lo que está en este cáliz
Sangre preciosa de tu Cristo,
operando el cambio por medio de tu
Espíritu Santo."
Como en la anunciación y para
continuar la encarnación de Cristo en la eucaristía, el Padre hace descender al
Espíritu Santo, con el fin de hacer efectiva la presencia del Hijo en los dones
consagrados. Aquí, como siempre, las tres Personas de la Trinidad actúan
juntas.
Orar a la Trinidad.
Volvemos a encontrar la estructura
trinitaria de la epiclesis eucarística en la mayor parte de las oraciones de la
Iglesia Ortodoxa. Las invocaciones con las que los ortodoxos comienzan su
oración de la mañana tienen un espíritu trinitario. Estas oraciones son tan
familiares y se repiten con tanta frecuencia que es fácil olvidar su verdadero
carácter: la glorificación de la Santa Trinidad. Empezamos por reconocer a
nuestro Dios como "tres-en-uno" al hacer la señal de la cruz:
"En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo."
De este modo, ponemos el naciente
día bajo la protección de la Trinidad. Continuamos: "Gloría a ti, Dios
nuestro, gloria a ti" de esta manera, esta jornada totalmente nueva está
impregnada de un espíritu de celebración, de alegría, de reconocimiento. Viene
luego una oración al Espíritu Santo: "Rey del cielo...," seguida por
la invocación:
"Santo Dios,
santo fuerte,
santo inmortal,
ten piedad de nosotros."
La triple repetición de la palabra
santo es un recuerdo del himno "Santo, santo, santo," cantado por los
serafines en la visión de Isaías (Is 6:3) y por los cuatro vivientes en el
Apocalipsis de san Juan (Ap 4:8). La palabra "santo," repetida tres
veces, es por sí misma una invocación a la eterna Trinidad. La oración continúa
con la frase repetida con más frecuencia en la liturgia: "Gloria al Padre
y al Hijo y al Espíritu Santo." Vigilemos para que la familiaridad de
estas palabras no engendre la desenvoltura. Cada vez que esta frase se repita,
es esencial, vital, que respetemos su verdadera significación como una forma de
dar gloria a la Tri-Unidad. Al Gloria, le sigue otra oración a las tres
Personas:
"Santísima
Trinidad, ten piedad de nosotros;
Señor,
purifícanos de nuestros pecados;
Maestro,
perdónanos todas nuestras iniquidades;
Santo,
visítanos y cura nuestras enfermedades
en
consideración a tu Nombre."
Así continúan nuestras oraciones
cotidianas. En cada paso, de forma implícita o explícita, hay una estructura
trinitaria, una proclamación de Dios como "uno-en-tres." Pensamos en
la Trinidad. Hablamos de la Trinidad. Respiramos la Trinidad.
Volvemos a encontrar esta dimensión
trinitaria en la oración más querida por los ortodoxos, que no tiene más que
una sola frase, la "oración de Jesús" de la que los ortodoxos se
sirven, tanto cuando trabajan, como cuando se reúnen. He aquí su forma más
corriente:
"Señor Jesucristo, Hijo de
Dios, ten piedad de mí, que soy pecador."
Parece una oración a la segunda
persona de la Trinidad, el Señor Jesucristo y sin embargo, las otras dos están
también presentes aquí, aunque no sean nombradas. En efecto, al hablar de
Jesús, "Hijo de Dios," hacemos referencia a su Padre; el Espíritu
Santo está contenido también en nuestra oración, puesto que "nadie puede
decir Jesús es el Señor, si no es con el Espíritu Santo" (1 Cor 12:3).
Así, la oración de Jesús no solamente está centrada en Cristo, sino que es
trinitaria.
Vivir la Trinidad.
"¿Qué
es la oración pura? Una oración que es breve por sus palabras y abundante por
sus acciones. Si vuestras acciones no exceden a vuestras peticiones, entonces,
vuestras oraciones no son más que palabras y falta la semilla de vuestras
manos." Apotegmas de los Padres del Desierto
Si la oración debe transformarse en
acción, esta fe trinitaria, esencia misma de nuestra oración, ¿no deberá
manifestarse en nuestra vida cotidiana? Antes de recitar el Credo en la
liturgia eucarística, decimos: "Ámemenos los unos a los otros para que
podamos, con un solo espíritu, confesar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
Trinidad una en esencia e indivisa." "Para que": una
verdadera confesión de fe en este Dios tres-en-uno no puede ser hecha más que
por aquéllos que se amen entre sí, a imagen de la Trinidad. Existe una relación
de fondo entre el amor que sentimos unos por otros y nuestra fe en la Trinidad.
Lo primero es la condición previa para lo segundo y a su vez, lo segundo
proporciona a lo primero toda su fuerza y sentido.
Así, lejos de quedar relegada en un
rincón y de ser considerada como una pieza de teología abstrusa que no interesa
más que a los teólogos, la doctrina de la Trinidad debería revolucionar nuestra
vida diaria. Como humanos hechos a imagen del Dios Trinidad, estamos llamados a
reproducir en la tierra el misterio de amor mutuo que la Trinidad vive en los
cielos. En la Rusia medieval, san Sergio de Radonez dedicó a la Santa Trinidad
el monasterio que acababa de fundar. Esperaba que sus monjes sentirían entre
ellos esta corriente de amor mutuo que circula entre las tres Personas divinas.
Esta es la vocación de los monjes, pero es también la de cada uno de nosotros.
Cada unidad social, la escuela, el taller, la parroquia, la Iglesia universal,
está hecha para convertirse en un icono de la Tri-Unidad. Sabiendo que Dios es
tres-en-uno, cada uno de nosotros se compromete a vivir sacrificialmente en el
otro y para el otro. Cada uno de nosotros se compromete irrevocablemente en una
vida de servicio práctico, de compasión activa. Nuestra fe en la Trinidad nos
obliga a defendernos en todos los niveles, en el plano estrictamente personal o
en un grado superior de organización, contra toda forma de opresión, de
injusticia y de explotación. En el combate que sostenemos por la justicia
social y los derechos del hombre actuamos específicamente en el nombre de la Santa
Trinidad. "La regla más perfecta del cristianismo, su definición exacta,
su cima, consiste en buscar el bien de todos," declara san Juan
Crisóstomo; "no creo que sea posible que un hombre se salve, si no trabaja
por la salvación de su prójimo."
He aquí, pues, las implicaciones
prácticas del dogma de la Trinidad, y lo que quiere decir vivir la Trinidad.
"Glorificamos no a tres dioses
sino a una única divinidad.
Magnificamos a las Personas, que
son verdaderamente tres:
el Padre sin origen,
el Hijo, engendrado por el Padre,
el Espíritu Santo, que procede del
Padre,
un solo Dios en tres Personas.
Y con una fe justa, glorificamos a
cada una,
designándola como Dios"
(Triduo de la Gran Cuaresma).
"Venid todos los pueblos y
celebremos al Dios único en tres Personas:
el Hijo en el Padre con el Espíritu
Santo.
Pues el Padre, fuera del tiempo,
engendra al Hijo,
un Hijo coeterno, que se sienta en
el mismo trono que él;
el Espíritu Santo es glorificado en
el Padre al mismo tiempo que el Hijo.
Un solo poder, una sola esencia,
una sola divinidad
que adoramos y a la que decimos:
Dios Santo que has creado todas las
cosas por el Hijo,
con la cooperación del Espíritu
Santo;
Santo fuerte, por quien conocemos
al Padre
y por quien el Espíritu Santo ha
venido a llenar el universo;
Santo Inmortal, Espíritu Paráclito,
que procedes del Padre y descansas
en el Hijo,
Trinidad Santa, gloria a ti"
(Vísperas de Pentecostés).
"Canto a la divinidad, unidad
de tres Personas.
Pues el Padre es luz,
y luz el Hijo,
y luz el Espíritu.
Pero la luz continúa indivisa,
resplandece con la única
naturaleza,
pero en los tres rayos de las
Personas" (Triduo de la Gran Cuaresma).
"El
amor es el reino que el Señor ha prometido místicamente a sus discípulos cuando
les dijo que comerían en su Reino: "Comeréis y beberéis en mi mesa, en mi
reino" (Lc 22:30). ¿Qué comerán, qué beberán, si no es el amor? Cuando
hemos alcanzado el amor, hemos alcanzado a Dios y nuestro viaje ha terminado.
Hemos llegado a la isla que está más allá del mundo, allá donde están el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo para quienes sean toda gloria y todo poder. Que
Dios nos haga dignos de temerlo y de amarlo. Amén." (San Isaac el Sirio).
"No puede existir Iglesia
fuera del amor" (San Juan de Cronstadt).
"Creedme:
una verdad que reina soberana desde los flecos del trono de gloria hasta la más
pequeña sombra de la más insignificante de las criaturas, es el amor. El amor
es la fuente inagotable de las olas sagradas de la gracia que vienen de la
ciudad de Dios, riegan la tierra y la hacen fértil. "El abismo llama al
abismo" (Sal 42:7); como un abismo en su infinidad, el amor nos ayuda
a representarnos la visión temible de la Trinidad. El amor es el que modela
todas las cosas y las mantiene en la unidad. Es el amor el que da vida y
reanima, el que inspira y guía. El amor es el sello que marca la creación, la
firma del Creador. El amor es la explicación de su obra. ¿Cómo podemos hacer
que Cristo permanezca en nuestro corazón, si no es por medio del amor?"
(Padre Teóklitos de Dionisiou).
"Ayuda
a los que están allí a encontrar el reposo. Visita a los enfermos, ven en
socorro de los pobres, pues todo esto es también oración." (Afraates).
Un Dios Que
es Creador.
"Un
sabio fue a visitar a san Antonio en el desierto y le dijo: "¿Cómo puedes
mantenerte, privado del consuelo de los libros?" Él respondió: "Mi
libro, filósofo, es la naturaleza de los seres y está ahí cuando quiero leer
las palabras de Dios" (Evagrio Póntico).
Mirad los cielos.
San Juan de Cronstadt dijo:
"La oración es un estado de constante gratitud." Si no experimento un
sentimiento de alegría ante la creación de Dios, si me olvido de ofrecer a
Dios, con gratitud, este mundo que él me ha dado, progreso muy lentamente en el
camino espiritual. Todavía no he aprendido a ser verdaderamente humano.
Solamente dando gracias puedo convertirme en mí mismo. Agradecer alegremente no
es ni una escapatoria, ni una señal de sentimentalismo desplazado; es ser
perfectamente realista, llevar en sí mismo el realismo de aquél que ve el mundo
en Dios, el mundo, esta divina creación.
El puente de diamante.
"Tú nos has creado de la
nada" (Liturgia de san
Juan Crisóstomo). ¿Cómo comprender la relación de Dios con el mundo que él ha
creado? ¿Qué significan las palabras "de la nada," ex nihilo?
En el fondo, ¿por qué ha creado Dios?
Las palabras "de la nada"
significan, en primer lugar y ante todo, que Dios ha creado el universo por un
acto de su propia voluntad. Nada le obligaba a crear. Él eligió crear. El
mundo no ha sido creado sin una intención precisa ni por necesidad. El mundo no
es una emanación de Dios, una efusión divina; es la consecuencia de una opción
divina.
Si nada empujaba a Dios a crear,
¿por qué, entonces, ha elegido crear? Suponiendo que este género de pregunta
admita una respuesta sería ésta: Dios ha creado el mundo por amor. En lugar de
decir que ha creado el universo "de la nada," ¿por qué no decir que
lo ha creado "de su ser," que es amor? Deberíamos pensar no ya en el
Dios artesano, sino en el Dios creador sabio. La creación es menos un acto de
su libre elección que de su libre voluntad. Crear es compartir; la doctrina de
la Trinidad nos lo muestra claramente: Dios no es sólo uno, sino uno-en-tres.
Dios es una comunión de Personas unidas por un amor mutuo. El círculo del amor
divino, sin embargo, no ha quedado cerrado. El amor de Dios es
"extático," en el sentido literal de la palabra. Es un amor que hace
salir a Dios de sí mismo y lo hace crear cosas distintas de sí mismo. Por una
elección determinada, Dios ha creado el mundo, por su amor "extático,"
con el fin de permitir a otros seres participar en su vida y en su amor.
Dios no estaba obligado a crear, lo
cual no quiere decir que haya algo accidental o inconsecuente en su acto
creador. Dios es todo lo que hace e incluso su acto de creación es parte
integrante de sí mismo. Cada uno de nosotros ha existido siempre en su corazón.
En su amor. Desde toda la eternidad, Dios conocía a cada uno de nosotros como
una idea o un pensamiento en su espíritu divino. Él tiene para cada uno de
nosotros un proyecto particular y distinto. Nosotros hemos existido siempre
para él. Ser creado es empezar, en cierto momento, a existir también para
nosotros mismos.
Puesto que hemos salido de la libre
elección de Dios y somos fruto de su libre deseo, el mundo no es necesario. No
se basta a sí mismo: es contingente y dependiente. Dios es el corazón de
nuestro ser; si no, dejamos de existir. En cada instante, nuestra existencia
depende de la voluntad amante de Dios. La existencia es un don de Dios, un don
gratuito de su soberanía, un don que nunca se vuelve a repetir. Es un don y no
algo adquirido y que poseamos por nuestro propio poder. Solamente Dios tiene la
causa y la fuente de su ser en sí mismo. Todas las cosas creadas tienen a Dios
como fuente y como raíz. Todas encuentran en él su origen y su fin. Solamente
Dios es nombre, las cosas creadas no son más que adjetivos.
Afirmar que Dios es creador del
mundo no quiere decir que haya puesto las cosas en movimiento por medio de un
acto inicial, "al principio," y que luego hayan funcionado solas.
Dios no es el relojero del cosmos, el que da cuerda al mecanismo y luego deja
que funcione solo. Por el contrario, la creación es continua. Para ser
precisos, cuando hablamos de creación no deberíamos servirnos del pasado, sino
de un continuo presente. No deberíamos decir: "Dios ha hecho el mundo y a
mí en este mundo," sino: "Dios hace el mundo y a mí en este mundo,
entonces, ahora, en este mismo momento y siempre." La creación no es un
acontecimiento del pasado, es una relación en el presente. Si Dios no
continuara ejerciendo su voluntad creadora en todo momento, el universo se
derrumbaría inmediatamente en el no-ser. Nada podría existir ni siquiera un
segundo, si Dios quisiera que eso fuera así. Como decía el metropolitano
Filarete de Moscú: "Por la palabra creadora de Dios, todas las criaturas
están situadas como sobre un puente de diamante, debajo del abismo de la
infinitud divina y encima del abismo de su propia nada." Esto es cierto,
incluso, tratándose de satán y de los ángeles caídos y arrojados al infierno;
su existencia es tributaria de la voluntad de Dios.
La doctrina de la creación no tiene
por objeto fijar en el mundo un punto de partida cronológico. Está ahí para
afirmar que, en este momento presente, como en cualquier momento, el mundo
existe por Dios. Cuando el Génesis nos dice: "En el principio, Dios creó
el cielo y la tierra" (1:1), la palabra "principio" no hay que
tomarla en sentido literal, sino con el significado de que Dios" es la
fuente constante y el soporte de todas las cosas.
Como creador, Dios continúa estando
en el corazón de cada cosa. Es él quien las hace existir. En el plano de la
investigación científica, percibimos ciertos procesos o secuencias de causa a
efecto. En el nivel espiritual, que lejos de contradecir a la ciencia va más
allá de ella, discernimos en todas partes las energías creadoras de Dios que
sostienen todo lo que existe y constituyen la esencia misma de todas las cosas.
Sin embargo, si bien está presente en todas partes del mundo, Dios no se identifica
en absoluto con el mundo. Nosotros, los cristianos, no proclamamos un
panteísmo, sino un panenteísmo (Dios en todo).
Dios está en toda cosa; pero está igualmente más allá y por encima de toda
cosa. Dios es, a la vez, "más grande que lo más grande" y "más
pequeño que lo más pequeño." Según san Gregorio Palamas: "Él está en
todas partes y en ninguna parte, El es todo y no es nada."
"Dios vio todo lo que había
hecho y todo era muy bueno" (Gn 1:31). La creación es enteramente la obra
de Dios. En lo más profundo de ellas mismas, las cosas son "muy
buenas." La ortodoxia cristiana rechaza el dualismo en sus variadas
formas: el dualismo radical, maniqueo, que atribuye la existencia del mal a un
segundo poder que sería coeterno con el Dios del amor. Rechaza también el
dualismo, menos radical, de los gnósticos valentinianos, que ven el orden
material, incluyendo el cuerpo humano, como procedente de una caída precósmica.
Rechaza también el dualismo, más sutil, de los discípulos de Platón, que
consideran la materia no como mala sino como irreal.
En confrontación con el dualismo en
todas sus formas, el cristianismo afirma que hay un summum bonum, un
"bien supremo," es decir Dios mismo, pero que no existe ni puede
existir un summum malum. El mal no es coeterno con Dios. En el
principio, no existía más que Dios: todas las cosas que existen son su
creación, ya sea el cielo o la tierra, sean espirituales o físicas, de manera
que en su realidad fundamental todas son buenas.
¿Qué podemos decir, entonces, del
mal? Si todas las cosas creadas son intrínsecamente buenas, el pecado o el mal
no es una "cosa" en sí, ni un ser, ni una sustancia existente.
"El mal, en sentido estricto, observa Evagrio, no es una sustancia, es la
ausencia del bien, lo mismo que las tinieblas son la ausencia de luz." San
Gregorio de Nisa asegura que: "No existe mal fuera de una elección y que
tenga subsistencia propia en la naturaleza de los hombres." "Los
demonios tampoco son malos por naturaleza, escribe San Máximo el Confesor, pero
lo han llegado a ser por un mal uso de sus facultades naturales." El mal
es siempre un parásito. Resulta de la deformación y del mal uso de alguna cosa
buena al principio. El mal reside no en la cosa misma, sino en nuestra actitud
con respecto a esta cosa en nuestra voluntad.
Se podría creer que calificar el
mal como una "falta" es subestimar su fuerza y su dinamismo. Al mismo
tiempo nada es muy fuerte." Decir que el mal es una perversión del bien y
por tanto una ilusión y una irrealidad, no es negar la poderosa influencia que
tiene sobre nosotros. No existe, en efecto, fuerza más grande en la creación
que la libre elección que nos proporciona consciencia y facultad de
entendimiento espiritual. Por eso, el mal uso de esta libre elección puede
tener consecuencias terroríficas.
El hombre, cuerpo y alma.
¿Cuál es, entonces, el lugar del
hombre en la creación de Dios? "Que vuestro ser entero, el espíritu, el
alma y el cuerpo, sea guardado sin reproche para el advenimiento de nuestro
Señor Jesucristo" (1 Tes 5:23). San Pablo menciona aquí los elementos o
aspectos que constituyen la persona humana. Aun siendo distintos, estos
aspectos son estrictamente interdependientes: el hombre es una unidad integral.
No es una suma de partes separables.
Al principio, está el cuerpo,
"del barro del suelo" (Gn 2:7), aspecto físico o material de la
naturaleza del hombre.
Viene luego el alma, fuerza de vida
que vivifica y anima el cuerpo, que hace de él no una masa de materia sino algo
que crece, se mueve, siente y percibe. Los animales poseen un alma. ¿Las
plantas también? ¿Quién sabe? En el hombre, esta alma está dotada de
consciencia. Es un alma racional que posee la capacidad de razonamiento
abstracto y también la de pasar, por medio de un argumento discursivo, de las
premisas a la conclusión, facultad presente, tal vez, en los animales, pero en
un grado extremadamente limitado.
Finalmente está el sima, ese
"soplo" de Dios (Gn 2:7) que falta en el animal. Es importante hacer
notar la diferencia entre "Espíritu" con mayúscula y
"espíritu" con minúscula. El espíritu creado que tiene el hombre no
debe ser confundido con el Espíritu increado o Santo de Dios, tercera Persona
de la Trinidad. Los dos, sin embargo, están íntimamente relacionados. ¿No es a
través de su espíritu como el hombre capta a Dios y entra en comunicación con
Él?
El alma (psyjé) permite al
hombre dedicarse a una investigación científica o filosófica. Así, analiza los
datos de la experiencia de sus sentidos, gracias a la razón discursiva. El alma
(pneuma), llamado a veces nous o entendimiento espiritual, le
permite comprender la eterna verdad que rodea a Dios, los logoi o
esencias espirituales de las cosas creadas. No se trata aquí de un razonamiento
deductivo, sino de una aprehensión directa, de una percepción espiritual: esta
especie de intuición que san Isaac el Sirio llama el "conocimiento
simple." El espíritu o entendimiento espiritual es, por lo tanto, distinto
de los poderes de razonamiento del hombre y de sus emociones estéticas. De
hecho, es superior a los dos.
El hombre, por ser a la vez alma
racional y entendimiento espiritual, posee el poder del libre albedrío y de la
libertad moral. Ha recibido el sentido del bien y del mal y la capacidad de
elegir entre ambos. Ahí donde el animal obra por instinto, el hombre es capaz
de tomar una decisión libre y consciente.
Los Padres adoptan un esquema
binario. Describen simplemente al hombre como una unidad de cuerpo y alma,
considerando el espíritu o el entendimiento espiritual como el aspecto más
elevado del alma. Nos ilumina más, especialmente en nuestra época, en la que se
confunde con frecuencia alma y espíritu y en la que la mayor parte de las
personas no comprueban siquiera que poseen un intelecto espiritual. La cultura
y el sistema educativo del Occidente contemporáneo se apoyan de modo exclusivo
en el entrenamiento de la inteligencia y, en menor grado, en emociones
estéticas. Casi todos hemos olvidado que no somos solamente cerebro y voluntad,
sentidos y sentimientos, sino que también somos espíritu. El hombre moderno ha
perdido casi por completo el contacto con el aspecto más verdadero y noble de
sí mismo. El resultado de esta alienación interior se expresa con evidencia en
su inquietud, su falta de identidad propia y su pérdida de la esperanza.
Microcosmos y mediador.
Cuerpo + mas alma. Dos en uno. El
hombre ocupa verdaderamente una situación privilegiada en el orden creado.
Según la visión que los ortodoxos
tienen del mundo, Dios ha establecido dos niveles en las cosas creadas:
o
el nivel
"noético," "espiritual" o "intelectual,"
— el nivel
material o corporal.
En
el nivel "noético," Dios ha colocado a los ángeles, que no tienen
cuerpo material. En el nivel material o corporal ha puesto el universo físico:
galaxias, estrellas y planetas, así como los diferentes tipos de existencia:
mineral, vegetal y animal. Solamente el hombre existe en estos dos niveles. Por
su espíritu o intelecto espiritual, participa del reino noético y es el
compañero de los ángeles. Por su cuerpo y su alma, se mueve, siente y piensa,
come y bebe, transforma los alimentos en energía y participa también en el
reino material que pasa en él a través de la percepción de sus sentidos.
Nuestra
naturaleza humana es, por lo tanto, más compleja que la naturaleza angélica y
está dotada de posibilidades mucho más ricas. Visto desde esta perspectiva, el
hombre no es inferior a los ángeles. El hombre se encuentra en el corazón de la
creación Divina. Por formar parte del reino noético y del reino material es
imagen, espejo de la creación entera, imago mundi. Un "pequeño
universo," un microcosmos. Todas las cosas creadas se encuentran en él. El
hombre puede decir de sí mismo, recordando el poema de Kathleen Raine:
"Porque
amo,
el
sol hace fluir sus rayos de oro vivo,
hace
fluir su oro, su plata sobre el mar...
Porque
amo,
los
helechos son verdes, la hierba es verde, verdes
son
los árboles iluminados al trasluz...
Porque
amo,
toda
la noche el río fluye en mi sueño,
diez
mil cosas llenas de vida duermen en mis brazos,
duermen
velando, fluyen reposando."
El
hombre, que es microcosmos, es también mediador. Dios le ha dado la
responsabilidad de conciliar y armonizar el reino noético y el reino material.
A él le corresponde reunirlos, espiritualizar lo material y poner de manifiesto
todas las posibilidades latentes en el orden creado. Según los judíos de
tradición hasídica, el hombre está llamado "a pasar de un escalón a otro,
hasta que todo quede unificado por él." El hombre es un microcosmos, pues
en él el mundo está resumido. El hombre es mediador, pues por él el mundo es
re-ofrecido a Dios.
El
hombre puede asumir este papel de mediador porque su naturaleza es esencial y
fundamentalmente una unidad. Si fuera exactamente un alma que permanece
temporalmente en un cuerpo, como han imaginado numerosos filósofos griegos e
hindúes, si su cuerpo no fuera parte integrante de su ser verdadero sino un
simple vestido que se quitaría de vez en cuando o una prisión de la que
intentara evadirse ¿cómo podría actuar de modo conveniente como mediador? El
hombre espiritualiza la creación espiritualizando su propio cuerpo y
ofreciéndoselo a Dios. "¿No sabéis que vuestro cuerpo es un templo del
Espíritu Santo que habita en vosotros?" escribe san Pablo. "Glorifica
a Dios en tu cuerpo." "Os exhorto, por tanto, hermanos, por la misericordia
de Dios, a ofrecer vuestras personas como hostia viviente, santa, agradable a
Dios" (1 Cor 6:19-20; Rm 12:1). El hombre espiritualiza su cuerpo, pero no
por ello lo desmaterializa: por el contrario, la verdadera vocación del hombre
es manifestar lo espiritual en lo material y a través de él. Así se puede decir
que los cristianos son los únicos verdaderos materialistas.
El
cuerpo es parte integrante de la persona humana. La separación del cuerpo y del
alma por la muerte, es contraria a la naturaleza, contraria al plan original de
Dios; una consecuencia de la caída. Por otra parte, esta separación es
solamente temporal, puesto que esperamos, más allá de la muerte, la
resurrección final en el último día, en el que el cuerpo y el alma se reunirán
de nuevo.
Imagen y semejanza.
San
Ireneo nos dice: "La gloria de Dios es el hombre vivo." La persona
humana forma el centro de la obra de Dios, la corona. La posición única del
hombre en el cosmos viene indicada, ante todo, por el hecho de que es "a
imagen y semejanza de Dios" (Gn 1:26). El hombre es la expresión
finita de la expresión infinita que Dios realiza de sí mismo.
Algunos
de los Padres Griegos asocian la imagen divina o "icono," según la
cual el hombre ha sido creado en la totalidad de su naturaleza. Relacionan más
específicamente la imagen con el aspecto más noble del hombre, el hombre con su
espíritu o su intelecto, gracias al cual alcanza el conocimiento de Dios y vive
en unión con El. Dicho de otra manera: la imagen de Dios en e! hombre es lo que
lo distingue del animal, lo que lo hace persona en el sentido pleno y
verdadero de la palabra, agente moral capaz tanto del bien como del mal, sujeto
espiritual dotado de libertad interior.
El
libre albedrío es particularmente importante para comprender y ver en el
hombre la imagen de Dios. Dios es libre: el hombre, por lo tanto, también es
libre. Al ser libre, todo ser humano realiza la imagen divina en él de un modo
que le es propio. Los seres humanos no son ni fichas que se pueden
intercambiar, ni las piezas de recambio de una máquina. Cada uno, por su
libertad, es único. Cada uno, por su carácter único, es infinitamente precioso.
Las personas humanas no se miden cuantitativamente: no tenemos derecho a
mantener que una persona tiene más valor que otra o que diez personas tienen más
valor que una sola. Tales cálculos son una ofensa a la verdadera persona. Cada
uno de nosotros es irreemplazable y debe, por consiguiente, ser considerado no
como un objeto sino como un sujeto. Encontramos a las personas aburridas y
horriblemente previsibles porque no hemos franqueado el umbral de la verdadera
existencia personal, tanto en nosotros como en los otros, existencia en la que
no existen estereotipos y en la que cada uno es único.
Numerosos
Padres Griegos ven una distinción entre la imagen de Dios y la semejanza
con Dios. Para los que establecen la distinción entre los dos términos, la
imagen representa la potencialidad en el hombre de la vida en Dios; la
semejanza, la realización de esta potencialidad. La imagen es lo que el hombre
posee desde el principio, lo que le permite comprometerse en el camino
espiritual; la semejanza es aquello a lo que apunta al término de su viaje.
"El hombre ha recibido el honor de la imagen durante su primera creación,
pero la plena perfección de la semejanza con Dios solamente le será conferida a
la consumación de todas las cosas," escribe Orígenes. Todos los hombres
están hechos a imagen de Dios y, por corrompida que sea su vida, la divina
imagen que tienen en ellos está simplemente oscurecida y velada; nunca está totalmente
perdida. La semejanza, por el contrario, no es alcanzada más que por los
bienaventurados en el Reino celeste del mundo futuro.
Según
san Ireneo, durante su creación primera, el hombre era "como un niño
pequeño"; tenía necesidad de crecer en perfección. En otros términos, era
inocente y capaz de desarrollarse espiritualmente (la "imagen"), pero
este desarrollo no era inexorable ni automático. El hombre estaba llamado a
colaborar con la gracia de Dios y así, sirviéndose en el momento oportuno de su
libre arbitrio, estaba hecho para convertirse lentamente, progresivamente, en
Dios (la "semejanza"). La noción del hombre creado a imagen de Dios
puede, por lo tanto, ser interpretada en un sentido dinámico más que estático.
Ello no quiere decir que el hombre estuviera dotado desde el principio de una
perfección plenamente realizada, de la más grande santidad y del perfecto
conocimiento; simplemente quiere decir que recibió la posibilidad de crecer en
plena amistad con Dios. La distinción entre imagen y semejanza no implica
evidentemente la aceptación de cualquier "teoría de la evolución,"
pero no es incompatible con ella.
Imagen
y semejanza significan orientación, relación. Como hace notar Philip Sherrard,
"el mismo concepto del hombre presupone una relación, un trato con Dios.
Al afirmar al hombre, se afirma a Dios." Creer que el hombre está hecho a
imagen de Dios es creer que el hombre ha sido creado para estar en comunicación
y en unión con él y que, si rechaza esta comunicación, hablando con propiedad
deja de ser un hombre. Un "hombre natural," separado de Dios, no
puede existir; el hombre apartado de Dios está en un estado perfectamente no
natural. La doctrina de la imagen quiere decir, por consiguiente, que el hombre
tiene a Dios como centro íntimo de su ser. El elemento divino es el elemento
determinante de nuestra humanidad; al perder nuestro sentido de lo divino,
perdemos también nuestro sentido de lo humano.
Esto
se ha visto confirmado por lo que ha sucedido en Occidente desde el
Renacimiento y de forma todavía más notoria, desde la revolución industrial. El
secularismo creciente ha ido acompañado de una creciente deshumanización de la
sociedad, la versión lenin-stalinista del comunismo es prueba de ello. Allí, el
rechazo de Dios fue a la par con la represión cruel de la libertad del hombre,
lo cual no tiene nada de sorprendente, pues la única base sólida para
establecer una doctrina de libertad y de dignidad humana proviene de la
certidumbre de que cada hombre está hecho a imagen de Dios.
El
hombre está hecho no solamente a imagen de Dios, sino más específicamente, a
imagen de Dios-Trinidad. "Vivir la Trinidad"... Todo lo dicho
anteriormente a este respecto adquiere una nueva fuerza situado en el contexto
de la doctrina de la imagen. La imagen de Dios en el hombre es una imagen
trinitaria y, por ello, el hombre, como Dios, realiza su verdadera naturaleza a
través de una vida de un mutuo compartir. La imagen significa la relación no
solamente con Dios sino también con los otros hombres. De la misma forma que
las tres Personas divinas viven la una en la otra y la una para la otra, así
también el hombre, hecho a la imagen trinitaria, se convierte en una persona
real al ver el mundo a través de los ojos del otro, al hacer suyas la alegrías
y los sufrimientos del otro. Cada ser humano es único, pero, aun siendo único,
ha sido creado para estar en comunión con los otros.
"Nosotros,
los que compartimos esta fe, deberíamos ver a todos los fieles como una sola
persona... y estar dispuestos a ofrecer nuestra vida por nuestro prójimo"
(San Simeón el Nuevo Teólogo). "La única manera de ser salvado es a través
de nuestro prójimo... La intención recta consiste en sentir compasión y ternura
ante los pecadores o los enfermos" (Homilías de San Macario). "Los
ancianos tenían la costumbre de decir que cada uno debería hacer suyo lo que le
ocurría a su prójimo. Deberíamos sufrir con él, llorar con él y comportarnos
como si estuviéramos en su cuerpo. Si él estuviera en un apuro, nosotros
deberíamos sentir tanta angustia como si nosotros mismos lo estuviéramos"
(Apotegmas de los Padres del Desierto). Todo esto es verdad porque el hombre
está hecho a imagen del Dios Trinidad.
Sacerdote y rey.
Como
hecho a imagen divina, microcosmos y mediador, el hombre es sacerdote y rey de
la creación. Conscientemente, deliberadamente, puede hacer dos cosas que el
animal no puede llevar a cabo más que inconsciente o instintivamente. En primer
lugar, el hombre es capaz de bendecir y de alabar a Dios por el mundo. Vale más
definir al hombre como un animal "eucarístico" que como un animal
"lógico," puesto que no vive simplemente en el mundo contentándose
con pensar y aprovecharse de él sino que puede ver en el mundo un don de Dios,
un sacramento de la presencia de Dios, un medio para entrar en comunicación con
él. He aquí por qué puede ofrecer el mundo a Dios como signo de acción de
gracias: "Lo que es Tuyo y Te pertence lo ofrecemos por todos y por
todo" (Liturgia de San Juan Crisóstomo).
El
hombre no solamente bendice y alaba a Dios por el mundo, sino que puede
reformar y modificar el mundo, darle un sentido totalmente nuevo. Según
el padre Dumitru Staniloae, "el hombre marca la creación con el sello de
su comprensión y de su trabajo inteligente... Para el hombre, el mundo es más
que un regalo, es una tarea." Una llamada a cooperar con Dios. Somos, como
nos dice san Pablo, "cooperadores de Dios" (1 Cor 3:9). El hombre es
más que un animal lógico y más que un animal eucarístico; es un animal creador.
El hecho de que esté hecho a imagen de Dios significa que es creador a imagen
del Dios creador. Asume este papel creador no a viva fuerza, sino a través de
la claridad de su visión espiritual. Su vocación no consiste en dominar ni en
explotar la naturaleza sino en transfigurarla y santificarla. A través del cultivo
de la tierra, la profesión, sus escritos o incluso de la pintura de iconos, el
hombre presta voz a las cosas materiales, permitiendo así a la creación alabar
a Dios. La primera tarea que el hombre tuvo que realizar fue dar nombres a los
seres vivos (Gn 2:19-20). ¿Dar nombres no es en sí un acto creador? Mientras no
hayamos dado un nombre a un objeto o a una experiencia, una "palabra
rigurosa" para indicar su verdadero carácter, no podremos empezar a
comprenderlo o a servirnos de él.
Es
igualmente importante recordar que durante la eucaristía ofrecemos a Dios los
frutos de la tierra, no en su forma original sino reformados por el hombre: no
son haces de trigo lo que llevamos al altar, sino pan; no son racimos de uvas,
sino vino.
Así,
el hombre es sacerdote de la creación, pues posee el poder de dar gracias a
Dios y de re-ofrecerle la creación. Es también rey de la creación, ya que posee
el poder de modelar y de dar forma, de unir y de diversificar. Función
hierática, función real que san Leoncio de Chipre nos describe con elegancia:
"A través
del cielo, la tierra y el mar, a través de la madera y de la piedra, a través
de toda la creación visible e invisible, venero al Creador, Maestro y Artesano
de todas las cosas. La creación no venera a su artesano directamente,
espontáneamente. A través de mí, los cielos proclaman la gloría de Dios, la
luna lo adora, las estrellas lo glorifican, las aguas, las lluvias, el rocío y
todas las cosas creadas le tributan gloria y honor."
El reino interior.
"Dichosos
los limpios de corazón porque ellos verán a Dios" (Mt 5:8). Hecho a imagen y semejanza de
Dios, el hombre es espejo de lo divino. Conoce a Dios al conocerse a sí mismo.
Cuando entra dentro de sí mismo, ve el reflejo de Dios en la pureza de su
propio corazón. Según la doctrina de la creación del hombre a imagen de Dios,
en cada persona, en el más verdadero e íntimo "yo" de su ser llamado
con frecuencia el "corazón profundo" o "el fondo del alma,"
existe un punto de encuentro directo y de unión con el Increado. "El
reino de Dios está dentro de vosotros" (Lc 17:21).
La
búsqueda del reino interior es uno de los principales temas de los escritos de
los Padres de la Iglesia. "Parece realmente que el más grande de todos los
conocimientos, decía san Clemente de Alejandría, sea el conocimiento de sí
mismo, pues aquél que se conoce a sí mismo tendrá el conocimiento de Dios y, al
tener este conocimiento, se hará semejante a Dios." Por su parte, san
Basilio el Grande escribe: "Cuando el intelecto no está disperso a través
de las cosas exteriores o disperso a través del mundo por los sentidos, entra
dentro de sí mismo y, por sus propios medios, se eleva hacia el pensamiento de
Dios." "Quien se conoce, conoce todo," escribe san Isaac el
Sirio, y continúa: "Estáte en paz con tu alma; entonces, el cielo y la
tierra estarán en paz contigo. Penetra con diligencia en la maravillosa morada
que está en ti y así verás las cosas que están en el cielo; pues no hay más que
una sola entrada: la escala que lleva al Reino está escondida en tu alma y en
tu alma descubrirás los escalones que te permitirán acceder a él."
Podemos
añadir a estos pasajes el testimonio de un testigo occidental contemporáneo,
del cisterciense Thomas Merton: "En el centro de nuestro ser, hay un punto
de la nada que no rozan siquiera el pecado ni la ilusión; un punto de verdad
pura; una chispa que pertenece enteramente a Dios y que no nos pertenecerá
jamás; un punto a partir del cual Dios dispone de nuestras vidas; un punto
inaccesible a las fantasías de nuestro espíritu o a los caprichos de nuestra
voluntad. Este pequeño punto de pobreza absoluta es la gloria de Dios en
nosotros en estado puro. Es, por decirlo así, su nombre escrito en nosotros,
tanto como nuestra pobreza, nuestra indigencia, nuestra dependencia, nuestra filiación.
Diamante de las más raras aguas que destella a la luz invisible del cielo. Está
en cada uno de nosotros y, si pudiéramos verlo, podríamos admirar sus fuegos
resplandecientes como un sol que hiciera desaparecer para siempre la oscuridad,
la crueldad de la vida... La puerta del cielo está en todas partes."
"Huid
del pecado," insiste san Isaac; tres palabras para recordar. Para reflejar
el rostro de Dios, debemos limpiar nuestro espejo. Sin el arrepentimiento, no
existe ni conocimiento de uno mismo ni descubrimiento del reino interior. Se me
dice: "Vuélvete a ti mismo; conócete a ti mismo." ¿Pero, qué
"yo" debo descubrir? ¿Cuál es mi verdadero "yo"? El
psicoanálisis nos revela un cierto tipo de "yo" que nos conduce, con
frecuencia, no al pie de la "escala que nos llevará al Reino," sino a
la escalera que nos lleva a la húmeda cueva infestada de serpientes.
"Conócete a ti mismo" significa "conócete a ti que has brotado
de Dios. A ti que estás arraigado en Dios. Conócete a ti mismo en Dios."
Según la tradición espiritual ortodoxa, solamente descubriremos nuestro
"yo" verdadero, nuestro "yo a la imagen" muriendo a nuestro
ser contrahecho y caído. "El que pierda su vida por mí, la
encontrará" (Mt 16:25). Solamente aquél que sabe reconocer su yo fingido
por lo que vale y lo rechaza está en condiciones de discernir su verdadero yo,
el yo que Dios quiere. Subrayando esta distinción entre el falso y el verdadero
yo, san Barsanufo nos exhorta: "Olvídate a ti mismo y conócete a ti
mismo."
El mal, el sufrimiento y la caída del
hombre.
En
la novela más grande de Dostoievski, Los hermanos Karamázov, Iván lanza
un desafío a su hermano: "Imagínate que los destinos de la humanidad están
entre tus manos y que para hacer definitivamente libres a los hombres, para
procurarles finalmente la paz y el descanso, sea indispensable enviar a la
tortura aunque sólo sea a un ser, el niño que se daba golpes de pecho con su
puñito y fundar sobre sus lágrimas la futura felicidad, ¿Consentirías tú, en
esas condiciones, en edificar semejante felicidad? Respóndeme sin mentir."
"No, no consentiría," dice Aliosha.
Somerset
Maugham cuenta que después de haber visto morir lentamente a un niño a causa de
una meningitis, se sintió incapaz de creer en un Dios de amor. Muchas personas
han visto a su marido, a su esposa, a un hijo o a un padre hundirse en una
profunda depresión; en el reino del sufrimiento, ¿existe algo tan trágico como
contemplar a un ser humano afectado por una melancolía crónica? ¿Cómo podemos
conciliar, reconciliar, nuestra fe en un Dios amante, que ha creado todas las
cosas y que ha velado para que fueran "muy buenas," con la existencia
del sufrimiento, del pecado y del mal?
Empecemos
por admitir que no existe ni respuesta fácil ni reconciliación evidente. El
sufrimiento y el mal nos enfrentan con su irracionalidad... El sufrimiento, ya
sea el nuestro o el de los otros, es una experiencia que necesitamos vivir. No
es uno de esos problemas teóricos que podemos resolver explicándolo. Su
explicación, si es que hay una, se encuentra más allá de las palabras. El
sufrimiento no puede ser "justificado." El sufrimiento puede servir,
puede ser aceptado y por ello transfigurado.
Aun
manteniendo con justicia cierta desconfianza hacia una solución fácil al
"problema del mal," encontramos en el relato de la caída del hombre,
tal como nos la narra el segundo capítulo del Génesis (se interprete literal o
simbólicamente), dos signos vitales, dos "paneles indicadores" que
hay que leer atentamente.
El
relato del Génesis empieza por hablarnos de la "serpiente"
(3:1), es decir del diablo, el primero de esos ángeles que se alejaron de Dios
para caer en el infierno por su propia voluntad. Ha habido una doble caída: la
de los ángeles y, después, la del hombre. Para la Ortodoxia, la caída de los
ángeles no es un pintoresco cuento de Radas, sino una verdad espiritual. Antes
de la creación del hombre, había existido ya una separación en el seno del
reino noético: ciertos ángeles permanecieron inquebrantables en su fidelidad a
Dios, pero otros lo rechazaron. "Batalla en el cielo" (Ap 12:7), con
respecto a la cual la Escritura no nos da más que algunas referencias crípticas
y lacónicas. Igualmente, ignoramos si Dios considera una reconciliación en el
seno del reino noético, o cómo (o si) el diablo podrá ser rescatado. Satán es
nuestro enemigo y enemigo de Dios.
Destacaremos
tres puntos que afectan a nuestros esfuerzos por resolver el problema del
sufrimiento. El primer punto reconoce que, aparte del mal del que nosotros, los
seres humanos, somos personalmente responsables, están presentes en el universo
fuerzas extremadamente poderosas y conscientemente orientadas hacia el mal.
Estas fuerzas, aunque no humanas, son personales. La existencia de tales
poderes demoníacos no es ni una hipótesis ni una leyenda; para muchos de
nosotros es una cuestión de experiencia directa. En segundo lugar, la
existencia de poderes espirituales caídos nos ayuda a comprender por qué, en un
momento aparentemente anterior a la creación del hombre, se encuentran en el
mundo de la naturaleza desorden, caos y crueldad. En tercer lugar, la
sublevación de los ángeles demuestra que el mal viene de arriba y no de abajo.
No de la materia, sino del espíritu. El mal, como ya hemos dicho, no es
"una cosa," ni un ser, ni una sustancia. El mal es una mala actitud:
lo contrario de lo que es bueno de por sí. La fuente del mal reside en el libre
albedrío de los seres espirituales dotados de la facultad de elección
moral, pero extraviados en el ejercicio de esta facultad.
Para
nuestro primer "panel indicador," nos es suficiente con la alusión a
la "serpiente." Sin embargo, y esto puede servirnos de segundo
"panel indicador," el relato del Génesis establece claramente que,
aunque el hombre haya llegado a un mundo ya empañado por la caída de los
ángeles, nada lo incitaba, sin embargo, a pecar. Eva es tentada por la
"serpiente." Ella sigue siendo libre para aceptar o rechazar sus
sugerencias. Su "pecado original" y el de Adán consiste en un acto consciente
de desobediencia. Es un rechazo deliberado del amor de Dios, la decisión
tomada en completa libertad de volver la espalda a Dios y de centrarse en sí
mismo (Gn 3:2; 3:11).
El
hecho de que la persona humana posea el libre albedrío y pueda ejercerlo está
lejos de proporcionarnos una explicación elaborada y apenas esboza una
respuesta. En resumidas cuentas, ¿por qué Dios ha permitido pecar a los ángeles
y al hombre? ¿Por qué Dios permite el mal y el sufrimiento? Nosotros
respondemos: porque es un Dios de amor. Amor quiere decir compartir. Amor
quiere decir también libertad. Como Trinidad de amor que es, Dios deseaba
compartir su vida con personas creadas, hechas a su imagen y capaces de
responderle libremente a través de una relación de amor. Allí donde no existe
libertad, no puede haber amor. La coacción excluye el amor. Como decía Paul
Evdokimov, "Dios lo puede todo..., salvo forzarnos a amarlo."
He aquí por qué Dios, deseando compartir su amor, no ha creado robots que le
obedezcan mecánicamente, sino ángeles y seres humanos dotados de libre
albedrío. Por esa misma razón, ha corrido un riesgo, pues con el don de la
libertad venía también la posibilidad de pecar; pero quien no corre riesgos, no
ama de verdad.
Sin
libertad no habría pecado, pero sin libertad el hombre no sería imagen de Dios.
Sin libertad, el hombre no sería capaz de entrar en comunión con Dios en una
relación de amor.
Consecuencias de la caída.
Creado
para vivir en comunión con la Santa Trinidad y llamado a progresar en el amor
de la imagen a semejanza divina, el hombre ha elegido, por el contrario, un
camino descendente y no ascendente. Ha rechazado la relación orientada hacia
Dios, su verdadera esencia. En lugar de comportarse como mediador y como centro
de unificación, ha instaurado la división: en sí mismo, entre sus hermanos y
él, y entre el mundo de la naturaleza y él. Había recibido de Dios el don de la
libertad, pero ha negado sistemáticamente esta libertad a sus semejantes. Había
recibido el poder de moldear el mundo y de darle un nuevo sentido, una nueva
frescura, y se ha servido de ello de un modo inoportuno para ensuciar y
destruir el mundo. Las consecuencias, sobre todo a partir de la revolución
industrial, se manifiestan horriblemente en nuestros días en la rápida
contaminación del entorno.
El
"pecado original" del hombre consiste en haberse descentrado de Dios
para centrarse en sí mismo y en haber dejado de considerar el mundo y a los
otros humanos como un sacramento de la comunión con Dios. No vio en ellos un
don para reofrecerlo como acción de gracias al Donante. Se dedicó a tratarlos como
posesión suya, cosa suya, algo que podía coger, explotar, devorar. No miró a
las personas y las cosas como lo que representan en sí mismas y en Dios, sino
en función del placer y de la satisfacción que podían proporcionarle. El
resultado fue que se encontró atrapado en un círculo vicioso: su apetito se
hizo cada vez más difícil de satisfacer. El mundo dejó de ser transparente. La
ventana a través de la cual contemplaba a Dios se hizo opaca. El mundo, fuente
de vida, se convirtió en corruptible, mortal. "Pues tú eres polvo y al
polvo volverás" (Gn 3:19). Lo que se aplica al hombre caído, se aplica
también a todas las cosas creadas, desde el momento en que se ven privadas de
su única fuente de vida: Dios.
Los
efectos de la caída del hombre fueron a la vez físicos y morales. En el terreno
físico, los seres humanos fueron presa del sufrimiento y de la enfermedad.
Conocieron la debilidad, la desintegración del cuerpo debida a la vejez. A la
alegría de la mujer por dar una nueva vida, se añadieron los dolores del parto
(Gn 3:16). Nada de eso formaba parte del plan inicial de Dios para la
humanidad. Otra consecuencia de la caída consistió en que hombres y mujeres
conocieron la separación del alma y el cuerpo en la muerte física. No
consideremos la muerte física como un castigo, sino como un alivio previsto por
un Dios amante, que, en su misericordia, no quiso que los hombres vivieran para
siempre en un mundo caído, encerrados para siempre en el engranaje de un
círculo vicioso del cual eran los propios artesanos. Quiso darles una forma de
liberarse de él. La muerte no es, por lo tanto, el final de la vida, sino el
comienzo de su renovación. Más allá de la muerte física, vemos la futura
reunión del cuerpo y del alma durante la resurrección general, en el último
día. Al separar nuestro cuerpo y nuestra alma en la muerte, Dios actúa como el
alfarero: cuando el jarrón que ha fabricado en el torno ha fallado, lo rompe
para rehacerlo (cf. Jer 18:1-6). La liturgia de los funerales en la Iglesia
ortodoxa insiste en este punto:
"Al
principio, me creaste de la nada
y
me ennobleciste con tu divina imagen;
pero,
cuando desobedecí tu mandato,
me
devolviste a la tierra de donde había sido tomado.
Devuélveme,
de nuevo, a tu semejanza,
recreando
mi antigua belleza."
Como
consecuencia de la caída, en el terreno moral, los seres humanos quedaron
sujetos a la frustración, al tedio, a la depresión. El trabajo, en lugar de ser
una fuente de alegría para el hombre y un medio de comunión con Dios, se
convirtió en una labor, "con el sudor de su rostro" (Gn 3:19). Esto
no fue todo. El hombre experimentó una alienación interior: debilitado en su
voluntad, dividido contra sí mismo, se convirtió en su propio enemigo, su
propio verdugo. "Sé que nacía bueno habita en mí, es decir, en mi carne,
escribe san Pablo, en efecto, querer el bien está a mi alcance, pero no el
hacerlo, puesto que no hago el bien que quiero y obro el mal que no quiero...
¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo?" (Rm 7:18-19,24). San
Pablo, no solamente reconoce la existencia de un conflicto entre el bien y el
mal sino que muestra también cómo, con demasiada frecuencia, nos encontramos
moralmente paralizados; con sinceros deseos de elegir el bien, pero
constreñidos a una situación en la que todas nuestras opciones provocan el mal.
Cada uno de nosotros sabe por propia experiencia lo que san Pablo quiere decir.
Sin
embargo, añade con prudencia: "Sé que ningún bien habita en mi
carne." Nuestro combate ascético está dirigido contra la carne y no contra
el cuerpo. "Carne" no es "cuerpo." El término
"carne" tomado en este contexto, se refiere a todo lo que en nosotros
es ocasión de pecado y opuesto a Dios. No es, por lo tanto, solamente el
cuerpo, sino el alma del hombre caído los que se han convertido en sensuales y
carnales. Debemos odiar la carne sin odiar el cuerpo, que es obra de Dios y
templo del Espíritu Santo. Una renuncia ascética es, por lo tanto, un combate
contra la carne, aun siendo un combate no contra, sino en favor del
cuerpo. Matemos la carne para adquirir un cuerpo. El ascetismo no es una
autoesclavitud, sino el camino de la libertad. El hombre es una maraña de
contradicciones; solamente la ascesis le permitirá conocer la espontaneidad.
El
ascetismo, entendido como un combate contra la carne, ese aspecto culpable y caído
del ser, es exigible a todos los cristianos y no sólo a aquéllos que han
pronunciado unos votos monásticos. La vocación monástica y la vocación del
matrimonio — la vía de la negación y la vía de la afirmación — deben ser
consideradas como paralelas y complementarias. El monje o la monja no son
dualistas; tratan del mismo modo que el cristiano casado de proclamar la bondad
intrínseca de la creación material y del cuerpo humano. El cristiano casado
también está llamado a la ascesis. La diferencia reside únicamente en las
condiciones exteriores en las cuales tiene lugar el combate ascético. Las dos
rechazan el pecado.
La
tradición ortodoxa, sin minimizar los efectos de la caída, no cree que lleve
consigo una "depravación total," como afirman los calvinistas en sus
concepciones más pesimistas. La imagen divina en el hombre ha quedado
oscurecida, pero no borrada. El libre albedrío del hombre ha sido restringido
en su ejercicio, pero no ha quedado aniquilado. A pesar de evolucionar en un
mundo caído, el hombre es capaz de sacrificarse con generosidad y con una
compasión amante. En este mundo caído, el hombre conserva en sí cierto
conocimiento de Dios y puede, por la gracia, entrar en comunión con él.
Recordemos a los numerosos santos del Antiguo Testamento, hombres y mujeres
como Abraham, Sara, José, Moisés, Elíseo y Jeremías; recordemos también que
hay, además del pueblo elegido de Israel, figuras notables como Sócrates, que
no se contentó con enseñar la verdad sino que la vivió. No es menos cierto que
el pecado humano, el pecado original de Adán, al cual han venido a añadirse los
pecados de cada nueva generación, ha creado una sima, una "abertura"
que el hombre es incapaz de llenar por sí mismo.
Nadie cae solo.
Según
la tradición ortodoxa, el pecado original de Adán afecta a la raza humana en su
integridad. Sus consecuencias son tanto físicas como morales, pero ¿se trata de
una falta que se hereda? La Iglesia ortodoxa es muy prudente a este respecto.
El pecado original no se interpreta en términos jurídicos. Esta imagen,
considerada en general como el punto de vista agustiniano, no parece aceptable
para los ortodoxos. La doctrina del pecado original significa, más bien, que
hemos nacido en un entorno en el que se está más inclinado al mal que al bien.
Es fácil hacer el mal y difícil hacer el bien. Es fácil herir a los otros y
difícil curar sus heridas. Es fácil hacer nacer sospechas y difícil ganar la
confianza del otro. Cada uno de nosotros está condicionado por la solidaridad
de la raza humana en los errores que ella ha acumulado, en sus juicios y en sus
comportamientos. A estos errores hemos añadido nuestras acciones
deliberadamente culpables. La abertura no ha hecho más que crecer.
En
esta solidaridad de la raza humana, encontramos una explicación a la aparente
injusticia de la doctrina del pecado original. ¿Por qué, después de todo,
debería la raza humana sufrir a causa de la caída de Adán? Acordémonos de que,
como seres humanos, hechos a imagen del Dios trinitario, somos independientes y
co-inherentes. Nadie es una isla, como tituló su poema John Donne del que
Thomas Merton sacará el título de uno de sus libros. "Somos miembros
los unos de los otros" (Ef 4:25). Así pues, cada acción realizada por
un miembro de la raza humana afecta de modo inevitable a todos los demás
miembros. No somos, en el sentido estricto de la palabra, culpables de los
pecados de los otros, pero estamos siempre más o menos implicados.
"Cuando
uno de nosotros cae,
escribe Alexis Jomiácov, cae solo, pero ninguno de nosotros se salva
solo." ¿No habría debido decir que nadie cae solo? El starets Zóssima
en Los hermanos Karamázov de Dostoievski, se aproxima más a la verdad al
declarar que cada uno de nosotros es responsable por todos y por todo:
"No hay
más que un medio de salvación: toma a tu cargo todos los pecados de los
hombres. En efecto, amigo mío, desde el momento en que respondas sinceramente
por todos y por todo, verás en seguida que es cierto que eres culpable por
todos y por todo."
¿Un Dios que sufre?
¿Hieren
nuestros pecados el corazón de Dios? ¿Sufre Dios cuando nosotros sufrimos?
¿Tenemos derecho a decir a este hombre o a esta mujer que sufre: "El
propio Dios, en este instante, sufre lo que tú sufres"?
Deseosos
de preservar la trascendencia divina, los primeros Padres de la Iglesia,
griegos y latinos, insistieron en la "impasibilidad" de Dios.
Interpretado al pie de la letra, esto quería decir que si el Dios-hecho-hombre
puede sufrir y sufre realmente, Dios mismo no sufre. Sin ir al encuentro de las
enseñanzas patrísticas, ¿no podríamos añadir algo más? En el Antiguo
Testamento, mucho antes de la Encarnación de Cristo, el libro de los Jueces nos
dice hablando de Dios: "No soportó por más tiempo el sufrimiento de
Israel" (Je 10:16). Volvemos a encontrar en varias ocasiones, en el Antiguo
Testamento, frases como éstas puestas en boca de Dios:
"¿Efraím
es para mí un hijo tan querido,
un niño tan
mimado,
que tras
haberme dado tanto que hablar
tenga que
recordarlo todavía?
Pues, en
efecto, se han conmovido mis entrañas por él" (Jr 31:20).
"¿Cómo
te abandonaría, Efraím,
cómo
te entregaría, Israel?
Mi
corazón se me revuelve dentro." (Os 11:8).
La
única razón de estos textos es, sin duda, recordarnos que incluso antes de la
encarnación, Dios se sentía directamente afectado por los sufrimientos de su
creación. Nuestra miseria lo "hería." Si respetamos el camino
apofático, no atribuiremos a Dios sentimientos humanos sin discernimiento ni
reserva. Podemos, no obstante, afirmar que "el amor hace nuestros los
sufrimientos del otro" (Libro de los Pobres en Espíritu). Si esto es
verdad hablando del amor humano, ¿no es más verdad hablando del amor divino?
Puesto que Dios es amor y ha creado el mundo como signo de amor — y también,
puesto que Dios es persona y el hecho de ser persona implica compartir —, Dios
no puede permanecer indiferente a las penas de este mundo caído. Si yo, un ser
humano, permanezco impasible ante la angustia de otro ser humano, ¿cómo puedo
atreverme a decir que lo amo de verdad? He aquí por qué Dios, al contemplar su
creación, se "identifica" con su angustia.
Se
dice, y con justicia, que había una cruz en el corazón de Dios antes de que
otra fuera plantada cerca de Jerusalén. Cruz de dolor, cruz de triunfo,
inseparablemente...Quien pueda creer en ello descubrirá la alegría mezclada con
su amargura. Compartirá, en el plano humano, la divina experiencia del
sufrimiento victorioso.
"Tú, que
has cubierto las alturas con las aguas,
que has dado al
mar sus limites de arena,
Tú, que
contienes todo: el sol te celebra, la luna te glorifica.
Todas las
criaturas te ofrecen un himno
a ti, que las
has creado y modelado para siempre." (Triodo de la Gran Cuaresma).
"Señor, tú
eres grande y maravillosas son tus obras y ninguna palabra basta para cantar
tus maravillas. Pues eres tú quien por tu voluntad has llevado todas las cosas
del no ser al ser.
Tú, que con tu
poder mantienes unida la creación.
Tú, que
gobiernas el mundo con tu providencia.
De los cuatro
elementos has compuesto la creación.
Con las cuatro
estaciones has coronado el ciclo del año.
Ante ti
tiemblan las potencias espirituales.
El sol te
canta; la luna te glorifica; la luz te obedece;
Tu presencia
hace estremecer los abismos;
las fuentes son
tus servidoras. Tú has extendido el cielo como una tienda,
has afirmado la
tierra sobre las aguas, con la arena, has fijado límites al mar;
has extendido
el aire para que los vivos puedan respirar.
Las potencias
angélicas te sirven. Los coros de arcángeles te celebran.
Los querubines
de ojos innumerables y los serafines de seis alas que Te rodean
con su vuelo
velan su rostro porque temen el resplandor de tu gloria inaccesible.
Por los
elementos, por los ángeles y por los hombres, por las cosas visibles e
invisibles, sea glorificado tu santísimo nombre, con el Padre y el Espíritu
Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén." (Oración de
la gran bendición de las aguas en la fiesta de la Epifanía).
"Este
riesgo Divino, inherente a la decisión de crear seres según su imagen y a
semejanza de Dios, es la cima de la omnipotencia o, más bien, su superación en
una impotencia voluntariamente asumida. Pues "la debilidad de Dios es más
fuerte que los hombres" (1 Cor 1:25; Vladímir Losski).
"El
universo es la viña entregada a los hombres por Dios. "Las cosas han sido
hechas para nosotros y no nosotros para ellas," dice san Juan Crisóstomo.
Todo es don de Dios para el hombre, signo de su amor. Todo da testimonio de la
energía del amor de Dios, de su benevolencia, de su gracia y nos lo comunica.
Por consiguiente, todo es portador de este divino don de amor. Cada don que nos
hacemos unos a otros es signo y portador de amor. Pero un don exige otro a
cambio para que la reciprocidad del amor se realice. A Dios, sin embargo, el
hombre no tiene nada para darle, salvo aquello que le ha sido dado para sus
necesidades. Por eso, su don es sacrificio que ofrece como acción de gracias a
Dios. El don del hombre a Dios es sacrificio y "eucaristía," en el
sentido más amplio de la palabra.
Al ofrecer el
mundo a Dios como un don o como un sacrificio, ponemos en él el sello de
nuestro trabajo, de nuestra inteligencia, de nuestro espíritu de sacrificio, de
nuestro propio movimiento hacia Dios. Cuanto más captamos el valor y la
complejidad de este don divino y desarrollamos su potencialidades, aumentando
así los talentos que Él nos ha dado, más alabamos a Dios y le procuramos
alegría, al mostrarnos como interlocutores activos en el diálogo de amor entre
Él y nosotros." (Padre Dumitru Staniloae).
"En la
inmensa catedral que es el universo de Dios, cada hombre, ya sea un erudito o
trabaje con sus manos, está llamado a ser el sacerdote de su vida eterna, a
tomar todo lo que es humano y a transformarlo en una ofrenda y en un himno de
gloria." (Paul Evdókimov).
"Tú eres
un mundo en el seno de un mundo: mírate y verás la creación entera. No mires
las cosas exteriores, sino concentra toda tu atención sobre las que están en
ti. Recoge tu espíritu en el interior de ese santuario espiritual que es tu
alma y prepara para el Señor un altar despojado de imágenes." (San Nilo de
Ancira).
"Los
santos deben hacer penitencia, no sólo por sí mismos, sino también por su
prójimo, va que sin un amor activo, no pueden hacerse perfectos. Es así como el
universo forma un todo y como cada uno de nosotros es ayudado providencialmente
por su prójimo." (San Marcos el Monje).
"Dios no
pide ni desea que tengamos el corazón triste. Quiere, más bien, que por amor a
él nos alegremos y que nuestra alma esté llena de risas. Quitad el pecado y las
lágrimas se vuelven superfinas; donde no hay herida, no hay necesidad de
ungüento. Antes de la caída, Adán no conoció las lágrimas. Así, después de la
resurrección de entre los muertos, ya no habrá lágrimas porque el pecado habrá
sido destruido. En efecto, dolor, tristeza y lamentaciones se habrán ido."
(San Juan Clímaco).
Un Dios Que se hizo Hombre.
"En
Cristo estaba Dios reconciliando el mundo consigo" (2 Cor 5:19).
"Ten
sed de Jesús y él te saciará con su amor." (San Isaac el Sirio.).
"El abba
Isaac decía: "Un día que yo estaba sentado con el abba Poemen, vi que
estaba en éxtasis y, como yo tenía la costumbre de hablarle con mucha libertad,
hice una genuflexión ante él y le pregunté: 'Dime, padre, ¿dónde estas?'."
Él no quiso decírmelo. Como yo le supliqué, respondió: "Mis pensamientos
estaban cerca de Santa María, la madre de Dios, mientras ella estaba al pie de
la cruz del Salvador y lloraba y yo quería llorar siempre como ella lloraba
entonces." (Apotegmas de los Padres del Desierto.).
Nuestro compañero de camino.
Cuando
unos exploradores de Antártica estaban al límite de sus fuerzas, percibieron en
diversas ocasiones que había entre ellos un miembro más. También el rey
Nabucodonosor de Babilonia tuvo una experiencia semejante: "¿No hemos
arrojado a estos tres hombres atados al fuego? Yo veo ahí a cuatro hombres en
libertad que se pasean por el fuego y el cuarto tiene el aspecto de un hijo de
dioses" (Dn 3:25-25).
Así
es para nosotros Jesús, nuestro Salvador. Es el que camina a nuestro lado
cuando estamos al límite de nuestras fuerzas. Es el que está con nosotros en el
desierto de hielo o en el horno de fuego. Cada uno de nosotros, cuando se
siente más solo y agotado, oye que le dicen: "Tú no estás solo; tienes un
compañero."
Terminábamos
el capítulo anterior hablando de la alienación y del exilio de la persona. Hemos
visto cómo el pecador, original y personal, crea un abismo entre Dios y la
persona, brecha que no podemos colmar por los propios medios. Separada de su
Creador, apartado de sus hermanos, rota interiormente, la persona caída no
tiene poder para curarse a sí misma. ¿Puede encontrar, tal vez, un remedio?
Hemos visto igualmente cómo la Trinidad, en tanto Dios de amor y personal, no
podía permanecer indiferente al sufrimiento humano, y cómo participaba en él.
¿Hasta dónde llega esta participación divina?
Hasta
el extremo, respondemos nosotros. Como el hombre no podía ir a Dios, Dios ha
ido al hombre, identificándose con él de la forma más inmediata: el Logos
terrenal, Hijo de Dios, segunda Persona de la Trinidad, se ha hecho hombre,
verdadera persona humana. Uno de nosotros. Por medio de sus heridas, ha curado
nuestra condición, haciéndola enteramente suya, como decimos en las palabras
del Credo: "Creo... en un solo Señor, Jesucristo... Dios verdadero de Dios
verdadero, consustancial con el Padre... que por nosotros los hombres y por
nuestra salvación, bajó del cielo y se encarnó del Espíritu Santo y de la
Virgen María." Nuestro compañero en el hielo o en el fuego: el Señor
Jesús. Él, que ha tomado carne de la Virgen María. El Señor Jesús, "uno de
la Trinidad" y, sin embargo, uno de nosotros. El Señor Jesucristo, nuestro
Dios, y, sin embargo, nuestro hermano.
Señor Jesús, ten piedad.
Ya
hemos hablado del sentido trinitario de la oración de Jesús: "Señor
Jesucristo, ten piedad de mí que soy pecador." Veamos ahora lo que esta
oración nos recuerda en cuanto a la encarnación de Jesucristo y nuestra
curación por Él y en Él.
Hay
en la oración de Jesús dos polos, dos extremos: "Señor, hijo de
Dios." La oración comienza con la gloria de Dios. Aclama en Jesús al Señor
de toda creación, al Hijo eterno. Concluye apuntando a nuestra condición de
pecadores por la primera caída y por nuestros propios errores, "yo,
pecador" (el texto griego insiste todavía más: "yo, el
pecador," como si fuera el único).
Así,
la oración de Jesús empieza por la adoración para terminar por la penitencia.
¿Quién puede o qué es lo que puede reconciliar estos dos extremos, la gloria
divina y el estado de pecado humano?
Tres
palabras, tomadas de la oración.
La
primera es "Jesús," el nombre personal conferido a Cristo después de
su nacimiento humano de la Virgen María, nombre que tiene el sentido de
Salvador. El ángel le había dicho a san José, padre putativo de Cristo:
"Lo llamarás Jesús, pues salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt
1:21).
La
segunda palabra es "Cristo," equivalente griego de la palabra hebrea
"Mesías," que significa el que ha sido ungido. Ungido por el Espíritu
Santo de Dios. Para los judíos de la Antigua Alianza, el Mesías era el
liberador que se esperaba, el futuro rey que los libraría de sus enemigos por
el poder del Espíritu.
La
tercera palabra es "piedad" que significa amor que obra, el amor que
trabaja por el perdón y la liberación, para recuperar la integridad. Tener
piedad del otro es absolverlo de una falta de la que no se puede liberar solo;
es condonar sus deudas; es ayudarlo a triunfar de un mal del que no se puede
curar él solo. "Piedad" recuerda que todo eso es un don libremente
concedido. Quien pide que se tenga piedad de él no puede reivindicar nada, no
puede prevalerse de ningún derecho.
La
oración de Jesús expone a la vez el problema del hombre y la solución propuesta
por Dios. Jesús es el Salvador, el Rey ungido, el que ha tenido piedad. La
oración nos dice algo más sobre la persona de Jesús. Al dirigirse a Él como
"Señor" e "Hijo de Dios," hace alusión a su divinidad, a su
trascendencia y a su eternidad. Al servirse del nombre de "Jesús,"
ese nombre personal que le han dado su madre y su padre putativo en su
nacimiento humano en Belén, la oración alude a su naturaleza humana y a la
verdadera realidad de su nacimiento como ser humano.
La
oración de Jesús es, por lo tanto, una afirmación de fe en Jesucristo como
verdaderamente divino y plenamente humano. Es el Theónthropos,
"Dios-hombre," el que nos salva de nuestros pecados, precisamente
porque es, al mismo tiempo, Dios y hombre. El hombre no podía ir a Dios;
entonces Dios ha ido hacia el hombre, haciéndose hombre él mismo. A través del
amor que emana de él, a través de este amor incomprensible, Dios mismo se une a
su creación en la unión más estrecha posible: Él mismo se convierte en lo que
ha creado. En tanto hombre, hace de mediador, papel que el hombre había
rechazado por su caída. Jesús nuestro Salvador llena el abismo entre Dios y el
hombre porque es a la vez Dios y hombre. Como cantamos en uno de los himnos
ortodoxos de la vigilia de Navidad: "En este día, el cielo y la tierra,
están unidos porque Cristo ha nacido. Dios ha descendido a la tierra y el
hombre ha subido al cielo."
La
encarnación es el acto supremo de entrega por parte de Dios, su forma de
restablecer la comunión entre El y nosotros. ¿Qué habría sucedido si no hubiera
existido la caída? Si el hombre no hubiera pecado nunca, ¿habría elegido Dios,
a pesar de todo, hacerse hombre? La encarnación ¿debe ser considerada,
simplemente, como una respuesta a la penosa situación del hombre caído, o
sirve, en cierto modo, a los fines eternos de Dios? ¿No deberíamos mirar más
allá de la caída y ver en el Dios que se hace hombre la realización de su
verdadero destino?
No
estamos en condiciones de dar una respuesta definitiva. Al vivir las
consecuencias de la caída, no podemos imaginar con claridad cuál habría podido
ser la relación de Dios con la humanidad si la caída nunca hubiera sucedido.
Los escritores cristianos han preferido generalmente limitar sus discusiones
sobre la encarnación al contexto de la decadencia del hombre. Algunos se han
arriesgado a enfocar las cosas en una perspectiva más amplia, como san Isaac el
Sirio y san Máximo Confesor en Oriente. San Isaac dice que la encarnación es el
acontecimiento más feliz y gozoso que la raza humana haya conocido jamás.
Entonces, ¿por qué considerar como causa de este gozoso acontecimiento un hecho
que habría podido no ocurrir nunca y que ciertamente jamás habría debido suceder?
¿No es esto injusto? San Isaac insiste en que veamos en el hecho de que Dios se
haya revestido de nuestra condición humana no solamente un acto de
"restauración," no solamente una respuesta al pecado del hombre, sino
también y fundamentalmente, un acto de amor, una expresión de la misma
naturaleza de Dios. Incluso aunque no hubiera existido caída, Dios, en su amor
desbordante y sin límites, habría optado por identificarse con su creación
tomando la condición humana.
Mirada
desde este punto de vista, la encarnación de Jesucristo representa mucho más
que una redención de la caída, más que la restauración del hombre a su estado
original en el Paraíso. Cuando Dios se hace hombre comienza una era
fundamentalmente nueva en la historia y no una simple vuelta al pasado. La
encarnación hace pasar la humanidad a un nuevo registro, a un estado más
elevado que el primero. Solamente en Jesucristo podemos ver reveladas las
plenas posibilidades de nuestra naturaleza humana. Hasta que Él nació,
ignorábamos el verdadero sentido de nuestra condición. El nacimiento de Cristo,
decía san Basilio, "es el aniversario de la raza humana." Cristo es
el primer hombre perfecto, no únicamente en un sentido potencial, como lo era
Adán en su inocencia antes de la caída, sino en el sentido de la
"semejanza" totalmente realizada. La encarnación no es entonces un
antídoto contra los efectos del pecado original, sino una etapa esencial del
viaje que va de la imagen divina a la semejanza divina. La verdadera imagen y
semejanza de Dios es el propio Cristo y por esto, desde el primer momento de la
creación del hombre a imagen de Dios, la encarnación de Cristo estaba ya más o
menos subyacente. La verdadera razón de la encarnación no dependería tanto de
la condición pecadora del hombre, sino de su naturaleza no caída, como ser
hecho a imagen de Dios y capaz de entrar en unión con él.
Doble pero único.
La
fe ortodoxa en la encarnación está resumida en el estribillo del himno de
Navidad escrito por san Román el Cantor: "Un niño recién nacido, el Dios
de antes de los tiempos." Tres afirmaciones en una frase corta:
1.
Jesucristo es plena y completamente Dios.
2.
Jesucristo es plena y completamente humano.
3.
Jesucristo no es dos personas sino una sola.
Esto
ha sido explicado con detalle por los concilios ecuménicos. Si los dos primeros
concilios se interesaron sobre todo por la doctrina de la Trinidad, los cinco
últimos se han interesado por la encarnación. El tercer concilio — Efeso (431)
— declaró que la Virgen María era Théotokos, es decir "Portadora de
Dios" o "Madre de Dios." Existe en este título una afirmación
implícita no tanto sobre la Virgen como sobre Cristo. Dios ha nacido. La Virgen
es madre no de una persona humana unida a la divina Persona del Logos, sino de
una persona única, no dividida, que es a la vez Dios y hombre.
El
cuarto concilio — Calcedonia (451) — proclamó que en Jesucristo hay dos
naturalezas, una Divina y otra humana. Por su naturaleza divina es "uno en
esencia" (homousios) con Dios Padre. Por su naturaleza humana es
homousios con nosotros, los hombres. Por su naturaleza divina es plena y
completamente Dios: es la segunda Persona de la Trinidad, el Hijo "único
engendrado" y eterno de Dios, nacido del Padre antes de los siglos. Nacido
en Belén, hijo humano de la Virgen María, no solamente tiene un cuerpo humano
como el nuestro, sino un alma y una inteligencia humanas. No obstante, aunque
el Cristo encarnado existe "bajo dos naturalezas," es una sola
persona única y no dividida y no dos personas que coexisten en el mismo cuerpo.
El
quinto concilio — Constantinopla (553) — retomó los trabajos del tercero y
afirmó que "una de las Personas de la Trinidad sufrió en la carne."
Si se puede decir legítimamente que Dios ha nacido, tenemos derecho a afirmar
que Dios ha muerto. En los dos casos, especificamos que esto se refiere al
Dios-hecho-hombre. Dios, en su trascendencia, no está sujeto ni al nacimiento
ni a la muerte, pero el Logos encarnado está sometido a ambas.
El
sexto concilio — Constantinopla (680-681) — continuó en la línea del cuarto y
proclamó que si hay dos naturalezas en Cristo, una divina y otra humana, hay
también no solamente una voluntad divina sino también una voluntad humana; sin
estas dos voluntades, Cristo no sería verdaderamente como nosotros. No
obstante, estas dos voluntades no se contradicen ni se oponen, pues la voluntad
humana sigue estando sometida en completa libertad a la voluntad divina.
El
séptimo concilio — Nicea (787) — confirmando los cuatro concilios precedentes,
proclamó que puesto que Cristo se ha hecho hombre, se puede pintar su rostro en
los santos iconos; y, puesto que Cristo es una sola persona y no dos, estos
iconos no nos muestran su humanidad separada de su divinidad, sino la sola
Persona del Logos eterno encarnado.
Contraste
de formulación, en el nivel técnico, entre la doctrina de la Trinidad y la
doctrina de la encarnación. En el caso de la Trinidad, reconocemos una sola y
específica esencia o naturaleza en tres Personas. En virtud de esta unidad de
esencia, las tres Personas no tienen más que una sola voluntad o energía. Por
el contrario, en el caso de Cristo encarnado, hay dos naturalezas, una divina y
otra humana, pero una sola Persona: el Logos eterno que se ha hecho hombre.
Allí donde las tres Personas divinas de la Trinidad no tienen más que una sola
voluntad y una sola energía, la Persona del Cristo encarnado tiene dos
voluntades y dos energías, que dependen respectivamente de sus dos naturalezas.
Sin embargo, aunque en Cristo encarnado existan dos naturalezas y dos
voluntades, la unidad de su Persona continúa estando intacta: todo lo dicho,
hecho o sufrido por Cristo, relatado en los evangelios, debe ser atribuido a
una sola y misma Persona, el Hijo eterno de Dios que nació como hombre en el
espacio y en el tiempo.
Volvemos
a encontrarnos con dos principios fundamentales que conciernen a nuestra
salvación y que subyacen en las definiciones conciliares sobre Cristo como Dios
y hombre. El primero es que solamente Dios puede salvarnos. Un profeta o un
maestro de virtud no puede ser el redentor del mundo. Si Cristo debe ser
nuestro Salvador, debe ser plena y completamente Dios. Según el segundo
principio, la salvación debe alcanzar el fondo de la indigencia humana. Para
que podamos compartir lo que Cristo ha hecho por nosotros, es necesario que sea
plena y completamente un hombre. Como nosotros.
Por
esta razón, asestaríamos un golpe fatal a la doctrina de nuestra salvación si
miráramos a Cristo como los arríanos, es decir si viéramos en él a una especie
de semidiós situado en una penumbra intermedia entre la condición humana y la
condición divina. La doctrina cristiana de nuestra salvación exige que seamos
maximalistas. No podemos considerar a Cristo como "mitad y mitad."
Jesucristo no es Dios al cincuenta por ciento y hombre al cincuenta por ciento.
Es cien por cien Dios y cien por cien hombre. Según la frase epigramática de
san León Magno es totus in suis, totus in nostris, "completo en lo
que le es propio y completo en lo que nos es propio."
Completo
en lo que le es propio: Jesucristo es nuestra ventana al reino divino. Nos
muestra lo que es Dios. "Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único que
está en el seno del Padre nos lo ha dado a conocer" (Jn 1:18).
Completo
en lo que nos es propio: Jesucristo es el segundo Adán, el que nos muestra el
verdadero carácter de nuestra propia persona humana. Solamente Dios es el
hombre perfecto.
¿Quién
es, pues, Dios? ¿Quién soy, entonces, yo? Jesucristo responde por nosotros a
estas dos preguntas.
La salvación como compartir.
El
mensaje cristiano de salvación no podría ser mejor resumido que con las
palabras compartir, solidaridad e identificación. La noción de compartir es
común a la doctrina de Dios en la Trinidad y a la doctrina de Dios hecho
hombre. La doctrina de la Trinidad afirma que lo mismo que el hombre no es
auténticamente personal más que cuando comparte con los otros, Dios no es una
Persona solitaria que permanece sola, sino tres Personas que comparten la vida
de cada una en un amor perfecto. La encarnación es también una doctrina de
compartir y de participación. Cristo comparte plenamente lo que somos nosotros
y por eso mismo nos permite compartir lo que él es en su vida divina y en su
gloria. Él se ha convertido en los que nosotros somos para que nosotros nos
convirtamos en lo que él es.
San
Pablo expresa esto con ayuda de una metáfora en términos de riqueza y de
pobreza: "Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual,
siendo rico se ha hecho pobre por vosotros, con el fin de enriqueceros con su
pobreza" (2 Cor 8:9). La riqueza de Cristo es su gloria eterna. La pobreza
de Cristo es su completa identificación con nuestra condición humana caída.
Retomemos las palabras de un himno ortodoxo de Navidad: "Compartiendo
plenamente nuestra pobreza, has hecho divina nuestra naturaleza terrestre a
través de tu unión y de tu participación en ella."
Cristo
comparte nuestra muerte, nosotros compartimos su vida. Él "se anonadó a
sí mismo" y nosotros hemos sido "exaltados" (Flp
2:5-9). El descenso de Dios hace posible el ascenso del hombre.
"De
modo inefable, el infinito se limita, mientras que el finito se extiende a la
medida del infinito," escribe san Máximo Confesor.
Como
Cristo dijo en la última cena: "Les he dado la gloria que tú me has dado
para que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, a fin de que
sean perfectos en la unidad" (Jn 17:22-23). Cristo nos permite compartir
la gloria divina del Padre. Es el vínculo, el punto de encuentro: por ser
humano, es uno con nosotros; por ser Dios, es uno con el Padre. A través de él
y en él, formamos uno con Dios y la gloria del Padre se convierte en nuestra
gloria. La encarnación de Dios abre el camino a la deificación del hombre. Ser
deificado es, de modo más específico, ser "cristificado": la divina
semejanza que estamos llamados a alcanzar es la semejanza con Cristo. A través
del Dios-hombre Jesús, nosotros "impregnados de Dios,"
"divinizados," nos convertimos en "participantes de la
naturaleza divina" (2 P 1:4). Al tomar nuestra condición de hombre, Cristo,
el Hijo de Dios por naturaleza, nos ha hecho convertirnos en hijos de Dios por
la gracia. En él, somos "adoptados" por Dios Padre y nos convertimos
en sus hijos en el Hijo.
Esta
noción de salvación como compartir lleva consigo dos puntos particulares con
respecto a la encarnación. En primer lugar, supone que Cristo no solamente ha
tomado un cuerpo humano como el nuestro, sino también un espíritu humano, un
espíritu y un alma como los nuestros. El pecado, como hemos visto, proviene de
arriba y no de abajo. El pecado no es de origen físico sino espiritual. Lo que
exige ser redimido es más la voluntad, el centro de elección moral que el
cuerpo. Si Cristo no tuviera un espíritu humano asestaría un golpe fatal al
segundo principio de salvación, es decir que la salvación divina debe alcanzar en
su totalidad nuestra humanidad.
La
importancia de este principio fue puesta de relieve durante la segunda mitad
del siglo IV, cuando Apolinar aventuró la teoría — que le valió ser condenado
como herético — según la cual Cristo en la encarnación tomó un cuerpo humano,
pero no un intelecto humano o un alma racional. A estas alegaciones, replicó
san Gregorio el Teólogo que "lo que no es asumido no es salvado."
Quería decir con ello que Cristo nos salva convirtiéndose en lo que nosotros
somos. Él nos cura haciendo suya nuestra humanidad rota. Nos cura
"asumiéndola," haciendo suya nuestra experiencia humana, conociéndola
desde el interior, como si él mismo fuera uno de nosotros. Si su forma de
compartir nuestra condición de hombre hubiera sido en cierto modo incompleta,
la salvación del hombre habría sido también incompleta. Si creemos que Cristo
nos ha aportado una salvación total, creeremos que lo ha asumido todo.
En
segundo lugar, esta noción de salvación como compartir implica, aunque muchos
no se atrevan a decirlo abiertamente, que Cristo ha asumido a la vez una
naturaleza humana no caída para salvar la naturaleza humana caída. La epístola
a los hebreos insiste sobre esto (y en el Nuevo Testamento no hay un texto
cristológico más importante que éste): "No tenemos un gran sacerdote que
no pueda compartir nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo a
nuestra semejanza, excepto en el pecado" (4:15). Cristo vive su vida sobre
la tierra en las condiciones de la caída. No es un pecador, pero por solidaridad
con el hombre caído, acepta plenamente las consecuencias del pecado de Adán.
Acepta no solamente sus consecuencias físicas: la fatiga, el dolor y
eventualmente la separación del cuerpo y del alma en la muerte. Acepta también
sus consecuencias espirituales: la soledad, la alienación, el conflicto
interior. Puede parecer enorme hacer asumir todo eso al Dios vivo, pero la
doctrina de la encarnación no exige menos para ser consistente. Si Cristo
hubiera asumido simplemente la naturaleza no caída, si hubiera vivido su vida
terrestre en la misma situación de Adán en el Paraíso, no habría sido sensible
a nuestras flaquezas. No habría sido probado en todo como lo somos nosotros. En
ese caso, ¿cómo habría podido ser nuestro Salvador?
San
Pablo llega incluso a escribir: "Al que no conoció el pecado, Dios lo hizo
pecado por nosotros" (2 Cor 5:21). Es más que una transacción jurídica por
medio de la cual el propio Cristo, sin culpa, verá cómo se le imputa nuestro
pecado. Cristo nos ha salvado por medio de una experiencia hecha desde el
interior, como si él fuera uno de nosotros. Sintió todo lo que nosotros
sufrimos al vivir en un mundo pecador.
¿Por qué un nacimiento virginal?
El
Nuevo Testamento establece claramente que la madre de Jesucristo era una virgen
(Mt 1:1; 23-25). Nuestro Señor tiene un Padre eterno en los cielos; no tiene
padre terrestre. Fue engendrado fuera del tiempo del Padre, sin madre. Fue
engendrado en el tiempo de su madre, sin padre. Esta creencia en el nacimiento
virginal no le disminuye nada a la plenitud de la humanidad de Cristo. Aunque
la madre fuera virgen, hubo sin embargo un nacimiento humano y real de un niño
verdaderamente humano. Pero ¿por qué era preciso que su nacimiento de hombre
revistiera esta forma especial? Se puede responder a esto diciendo que la
virginidad de la madre sirve de "signo" al carácter único del Hijo de
tres maneras estrechamente unidas. En primer lugar, el hecho de que Cristo no
tenga padre terrestre subraya, más allá de su situación en el espacio y en el
tiempo, su origen celeste y eterno. El hijo de María es hombre, verdadero
hombre, pero no es solamente hombre. Está en la historia, aun estando por
encima de la historia. Su nacimiento de una virgen pone de relieve que, en su
inmanencia, es trascendente. Completamente hombre, es también perfectamente
Dios.
En
segundo lugar, el hecho de que la madre de Cristo sea virgen indica que su
nacimiento debe ser atribuido, de manera única, a la iniciativa Divina. Es
plenamente humano, pero su nacimiento no es el fruto de una unión sexual entre
un hombre y una mujer. Es, de forma muy particular, obra directa de Dios.
En
tercer lugar, que Cristo haya nacido de una virgen subraya que la encarnación
no ha implicado la entrada en la existencia de una nueva persona. Cuando un
niño nace de unos padres, una nueva persona comienza a existir. Sin embargo, la
persona del Cristo encarnado es la segunda Persona de la Santa Trinidad. En el
nacimiento de Cristo, ninguna persona ha entrado en la existencia, porque es la
persona preexistente del Hijo de Dios la que ha comenzado a vivir con una forma
de existencia tan humana como divina. Así, el nacimiento virginal refleja la
preexistencia eterna de Cristo.
Al
ser la persona del Cristo encarnado la del Logos, la Virgen María tiene derecho
al título de Théotokos, "Madre de Dios"; es madre no de un hijo
humano unido al Hijo divino, sino de un hijo humano que es el Hijo engendrado
por Dios. El hijo de María es la misma persona que el divino Hijo de Dios y, en
virtud de la encarnación, María es verdaderamente "Madre de Dios."
La
Ortodoxia, al honrar a la bienaventurada Virgen María como Madre de Cristo, no
ve la necesidad del dogma de la Inmaculada Concepción, definido por la Iglesia
católica romana en 1854, que declara que María, desde "el instante de su
concepción por su madre santa Ana, quedó exenta de la mancha debida al pecado
original." Como ya hemos dicho, la Ortodoxia no concibe la caída en
términos agustinianos, como una empuñadura o una culpa que heredamos. Como los
puntos de referencia son diferentes, este dogma para la Ortodoxia es erróneo.
Por otra parte, para la Iglesia Ortodoxa, la santidad del Antiguo Testamento
encuentra su apogeo en san Juan Bautista. María hace el papel de
"vínculo." La última, la más grande de los justos de la Antigua Alianza
es también el corazón secreto de la Iglesia apostólica (cf. Hch 1:14). Según la
Ortodoxia, la doctrina de la Inmaculada Concepción parece querer arrancar a la
Virgen de la Antigua Alianza para colocarla enteramente en la Nueva. De ser
así, María no estaría en pie de igualdad con los otros santos del Antiguo
Testamento y su papel de "vínculo" quedaría por ello obstaculizado.
Aunque
no acepte la doctrina latina de la Inmaculada Concepción, la liturgia ortodoxa
llama a la Madre de Dios la "sin mancha" (akrantos),
"toda santa" (panagia), "sin tacha" (panamos).
Los ortodoxos creemos que subió a los cielos donde permanece ahora en cuerpo y
alma con su Hijo. Ella es para nosotros "la alegría de la creación"
(Liturgia de San Basilio), "la flor de la raza humana y la puerta del
cielo" (primer tomo del Dogmatikón). Ella es el "tesoro precioso del
mundo entero" (San Cirilo de Alejandría). Podemos decir con San Efrén el
Sirio:
"Tú solo,
Jesús, con tu Madre, eres santo y bueno. En todo. Pues no hay en ti la menor empañadura
ni la menor mancha en tu Madre."
Estas
líneas nos muestran bien el lugar de honor en que la Ortodoxia tiene a la santa
Virgen, tanto en su teología como en su oración. Ella es para nosotros la
ofrenda suprema de la raza humana a Dios. Siguiendo las palabras de un himno de
Navidad:
"Cristo,
¿qué te ofreceremos,
a
ti que por nuestra salvación
te
has hecho hombre en esta tierra?
¡Todas
las criaturas que has hecho te dan gracias!
Los
ángeles te ofrecen un himno, los cielos una estrella,
los
amigos, regalos; los pastores, su admiración;
la
tierra, su gruta; el desierto, el pesebre;
y
nosotros te ofrecemos una Madre Virgen."
Obediente hasta la muerte.
La
encarnación de Cristo es ya un acto de salvación. Al hacer suya nuestra
humanidad quebrada, Cristo la restaura y, según las palabras de otro himno de
Navidad, "levanta la imagen caída." ¿Por qué era necesaria la muerte
en la cruz? ¿No era suficiente con que una Persona de la Trinidad viviera
nuestra condición humana sobre la tierra? ¿No bastaba con que una de las
Personas de la Trinidad hubiera pensado, sentido y querido lo que piensa,
siente y quiere el hombre sin por ello tener que morir como un hombre?
En
un mundo no caído, la encarnación ciertamente habría bastado para expresar
plenamente la venida del amor divino. Pero en un mundo caído, entregado al
pecado, este amor ha tenido que llegar mucho más lejos. Por la presencia
trágica del pecado y del Maligno, la restauración de la humanidad no ha podido
realizarse más que a un precio infinitamente elevado. Fue necesario un acto
sacrificial de curación, un sacrificio tal que solamente un Dios sufriente y
crucificado podía ofrecer.
Como
ya hemos dicho, la encarnación es un acto de identificación y de compartir.
Dios nos salva identificándose con nosotros, conociendo desde el interior
nuestra experiencia de hombres. La cruz significa con absoluto rigor, sin
compromisos, que este acto de compartir ha sido llevado hasta sus últimos
límites. Dios encarnado entra en toda nuestra experiencia. Jesucristo, nuestro
compañero, comparte plenamente, no sólo nuestra vida, sino también nuestra
muerte. "Eran nuestros sufrimientos los que llevaba y nuestros dolores los
que soportaba" (Is 53:4), todos nuestros sufrimientos, todos nuestros
dolores. "Lo que está asumido está curado" y nuestro médico Cristo,
asumió todo, incluso la muerte.
La
muerte tiene un aspecto físico y otro espiritual; de los dos, el espiritual es
el más terrible. La muerte física consiste en la separación del alma del
cuerpo; la espiritual, en la separación del alma y de Dios. Cuando decimos que
Cristo fue "obediente hasta la muerte" (Flp 2:8), no debemos
limitar el alcance de estas palabras solamente a la muerte física ni pensar
únicamente en los sufrimientos corporales padecidos por Cristo durante su
Pasión: la flagelación, las caídas bajo el peso de la cruz, los clavos, la sed
y la fiebre, la tortura del descuartiza; miento sobre la madera. El verdadero
sentido de la Pasión está no solo en esto, sino más aún en los sufrimientos
espirituales: el sentimiento de fracaso, de soledad y de total abandono, el
sufrimiento del amor ofrecido y rechazado.
Los
Evangelios son reticentes al hablar de los sufrimientos interiores de Cristo
aunque nos dan algunos atisbos. En primer lugar, la agonía en el huerto de
Getsemaní donde Cristo, bajo el influjo del horror y del espanto, angustiado,
dirige esta oración a su Padre: "Padre, si es posible, pase de mí este
cáliz" (Mt 26:39); su sudor caía al suelo "como grandes gotas de
sangre" (Lc 22:44). Cristo se enfrenta con una elección. Sin la menor
coacción, acepta morir con total libertad y por medio de este acto de ofrenda
voluntaria, transforma lo que habría parecido un gesto de violencia arbitraria,
un asesinato jurídico, en un sacrificio redentor; acto de libre elección, inmensamente
difícil. Habiendo decidido dejarse arrestar y crucificar, Jesús pasa por la
experiencia de "las ansias de la angustia." Sepamos dar toda su
fuerza a las palabras de Cristo en Getsemaní: "Mi alma está triste hasta
la muerte" (Mt 26:38). En este momento, Jesús se sumerge totalmente en la
experiencia de la muerte, se identifica con todo el dolor espiritual de la
humanidad.
Un
segundo atisbo se nos da durante la crucifixión, cuando Cristo exclama con
fuerte voz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt
27:46). Se encuentra en el colmo de la desolación; se siente abandonado, no
solo por los hombres, sino también por el Padre. No podemos explicar cómo el
propio Dios vivo puede perder consciencia de la divina presencia. Retengamos al
menos esto como evidencia. Cada palabra pronunciada en la cruz dice claramente
alguna cosa; el grito "Dios mío, Dios mío...," expresa que, en ese
instante, Jesús pasa por la experiencia de sufrimiento en la separación de
Dios. No sólo vierte su sangre por nosotros, sino que llega incluso a aceptar
el alejamiento del Padre.
"Descendió
a los infiernos" (símbolo de los Apóstoles). ¿Queremos decir que entre la
tarde del viernes santo y la mañana de Pascua Cristo fue a predicar a los
espíritus que nos han dejado (cf. 1 Ped 3:19)? No existe duda alguna de que
esta frase tiene también un sentido más profundo. El infierno no es un punto
del espacio, sino del alma. Es el lugar donde Dios no está. (Y sin
embargo Dios está en todas partes). Si Cristo verdaderamente "descendió a
los infiernos," esto quiere decir que descendió a las profundidades de la
ausencia de Dios. Sí, él se identifica con la angustia y la alienación del
hombre; las ha asumido y, al asumirlas, las ha curado. Solamente podía curarlas
haciéndolas suyas.
Éste
es el mensaje de la cruz. Por lejos que tenga que caminar por el valle de las
sombras de la muerte, nunca estoy solo. Más todavía: este compañero es no sólo
verdadero hombre como yo sino también verdadero Dios, nacido del verdadero
Dios. En el momento de la mayor humillación de Cristo en la cruz, es tan Dios
eterno y vivo como durante la transfiguración en la gloria sobre el monte
Tabor. Al mirar a Cristo crucificado, veo no solamente a un hombre que sufre,
sino también a un Dios que sufre.
La muerte, esta victoria.
La
muerte de Cristo en la cruz no es un fracaso que tuviera que ser reparado por
su resurrección. La muerte en la cruz es en sí misma una victoria. ¿Victoria de
qué? Victoria del amor sufriente. "El amor es fuerte como la muerte... Las
grandes aguas no podrán extinguir el amor" (Ct 8:6-7). La cruz nos muestra
un amor que es fuerte como la muerte. Un amor que es incluso más fuerte.
San
Juan empieza su relato de la última cena y de la Pasión con estas palabras:
"Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo" (Jn 13:1). "Hasta el extremo." Eis télos, en
griego, que significa "hasta el límite," "hasta el final."
Esta palabra, télos, se repite en el grito final lanzado por Cristo en
la cruz: "Todo está cumplido," télestai (Jn 19:30). No
entendamos este grito como un grito de resignación o de desesperación, sino
como de victoria: está acabado, está cumplido, está plenificado.
¿Qué
es lo que está cumplido? La obra del amor sufriente, la victoria del amor sobre
el odio. Cristo nuestro Dios, amó a los suyos hasta el extremo. Por amor, creó
el mundo. Por amor nació en este mundo haciéndose hombre. Por amor acogió
nuestra humanidad quebrada y la hizo suya. Por amor se identificó con nuestra
miseria. Por amor se ofrece en sacrificio: "Yo entrego mi vida... Nadie me
la quita, sino que yo la doy por mi voluntad" (Jn 10:15-18). Es el amor
entregado libremente, no una obligación exterior lo que llevó a Jesús a su
muerte. Durante su agonía en el huerto de los Olivos y durante la crucifixión,
las fuerzas de las tinieblas se encarnizan con Él con toda su violencia. Pero
no pueden cambiar en odio su compasión. No pueden impedir que su amor siga
siendo lo que era. Su amor, probado hasta el límite más alto, no fue
aniquilado. "La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la
vencieron" (Jn 1:5). Podemos aplicar a la victoria de Cristo en la cruz
estas palabras de un sacerdote ruso a su salida de un campo de concentración:
"El sufrimiento ha destruido todo; una sola cosa permanece: el amor."
La
cruz entendida como victoria, nos pone ante la paradoja de la omnipotencia del
amor. Dostoievski se aproxima a la verdadera significación de la victoria de
Cristo, cuando hace decir al starets Zóssima:
"Uno se
pregunta sobre todo en presencia del pecado: "¿Hay que recurrir a la
fuerza o al humilde amor?" No empleéis nunca más que amor y así podréis
someter al mundo entero. La humanidad llena de amor es una fuerza temible, sin
semejanza con nada."
La
humildad amante es una fuerza terrible: cada vez que renunciamos alguna
cosa sin rencor, libremente, por amor, nos hacemos más fuertes y no más
débiles. Jesucristo es el mejor ejemplo. "Su debilidad era fuerza,"
dice san Agustín. El poder de Dios se nos revela no tanto en la creación del
mundo o a través de alguno de sus milagros, como por el hecho de que "se
anonadó a sí mismo" (Flp 2:7). Por amor se ofreció libre y generosamente,
aceptando así sufrir y morir. Este anonadamiento es una realización: Kenosis —
humillación voluntaria de Dios — es plérosis — plenitud — . Dios nunca
es tan fuerte como cuando es débil.
El
amor y el odio no son simplemente sentimientos subjetivos que afectan al
universo interior de quienes los experimentan sino que son también fuerzas
objetivas que alteran el mundo que nos rodea. Al amar o detestar a otro, lo
incito a convertirse en lo que veo en él o en ella. Para mí, para los que me
rodean, mi amor puede ser creador y mi odio destructor. Si esto es verdad
hablando de mi amor, ¿no es incomparablemente más cierto haciéndolo del amor de
Cristo? La victoria de su amor sufriente en la cruz no me muestra únicamente lo
que puedo hacer con mis propios esfuerzos: lo imito, y aún más: su amor
sufriente tiene sobre mí un efecto creador, transforma mi corazón y mi
voluntad, me libra de los lazos de la esclavitud, me devuelve mi integridad, me
permite amar de un modo que yo sería incapaz si no hubiera sido amado antes por
él. Se identifica conmigo en su amor. Por lo tanto, su victoria es mi victoria.
Por esta razón, la muerte de Cristo en la cruz es realmente, según la liturgia
de san Basilio, "una muerte creadora de vida."
El
sufrimiento de Cristo y su muerte revisten un valor objetivo: él hizo por
nosotros algo que nosotros seríamos incapaces de hacer sin él. No llegaremos a
decir, sin embargo, que Cristo sufrió en nuestro lugar; digamos más bien que
sufrió en nuestro nombre. El Hijo de Dios sufrió "hasta la muerte,"
pero no para que nos veamos libres del sufrimiento, sino para que nuestro
sufrimiento se parezca al suyo. Cristo nos ofrece no un modo de rodear el
sufrimiento, sino un modo de atravesar el sufrimiento; no nos sustituye a
nosotros, sino que nos acompaña hacia la salvación.
¿Cuál
es, pues, el valor de la cruz de Cristo para nosotros? En estrecha conjunción
con la encarnación y la transfiguración que la preceden y con la resurrección
que la sigue y formando parte de una sola acción o "drama," la
crucifixión debe ser entendida como la victoria, el sacrificio y el ejemplo
supremos, perfectos. Esta victoria, este sacrificio, este ejemplo son los del
amor sufriente. Así vemos en la cruz:
—
La perfecta victoria de la humildad amante sobre el odio y el miedo;
—
El perfecto sacrificio, la ofrenda voluntaria de sí mismo, de la compasión
amante;
—
El ejemplo perfecto del poder creador del amor.
Cristo ha resucitado.
Porque
Cristo, nuestro Dios, es verdadero hombre, murió en la cruz con una muerte
humana, en el sentido pleno de la palabra. Porque no es solamente hombre, sino
también verdadero Dios, porque es la vida misma y la fuente de vida, esta
muerte no era, ni podía ser, la conclusión definitiva.
En
sí misma, la crucifixión es una victoria; el viernes santo la victoria está
oculta, pero en la mañana de Pascua se manifiesta. Cristo resucita de entre los
muertos y, al resucitar, nos libera de la angustia y del terror: la victoria de
la cruz queda confirmada con la prueba brillante de que el amor es más fuerte
que el odio y que la vida es más fuerte que la muerte. Dios mismo ha muerto.
Dios mismo ha resucitado de entre los muertos; ya no hay muerte, pues incluso
la muerte está llena de Dios. Por el hecho de que Cristo ha resucitado, no
tenemos que temer a las fuerzas de las tinieblas o del mal, presentes en el
universo. Como proclamamos cada año durante la vigilia pascual con palabras
atribuidas a san Juan Crisóstomo:
"No
temamos a la muerte, pues la muerte de nuestro Señor nos ha liberado.
Cristo ha
resucitado y los demonios están vencidos.
Cristo ha
resucitado y los ángeles se alegran."
Aquí,
como en todo lo demás, la Ortodoxia es máximalista. Con san Pablo repetimos:
"Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe" (1 Cor 15:14). ¿Cómo
podríamos continuar siendo cristianos, si creyéramos que el cristianismo está
fundado en una ilusión? De la misma manera que no conviene tratar a Cristo como
un simple profeta o maestro, sino como al Dios encarnado, de igual modo no es
suficiente explicar la resurrección diciendo que el "espíritu" de
Cristo vivía en cierto modo entre sus discípulos. Quien no sea "verdadero
Dios nacido del verdadero Dios" y no haya vencido a la muerte muriendo y
resucitando de entre los muertos, no podrá ser nuestra salvación y nuestra
esperanza. La Ortodoxia cree que hay una verdadera resurrección de entre los
muertos, es decir que el cuerpo humano de Cristo fue reunido con su alma humana
y que se encontró la tumba vacía. Cuando los ortodoxos participamos en diálogos
ecuménicos, comprobamos que una de las divisiones más importantes entre los
cristianos contemporáneos está entre los que creen en la resurrección y los que
no creen en ella.
"De
esto sois testigos vosotros" (Lc 24:48). Cristo resucitado nos envía al
mundo para compartir con otros la gran alegría de la resurrección.
"Desde el
principio, el cristianismo ha sido una proclamación de alegría, de la única
alegría posible sobre la tierra... Sin la proclamación de esta alegría, el
cristianismo sería incomprensible. Por su alegría la Iglesia resultó victoriosa
en el mundo. Perdió el mundo, al perder la alegría, cuando dejó de ser testigo
de ella. De todas las acusaciones lanzadas contra los cristianos, la más
terrible fue proferida por Nietzsche cuando dijo que los cristianos no tienen
alegría... "Os anuncio una gran alegría," así comienza el
Evangelio... Y así termina: "Después de postrarse ante él, volvieron a
Jerusalén llenos de alegría" (Lc 2:10; 24:52). A nosotros nos corresponde
recuperar el sentido de esta gran alegría." Padre Alexander Schmemann
Un anciano
decía: "Proclamad el nombre de Jesús con un corazón humilde y dulce;
mostredle vuestra debilidad y él se convertirá en vuestra fuerza."
Apotegmas de los Padres del Desierto.
Qué fácil es
decir en cada respiración: "¡Señor Jesús, ten piedad de mí!
¡Señor Jesús,
te bendigo, ven en mi ayuda!" San Macario de Egipto.
"El
Señor ha asumido todo por vosotros y vosotros
debéis
asumir todo por el Señor." San Juan de Cronstadt
"Un
misterio maravilloso ha sucedido hoy.
La
naturaleza ha sido renovada, Dios se hace hombre.
Lo
que era, sigue siéndolo,
lo
que no era, lo ha asumido
sin
confusión ni división.
¿Cómo
contar este gran misterio?
Lo
incorpóreo se encarna,
el
Verbo se hace carne, lo invisible se ve.
Aquél
a quien ninguna mano puede asir
se
deja alcanzar.
El
Hijo de Dios se hace hijo del hombre:
Jesucristo,
el mismo ayer, hoy y para siempre."
Vísperas
de la noche de Navidad
"¿Quién,
Señor, como tú
que
de grande te has hecho pequeño;
tú,
el Vigilante dormido,
el
Puro que fue bautizado,
el
Viviente que murió,
el
Rey que se ha rebajado para honrarnos?
¡Bendito
sea tu honor!
Es
justo que el hombre reconozca tu divinidad,
Es
justo que los habitantes de los cielos adoren tu humanidad.
Los
habitantes de los cielos quedaron sorprendidos al ver
que
te has hecho pequeño.
Los
habitantes de la tierra quedaron sorprendidos al ver
tu
exaltación." San Efrén el Sirio
"Se
detiene a aquél a quien nadie puede tocar.
Se
ata a aquél que desata a Adán de la maldición.
Se
conduce injustamente ante el tribunal a aquél
que
juzga los corazones y los pensamientos secretos del hombre.
Se
encierra en prisión a aquél que cerró el abismo.
Ante
Pilato, está aquél ante el cual las potencias del cielo tiemblan.
El
Creador es golpeado por la mano de su criatura.
Se
condena a la cruz a aquél que juzgará a vivos y muertos.
Se
encierra en una tumba al destructor del infierno.
¡Gloria
a ti que has soportado todo eso en tu tierno amor,
que
has salvado al género humano de la maldición,
Señor
que tanto has sufrido!" (Vísperas del Gran Viernes o Viernes Santo).
"La
resurrección es el fundamento más profundo de la esperanza y de la alegría que
caracterizan a la Ortodoxia y penetran toda su liturgia. La Pascua, centro de
la liturgia ortodoxa, es una explosión de alegría, de la misma alegría que
sintieron los discípulos cuando vieron al Salvador resucitado. Es la explosión
de alegría cósmica en el triunfo de la vida después de la agobiante pesadumbre
de la muerte, una muerte que incluso el Señor de la vida tuvo que soportar
cuando se hizo hombre. "Que los cielos se alegren, que la tierra exulte,
que el mundo visible e invisible esté en fiestas, pues ha resucitado Cristo,
nuestra alegría eterna." Todas las cosas están ahora llenas de la certeza
de la vida, mientras que antes todo se dirigía inexorablemente hacia la muerte.
La
Ortodoxia hace hincapié, con una insistencia muy particular, en la fe del
cristianismo en el triunfo de la vida. Padre Dumitru Staniloae
"Solamente
cuando se ha sido prisionero por convicciones religiosas en un campo de
concentración soviético se puede comprender realmente el misterio de la caída
del primer hombre, la significación mística de la redención de toda la creación
y la gran victoria de Cristo sobre las fuerzas del mal. Sólo cuando hemos
sufrido por el ideal del Santo Evangelio podemos tomar conciencia de nuestra
debilidad de pecadores y de nuestra indignidad ante los grandes mártires de los
comienzos del cristianismo. Solamente entonces podemos captar la necesidad
absoluta de una profunda dulzura y humildad sin las cuales no podemos ser
salvados. Sólo entonces podemos empezar a discernir la imagen pasajera de lo
visible y la vida eterna de lo invisible.
El día de
Pascua, todos los que habían sido detenidos por convicciones religiosas se
sintieron unidos en la alegría de Cristo. Todos compartíamos el mismo
sentimiento, el mismo triunfo espiritual. Todos nos encontramos dando gloria al
Dios eterno. No hubo oficio solemne de Pascua ni sonido de campanas. Tampoco
tuvimos la posibilidad de reunimos para rezar, ni de ponernos nuestros trajes
de fiesta, ni de preparar la comida de Pascua. Al contrario, tuvimos más
trabajo que el de costumbre y estuvimos más agobiados que de costumbre. Los
prisioneros detenidos por convicciones religiosas, cualquier que fuera su
confesión, fueron vigilados este día más estrechamente y sufrieron más amenazas
de la policía secreta.
Sin embargo, el
día de Pascua estaba ahí... Majestuoso, santo, espiritual. Inolvidable. Día
bendecido por la presencia del Dios resucitado entre nosotros. Bendecido por
las silenciosas estrellas del cielo de Siberia. Bendecido por nuestras penas.
¡Con qué alegría latían nuestros corazones en comunión con la gran Resurrección!
¡No temáis! ¡La muerte ha sido vencida! ¡Una Pascua eterna se nos ha dado!
¡Llenos del espíritu de esta maravillosa Pascua, os anunciamos desde nuestro
campo de prisioneros la noticia victoriosa y alegre: Cristo ha
resucitado!" (Carta de un campo de concentración soviético).
Un Dios Revelado por el Espíritu.
"Cuando el
Espíritu de Dios desciende sobre un hombre y lo cubre con su sombra,
inundándolo con su plenitud, entonces su alma se desborda con una alegría
indescriptible, pues el Espíritu Santo transforma en alegría todo lo que toca.
El reino de los
cielos es paz y alegría en el Espíritu Santo.
¡Adquiere la
paz interior y a tu alrededor millones encontrarán su salvación!" (San
Serafín de Sarov).
¿Puños cerrados o manos abiertas?
Pintada
en las catacumbas de Roma aparece a veces la silueta de una mujer en actitud de
rezar, una orante, la Orans. Su mirada y las palmas de sus manos, están
dirigidas hacia el cielo. ¿Qué representa este icono, uno de los más antiguos?
¿La Virgen María? ¿La Iglesia? ¿El alma en oración? ¿Quizá las tres al mismo
tiempo? Cualquiera que sea su interpretación, este icono expresa la actitud
cristiana fundamental de la invocación o epiclesis, la actitud del que llama o
espera al Espíritu Santo.
Nuestras
manos pueden tomar tres posiciones con distinta significación simbólica; pueden
estar cerradas, con los puños apretados, en un gesto de desconfianza o en un
esfuerzo por atrapar, "sujetar fuertemente," expresando con ello un
sentimiento de agresividad y de miedo. En el extremo inverso, nuestras manos
pueden colgar descuidadamente, sin desconfianza, pero también sin receptividad.
En una tercera posibilidad, nuestras manos pueden estar vueltas hacia el cielo,
como las de la orante, pero no cerradas, sino abiertas, no descuidadas sino
dispuestas a acoger los dones del Espíritu. Una lección importante sobre el
camino espiritual consiste en aprender cómo aflojar nuestros puños y abrir
nuestras manos. En cada hora, en cada minuto de nuestra jornada, debemos hacer
nuestro el gesto de la Orante: en la intimidad de nuestro corazón, elevemos
nuestras manos abiertas hacia el cielo, diciendo al Espíritu: "¡Ven!"
El
primer objetivo de la vida cristiana es ser portadora de Espíritu, vivir en el
Espíritu de Dios, respirar el Espíritu de Dios.
El viento y el fuego.
El
Espíritu Santo tiene una cualidad secreta, escondida, que hace difícil hablar o
escribir sobre Él. Como San Simeón el Nuevo Teólogo nos dice:
"Toma su
nombre de la realidad en la que descansa, pues no tiene nombre particular entre
los hombres."
En
otro lugar, san Simeón escribe sin referirse específicamente al Espíritu,
aunque sus palabras puedan aplicarse muy bien a la tercera Persona de la
Trinidad:
"Es
invisible; las manos no pueden apoderarse de Él.
Es también
impalpable, aunque se deje palpar.
¿Qué es? ¿Qué
no es? ¡Maravilla! No tiene nombre.
Estupefacto,
pues, y en mi deseo de retenerlo,
he apretado mi
mano y he creído cogerlo, poseerlo.
Pero se me
escapó sin que yo pudiera retenerlo.
¡Qué pena! Abrí
mi mano cerrada
y vi de nuevo
en ella lo que veía antes allí.
¡Maravilla
inexpresable! ¡Misterio extraño!
¿Por qué
turbarnos inútilmente? ¿Por qué inquietarnos?"
Esta
naturaleza inaprehensible se ha hecho evidente por los símbolos de que se sirve
la Escritura para evocar al Espíritu. Es como "una violenta bocanada de
viento" (Hch 2:2): su mismo nombre de "Espíritu" (en griego, pneuma)
significa viento o soplo. Como Jesús dijo a Ni-codemo: "El viento sopla
donde quiere y tú oyes su voz, pero no sabes ni de donde viene, ni a donde
va" (Jn 3:8). Sabemos que el viento está ahí; lo oímos entre los árboles,
cuando estamos despiertos por la noche; lo sentimos en nuestro rostro cuando
andamos por las colinas. Pero es inútil tratar de atraparlo y de retenerlo en
nuestras manos. Lo mismo sucede con el Espíritu de Dios: no podemos pesarlo,
medirlo, ni encerrarlo en una caja. Como el aire, el Espíritu es fuente de
vida, "presente en todas partes y que lo llena todo," siempre a
nuestro alrededor, siempre en nosotros. El aire sigue siendo invisible, pero es
el medio que nos permite ver y oír otras cosas. Lo mismo ocurre con el
Espíritu: no nos revela nada por medio de su propio rostro, pero nos muestra el
de Cristo.
En
la Biblia, el Espíritu Santo es comparado también con el fuego. Cuando el
Paráclito desciende el día de Pentecostés, los primeros cristianos "vieron
aparecer lenguas como de fuego" (Hch 2:3). Igual que el viento, el fuego
es inaprehensible: lleno de vida, libre, siempre en movimiento. No se puede
medir ni pesar ni confinar dentro de límites estrechos. Sentimos el calor de
las llamas, pero no podemos cogerlas ni retenerlas en nuestras manos.
Tal
es nuestra relación con el Espíritu. Somos conscientes de su presencia, pero no
podemos representarnos fácilmente su Persona. La segunda Persona de la Trinidad
se ha encarnado y ha vivido en la tierra como hombre. Los evangelios nos
relatan sus palabras y sus hechos. Su rostro nos mira desde los santos iconos.
No es, por tanto, difícil representárnoslo en nuestros corazones. Pero el Espíritu
no se ha encarnado. Su Persona divina no se nos ha revelado bajo una forma
humana. En el caso de la segunda Persona de la Trinidad, las palabras
"generación" o "ha nacido," empleadas para indicar su
eterno origen del Padre, nos evocan una idea clara, un concepto específico,
aunque no se pueda interpretar literalmente. El término —
"procedencia" — empleado para indicar la relación eterna del Espíritu
con el Padre, no evoca una idea muy clara. Como jeroglífico sagrado de un
misterio que aún no ha sido revelado plenamente, este término indica que la
relación entre el Espíritu y el Padre no es la misma que la que existe entre el
Hijo y el Padre, aunque no se nos precisa cuál es la naturaleza exacta de la
diferencia. En efecto, la acción del Espíritu Santo no puede ser definida
verbalmente. Debe ser vivida y experimentada directamente.
No
obstante, a pesar de esta misteriosa cualidad del Espíritu Santo, la tradición
ortodoxa nos enseña dos cosas. En primer lugar, que el Espíritu es una Persona,
no una "ráfaga" divina (como oí un día a alguien), ni una fuerza
insensible, sino una de las tres eternas Personas de la Trinidad; a pesar de su
aspecto aparentemente inaprehensible, podemos entrar y entramos de hecho con
El, en una relación personal "yo-tú." En segundo lugar, el Espíritu,
como tercer miembro de la Santa Trinidad, es co-igual y co-eterno con los otros
dos. No es una función que dependa de ellos o un intermediario que empleen. Una
de las razones por las cuales la Iglesia Ortodoxa rechaza el añadido del Filioque
de la Iglesia latina en el Credo, así como la doctrina occidental de la
"doble procedencia" del Espíritu Santo, es precisamente un error que
conduce a despersonalizar y subordinar al Espíritu Santo.
La
co-eternidad y la co-igualdad del Espíritu Santo son temas que se repiten en
los himnos ortodoxos de la fiesta de Pentecostés:
"El
Espíritu Santo fue desde siempre, es y será.
No
tiene principio y no tendrá fin,
pero
está siempre unido al Padre y al Hijo y en contacto con ellos:
Vida
y donante de Vida,
Luz
y dispensador de la Luz,
Amor
y fuente del Amor.
Por
él, el Padre es conocido,
el
Hijo glorificado y revelado a todos.
Uno
el poder, uno el orden, una la adoración de la Santa Trinidad."
El Espíritu y el Hijo.
Entre
las "dos manos" del Padre, su Hijo y su Espíritu, existe una relación
recíproca, un vínculo de servicio mutuo. Frecuentemente existe la tendencia a
expresar la inter-relación entre los dos de un modo parcial, que oscurece la
reciprocidad. Como ya hemos dicho, Cristo viene primero y después de su
ascensión a los cielos, envía al Espíritu en Pentecostés. En realidad, los
vínculos mutuos son más complejos y están mejor equilibrados. Cristo nos envía
al Espíritu, pero al mismo tiempo, es el Espíritu quien nos envía a Cristo.
Volvamos atrás y desarrollemos la figura trinitaria antes mencionada.
1.
Encarnación
En
la anunciación, el Espíritu Santo desciende sobre la Virgen María y ella
concibe al Logos; según el Credo, Jesucristo fue "encarnado del Espíritu
Santo y de la Virgen María." El Espíritu es el que envía a Cristo al
mundo.
2.
Bautismo
La
relación es la misma. En el momento en que Jesús sale de las aguas del Jordán,
el Espíritu desciende sobre él en forma de paloma. El Espíritu es quien
"comisiona" a Cristo y lo envía a su ministerio público. Tenemos la
prueba de ello en los acontecimientos que siguen al bautismo. El Espíritu
impulsa a Cristo al desierto (Mc 1:12) para que sea probado durante cuarenta
días antes de comenzar su predicación. Al finalizar esta prueba, Jesús vuelve
"con el poder del Espíritu" Lc 4:14). Inaugura su predicación
haciendo alusión directa al hecho de que es el Espíritu quien lo envía. Lee a
Isaías (Is 61:1), aplicándose a sí mismo el pasaje: "El Espíritu del Señor
está sobre mí, porque me ha ungido para llevar la buena nueva a los
pobres" (Lc 4:18). Su título de "Cristo" o "Mesías"
significa, precisamente, que ha recibido la unción del Espíritu Santo.
3.
Transfiguración
Una
vez más, el Espíritu desciende sobre Cristo. Esta vez no como una paloma, sino
bajo una nube. El Espíritu, que antes había enviado a Jesús al desierto, lo
envía a su "éxodo," a su muerte sacrificial en Jerusalén (Lc 9:31).
4.
Pentecostés
La
relación mutua se invierte aquí. Hasta ahora, el Espíritu había enviado a
Cristo; ahora, es Cristo resucitado el que envía al Espíritu. Pentecostés es el
objetivo y el cumplimiento de la encarnación. Según las palabras de san
Atanasio: "El Logos se ha hecho carne para que nosotros podamos recibir al
Espíritu."
5.
El camino cristiano
La
reciprocidad de las "dos manos" no termina aquí. Así como el Espíritu
envía al Hijo en la anunciación, en el bautismo y en la transfiguración, y así
como el Hijo, a su vez, envía al Espíritu en Pentecostés, del mismo modo,
después de pentecostés, el papel del Espíritu consiste en ser testigo de
Cristo, haciendo que Cristo resucitado esté para siempre entre nosotros. Si el
fin de la encarnación es el envío del Espíritu en pentecostés, el fin de
Pentecostés es la continuación de la encarnación de Cristo en el interior de la
vida de la Iglesia. Esto es precisamente lo que hace el Espíritu durante la
epiclesis en la consagración eucarística, epiclesis que sirve de modelo para
todo lo que sucede a lo largo de nuestra vida en Cristo.
"Cuando
dos o tres, están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos"
(Mt 18:20). ¿Cómo está presente Cristo en medio de nosotros? A través del
Espíritu Santo. Gracias a la presencia del Consolador en nuestro corazón, no
conocemos a Cristo de cuarta o quinta mano. No es una figura de tiempos pasados
sobre la que tenemos información a través de los archivos. Lo conocemos
directamente, aquí, ahora, en el presente; es nuestro Salvador personal,
nuestro amigo. Podemos afirmar con el apóstol Tomás: "Señor mío y Dios
mío" (Jn 20:28). No decimos simplemente: "Cristo nació" una vez
hace mucho tiempo; decimos "Cristo nace" ahora, en este momento, en
mi propio corazón. No decimos: "Cristo murió," sino "Cristo ha
muerto por mí." No decimos: "Cristo resucitó," sino "Cristo
está resucitado." Sí, Él vive ahora, para mí y en mí. Esta relación
íntima, personal, directa con Jesús es precisamente la obra del Espíritu.
Así,
el Espíritu Santo no nos habla de Él, sino de Cristo. "Cuando venga Él, el
Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su
cuenta... recibirá de lo mío y os lo comunicará," dice Jesús durante la
última cena (Jn 16:13-14). Ahí está la razón del carácter anónimo o más
exactamente de la transparencia del Espíritu Santo: no nos dirige hacia él,
sino hacia Cristo resucitado.
El don de Pentecostés.
Tres
puntos especialmente impresionantes tienen relación con el don del Paráclito el
día de pentecostés:
—
En primer lugar, es un don para todo el pueblo de Dios: "Todos quedaron
llenos del Espíritu Santo" (Hch 2:4). El don o carisma del Espíritu
no es conferido únicamente a los obispos y al clero, sino a cada uno de los
bautizados. Todos son portadores del Espíritu, todos son, en el sentido literal
de la palabra, "carismáticos."
—
En segundo lugar, es un don de unidad: "Estaban todos reunidos en un mismo
lugar" (Hch 2:1). El Espíritu hace que todos, por numerosos que sean, no
formen más que un solo cuerpo de Cristo. El descenso del Espíritu en
pentecostés aniquila el efecto de la torre de Babel (Gn 11:7). Como repetimos
en uno de los himnos de la fiesta de pentecostés:
Cuando
el Todopoderoso descendió y confundió las lenguas,
dividió
las naciones;
pero
cuando distribuyó las lenguas de fuego,
las
llamó a todas a la unidad.
Por
eso, con una sola voz glorificamos al Espíritu Santo.
El
Espíritu aporta unidad y comprensión mutua, nos permite hablar "con una
sola voz." Transforma a los individuos en personas. La primera comunidad
cristiana' de Jerusalén, inmediatamente después de pentecostés, tenía
"todo en común" y tenían "un corazón y una sola alma" (Hch
2:44; 4:32); ésta debería ser la marca de la comunidad pentecostal de la
Iglesia en cada generación. — En tercer lugar, el don del Espíritu es un don de
diversidad: las lenguas de fuego "dividiéndose, se posaban sobre cada uno
de ellos" (Hch 2:3) directamente. No solamente el Espíritu nos da un don,
sino que nos hace a cada uno diferente de los otros. En Pentecostés, no fue
abolida la multiplicidad de las lenguas sino que dejó de ser causa de
separación. Antes, cada uno hablaba en su lengua, pero, de pronto, por el poder
del Espíritu, cada uno puede comprender a los demás. Para mí, ser portador del
Espíritu es realizar todas las características distintivas de mi personalidad;
es hacerme realmente libre, verdaderamente yo mismo en mi unicidad. La vida en
el Espíritu posee una variedad inagotable. El mal, y no la santidad, es
aburrido, debido a su repetición. Como decía un sacerdote amigo que pasaba
varias horas escuchando confesiones: "Qué lástima que no haya pecados
nuevos!" Nuevas formas de santidad las habrá siempre.
Padres en el Espíritu y locos (necios)
en Cristo.
En
la tradición ortodoxa, la acción directa del Paráclito sobre la comunidad
cristiana aparece de modo impresionante a través de dos "portadores del
Espíritu": el "anciano" o padre espiritual y el loco en Cristo.
El
anciano, el "viejo," conocido en griego con el nombre de geron
y en ruso con el de starets, no tiene por qué ser forzosamente de edad
avanzada. Es un sabio que tiene la experiencia de la verdad divina. Está
bendecido por la gracia de la "paternidad en el Espíritu" y por el
carisma de guiar a los otros. Lo que ofrece a sus hijos espirituales no es una
sarta de preceptos morales o una regla de vida, sino una relación personal.
"El starets, dice Dostoievski, asume tu alma, tu voluntad en su alma, en
su voluntad." Los discípulos del Padre Zacarías decían de él que "era
como si llevara nuestros corazones en sus manos."
El
starets es un hombre de paz interior, junto al cual millares encuentran la
salvación. El Espíritu Santo le ha dado, como fruto de su oración y de su
renuncia, el don del discernimiento o de la discriminación, que le permite leer
los secretos del corazón humano: por ello, responde a las preguntas que le
plantean los otros e igualmente a otras preguntas, con frecuencia mucho más
fundamentales, que ni siquiera han pensado en plantearle. Junto con su don de
discernimiento, posee el don de la curación espiritual, el poder de devolver la
salud al alma y a veces también al cuerpo. Dispensa esta curación espiritual
por sus consejos, por su silencio y por su presencia. Por importante que sea su
consejo, aún más importante es su oración de intercesión. Cura a sus hijos
rezando sin cesar por ellos, poniéndose en su lugar (identificándose con
ellos), haciendo suyas sus alegrías y sus penas, encargándose del peso de su
culpabilidad o de su ansiedad. Nadie puede ser starets si no reza constante e
insistente por los otros.
Si
el starets es un sacerdote, su ministerio de dirección espiritual está
generalmente ligado al sacramento de la penitencia. Un starets, en el sentido
profundo del término, tal como nos lo describe Dostoievski (o según el ejemplo
que nos da el padre Zacarías), es más que un simple sacerdote o confesor. Un
verdadero starets no podría ser nombrado por una autoridad superior. El
Espíritu Santo, se dirige directamente al corazón de los cristianos y pone de
manifiesto qué persona ha recibido de Dios la gracia de guiar a los otros y
curarlos. En este sentido, el verdadero starets es una figura profética. No es
el ministro de una institución. Aunque sea durante la mayor parte del tiempo,
sacerdote y monje, puede ser, aunque esto es menos frecuente, una persona
seglar que vive en el mundo. Si el starets no es sacerdote, después de haber
escuchado los problemas de los otros y de haber aconsejado, los enviará al
sacerdote para que puedan recibir el sacramento de la penitencia y la
absolución.
La
relación entre hijo y padre espiritual varía enormemente. Algunos visitan a un
starets una o dos veces en su vida o en períodos de crisis, mientras que otros
se mantienen en contacto regular con él, lo ven todos los meses y a veces todos
los días. No existe regla fija. La relación crece espontáneamente bajo la
influencia del Espíritu.
La
relación es siempre personal. El starets no aplica reglas abstractas aprendidas
en un libro, como la casuística de la Contrarreforma sino que ve a este hombre,
a esta mujer, que está allí, delante de él. Iluminado por el Espíritu, trata de
conocer y trasmitir la voluntad de Dios, única y específica para cada persona.
El verdadero starets comprende y respeta el carácter distinto de cada uno.
Lejos de suprimir la libertad interior del otro, la reforma. No tiende a
provocar una obediencia mecánica, sino que lleva a sus hijos hacia un punto de
madurez espiritual que le permita tomar sus propias decisiones. A cada uno le
muestra su verdadero rostro que hasta entonces permanecía escondido. Su palabra
es creadora, generadora de vida y da fuerzas para realizar tareas que parecían
imposibles. El secreto del starets consiste en que ama a cada uno en
particular. La relación debe ser mutua: el starets no puede ayudar a quien no
desea seriamente cambiar su manera de vivir ni abrirle su corazón con una
confianza amante. Quien va a un starets con espíritu de curiosidad tiene grandes
oportunidades de volver con las manos vacías.
Al
ser siempre la relación personal, el starets puede ayudar a algunos menos que a
otros. No puede ayudar más que a los que le son específicamente enviados por el
Espíritu. Así, el discípulo no debería decir: "Mi starets es el mejor de
todos," sino: "Mi starets es el mejor para mí."
Al
guiar a otros, el padre espiritual está atento a la voluntad y a la voz del
Espíritu Santo. "Yo no doy más que lo que Dios me dice que dé," dice
san Serafín. "Creo que la primera palabra que me viene a la cabeza está
inspirada por el Espíritu Santo." Naturalmente no tiene derecho a actuar
así más que aquél que, por medio de sus esfuerzos ascéticos y su oración, ha
alcanzado una toma de conciencia excepcionalmente intensa de la presencia de
Dios. Para el que no haya alcanzado este nivel, semejante conducta sería
presuntuosa e irresponsable.
El
padre Zacarías habla en los mismos términos que san Serafín:
"Ocurre, a
veces, que un hombre no sabe lo que va a decir. Entonces, el Señor habla a
través de sus labios. Aprendamos a orar así: "Señor, que puedas vivir en
mí, que puedas hablar por mí, que puedas obrar a través de mí." Cuando el
Señor habla por boca de un hombre, sus palabras tienen un significado y todo lo
que dice se realiza. La misma persona que habla se queda sorprendida...
Solamente necesita evitar su propia sabiduría."
La
relación entre padre espiritual e hijo espiritual se extiende más allá de la
muerte, hasta el juicio final. El padre Zacarías tranquilizaba así a sus
discípulos: "Cuando yo haya muerto, estaré mucho más vivo de lo que lo
estoy ahora; por tanto, no lloréis cuando yo muera... El día del juicio, el
anciano dirá: "Aquí estoy con mis hijos." San Serafín pidió que se
inscribieran sobre su tumba estas palabras:
"Cuando
esté muerto, venid a mi tumba con frecuencia. Cualquier cosa que os abrume o
que os ocurra, venid a decírmelo como cuando estaba vivo. Arrodillaos, liberaos
de todo lo que os mantenga tristes. Decidme todo; yo os escucharé. La tristeza
se irá lejos de vosotros. Habladme como lo hacíais antes, porque estoy vivo y
lo estaré para siempre."
¿Qué
debemos hacer cuando buscamos un guía y no lo encontramos? Podemos recurrir a
los libros; tengamos o no un starets, volvámonos a la Biblia, nuestra guía constante.
La dificultad de los libros estriba en saber lo que personalmente se me aplica
a mí en este momento preciso de mi peregrinaje. Al lado de los libros y de la
paternidad espiritual, existe también la fraternidad espiritual, la ayuda que
nos proporcionan nuestros hermanos. No despreciemos las ocasiones que se nos
ofrecen por este medio. No obstante, los que se comprometen seriamente a seguir
el camino espiritual deberían hacer todos los esfuerzos posibles para encontrar
un padre en el Espíritu Santo. Si buscan con humildad, recibirán sin duda
alguna los consejos que necesitan. Es evidente que, probablemente, no tendrán
la oportunidad de encontrar un starets como san Serafín o el padre Zacarías,
pero también hay que tener precaución, pues a fuerza de esperar algo
espectacular, podríamos despreciar la ayuda que Dios está ofreciéndonos.
Cualquiera poco notable a los ojos de los demás puede ser el padre espiritual
capaz de hablarme a mí, personalmente, de pronunciar las palabras de fuego que
tanto necesito.
En
la comunidad cristiana, un segundo y profético portador del Espíritu es el loco
en Cristo, al que los griegos llaman salos y los rusos iurodivi.
Es difícil saber si su "locura" es consciente y deliberadamente
interpretada o espontánea e involuntaria. Inspirado por el Espíritu, el loco
interpreta hasta el final el juego de la metano/a, o "cambio de
espíritu." Testigo vivo de la verdad, según la cual el reino de Cristo no
es de este mundo, da testimonio de la realidad de un anti-mundo, de la posibilidad
de lo imposible. Practica una pobreza absoluta voluntariamente, identificándose
con el Cristo humillado. Como dice Julia de Beausobre: "No es el hijo de
nadie, el hermano de nadie, el padre de nadie y no tiene techo."
Renunciando a la vida familiar, es el vagabundo, el peregrino que en todas
partes se siente en su casa y no se fija en ningún lugar. Vestido de harapos
durante el invierno, durmiendo en una granja o en el porche de una iglesia, no
sólo renuncia a los bienes materiales, sino también a lo que los otros
consideran como salud mental y equilibrio. Sin embargo, se convierte en el
instrumento de la sabiduría del Espíritu.
La
locura por amor a Cristo es una vocación extremadamente rara. No es fácil
distinguir las "falsificaciones" de lo auténtico. Al final, no existe
más que un criterio: "Por sus frutos los conoceréis" (Mt
7:20). El pseudoloco es vano, destructor, para él y para los demás. El
verdadero loco en Cristo, lleno de pureza de intención, ejerce sobre la
comunidad que lo rodea un efecto vivificante. En el plano práctico, el loco no
hace nada útil. Sin embargo, a través de una acción sorprendente o de una
palabra enigmática, con frecuencia deliberadamente provocadora o chocante, saca
a los hombres de su somnolencia y de su fariseísmo. Manteniéndose aparte,
desata una marejada de reacciones en los otros, haciendo aflorar a la
superficie su subconsciente y permitiéndoles de este modo purificarlo y
santificarlo. Une la temeridad con la humildad. Al haber renunciado a todo, es
verdaderamente libre. A imagen de este loco en Cristo, Nicolás de Pskov puso en
las manos de Iván el Terrible un trozo de carne sanguinolenta y pudo reprender
a los poderosos de este mundo gracias a una audacia que generalmente nos falta.
Conviértete en lo que eres.
En
cada generación, sólo unos pocos cristianos se convierten en
"ancianos" y aún menos son los locos en Cristo, pero todos los
bautizados, sin excepción, son portadores del Espíritu.
"¿No
os dais cuenta, no comprendéis vuestra nobleza?" pregunta san Macario en
sus Homilías. "Cada uno de vosotros ha sido ungido con el crisma celeste y
se ha convertido en un Cristo por la gracia; cada uno es rey y profeta de los
misterios celestes."
Lo
que les ocurrió a los primeros cristianos el día de Pentecostés nos ocurre
también a nosotros cuando después de nuestro bautismo somos ungidos con el
crisma o myron. Este segundo sacramento de la iniciación cristiana en la
Ortodoxia corresponde a la confirmación de la tradición occidental. El recién
bautizado, niño de corta edad o adulto, es ungido por el sacerdote en la
frente, los ojos, las ventajas de la nariz, la boca, los oídos, el pecho, las
manos y los pies. La unción va acompañada de estas palabras: "El sello del
Espíritu Santo." Para cada uno, es un Pentecostés personal: el Espíritu
que descendió visiblemente sobre los apóstoles bajo la forma de lenguas de
fuego desciende sobre cada uno de nosotros de manera invisible, pero no menos
verdadera y poderosa. Nos convertimos entonces en "ungidos," en un
"Cristo," a semejanza de Jesús el Mesías. Somos marcados con los carismata
del Espíritu consolador. En nuestro bautismo y en nuestra crismación, el
Espíritu Santo viene con Cristo a establecer su morada en el santuario íntimo
de nuestro corazón. Decimos al Espíritu Santo: "Ven," pero él está ya
en nuestro corazón.
Aunque
los bautizados se muestren indiferentes durante su vida, esta presencia del
Espíritu en ellos nunca es enteramente vana. Sin embargo, si no cooperamos con
la gracia de Dios, si no nos servimos de nuestro libre albedrío para esforzarnos
por seguir los mandamientos, la presencia del Espíritu en nosotros corre
peligro de permanecer escondida, inconsciente. Como peregrinos del camino
espiritual, tenemos que avanzar desde este nivel en que la gracia del Espíritu
está presente y es activa en nosotros de una forma escondida hacia la toma de
conciencia que nos hará conocer el poder del Espíritu, abiertamente,
directamente, con la percepción total de nuestro corazón. "He venido a
traer fuego sobre la tierra y cómo me gustaría que ya estuviera encendido"
(Lc 12:49). La chispa pentecostal del Espíritu que existe en nosotros desde el
bautismo debe transformarse en una llama viva. Debemos convertirnos en lo que
somos.
"Los
frutos del Espíritu son caridad, alegría, paz, longanimidad, suavidad..." (Gal 5:22). La toma de conciencia de la
acción del Espíritu debería penetrar en toda nuestra vida interior. No todos
tenemos necesidad de pasar por una experiencia impresionante de conversión;
menos necesario es aún que hablemos "en lenguas." La mayor parte de
los ortodoxos contemporáneos tienen muchas reservas con respecto a los que ven
en el don de lenguas la prueba decisiva e indispensable de que alguien es
verdaderamente portador del Espíritu. El don de lenguas era frecuente en tiempo
de los apóstoles, pero desde mediados del siglo II, se ha hecho cada vez menos
corriente, aunque no ha desaparecido enteramente. Para san Pablo es uno de los
dones menos importantes (cf. 1 Cor 14:5).
Cuando
este don es auténticamente espiritual, "hablar en lenguas" representa
un "soltar la presa," el momento crucial del desmoronamiento de una
confianza culpable ^ en nosotros mismos y su sustitución por el deseo de dejar
que Dios actúe en nosotros. En la tradición ortodoxa, este "soltar
presa" reviste, con frecuencia, la forma del don de las lágrimas.
"Las lágrimas, nos dice san Isaac el Sirio, marcan la frontera entre lo
corporal y lo espiritual, entre la sujeción a las pasiones y la pureza."
En un pasaje memorable, dice:
"Los
frutos del hombre interior comienzan con las lágrimas. Cuando estéis al borde
de las lágrimas, sabed que vuestro espíritu se ha liberado de este mundo y se
ha comprometido con el camino que conduce hacia el mundo futuro. Vuestro
espíritu empezará a respirar el maravilloso aire que lo rodea y derramará lágrimas.
El momento del nacimiento del niño espiritual está próximo y se hacen intensos
los dolores del parto. La gracia, la madre de todos, se apresura a hacer nacer
místicamente el alma, imagen de Dios, y a conducirla a la luz del mundo futuro.
Cuando llegue el tiempo del nacimiento, el intelecto empezará a percibir
ciertas realidades del otro mundo, el ligero perfume o soplo de vida que el
recién nacido recibe en su cuerpo. Sin embargo, no estamos acostumbrados a este
género de experiencias y, como las encontramos difíciles de soportar, nuestro
cuerpo se deja ganar repentinamente por las lágrimas mezcladas de
alegría."
Existen
muchas fuentes para las lágrimas y no todas son un don del Espíritu. Lágrimas
espirituales, de cólera, frustración, despecho, sentimentales, de emoción...
Aquí es donde se hace patente la importancia de un guía espiritual
experimentado, un starets. El discernimiento es todavía más necesario en el
caso de las "lenguas." Frecuentemente, no es el Espíritu de Dios el
que habla a través de estas lenguas, sino el espíritu muy humano de la
autosugestión o de la histeria colectiva. Incluso sucede que "hablar en
lenguas" es una forma de posesión demoníaca. "Queridos no os fiéis de
cualquier espíritu, sino examinad si vienen de Dios" (1 Jn 4:1).
Por
eso, aun insistiendo en la necesidad de una experiencia directa del Espíritu
Santo, hay que insistir igualmente en la importancia del discernimiento y la
sobriedad. Nuestra participación en los dones del Espíritu deben estar exentos
de toda fantasía, de toda exaltación sentimental. Los dones auténticamente
espirituales no deben ser rechazados, pero nunca deberíamos buscarlos como un
fin en sí mismos. Nuestro objetivo en la vida de oración no es la búsqueda de
sentimientos o experiencias "sensibles" de un tipo particular, sino
simple y solamente conformar nuestra voluntad a la de Dios. "No busco
vuestros bienes, sino a vosotros" (2 Cor 12:14); nosotros le decimos a
Dios lo mismo. No buscamos los dones sino al donante.
"Ven,
luz verdadera.
Ven
vida eterna.
Ven,
misterio escondido.
Ven,
tesoro sin nombre.
Ven,
realidad inefable.
Ven,
persona inconcebible.
Ven,
felicidad sin fin.
Ven,
luz sin declive.
Ven,
espera infalible que los que deben ser salvados.
Ven,
despertador de los dormidos.
Ven,
resurrección de los muertos.
Ven,
poderoso que haces y renuevas todo y lo transformas por tu sola voluntad.
Ven,
invisible y totalmente intangible e impalpable.
Ven,
tú que permaneces inmóvil y cada instante vienes a nosotros
que
estamos caídos en los infiernos, encumbrado por encima de los cielos.
Ven,
nombre querido y repetido en todas partes,
del
que nos está prohibido expresar el ser o conocer la naturaleza.
Ven,
tú, el único, hacia mí que estoy solitario.
Ven,
tú, convertido en mi deseo.
Ven,
mi soplo y mi vida.
Ven,
consolación de mi pobre alma.
Ven,
mi alegría, mi gloria, mis delicias sin fin." (San Simeón el Nuevo
Teólogo).
"El
Espíritu Santo es luz y vida,
fuente viva de
conocimiento;
espíritu de
sabiduría,
espíritu de
inteligencia;
lleno de amor y
de rectitud, de conocimiento y de fuerza,
Él nos lava de
nuestros pecados.
Siendo Dios,
nos hace dioses.
Fuego
procedente del Fuego,
habla, actúa y
distribuye los dones de la gracia.
Él es quien
corona a los profetas, a los apóstoles y a los mártires.
Extraño anuncio,
extraña visión los de Pentecostés:
el fuego
desciende repartiendo a cada uno los dones de la gracia." (Vísperas de
Pentecostés)
"Los
bautizados han recibido en secreto la plenitud de la gracia. Si continúan
viviendo según los mandamientos, tomarán conciencia de la gracia que está en
ellos.
Por lejos que
un hombre pueda avanzar en la fe, por grandes que sean las bendiciones que
pueda recibir, nunca descubrirá nada que no haya recibido en secreto en el
bautismo. Cristo, al ser Dios en su perfección, colma a los bautizados de la
perfecta gracia del Espíritu. Por nuestra parte, no podemos añadir nada a esta
gracia que se nos revela y se manifiesta a nosotros con una intensidad siempre
creciente, en la medida en que observamos los mandamientos. Lo que nosotros ofrecemos
después de nuestra regeneración, estaba ya en nosotros y ha salido de él."
(San Marcos el Monje).
"Las
Personas divinas no se afirman por sí mismas, sino que una da testimonio de la
otra. Ésta es la razón por la cual san Juan Damasceno decía que "el Hijo
es la imagen del Padre y el Espíritu la imagen del Hijo." De aquí, se
sigue que la tercera hipóstasis de la Trinidad es la única que no tiene su
imagen en otra persona. El Espíritu Santo continúa sin manifestarse como
Persona, escondido, disimulando en su propia aparición...
El Espíritu
Santo es la unción real que descansa en Cristo y en todos los cristianos
llamados a reinar con él en el siglo futuro. Entonces es cuando esta Persona
divina desconocida u que no tiene su imagen en otra hipóstasis se manifestará
en las personas deificadas: la multitud de los santos será su imagen."
(Vladímir Losski).
"El
Espíritu Santo sostiene todas las cosas.
Hace
brillar las profecías,
santifica
a los sacerdotes,
da
la sabiduría a los iletrados,
transforma
a los pecadores en teólogos
y
reúne en la unidad todo el edificio de la Iglesia.
Gloria
a ti, Paráclito,
que
eres uno en esencia con el Padre y el Hijo
y
compartes el mismo trono." (Vísperas de Pentecostés).
Un Dios Accesible en la Oración.
"No soy
yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí" (Gal 2:20).
"No
hay vida sin oración. Sin oración, no hay más que locura y horror.
El
alma de la ortodoxia consiste en el don de la oración." (Vasil Rozánov).
"Los
hermanos le preguntaron al abba Agathon: "¿Cuál es la virtud que exige
mayor esfuerzo?" Él respondió: "Creo que no hay labor más dura que
orar a Dios." En efecto, cuando un hombre quiere orar, sus enemigos, los
demonios, intentan impedírselo, pues saben que nada los fastidia tanto como su
oración a Dios. En todo lo que emprenda, si persevera, obtendrá el hombre el
descanso, pero para orar, debe batirse hasta su último suspiro."
(Apotegmas de los Padres del Desierto).
Las tres etapas de la vida.
Poco
tiempo después de haber sido ordenado sacerdote, pedí a un obispo griego
consejo sobre la forma de hacer un sermón. Su respuesta fue concisa: "Todo
sermón debería tener tres puntos: ni más ni menos."
Igualmente,
tenemos la costumbre de dividir la vida espiritual en tres grados. Según san
Dionisio Areopagita: purificación, iluminación y unión, esquema adoptado en
Occidente. San Gregorio de Nisa, tomando como modelo la vida de Moisés, habla
de luz, nube y oscuridad. En este capítulo, seguiremos el triple esquema
establecido por Orígenes, recuperado por Evagrio y completado por san Máximo
Confesor. El primer grado es la praktiké o la práctica de las virtudes;
el segundo es la physiké o "contemplación de la naturaleza";
el tercero y último es la theologia o "teología" en el sentido
estricto del término: contemplación del propio Dios.
El
primer grado, práctica de las virtudes, comienza por el arrepentimiento. El
cristiano bautizado que escucha a su conciencia y ejerce el poder de su libre
voluntad, lucha, con la ayuda de Dios, para escapar de la servidumbre de las
pasiones. Observando los mandamientos, haciéndose cada vez más consciente del
bien y del mal y desarrollando su sentido del deber, alcanzará progresivamente
la pureza de corazón, objetivo final de este primer grado. En el segundo grado,
contemplación de la naturaleza, el cristiano afina su percepción de la
existencia de las cosas creadas y descubre así la presencia del Creador en
todas las cosas. Esto lo conduce al tercer grado, la visión directa de Dios,
que no solo está en todo, sino por encima y más allá de todas las cosas. En el
tercer grado, el cristiano ya no tiene solamente la experiencia de Dios a
través de su conciencia o por intermedio de la creación, sino que se encuentra
con el Creador cara a cara, en una unión directa de amor. La visión plena de la
gloria divina está reservada para el mundo futuro, pero ya en esta vida los
santos gozan de las promesas y de las primicias de la cosecha futura.
Con
frecuencia se llama al primer grado "vida activa," mientras que el
segundo y tercero son tomados como un todo y clasificados bajo el nombre de
"vida contemplativa." Estos términos se refieren generalmente a
estados espirituales y no a condiciones exteriores. Solamente el asistente
social o el misionero llevan una "vida activa." El ermitaño o quien vive
retirado del mundo llevan también una "vida activa," puesto que están
llamados a luchar contra sus pasiones si quieren crecer en la virtud. Ocurre lo
mismo con la "vida contemplativa" que no se limita al desierto o a la
clausura monástica: un minero, una mecanógrafa, un ama de casa pueden poseer,
igualmente, este silencio interior, esta oración del corazón, y ser así
"contemplativos" en el verdadero sentido de la palabra. En los Apotegmas
de los Padres del Desierto, encontramos la siguiente anécdota: "Esto
le fue revelado en el desierto al abba Antonio: Hay en la ciudad alguien que es
tu igual: un médico. Todo lo que le sobra lo entrega a los que están
necesitados y, durante toda la jornada, canta con los ángeles el himno del tres
veces Santo."
La
imagen de los tres grados de nuestro peregrinaje sirve para ayudarnos;
guardémonos, no obstante, de tomarla al pie de la letra. La oración es una
relación viva entre dos personas y las relaciones entre personas no pueden ser
clasificadas en categorías netas y precisas. Insistiremos especialmente en el
hecho de que los tres grados no son estrictamente consecutivos, que uno no se
termina siempre en el momento en que empieza el otro. A veces una persona tiene
visiones directas de la gloria divina, regalo inesperado de Dios, incluso antes
de que haya empezado a arrepentirse o a comprometerse en el combate de la
"vida activa." Por el contrario, por más que un hombre esté
profundamente iniciado por Dios en los misterios de la contemplación, mientras
esté en esta tierra, tendrá que luchar sin tregua contra la tentación.
Aprenderá a arrepentirse justo al final de su vida terrena. "Que el hombre
cuente con ser tentado hasta su último suspiro," afirma san Antonio el
Egipcio. Encontramos en los Apotegmas de los Padres del Desierto la
descripción de la muerte del padre Sisoes, anciano muy santo y querido:
"Los hermanos que estaban junto a su cabecera se dieron cuenta de que
movía los labios. "¿A quién hablas, padre?" le preguntaron.
"Mirad, respondió él, los ángeles han venido a buscarme, pero yo les pido
un poco más de tiempo para poder arrepentirme." Sus discípulos le dijeron:
"¡Tú no tienes nada de qué arrepentirte!" El anciano replicó:
"En verdad que no estoy seguro siquiera de haber empezado a
arrepentirme."" Así terminó su vida. A los ojos de sus hijos
espirituales, era ya perfecto; a los suyos estaba en el principio del camino de
la perfección.
Por
tanto, nadie puede pretender aquí abajo haber superado el primer grado. Los
tres grados son simultáneos, más que sucesivos. Podemos concebir la vida
espiritual como formada por tres registros de creciente intensidad que dependen
unos de los otros y coexisten.
Tres presupuestos.
Antes
de extendernos más sobre estos grados o registros, es prudente considerar tres
elementos indispensables, presupuestos en cada momento de la vida espiritual.
En
primer lugar, se presupone que el viajero que se compromete en el camino
espiritual es miembro de Ja Iglesia. Se emprende el viaje con compañeros, no se
va solo. La tradición ortodoxa es intensamente consciente del carácter eclesial
del verdadero cristianismo. Recordamos y completamos un pasaje de Alexis
Jomiákov, citado con anterioridad:
"Nadie se
ha salvado solo. Aquél que es salvado lo es en la Iglesia, como uno de sus
miembros u en unión con todos sus miembros. El que cree está en comunión de fe.
El que ama está en comunión de amor. El que ora está en comunión de
oración."
Como
hace notar el padre Alexander Eltchaninov:
"La
ignorancia y el pecado son las características de los individuos aislados.
Solamente la unidad
de la Iglesia puede triunfar de estos defectos. El hombre encuentra su ser
verdadero en la Iglesia. No lo encuentra en la debilidad del aislamiento
espiritual, sino en la fuerza de su comunión con sus hermanos y su
Salvador."
Muchos
rechazan conscientemente a Cristo y a su Iglesia y muchos jamás han oído hablar
de Él. No obstante, pueden ser sin saberlo, verdaderos servidores del único
Señor en el fondo de su corazón por la dirección que dan a su vida. Dios puede
salvar a los que nunca han pertenecido a su Iglesia, lo cual no nos permite, en
absoluto, declarar que no tenemos necesidad de ella. No' existe en el
cristianismo una elite espiritual exenta de las obligaciones de una
pertenencia normal a la Iglesia. El solitario en el desierto es tan miembro de
la Iglesia como el artesano de la ciudad. El camino ascético y místico, aun
permitiendo desde cierto punto de vista "el vuelo del solo hacia el
Solo," es sin embargo y al mismo tiempo, una ruta esencialmente social y
comunitaria. El cristiano es el que tiene hermanos y hermanas. Pertenece a una
familia, la familia de la Iglesia.
En
segundo lugar, el camino espiritual presupone, no solamente esta comunidad en
la Iglesia, sino la vida en los sacramentos. Nicolás Cabasilas insiste
en el hecho de que son los sacramentos los que constituyen nuestra vida en
Cristo. Aquí el elitismo no podría encontrar lugar. ¿Cómo podríamos imaginarnos
que existiera un camino para el cristiano "ordinario" — el camino del
culto centrado en los sacramentos — y otro camino para algunos raros elegidos,
llamados a la oración interior? No hay más que un so lo Camino. El camino de
los sacramentos y el de la oración interior no son una alternativa, sino que
forman una unidad. Nadie puede llamarse cristiano si no participa en los sacramentos
ni si los trata como un simple ritual mecánico. El ermitaño, en el desierto,
comulgará con menos frecuencia que el cristiano que habita en la ciudad;
digamos que el ritmo de su vida sacramental es diferente. Ciertamente que Dios
puede salvar a los que nunca han sido bautizados, pero aunque Él no tiene que
atenerse a los sacramentos, nosotros sí debemos atenernos a ellos.
Ya
hemos destacado antes, en un pasaje de san Marcos el Monje que lo esencial de
la vida ascética y mística está contenido en el sacramento del bautismo; por
mucho que una persona avance en el camino espiritual, no descubrirá otra cosa
que la revelación o la manifestación de la gracia del bautismo. Se puede decir
lo mismo de la comunión; lo esencial de la vida ascética y mística es una profundización,
una realización de nuestra unión eucarística con Cristo nuestro Salvador. En la
Iglesia Ortodoxa se da la comunión a los niños a partir de su bautismo. Esto
significa que los recuerdos del cristiano ortodoxo que se remontan a su más
tierna infancia, probablemente estarán unidos a la recepción del Cuerpo y de la
Sangre de Cristo y que su último acto consciente será — al menos, él así lo
espera — la recepción de los dones divinos. Su experiencia de la santa comunión
lo seguirá a lo largo de toda su vida consciente. Por medio de la comunión, el
cristiano se hace uno con Cristo y es "cristificado,"
"deificado." A través de la comunión recibe las primicias de la
eternidad. "Bendito sea el que ha comido el pan de amor que es Jesús,
escribe san Isaac el Sirio, pues, ya en este mundo, respira el aire de la
resurrección, delicia de los justos, cuando hayan resucitado de entre los
muertos." "El esfuerzo humano alcanza aquí su última finalidad,
escribe Nicolás Cabasilas, pues en este sacramento alcanzamos a Dios mismo y
Dios mismo se hace uno con nosotros en la más perfecta de las uniones
posibles... Es el mismo final: no es posible ir más allá o añadir algo, sea lo
que sea."
El
camino espiritual no sólo es eclesial y sacramental sino también evangélico. Es
el tercer presupuesto indispensable. A cada paso nos dejamos guiar por la voz
de Dios que nos habla a través de la Biblia. Recordemos los Apotegmas de los
Padres del Desierto: "Los ancianos tenían la costumbre de decir: Dios
no pide nada a los cristianos, salvo que escuchen las santas Escrituras y
pongan en práctica lo que allí se les dice." Los Apotegmas insisten
también sobre la importancia de dejarse guiar por un padre espiritual que nos
ayude a poner en práctica lo que nos dice la Escritura: "Le preguntaron a
san Antonio el Egipcio: "¿Qué reglas debemos observar para agradar a
Dios?" y él respondió: "Donde estés mantén la imagen de Dios ante tus
ojos. En todo lo que hagas o digas, sé un ejemplo sacado de las santas
Escrituras y cuando hayas establecido tu morada, no te apresures a partir de
ella. Acuérdate de estas tres cosas y vivirás." "La única fuente pura
y suficiente de las doctrinas de la fe, escribe el metropolitano Filarete de
Moscú, es la Palabra de Dios revelada y contenida en las santas Escrituras."
Al
novicio que entra en un monasterio, el obispo Ignacio Brianchaninov le da estas
instrucciones que se aplican también a los laicos:
"Desde su
entrada en el monasterio, el monje consagra toda su atención a la lectura del
santo Evangelio. Estudia el Evangelio de cerca para que lo tengas siempre
presente en la memoria cada vez que tomes una decisión de orden moral. En cada
una de tus decisiones, en cada una de tus acciones, en cada uno de tus
pensamientos, acuérdate de la enseñanza del Evangelio. Estudia el Evangelio
hasta el fin de tu vida, sin cansarte jamás. No creas que lo conoces... aunque
lo sepas de memoria."
¿Cuál
es nuestra actitud ante el estudio crítico de la Biblia tal como se ha
practicado en Occidente durante estos dos últimos siglos? Nuestra inteligencia
es un don de Dios y existe un lugar legítimo para una investigación erudita.
Como ortodoxos no podemos rechazar esta investigación en bloque ni aceptarla
íntegramente. Debemos recordar que la Biblia no es una colección de documentos
históricos, sino que es el libro de la Iglesia que contiene la Palabra de Dios.
Por eso no leemos la Biblia de modo individual, aislada, interpretándola
únicamente a la luz de nuestra comprensión personal o según las teorías de moda
sobre sus fuentes, su forma y su redacción, sino que la leemos como miembros de
la Iglesia, en comunión con todos los demás miembros de la Iglesia, a través de
los tiempos. El criterio final de nuestra interpretación de la Escritura es el
espíritu de la Iglesia. Esto quiere decir que debemos recordar cómo se explica
y aplica el sentido de la Escritura en la santa Tradición, es decir, cómo es
comprendida la Biblia por los Padres y por los santos y cómo se sirven de ella
en el culto litúrgico.
A
medida que leemos la Biblia, acumulamos conocimientos, tratamos de elucidar
frases oscuras, comparamos, analizamos, pero eso es secundario; el verdadero
objeto del estudio de la Biblia consiste en alimentar nuestro amor por Cristo,
en encender en nuestros corazones el deseo de la oración y en guiarnos en
nuestra vida personal. El estudio de las palabras debería ceder su lugar a un
diálogo inmediato con el mismo Verbo viviente. "Cada vez que leéis el
Evangelio, dice san Tíjon de Zadonsk, el propio Cristo os habla. Mientras
leéis, oráis, habláis con Él."
Así
es como la lectura lenta y atenta de la Biblia conduce a la oración, como la lectio
divina de los monjes benedictinos o cistercienses. La tradición espiritual
ortodoxa se sirve poco de los sistemas de "meditación discursiva"
elaborados durante la Contrarreforma por Ignacio de Loyola o Francisco de
Sales. En efecto, los oficios litúrgicos en los que participan los ortodoxos,
especialmente durante las grandes fiestas y en la época de cuaresma, son muy
largos y contienen frecuentes repeticiones de textos "clave" y de
imágenes. Esto es suficiente para saciar la imaginación espiritual del
practicante, que, de este modo, no necesita repensar y desarrollar el mensaje
de los oficios de la Iglesia en el momento cotidiano de meditación formal.
El
que se sienta llevado a la oración, encontrará que la Biblia es siempre actual.
No verá en ella textos compuestos en un pasado remoto, sino un mensaje que se
nos dirige a nosotros ahora. "El que es humilde en sus' pensamientos y
está comprometido en un trabajo espiritual, escribe san Marcos el Monje, cuando
lee las santas Escrituras, las aplica a sí mismo y no a los otros." Como
libro inspirado únicamente por Dios y dirigido personalmente a cada uno de sus
fieles, la Biblia posee un poder sacramental. Transmite la gracia a su lector y
lo conduce a un punto de encuentro decisivo. No está excluido en absoluto el
estudio crítico, pero el sentido verdadero de la Biblia solamente aparecerá a
aquéllos que la estudien con su intelecto espiritual tanto como con su razón.
Iglesia,
sacramentos, Escritura... tres presupuestos necesarios para nuestro viaje.
Estudiaremos ahora los tres grados:
—
la vida activa o práctica de las virtudes,
—
la contemplación de la naturaleza,
—
la contemplación de Dios.
El reino de los cielos exige esfuerzo.
La
vida activa requiere, por nuestra parte, un esfuerzo, una lucha, el ejercicio
persistente de nuestro libre albedrío. "Estrecha es la puerta y apretado
es el camino que lleva a la Vida... No diciendo: Señor, Señor, se entrará en el
reino de los cielos, sino haciendo la voluntad de mi Padre" (Mt 7:14-21).
Debemos encontrar el equilibrio justo entre dos verdades complementarias: sin
la gracia de Dios, no podemos nada, pero sin nuestra cooperación voluntaria,
Dios tampoco hará nada. "La voluntad del hombre es una condición esencial:
sin ella, Dios no hace nada." (Homilías de San Macario). La salvación
resulta de la convergencia de dos factores de valor desigual, pero
indispensables: la iniciativa divina y la respuesta humana. Lo que Dios hace es
incomparablemente más importante, pero exige la participación del hombre.
En
un mundo no caído, la respuesta del hombre al amor divino sería espontánea y
jubilosa. En un mundo caído, el elemento de espontaneidad y de alegría
permanece, pero coexiste con la necesidad de luchar resueltamente contra
hábitos profundamente enraizados, inclinaciones que son fruto del pecado
original y personal. Una de las cualidades más necesarias es la perseverancia.
Los que quieran lanzarse al asalto de la montaña de Dios necesitan la
resistencia física del alpinista.
El
hombre debe hacerse violencia a sí mismo, es decir a su ser caído, pues
"el reino de los cielos sufre violencia y son los violentos los que se
apoderan de él" (Mt 11:12). Nuestros guías nos lo repiten desde el momento
en que nos aventuramos en el camino. Se dirigen tanto a cristianos casados como
a monjes o religiosas. "Dios le pide todo al hombre, su espíritu, su
inteligencia, sus acciones... ¿Deseas salvarte cuando mueras? Anda, agótate.
Anda, sufre. Anda, busca y encontrarás; acecha y llama y se te abrirá."
Apotegmas de los Padres del Desierto). "La generación presente no es un
tiempo de reposo ni de sueño; es una lucha, un combate, un mercado, una
escuela, un viaje. Por eso, debéis prodigaros, no dejaros abatir, ni permanecer
ociosos, sino consagraros a acciones santas" (Starets Nazario de Valaam).
"Nada se adquiere sin esfuerzo. La ayuda de Dios está siempre dispuesta,
siempre cercana, pero solamente se la concede a los que la buscan y se
encarnizan en la tarea, a los que, después de haber puesto a prueba todas sus
fuerzas, exclaman desconsolados con todo su corazón: ¡Señor, ayúdanos!"
(Teófanes el Recluso). "Allí donde no hay esfuerzo, no hay salvación"
(San Serafín de Sarov). "Descansar es batirse en retirada" (Tito
Colliander). ¡Que esta severidad no nos desconcierte demasiado! ¿No leemos en
los Apotegmas que "la vida de un hombre se reduce a un so/o día para los
que trabajan sin tregua"?
¿Qué
significan en la vida cotidiana estas palabras sobre el esfuerzo y el sufrimiento?
Nos recuerdan que cada día debemos renovar nuestra relación con Dios a través
de nuestra oración viva. "Orar, decía el abba Agatón, es la tarea más
difícil que existe." Si orar nos parece fácil es porque no hemos empezado
realmente a orar. Tal vez debamos renovar también nuestra relación con los
otros, sabiendo ponernos en su lugar por medio de nuestra compasión y renuncia.
Estas palabras significan que debemos llevar la cruz de Cristo, no una sola
vez, en un gesto grandilocuente, sino cada día: "Si alguno quiere
seguirme, que se niegue a sí mismo y cargue con su cruz cada día" (Lc
9:23). Llevar nuestra cruz cada día, ¿no es compartir cada día la
transfiguración y la resurrección de nuestro Señor? "Como tristes pero
siempre alegres; como pobres aunque hacemos ricos a muchos; como quienes nada
tienen, aunque poseemos todo... como quienes están a la muerte, pero
vivos" (2 Cor 6:10).
Cambiar de espíritu.
La
vida activa está marcada por cuatro cualidades: saber arrepentirse, saber estar
vigilante, saber discriminar y saber guardar el corazón. Examinemos brevemente
cada uno de estos puntos.
"La
salvación empieza por la condenación de sí mismo," nos dice Evagrio. El
arrepentimiento marca el punto de partida de nuestro viaje. El término griego metanoia,
significa "cambio de espíritu, arrepentimiento." Entendido de un modo
correcto, el arrepentimiento no es negativo, sino positivo. Esto no quiere
decir que uno se apiade de sí mismo o que esté cargado de remordimientos, sino
que se convierte, que centra toda su vida en la Trinidad. No es mirar hacia
atrás lamentándose, sino hacia adelante con esperanza. No es mirar hacia abajo
donde se pudren nuestros defectos, sino hacia lo alto, hacia el amor de Dios.
No es ver nuestras carencias, sino en lo que podemos convertirnos con la ayuda
de la gracia divina. Es actuar sobre lo que vemos. Arrepentirse es abrir los
ojos a la luz. En este sentido, el arrepentimiento no es un acto aislado, un
paso inicial, sino un estado continuo, una actitud del corazón y de la voluntad
que debe ser renovada sin cesar hasta el final de la vida. Según san Isaac de
Escete, "Dios exige que nos arrepintamos hasta nuestro último
suspiro." San Isaac el Sirio añade: "Se os ha dado esta vida para que
os arrepintáis y no la malgastéis en otras cosas."
Arrepentirse
es despertarse. El arrepentimiento, este cambio de espíritu, nos lleva a la
vigilancia, nepsis, término griego que quiere decir, en sentido literal,
sobriedad, vigilancia, lo opuesto al estado de estupor producido por las drogas
o el alcohol. En el contexto de la vida espiritual, nepsis significa atención,
vigilancia, recogimiento. Cuando el hijo pródigo se arrepintió, se dice que
"entró en sí mismo" (Lc 15:17). El hombre "néptico" es el
que ha "entrado en sí mismo," que no se deja soñar despierto sin
objeto, bajo la influencia de impulsos pasajeros. El hombre "néptico"
es el que posee un sentido, una dirección, una finalidad. Como nos dice el
Evangelio de Verdad (mediados del siglo u); "Es como aquél que se
despierta después de haber bebido y entra en sí mismo... sabe de dónde viene,
sabe a dónde va."
Estar
vigilante es, entre otras cosas, estar presentes donde estamos, en este punto
particular del espacio y en este momento preciso del tiempo. Con demasiada
frecuencia nos dispersamos y no vivimos verdaderamente el presente. Nos
instalamos con nostalgia en el pasado o^ vivimos en el futuro, con nuestras
inquietudes y deseos. La vigilancia es lo contrario de la irreflexión: debemos
pensar en el futuro, en la medida en que depende del momento presente.
Inquietarse por eventualidades que escapan a nuestro control inmediato es pura
y simplemente derrochar las energías espirituales.
Al
crecer en vigilancia y en conocimiento de sí mismo, nuestro peregrino adquiere
el poder de discriminación o de discernimiento (en griego, díakrisis),
especie de sentido espiritual del gusto. Lo mismo que el sentido físico del
gusto nos indica inmediatamente si el alimento está pasado, igual sucede con el
"gusto espiritual." Desarrollado por la ascesis y la oración, permite
a un hombre distinguir entre los diversos pensamientos e impulsos que lo
asaltan. Le enseña la diferencia entre el mal y el bien, entre lo superfluo y
lo esencial, entre las fantasías inspiradas por el diablo y las imágenes cuyos
arquetipos celestes marcan su imaginación creadora.
La
discriminación le permite al hombre darse cuenta cuidadosamente de lo que le
sucede, aprendiendo así a vigilar su corazón, cerrando la puerta a las
tentaciones o provocaciones del enemigo. "Vigila tu corazón más que cualquier
otra cosa" (Pr 4:23). Hemos de dar a la palabra "corazón" de los
textos espirituales ortodoxos su verdadero sentido bíblico; no significa
simplemente el órgano físico que late en nuestro pecho, ni la sede de nuestras
emociones y de nuestros sentimientos, sino el centro espiritual del ser humano,
la persona humana tal como ha sido hecha a imagen de Dios, la parte más
profunda y más auténtica de nuestro ser, el santuario interior en el que sólo
se penetra pasando a través del sacrificio y de la muerte. El corazón está,
pues, estrechamente relacionado con el intelecto espiritual, del que hemos
hablado con anterioridad. La palabra "corazón" reviste, con
frecuencia, un sentido más amplio que el término "intelecto." En la
tradición ortodoxa, la "oración del corazón," se refiere a la persona
entera, intelecto, razón, voluntad, sentimiento, tanto como a su cuerpo físico.
Una
de las razones esenciales de esta vigilancia es la lucha contra las pasiones.
Por "pasión" entendemos no solo el desenfreno sexual, sino todo
apetito o deseo desordenado que se apodera violentamente del alma: cólera,
celos, gula, avaricia, sed de poder, orgullo y otros. Con frecuencia, los
Padres estiman que las pasiones son intrínsecamente malas. Ven en ellas
enfermedades interiores, extrañas a la verdadera naturaleza del hombre. No
obstante, algunos adoptan una visión más positiva y consideran las pasiones
como impulsos dinámicos colocados originariamente por Dios en el hombre y por
consiguiente buenos, pero desfigurados en ese momento por el pecado. En esta
segunda y más sutil perspectiva," nuestro objetivo no es eliminar las
pasiones, sino reorientar su energía. La rabia incontrolada se transformará en
una indignación justificada. Los celos, llenos de desprecio, en un celo por la
verdad; el desenfreno sexual se convertirá en un eros puro. En efecto,
se trata, de purificar la pasiones y no de matarlas; deben ser educadas y no
eliminadas. Deben servir a fines positivos y no a fines negativos. No
suprimamos, transformemos.
Este
esfuerzo por purificar las pasiones ha de ser llevado a cabo simultáneamente en
el nivel del alma y en el del cuerpo. En el nivel del alma, las pasiones son
purificadas por medio de la oración, por la recepción regular de los
sacramentos de la penitencia y de la comunión, por la lectura cotidiana de la
Escritura, alimentando nuestro espíritu con pensamientos sanos, y por medio de
gestos de atención amorosa hacia el otro. En el nivel del cuerpo, las pasiones
se purifican ante todo por medio del ayuno y la abstinencia y con frecuentes
prosternaciones durante la oración. El hombre no es un ángel, sino una unidad
compuesta de cuerpo y alma. Por esta razón, la Iglesia Ortodoxa insiste en
valor espiritual del ayuno. Nosotros no ayunamos porque sea malsano comer o
beber. El alimento y la bebida son dones de Dios y debemos aprovecharlos con
placer y gratitud. Ayunamos, no por desprecio a estos dones divinos, sino para
mejor tomar conciencia de que verdaderamente son un don. Ayunamos para
purificar nuestra actitud hacia el alimento y la bebida y hacer de ellos no una
concesión a la gula, sino un sacramento y un medio de comunión con aquel que
nos los dispensa. Entendido así, el ayuno ascético no está dirigido contra el
cuerpo sino contra la carne. Su fin no es debilitar el cuerpo de una manera
destructora, sino una forma creadora de hacerle más espiritual.
La
purificación de las pasiones conduce eventualmente, con la gracia de Dios, a lo
que Evagrio llama la apaíheia, o "ausencia de pasión." Por
este término entiende no una condición negativa, como la indiferencia o la
insensibilidad, por la que no sentimos la tentación, sino un estado
positivo de reintegración y libertad espiritual, gracias al cual no cedemos
a la tentación. La mejor forma de traducir la palabra apatheia sería,
sin duda, "pureza de corazón." Esto quiere decir que se progresa de
la inestabilidad a la estabilidad, de la duplicidad a la simplicidad o a la
unicidad del corazón, de la inmadurez de nuestros temores y de nuestras
sospechas a la madurez de la inocencia y de la confianza. Para Evagrio, la
ausencia de pasión y el amor está estrecha e íntegramente relacionada como las
dos caras de una medalla. El desenfreno impide el amor. Apatheia
significa que somos liberados del dominio del egoísmo y del deseo incontrolado,
que nos hacemos capaces de amar verdaderamente.
La
persona "sin pasión," lejos de ser apática, tiene un corazón que arde
amor por Dios, por los seres humanos y por toda la creación. San Isaac el Sirio
escribe:
"Cuando un
hombre con un corazón así se pone a pensar en las criaturas y a mirarlas, sus
ojos se llenan de lágrimas, pues su corazón se desborda con una compasión
extrema. Su corazón se enternece hasta tal punto que no puede oír hablar de una
herida o soportar el menor sufrimiento infligido a cualquier criatura. Por eso,
no deja de orar con lágrimas en los ojos incluso por los animales irracionales,
los enemigos de la verdad y los que la maltratan, para que sean protegidos y
reciban la misericordia divina. Reza también por las serpientes con una compasión
sin medida, que naciendo en su corazón, lo asemeja a Dios."
Al Creador a través de la creación.
El
segundo de los tres grados del camino espiritual es la contemplación de la
naturaleza, sobre todo, la contemplación de la naturaleza en Dios, o la
contemplación de Dios en la naturaleza y a través de la naturaleza. Este grado
es un preludio del tercero: al contemplar las cosas que Dios ha hecho, el
hombre de oración es conducido a contemplar a Dios. Este segundo grado, la physiké,
o "contemplación de la naturaleza," no sigue necesariamente a la praktiké,
pero puede ser simultáneo con ella.
La
nepsis o vigilancia es la condición necesaria para la contemplación. Yo
no puedo contemplar la naturaleza o a Dios sin aprender a estar presente donde
estoy, en este momento presente, en este lugar presente. Detenerse, mirar,
escuchar, es el principio de la contemplación. La contemplación de la
naturaleza comienza en el momento en que abro los ojos, literal y
espiritualmente, en el momento en que empiezo a notar el mundo que me rodea, el
mundo real, el mundo de Dios. El contemplativo es aquél que, como Moisés ante
la zarza ardiente (Ex 3:5), se quita sus sandalias, es decir, se desembaraza de
la torpeza del entorno familiar y de la molestia y reconoce que el suelo en el que
está es sagrado. Contemplar la naturaleza es tomar conciencia de las
dimensiones del espacio sagrado, del tiempo sagrado. Este objeto material, esta
persona con la que hablo, este instante, son sagrados; cada uno es, a su
manera, único, imposible de repetir y por consiguiente adquiere un valor
infinito. Cada uno es una ventana hacia la eternidad. Al hacerme más sensible
al mundo de Dios en torno mío, me hago más consciente del mundo de Dios que
está en mi interior. Al empezar a ver la naturaleza en Dios, comienzo a ver mi
lugar como persona humana en el orden natural de las cosas. Empiezo a
comprender lo que es ser microcosmos y mediador.
En
los capítulos precedentes hemos subrayado el principio teológico de esta
contemplación de la naturaleza. Todas las cosas están impregnadas y mantenidas
en la existencia por las energías increadas de Dios, convirtiéndose así en una
teofanía que revela su presencia. Todas las cosas encierran un principio
interior, su logos, implantado por el Logos creador. A través de estos logois,
entramos en comunión con el Logos. Dios está por encima y más allá de todas las
cosas.
Además
de este principio teológico, la contemplación de la naturaleza requiere
igualmente un principio moral. En el segundo grado, solamente podremos progresar
en la medida en que hayamos andado el primer grado practicando la virtud y
observando los mandamientos. Si nuestra contemplación de la naturaleza no está
sólidamente anclada en la "vida activa," se limitará a una
contemplación estética o romántica y no llegará a elevarse a la altura de lo
que es auténticamente poético o espiritual, allí donde no puede existir
percepción del mundo en Dios sin un arrepentimiento radical, sin la constante metanoia.
La
contemplación de la naturaleza tiene dos aspectos correlativos. En primer
lugar, significa que apreciamos la esencia de las cosas, de las personas y de
los momentos particulares. Aprendemos a ver cada piedra, cada hoja, cada brizna
de hierba, cada rana, cada rostro humano en su realidad, en su carácter distinto
y en la intensidad de su ser propio. El profeta Zacarías nos pone en guardia:
"¿Quién menosprecia el día de los modestos comienzos?" (Za 4:10).
Ninguna cosa es admirable o despreciable, pues, siendo obra de Dios, tiene un
lugar propio en el orden creado. Solamente el pecado es malo e inútil, como
cualquier producto de una tecnología caída y culpable. Como ya hemos dicho, el
pecado no es, sin embargo, una realidad y los frutos del pecado, a pesar de su
aparente solidez y de su poder destructor, comparten la misma irrealidad.
En
segundo lugar, la contemplación de la naturaleza significa que vemos en las
cosas, personas y momentos, signos y sacramentos de Dios. Nuestra visión
espiritual nos permite ver las cosas en relieve, con todo el brillo de su
realidad específica, y verlas también como si fueran transparentes, pues, en
todo lo creado y a través de todo lo creado discernimos al Creador. Al
descubrir el carácter único de cada cosa, descubrimos también hasta qué punto
cada una está orientada hacia quien la ha creado.
No
debemos restringir la presencia de Dios en este mundo a objetos y situaciones
"piadosas," etiquetando el resto como "secular."
Consideremos todas las cosas como esencialmente sagradas, como un don de Dios y
un medio de entrar en comunión con Él. Esto no quiere decir que tengamos que
aceptar el mundo caído en sus propios límites, error desafortunado de algunos
"cristianos seculares" del mundo occidental contemporáneo. Todas las
cosas son sagradas en su ser verdadero, en lo más íntimo de su esencia, pero
nuestra relación con la creación de Dios ha sido deformada por el pecado
original y personal, y no volveremos a descubrir este carácter sagrado que le
es intrínseco hasta que nuestro corazón haya sido purificado. Sin renuncia, sin
una disciplina ascética, no podemos proclamar la verdadera belleza del mundo,
por eso no puede existir verdadera contemplación sin arrepentimiento.
Contemplación
de la naturaleza quiere decir encontrar a Dios no solamente en todas las cosas,
sino en todas las personas. Cuando veneramos los santos iconos en la iglesia o
en nuestra casa, recordamos que cada uno de nosotros es un icono viviente de
Dios. "Lo que hacéis a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo
hacéis" (Mt 25:40). Para encontrar a Dios, no tenemos que dejar el
mundo ni aislarnos de nuestros hermanos ni lanzarnos a una especie de vacío
místico. Por el contrario, Cristo nos mira a través de los ojos de los que nos
encontramos. Cuando descubrimos su presencia universal, todos nuestros gestos
hacia los otros se convierten en oración.
Con
frecuencia se considera la contemplación como un don raro y sublime. Lo es,
naturalmente, en su plenitud. Pero cada uno de nosotros lleva en sí la semilla
de una actitud contemplativa. De ahora en adelante, yo puedo ir por el mundo
consciente de que el mundo es de Dios y que él está muy cerca de mí en todo lo
que veo y toco, y en todos aquéllos con quienes me encuentro. Mis esfuerzos
serán torpes e imperfectos, pero ya estoy en el camino de la contemplación.
Numerosas
personas que opinan que la oración sin imagen, la oración del silencio, está
más allá de sus capacidades y para las que las frases familiares de la
Escritura o de los libros de oración acaban por hacérseles fatigosas y
estériles, pueden renovar su vida interior practicando la contemplación de la
naturaleza. Al aprender a leer la palabra de Dios en el libro de la creación
descubriendo su firma en todas las cosas, me doy cuenta de que frases muy
conocidas de la Escritura adquieren una nueva amplitud. Así es como la naturaleza
y la Escritura se completan.
"Donde
poses los ojos, encontrarás el símbolo de Dios;
donde leas
encontrarás sus figuras.
Fíjate en cómo
la naturaleza y la Escritura están estrechamente unidas.
¡Alabanza a Ti,
Señor de la naturaleza! ¡Gloria a Ti, Señor de la Escritura!" (San Efrén
el Sirio).
Palabras en silencio.
Cuando
más se pone un hombre a contemplar a Dios en la naturaleza, más cuenta se da de
que Dios está por encima y más allá de ella. Al encontrar la huella de lo
divino en todas las cosas, dice: "Esto también eres tú y sin embargo no
eres tú." Así, con la ayuda de Dios, llega al tercer grado de la vida
espiritual, donde no se conoce a Dios sólo a través de su obra, sino por una
unión directa e inmediata.
Para
efectuar la transición del segundo al tercer grado, los maestros espirituales
de la tradición ortodoxa nos aconsejan que apliquemos a la vida de oración la
vía de negación denominada aproximación apofática. La Escritura, los
textos litúrgicos y la naturaleza, nos presentan innumerables palabras,
imágenes y símbolos de Dios, y nos enseñan a darles su pleno valor y a
servirnos de ellos en nuestra oración. No obstante, estas realidades no pueden
expresar la entera verdad sobre el Dios vivo por lo que se nos anima a
equilibrar nuestra oración afirmativa o catafática con la oración apofática.
"Orar es dejar de lado los pensamientos," escribe Evagrio, definición
muy incompleta de la oración, pero que nos da una idea de la clase de oración
que nos permitirá acceder al tercer grado del camino espiritual. El que se
esfuerza en alcanzar la Verdad eterna más allá de todas las palabras y
pensamientos humanos empezará su espera de Dios en la paz y el silencio, no
hablando ya de Dios ni a Dios, sino escuchando simplemente. "Sabed que yo
soy Dios" (Sal 45:10).
Esta
quietud o silencio interior se llama en griego hesychia. El que practica
la oración de quietud es un hesycasta. Por hesychia entendemos una
concentración sobre un fondo de paz interior. No se debe entender la quietud de
una manera negativa, como la ausencia de palabras y de actividad exterior, ya
que es la apertura del corazón humano al amor de Dios. Para la mayor parte de
nosotros, la hesychia no es un estado permanente. Al practicar la
oración de quietud, el hesycasta, se sirve también de otras formas de oración:
oficios litúrgicos, lectura de la Escritura, recepción de los sacramentos. La
oración apofática coexiste con la catafática y ambas se refuerzan mutuamente.
La vía de la afirmación y la vía de la negación no son una alternativa; son complementarias.
¿Cómo
callar y empezar a escuchar? Esta es la más difícil de todas las lecciones
sobre la oración. No sirve de gran cosa decirse: "No pienses," pues
la suspensión del pensamiento discursivo no se obtiene por medio de un simple
ejercicio de la voluntad. Nuestro espíritu exige que hagamos algo para
satisfacer su necesidad de actividad. Si nuestra estrategia espiritual es
enteramente negativa, si intentamos eliminar todo pensamiento consciente sin
ofrecer a nuestro espíritu otra actividad, tenemos grandes probabilidades de
llegar a un vago ensueño. El espíritu tiene necesidad de alguna cosa que lo
mantenga ocupado, permitiéndole superarse para alcanzar la paz. En la tradición
hesycasta ortodoxa, se recomienda la repetición de alguna oración muy breve,
"oración jaculatoria," casi siempre la oración de Jesús: Señor
Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí que soy pecador.
Cuando
recitamos la oración de Jesús, se nos aconseja evitar, si es posible, toda
imagen o representación particular. "El novio está presente, pero no se le
ve" (San Gregorio de Nisa). La oración de Jesús no es una forma de
meditación imaginativa sobre los diferentes momentos de la vida de Cristo.
Dejando a un lado las imágenes, tratamos de concentrar nuestra atención sobre
las palabras. La oración de Jesús no es un hechizo hipnótico sino una frase
cargada de sentido, una invocación dirigida a otra Persona. Su fin no es la
relajación, sino la vigilancia. No es un sueño ligero, sino una oración muy
viva. No debe ser recitada de forma mecánica, sino con un objetivo interior,
vigilando que las palabras sean pronunciadas sin la menor tensión, sin
violencia, sin exagerada insistencia. El cordel que rodea nuestro paquete
espiritual debe estar tenso y no flojo, pero no tan tenso como para desgarrar
los bordes del paquete.
En
la recitación de la oración de Jesús, se distinguen tres registros o tres
grados. Empieza con la "oración de los labios" u oración oral. Luego
se interioriza y se convierte en "oración del intelecto," oración
mental. Finalmente, el intelecto "desciende" al corazón y se une a
él. Entonces, comienza la "oración del corazón" o más exactamente la
"oración del intelecto en el corazón." En este registro, se convierte
en oración del ser entero. Ya no es algo que recitemos o digamos sino algo que
somos, pues el fin último del camino espiritual no es una persona que dice su
oración de vez en cuando, sino una persona que es oración continuamente. La
oración de Jesús comienza con una serie de gestos específicos de la oración. Su
finalidad es establecer en el que ora un estado de oración constante,
ininterrumpida incluso en medio de otras actividades.
Así,
la oración de Jesús empieza con una plegaria vocal, como todas las
oraciones. La repetición rítmica de la frase permite al hesicasta, en virtud de
la simplicidad de las palabras de que se sirve, avanzar más allá del lenguaje y
de las imágenes, hasta el corazón del misterio de Dios. De esta forma, la
oración de Jesús se desarrolla, con la ayuda de Dios, en lo que los escritores
occidentales llaman "oración de la atención amante," en la que el
alma reposa en Dios sin verse molestada por una constante sucesión de imágenes,
ideas y sensaciones. En el registro siguiente, la oración del hesycasta deja de
ser el fruto de sus propios esfuerzos y se convierte en lo que los escritores
ortodoxos llaman "espontánea" y los escritores occidentales
"infusa." Dicho de otra manera, deja de ser "mi oración" y
se convierte en la oración de Cristo en mí.
Sería
imprudente tratar de suscitar por medios artificiales, lo que es fruto de la
acción directa de Dios. Cuando invocamos el santo nombre de Jesús lo mejor es
concentrar nuestra atención en la recitación de las palabras, pues en nuestros
esfuerzos prematuros por acceder a la oración sin palabras, denominada oración
del corazón, podríamos acabar no orando en absoluto y encontrarnos sentados y
medio dormidos. Sigamos el consejo de san Juan Clímaco: "Limita tu
espíritu a las palabras de tu oración." Dejemos que Dios haga el resto...
A su manera. En su tiempo.
La unión con Dios.
El
método apofático, reviste un carácter aparentemente negativo, pero resulta, en
definitiva, sumamente positivo. El hecho de dejar de lado pensamientos e
imágenes conduce no al asombro, sino a una plenitud que va mucho más allá de lo
que el espíritu humano puede concebir o expresar. El camino de la negación se
parece a la forma en que pelamos una cebolla o esculpimos una estatua. Cuando
pelamos una cebolla, quitamos una piel después de otra hasta que ya no existe
cebolla. El escultor que desbasta un bloque de mármol destruye con una
finalidad positiva. No reduce el bloque a un montón de guijarros, sino que, por
su acción aparentemente destructiva, extrae de él una forma inteligible.
Sucede
lo mismo, en un registro más elevado, con la apófasis: negamos para afirmar.
Declaramos que una cosa no es para poder decir cuál es. El camino de la
negación se convierte en "superafirmación." Estas palabras, estos
conceptos que dejamos de lado, son el trampolín desde el que nos lanzamos al misterio
divino. Tomada en su sentido total y verdadero, la teología apofática nos
conduce hacia una presencia y no hacia una ausencia, hacia una unión de amor y
no hacia el agnosticismo. Por eso, la teología apofática es mucho más que un
ejercicio puramente verbal en el que compensaríamos declaraciones positivas con
otras negativas. Su finalidad es conducirnos a un encuentro directo con el Dios
personal, que está mucho más allá de todo lo que podemos decir de Él, sea
positivo o negativo.
Esta
unión de amor que constituye el verdadero fin de la aproximación apofática es
una unión con Dios en sus energías y no en su esencia. Si recordamos lo que se
ha dicho con respecto al tema de la Trinidad y de la encarnación, es posible
distinguir tres clases de unión:
En
primer lugar, existe entre las tres Personas de la Trinidad una unión según
la esencia: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son "uno en
esencia." Esta unión no existe entre Dios y los santos. Aunque
"deificados," los santos no se convierten en miembros adicionales de
la Trinidad. Dios sigue siendo Dios y el hombre sigue siendo hombre. El hombre
se convierte en Dios por la gracia, pero no se convierte en Dios en esencia. La
distinción entre Creador y criatura está atenuada por el amor mutuo, pero no
queda abolida. Por cerca que Dios esté de la persona humana, Dios seguirá
siendo siempre "el Absolutamente Otro."
En
segundo lugar, existe entre la naturaleza divina y la naturaleza humana de
Cristo encarnado una unión "hipostática" o personal. Divinidad
y humanidad están tan estrechamente unidas en Cristo que constituyen una sola
persona, pertenecen a una sola persona; en la unión mística entre Dios y el
alma, hay dos personas y no una sola; digamos, para ser precisos, que hay
cuatro personas: una persona humana y las tres Personas divinas de la
indivisible Trinidad. Es una relación yo-tú: El "tú" sigue siendo
"tú," por próximo a él que esté el "yo." Los santos son
sumergidos en el abismo del amor divino, pero no son aniquilados.
"Cristificación" no significa aniquilación. En la eternidad, Dios es "todo
en todos" (1 Cor 15:28), pero Pedro sigue siendo Pedro, Pablo sigue
siendo Pablo y Felipe sigue siendo Felipe. "Cada uno mantiene su propia
naturaleza y su identidad, pero todos están llenos del Espíritu"
("Homilías de San Macario").
La
unión entre Dios y los seres humanos que él ha creado no es según la esencia,
ni según la hipóstasis, sino según la energía. Los santos no se convierten en
Dios, pero participan en las energías de Dios, es decir en su vida, en su
poder, en su gracia y en su gloria. Como ya hemos dicho, las energías no deben
ser "objetivadas," consideradas como un intermediario entre Dios y el
hombre, una "cosa," o un don que Dios concede a su creación. Las
energías son verdaderamente Dios mismo, no Dios como existe en sí mismo, en su
vida interior, sino Dios tal como se comunica él mismo por el amor que viene de
él. Quien participa en las energías de Dios encuentra a Dios frente a frente, a
través de una unión de amor directa y personal, en la medida en que un ser creado
es capaz. Decir que el hombre participa en las energías de Dios pero no en su
esencia, es decir que existe entre el hombre y Dios una unión, pero no una
confusión.
Tinieblas y luz.
Para
referirse a esta "unión según la energía" que va mucho más allá de
todo lo que el hombre puede imaginar o describir, los santos se sirven de
paradojas y símbolos. El discurso humano está adaptado a la descripción de lo
que existe en el espacio y en el tiempo e, incluso en estos terrenos, no nos
proporciona una descripción exhaustiva. Cuando toca el infinito y lo eterno, el
discurso humano solamente puede contentarse con alusiones.
Los
dos principales "signos" o símbolos de que se sirven los Padres son
las tinieblas y la luz. No se trata, evidentemente, de decir que Dios es
tiniebla o luz; hablamos ahora en parábolas y analogías. Según su preferencia
por uno u otro "signo," los escritores místicos pueden ser
clasificados en "nocturnos" o "solares." San Clemente de
Alejandría (retomando las ideas del filósofo judío Filón), san Gregorio de Nisa
y San Dionisio Areopagita parecen preferir el "signo" de las
tinieblas. Orígenes, san Gregorio el Teólogo, Evagrio, las "Homilías de
san Macario," san Simeón el Nuevo Teólogo y san Gregorio Palamas se sirven
sobre todo del "signo" de la luz.
El
lenguaje de las "tinieblas" aplicado a Dios, encuentra su origen en
la descripción bíblica de Moisés en el monte Sinaí. Allí está escrito que
Moisés entró desde la "nube oscura en que estaba Dios" (Ex 20:21).
Resaltemos que en este pasaje no se dice que Dios es tinieblas; se dice que
mora en esta nube oscura. Las tinieblas no son ni la ausencia, ni la irrealidad
de Dios; son la incapacidad del espíritu humano para captar la naturaleza
íntima de Dios. La oscuridad está en nosotros y no en Él.
En
la base del lenguaje de "luz" se encuentra la frase de San Juan: "Dios
es luz y no hay tinieblas en él" (1 Jn 1:5). Dios se revela como luz
durante la transfiguración de Cristo en el monte Tabor, cuando "su rostro
resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la
nieve" (Mt 17:2). Esta luz divina, percibida por los tres discípulos en la
montaña y por numerosos santos durante su oración, no es otra que las energías
increadas de Dios. La luz del Tabor no es una luz física y creada, ni una luz
puramente metafórica, "de intelecto." Es inmaterial, pero no por ello
es una realidad objetivamente menos existente. Al ser divinas, las energías
increadas superan toda descripción humana, por eso al llamarlas
"luz," caemos inevitablemente en el lenguaje del "signo" y
del símbolo. Sin embargo, no se podría decir que las energías son simplemente
simbólicas. Sirviéndonos del término "luz" para referirnos a estas
energías, elegimos la palabra más apropiada, aunque nuestro lenguaje no podría
ser tomado al pie de la letra.
Aunque
no sea física, la luz divina puede ser percibida por el hombre a través de sus
ojos físicos, a condición de que sus sentidos hayan sido transformados por la
gracia divina. Sus ojos no ven la luz por su propio poder natural de percepción,
sino por el poder del Espíritu Santo que actúa en él.
"El
cuerpo es deificado al mismo tiempo que el alma" (San Máximo Confesor). El
que ve la luz divina queda totalmente impregnado de ella y su cuerpo
resplandece por la gloria que contempla. Él mismo se convierte en luz. Vladímir
Losski no habla simplemente en metáforas cuando escribe: "El fuego de la
gracia, encendido en el corazón de los cristianos por el Espíritu Santo, los
hace brillar como cirios ante el Hijo de Dios."
Las
"Homilías de San Macario" afirman respecto a esta transfiguración del
cuerpo del hombre:
"Lo mismo
que el cuerpo del Señor fue glorificado cuando se dirigió a la montaña y
transfigurado en la gloria de Dios y en la luz infinita, igualmente los cuerpos
de los santos son glorificados y resplandecen con una blancura fulgurante...
"Les he dado la gloria que tú me has dado" (Jn 17:22). Igual que se
encienden numerosas lámparas con una sola llama, así los cuerpos de los santos,
al ser miembros de Cristo, deben ser lo que Cristo es y no otra cosa... Nuestra
naturaleza humana, transformada en el poder de Dios, se convierte en llama y
luz."
En
las vidas de los santos occidentales u orientales, se encuentran con frecuencia
ejemplos de glorificación corporal. Cuando Moisés desciende de la "nube
oscura" que rodeaba el monte Sinaí, "su rostro brillaba y tenían
miedo de acercarse a él"; "colocó un velo sobre su rostro,"
cuando habló a los israelitas (Ex 34:29-35). En los Apotegmas de los Padres del
Desierto, se nos relata que un discípulo miró por la ventana de la celda del
abba Arsenio y vio al anciano "como una llama." Del abba Pambo se
decía que "Dios lo había glorificado tanto que nadie podía mirar su
rostro, pues resplandecía de gloria." Catorce siglos más tarde, Nicolás
Motovílov describe así una conversación con su starets San Serafín de Sárov:
"Imaginad en el medio del sol, en el brillo más fuerte de sus rayos del
mediodía, el rostro del hombre que os habla."
"Que la
oración sea tu criterio: si ella va
bien, todo irá bien" . (Obispo Teófanes
el Recluso).
"Cuanto
más progresa el alma, más numerosos son los
adversarios a
los que debe hacer frente.
Bendito seas si
el combate se hace más encarnizado cuando rezas.
No creas haber
adquirido la virtud, mientras no hayas combatido
por ella hasta
derramar sangre, pues hay que combatir el pecado hasta la muerte,
según el divino
apóstol, resistiendo con todas las fuerzas.
No permitas que
tus ojos se duerman o que tus párpados se cierren hasta la hora de tu muerte;
combate sin cesar si quieres gozar de la vida eterna." (Evagrio Póntico).
"Si un
hombre no se ofrece enteramente a la cruz con espíritu de humildad y de
pobreza, si no se deja pisar y despreciar, si no acepta la injusticia, el
desprecio y la burla, si no soporta todo eso con alegría por el amor del Señor
sin buscar una recompensa humana, como la gloria, la felicidad, los placeres,
la comida, la bebida y la ropa, no puede convertirse en un verdadero
cristiano." (San Marcos el Monje).
"Si
quieres salir victorioso, participa en el sufrimiento de Cristo en tu persona,
a fin de que puedas ser elegido para participar en su gloria. Si sufrimos con
él, seremos también glorificados con él. El intelecto no puede ser glorificado
con Jesús, si el cuerpo no sufre con él.
Bendito seas si
sufres por la justicia; desde hace años y generaciones, el camino que va hacia
Dios pasa por la cruz y por la muerte. La vida que conduce a Dios es una cruz
cotidiana.
La cruz es la
puerta de acceso a los misterios." (San Isaac el Sirio).
"Estar
"sin pasión," en el sentido patrístico y no en el estoico del
término, exige tiempo y esfuerzo. Esto requiere una vida austera, ayuno,
vigilia, oración, lágrimas de sangre, humillación, desprecio del mundo,
crucifixión, clavos, lanza en el costado, vinagre y hiel. Es ser abandonado por
todos, sufrir los insultos de los hermanos insensatos crucificados con
nosotros, las blasfemias de los que pasan... Y, luego, ¡la resurrección en el
Señor, la santidad inmortal de la Pascua!" (Padre Teóklitos de Dionisiu).
"Reza con
simplicidad. No esperes encontrar en tu corazón un don de oración
extraordinaria. No te consideres digno de ello. Entonces, encontrarás la paz.
Sírvete de tu oración vacía, fría, seca, para alimentar tu humildad. Repite,
sin cesar: ¡No soy digno, Señor; no soy digno! Di/o tranquilamente, sin
agitarte. Dios aceptará esta humilde oración.
"Cuando
recites la oración de Jesús, acuérdate de que lo más importante es la humildad,
luego la facultad, y no sólo la decisión, de mantener siempre el agudo sentido
de las responsabilidades hacia Dios, hacia tu padre espiritual, hacia los
demás, hacia todas las cosas. Isaac el Sirio nos previene de que la cólera de
Dios se abate sobre los que rechazan la cruz amarga de la agonía, la cruz del
sufrimiento activo, y que, a fuerza de buscar visiones y gracias particulares
de oración, se obstinan en querer hacer suyas las glorias de la cruz. Dicen
también: "La gracia de Dios viene por sí misma, de forma repentina, sin
que la veamos aproximarse. Viene cuando tu corazón está limpio. Límpialo, pues,
cuidadosa, diligente, constantemente. Bárrelo con la escoba de la
humildad." (Starets Macario de Óptino)
"El
intelecto exige absolutamente de nosotros, cuando cerramos todas sus salidas
por el recuerdo de Dios, una obra que pueda satisfacer su necesidad de
actividad. Es preciso, por lo tanto, darle al Señor Jesús como la única
ocupación que responde enteramente a su fin...
...Que en todo
tiempo el intelecto, se concentre en su santuario interior, de modo tan
exclusivo sobre sus palabras que no se desvíe hacia ninguna imaginación...
...Entonces el
alma mantiene la gracia misma que medita y que grita con ella: "¡Señor
Jesús!" como una madre enseñaría a su pequeño la palabra
"padre," repitiéndola con él hasta que en lugar del balbuceo
infantil, ella lo haya llevado a la costumbre de llamar distintamente a su
padre, incluso en su sueño..." (San Diádoco de Fótice).
"¿Qué
significa la entrada de Moisés en las tinieblas y la visión que tuvo de Dios?
El presente
relato parece estar en contradicción con la teofanía del comienzo; entonces era
en la luz, ahora es en las tinieblas donde aparece Dios. No pensemos, sin
embargo, que esto esté en desacuerdo con el desarrollo de las realidades
espirituales que consideramos. El Verbo nos enseña que el conocimiento
religioso es luz cuando empieza a aparecer; en efecto, se opone a la impiedad
que es tiniebla y ésta se disipa por el gozo de la luz. Pero cuando el espíritu
en su marcha hacia adelante llega por medio de una aplicación cada vez más
grande y perfecta a comprender lo que es el conocimiento de las realidades y se
aproxima más a la contemplación, más ve que la naturaleza divina es invisible.
Habiendo dejado todas las apariencias, no solamente lo que perciben los
sentidos, sino lo que la inteligencia cree ver, va más al interior hasta que
penetra, por su actividad, hasta lo Invisible y lo Incognoscible y allí ve a
Dios. El verdadero conocimiento del que busca y su verdadera visión consiste en
comprender que Dios trasciende todo conocimiento tanto por su
incomprensibilidad como por la tiniebla." (San Gregorio de Nisa).
"En la
contemplación mística, el hombre no ve con su intelecto ni con su cuerpo. Ve
con el Espíritu. Conoce con certeza que mira de un modo sobrenatural una luz
que eclipsa a todas las demás. Sin embargo, no sabe con qué órgano ve esta luz.
Tampoco puede analizar la naturaleza de este órgano, pues los caminos del
Espíritu son insondables. San Pablo lo afirma cuando nos dice haber oído
"cosas que no está permitido a un hombre repetir" y haber visto cosas
"que no está permitido a un hombre ver": "¿Estaba en su cuerpo?
¿Estaba sin su cuerpo? No lo sé" (2 Cor 12:3). Él mismo no sabía si era su
cuerpo o su intelecto quien las veía porque no percibe estas cosas por el
camino de los sentidos, aunque su visión fuera por lo menos tan clara como la
que nos permite ver los objetos que pueden ser percibidos por nuestros
sentidos. Quedó "encantado" por la misteriosa dulzura de su visión;
fue transportado no sólo más allá de todo objeto y de todo pensamiento, sino más
allá de sí mismo.
"Esta
experiencia feliz, jubilosa, que le sobrevino a Pablo, permitió a su intelecto
entrar en éxtasis y lo forzó a cambiar totalmente, revistió la forma de la luz.
Una luz de revelación, una luz que no le reveló, sin embargo, los objetos que
perciben los sentidos. Una luz sin límites, sin fin, que lo rodeaba por todas
partes, se le apareció y brilló a su alrededor. Un sol infinitamente más
luminoso y más grande que el universo. Y él, Pablo, en medio de esta luz, se
convirtió en mirada. Así, más o menos, fue su visión." (San Gregorio
Palamas)
"Cuando el
alma es considerada digna de entrar en comunión con el Espíritu a la luz de
Dios y cuando Dios hace resplandecer sobre ella la belleza de su gloria
inefable, haciendo de ella su trono y estableciendo en ella su morada, se
convierte por completo en luz, en rostro, en ojo, y no queda parte alguna de
ella que no esté llena de esos ojos espirituales de luz. No queda ninguna parte
de ella que esté en la oscuridad. Se convierte por entero en luz y Espíritu."
(Homilías de San Macario).
Un Dios Eterno.
"Acuérdate
de mí, Jesús cuando llegues a tu Reino" (Lc 23:42).
"Para
todas las almas que aman a Dios, para todos los verdaderos cristianos, llegará
un primer mes del año, como el mes de abril, un día de resurrección."
(Homilías de San Macario).
"Cuando el
abba Zacarías estaba a punto de morir, el abba Moisés le preguntó: "¿Qué
ves?" El abba Zacarías replicó: "¿No es mejor no decir nada,
padre?" "Si, hijo mío," respondió el abba Moisés: "Vale más
no decir nada." (Apotegmas de los Padres del Desierto).
Se aproxima el final.
"Espero
la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro." Orientado hacia el futuro, el Credo termina
con una nota de espera. Las cosas últimas deberán ser nuestro punto de
referencia constante a lo largo de toda esta vida terrestre aunque no nos es
posible hablar con detalle de las realidades del mundo futuro. "Queridos,
dice san Juan, desde ahora somos hijos de Dios y aun no se ha manifestado lo
que seremos" (1 Cor 3:2). gracias a nuestra fe en Cristo, poseemos a
partir de ahora, una relación viva y personal con Dios y sabemos, no de forma
hipotética sino de manera cierta, que esta relación es portadora de una semilla
de eternidad. Para lo que sea conocer la vida, no en la secuencia temporal sino
en la eterna, y no en las condiciones de la caída sino en un universo en el que
Dios sea "todo en todos," no tenemos más que aproximaciones, una
concepción oscura. Por eso, solamente deberíamos hablar con prudencia y
respetar la exigencia del silencio.
Sin
embargo hay tres realidades que tenemos derecho a afirmar sin la menor
ambigüedad: que Cristo volverá en su gloria; que a su llegada resucitaremos de
entre los muertos y seremos juzgados; "que su reino no tendrá fin"
(Lc 1:33).
Volvamos
al primer punto: la Escritura y la Santa Tradición nos hablan repetidamente de
la segunda venida de Cristo. No permiten pensar que, gracias al progreso
constante de la "civilización," el mundo mejorará, permitiendo a la
humanidad establecer el Reino de Dios en la tierra. La visión que el cristiano
tiene de la historia del mundo es opuesta a este tipo de optimismo
evolucionista. Más bien se nos enseña a esperar cataclismos naturales,
conflictos cada vez más destructores entre los hombres, confusión y apostasía entre
los que se llaman cristianos (Mt 24:3-27). Este período de tribulación
alcanzará su punto culminante al aparecer "el hombre impío" (2 Ts
2:3-4) o Anticristo que, según la interpretación tradicional de la Iglesia
Ortodoxa, no será Satán, sino un ser humano verdadero en el que se habrán
reunido todas las fuerzas del mal y que ejercerá durante un tiempo bastante
breve su poder sobre el mundo entero. La segunda venida del Señor pondrá fin
bruscamente al reino del Anticristo. Esta vez, la llegada del Señor no tendrá
lugar de un modo tan discreto como durante su nacimiento en Belén; veremos
"al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Poder viniendo sobre las
nubes del cielo" (Mt 26:64). Así, el curso de la historia terminará de
modo repentino y dramático por medio de una intervención directa del reino
divino.
El
tiempo de la segunda venida no se nos ha revelado. "No os corresponde
conocer el tiempo y los momentos que el Padre ha fijado con su autoridad"
(Hch 1:7). "El Señor vendrá como un ladrón en plena noche" (1 Ts
5:2). Esto significa que, evitando especular sobre la fecha exacta, debemos
estar dispuestos y vivir con esta expectativa. "Lo que os digo a
vosotros, se lo digo a todos: ¡Velad!" (Mc 13:37). En efecto, llegue
pronto o tarde el fin, según nuestra humana escala temporal, es siempre
inminente, siempre próximo, hablando desde un punto de vista espiritual.
Mantengamos nuestros corazones atentos. Recordemos las palabras del Gran Canon
de san Andrés de Creta, que se recita durante la cuaresma:
"¡Alma
mía, despiértate! ¿Por qué duermes? El fin se acerca y pronto te sentirás
angustiada. Vigila, pues, para que te proteja Cristo, tu Dios, que está
presente en todas partes y lo llena todo."
La primavera futura.
En
segundo lugar, como cristianos creemos no solamente en la inmortalidad del
alma, sino también en la resurrección del cuerpo. Según el orden divino, en
nuestra primera creación, el alma humana y el cuerpo humano dependen uno del
otro y no pueden vivir uno sin otro. Después de la caída, el alma y el cuerpo
son separados en el momento de la muerte corporal, pero esta separación no es
final ni permanente. En la segunda venida de Cristo, resucitaremos de entre los
muertos, en nuestra alma y en nuestro cuerpo, y apareceremos, cuerpo y alma,
ante nuestro Señor en el juicio final.
El
evangelio de san Juan insiste en el hecho de que el juicio está presente en
cada instante de nuestra existencia terrestre. Cuando, consciente o
inconscientemente, elegimos el bien, entramos ya anticipadamente en la vida
eterna. Cuando elegimos el mal, percibimos un sabor anticipado del infierno. La
mejor forma de comprender el Juicio Final es percibirlo como el momento de la
verdad, en que todo será sacado a la luz, en el que nuestros actos y nuestras
opciones nos serán revelados con todas sus implicaciones, en que nos daremos
cuenta, con absoluta claridad, de quiénes somos y de cuáles han sido el sentido
y el objeto profundo de nuestra vida. Entonces, después de esta puesta a punto
final, entraremos en cuerpo y alma, en el cielo o en el infierno, en la vida
eterna o en la muerte eterna.
Cristo
es el juez; sin embargo, desde cierto punto de vista, nosotros mismos
pronunciamos nuestro propio juicio. Si alguien está en el infierno, no es
porque Dios lo haya encerrado allí, sino porque él mismo lo ha elegido. Los que
están perdidos en el infierno se han condenado ellos mismos, se han esclavizado
ellos mismos. Con justicia se ha podido decir que las puertas del infierno se
han cerrado desde el interior.
"En
la resurrección, todos los miembros del cuerpo serán exaltados y no se perderá
ni un cabello," afirman las "Homilías de San Macario" (cf. Lc
21:18). Sin embargo san Pablo nos dice que el cuerpo de resurrección es un
cuerpo espiritual (1 Cor 15:35-46). Esto no significa que en la resurrección
nuestros cuerpos sean, en cierto modo, "desmaterializados," pues tal
como conocemos la materia, en este mundo caído, con toda su inercia y su
opacidad, no corresponde en absoluto a la materia tal como Dios la ha querido.
Liberado de la grosería de la carne caída, el cuerpo resucitado compartirá las
cualidades del cuerpo humano de Cristo durante la transfiguración y la
resurrección. Incluso transformado, nuestro cuerpo resucitado se parecerá al
cuerpo que ahora tenemos: habrá una continuidad entre los dos. Según san Cirilo
de Jerusalén, "Este cuerpo resucitado ya no será el ser endeble que
conocemos y sin embargo resucitará idénticamente el mismo. Habrá adquirido la
incorruptibilidad y será transformado por ella... Para vivir ya no tendrá
necesidad de alimentos ni para elevarse de escalas; se convertirá en
espiritual, algo maravilloso y de tan alta dignidad que no podríamos
expresar."
San
Ireneo afirma que:
"Ni
la sustancia, ni la materia de la creación se han aniquilado. Verídico y
estable es aquél que las ha establecido, pero el rostro de este mundo pasará,
es decir los elementos en los cuales ha tenido lugar la transgresión...
...Pero,
cuando este aspecto haya pasado y el hombre haya sido renovado, estará maduro
en la incorruptibilidad, hasta el punto de no poder ya envejecer, "será
entonces el cielo nuevo y la tierra nueva" (Ap 21:1), en las cuales el
hombre nuevo vivirá, conversando con Dios de un modo siempre nuevo."
"El
cielo nuevo y una tierra nueva": el hombre no es salvado fuera de su
cuerpo; es salvado en su cuerpo. No es salvado del mundo material; es salvado
con el mundo material. Porque el hombre es microcosmos y mediador de la
creación, la salvación del hombre comprende también la reconciliación y la
transfiguración de toda la creación animada e inanimada alrededor de él, su
liberación de "la servidumbre de la corrupción" para entrar "en
la libertad de la gloria de los hijos de Dios" (Rm 8:21). En la
"tierra nueva" del mundo futuro, existe seguramente un lugar, no solamente
para la humanidad, sino también para los animales: en el hombre y a través de
él ellos también compartirán la inmortalidad, así como las rocas, los árboles,
el fuego y el agua.
Antiguo en el infinito.
Este
reino de la resurrección en el que viviremos en cuerpo, y alma, gracias a la
misericordia divina, es, en primer lugar, un reino que no tendrá
"fin." Su eternidad y su infinitud superan nuestra imaginación caída.
Sin embargo, podemos estar seguros de dos cosas: que la perfección no es
uniforme sino variada y que la perfección no es estática sino dinámica. La
eternidad significa una variedad inagotable. Si es verdad, y nuestra
experiencia aquí abajo nos lo prueba, que la santidad no es monótona, sino
siempre diferente, ¿no será así también, y en un grado incomparablemente más elevado,
en la vida futura? Dios nos promete: "Al vencedor, le daré una piedrecita
blanca, que llevará grabado un nombre nuevo que nadie conoce, sino el que lo
recibe" (Ap 2:17). Incluso en el mundo futuro, el sentido profundo de mi
persona, que es único, seguirá siendo un secreto entre Dios y yo. En el Reino
de Dios, cada uno forma uno solo con los otros, aunque seguirá siendo
claramente él mismo, marcado con las cicatrices y características que tenía en
vida, ahora curadas, transformadas, glorificadas. Según san Isaac de Escete:
"El Señor
en su misericordia concede el descanso a cada uno según sus obras: al grande
según su grandeza, al pequeño según su pequeñez; pues está dicho: "En la
casa de mi Padre, hay muchas moradas" (Jn 14:2). Aunque no haya más que un
solo reino, cada uno encuentra en este reino lugar y obra a su medida."
Eternidad
significa igualmente progreso sin fin, perpetuo. Es cierto hablando del camino
espiritual, no solamente en esta vida presente, sino también en la del mundo
futuro. Avanzamos constantemente. Avanzamos siempre hacia adelante y no hacia
atrás. El mundo futuro no es una simple vuelta al principio, una restauración
del estado original de perfección en el Paraíso, sino una nueva partida, un
cielo nuevo, una tierra nueva, donde las cosas últimas serán más grandes que
las primeras...
San
Gregorio de Nisa creía que, incluso en el cielo, la perfección está en la
progresión. Sirviéndose de una paradoja llena de finura, dice que la esencia de
la perfección consiste, precisamente, en no llegar a ser perfecto nunca, sino
en tender siempre a una perfección más grande. Por ser Dios infinito, este
esfuerzo constante, esta épktasis, retomando el término de los Padres
Griegos, es ilimitada. El alma posee a Dios, pero lo sigue buscando. Su júbilo es
completo, pero se intensifica. Dios se aproxima siempre a nosotros, pero sigue
siendo el otro... Lo miramos cara a cara, aunque continuemos penetrando el
misterio divino. No somos extranjeros, sino todavía peregrinos, "que van
de gloria en gloria" (2 Cor 3:18), hacia una gloria aún más grande. En
toda la eternidad alcanzaremos el punto en que hayamos realizado todo lo que
había que hacer, en que hayamos descubierto todo lo que había que conocer.
"En este mundo, como en el mundo futuro, dice san Ireneo, Dios tendrá
siempre algo que enseñar al hombre y el hombre algo nuevo que aprender de
Dios."