CARTA DEL APÓSTOL PABLO A LOS GÁLATAS
1)
Ocasión
de la epístola.
En las comunidades cristianas de Galacia, fundadas
por Pablo y Bernabé, en su mayoría formadas por creyentes provenientes del
paganismo, se presentaron unos judaizantes predicando que el cristiano, para
salvarse, tiene que circuncidarse primero, y luego observar la ley
mosaica. Al mismo tiempo esos
predicadores judíos desacreditaban a Pablo diciendo que no era un verdadero
apóstol, pues no había sido testigo directo de Jesús, y, por lo tanto, su
enseñanza sobre la caducidad de la ley mosaica no era auténtica ni estaba
avalada por los Doce apóstoles verdaderos de Jerusalén. Esto provocó una grave crisis en aquellas
congregaciones jóvenes. Proponían que
si un pagano quería hacerse cristiano tenía primero que hacerse judío, a lo que
Pablo responde con una carta enérgica, con la dureza y ternura de quien ama y
sufre. De hecho, la epístola es un
alegato vibrante de la libertad cristiana que reivindica la misión a los
paganos de Pablo.
Así pues, los gálatas están en trance de pasarse a
“otro Evangelio” (1,6) y “tergiversar el Evangelio de Cristo” (1,7), por eso
les pide que tomen una postura frente a la predicación torcida de los
“perturbadores” (1,7; 5,10). Querría
estar allí mismo y matizar su voz para que la reprimenda fuera acompañada del
gesto suave, pues está lleno de perplejidad (4,20). No es un catedrático instalado en su poltrona inaccesible, sino
un padre lleno de afecto y preocupación respetuosa por la libertad de sus
queridos gálatas.
2)
Destinatarios.
La palabra gálata significa “celta”, que eran unas
tribus instaladas en Asia Menor hacia el 280 a. C. Pero la provincia romana de Galacia contenía también los
territorios de Pisidia, Licaonia y Panfilia, al sur de la antigua Galacia. La carta parece dirigirse a los gálatas
(celtas) propiamente dichos, que eran paganos que se había hecho cristianos
durante el primer viaje misionero del apóstol Pablo y Bernabé (Gálatas 4,13). Según los Hechos de los Apóstoles, Pablo
atravesó la región gálata en tres ocasiones (Hechos 13,13-14,27; 16,1-5;
18,23).
3)
Contenido
de la epístola.
Los ejes doctrinales de la carta son: fe u obras, ley o gracia, carne (instinto) o
Espíritu, esclavitud o libertad, lejanía o filiación. Siguiendo esta oposición se puede afirmar: el libertinaje no lo supera la ley mosaica,
sino el Espíritu; el instinto (carne) no lo vence la ley, sino el Espíritu; la
ley esclaviza, pero la fe emancipa, etc.
Siguiendo el proceso se puede resumir el contenido de la carta en esta frase: para obtener la salvación o rehabilitación
(justicia) no valen las obras humanas ni el cumplimiento de la ley mosaica,
sólo la fe en Jesús como Mesías que otorga la filiación con el Dios Abbá por el
don del Espíritu. Pero aunque las obras
no son requisito para la justicia inicial, son efecto del dinamismo e impulso
del Espíritu.
Para el judaísmo, entre Dios y el hombre sólo
existía la ley, mera expresión objetiva de su voluntad. Como Dios es trascendente, el Santo y
totalmente Otro, la ley mosaica era la única fuerza objetiva
intermediaria. Así pues, la ley se
convertía en un puro esfuerzo humano de ganar el cielo metro a metro y
perfeccionarse mediante sus obras. Pero
la “obra” no es sólo lo que el hombre hace, sino lo que puede hacer, lo que hoy
llamaríamos su “tarea existencial”. Así
pues, el ser humano, en su punto cero, antes de iniciar su tarea existencial,
tarea marcada por la “ley” en el proyecto divino, ¿podrá realizarlo por su solo
esfuerzo, sin aceptar un apoyo externo, una “gracia” o favor divino que lo
potencie? Pablo dice que no. Por eso, a las obras de la ley, Pablo opone
la “rehabilitación” por la fe. Esa
rehabilitación es un acto soberano de la pura gracia y favor de Dios, que
pronuncia sobre la persona un juicio favorable y le da su Espíritu
gratuitamente. Y esto es por fe, lo que
según la mentalidad bíblica desborda el mero acto intelectual, definiendo una
profunda situación existencial que literalmente significa “apoyarse” en la fortaleza
de otro, en este caso Dios. Siendo el
dilema absoluto: o Cristo o la ley
mosaica, o la fe o las obras, o el instinto de la carne o el Espíritu. Esta rehabilitación se alcanza por la
entrega personal a Cristo, que es la fe, no por la obediencia a un código. El centro del Antiguo Testamento no es la
ley mosaica dada en el Sinaí, sino la Promesa hecha a Abraham (Gálatas
3,7-14).
La carta también contiene una clara reivindicación del apostolado de Pablo y de su Evangelio como diferente a la ley mosaica y a la espiritualidad legalista. Pablo fue declarado apóstol no por una catequesis de los apóstoles anteriores, sino por una intervención directa del Cristo glorioso, precisamente cuando él perseguía con saña a los discípulos del Mesías (Gálatas 1,11-16; Hechos 9,1-9; 22,6-11). Eso valida su Evangelio, que es, principalmente, la fe o adhesión a Jesús como Mesías, es decir, la entrega personal a Cristo, no por obediencia a un código sino como respuesta al amor inicial de Dios. Esta experiencia de fe se entronca con la promesa hecha por Dios a Abraham (Gálatas 3,7-14), no con la ley mosaica, que fue un expediente transitorio (Gálatas 3,15-19) con carácter relativo (Gálatas 3,19-20). Por la fe llega el ser humano a la mayoría de edad para responder a Dios libremente (Gálatas 3,21-4,7). La etapa de la ley mosaica fue necesaria por el infantilismo de la humanidad (Gálatas 4,3), pero llegada la época de la gracia o amor de Dios llega también la adultez de la humanidad. Esta época sólo acepta la libertad responsable, fruto del Espíritu, como respuesta del ser humano al amor de Dios. Esta es la norma y guía del cristiano, no un código escrito.
Esta es la única carta paulina que no comienza con una bendición o acción de gracias a Dios, hecho revelador de la indignación que sentía.
El mensaje de la carta es perenne, pues la fe cristiana está siempre en peligro de reducirse a mera religiosidad, segura y esclavizada, cercada de normas y observancias que impiden el impulso del Espíritu.
TRADUCCIÓN Y COMENTARIO
A)
Saludo Apostólico.- 1,1-15 (Rescatarnos del siglo).
1,1 Pablo,
apóstol, no por nombramiento o intervención de hombres, sino por Jesús Mesías y
Dios Padre, que lo levantó de los muertos, 2 y todos los hermanos que están
ahora conmigo, a las comunidades de Galacia.
3 Que la belleza y felicidad del amor inmerecido de Dios nuestro Padre y
del Señor Jesús el Mesías sean con vosotros, de modo que vuestra vida sea
encantadora. 4 Él se entregó por
nuestros pecados para librarnos del presente mundo perverso, según el plan de
Dios nuestro Padre. 5 A él sea la
gloria, ahora y siempre. Amén.
Pablo no había sido uno de los apóstoles iniciales de Jesús, a quien ni siquiera conoció humanamente. Esto le creaba muchas dificultades a la hora de presentarse como apóstol de Cristo, porque incluso él mismo, en su vida de rabino y fariseo, había perseguido con saña a la Iglesia. Pablo no argumentaba frente a esta sospecha. No la discutía, pero afirmaba que no debía su calidad de apóstol a ningún nombramiento oficial de nadie, sino al día en que el mismo Cristo se le presentó cara a cara camino de Damasco. Su ministerio y su misión provenían directamente de Dios. Esto nos indica que nadie hace a nadie ministro de Cristo. Sólo Dios puede hacerlo. Es verdad que existe un rito de ordenación, como el mismo Pablo recibió (Hechos 13,1-3), pero si uno no se ha encontrado a Cristo cara a cara no sirve de nada.
Como en un nuevo Exodo, Cristo “nos saca” o libra, no ya de Egipto, sino del presente mundo (siglo) perverso. Su príncipe ya no es el Faraón, sino el Maligno (Mateo 6,13). Aquí se ve cuál es el designio de Dios: liberar a la humanidad de la presente sociedad injusta mediante la adhesión a Jesús y recepción de su Espíritu. Con ese motivo fue levantado Pablo como apóstol, para crear espacios donde esa utopía tenga lugar, oasis en medio del océano del mundo, que son las comunidades cristianas que formaban los creyentes provenientes del paganismo. La experiencia y felicidad de ese amor (la gracia) se traduce en una buena relación con todos (la paz).
La palabra “mundo” es en el original griego “era” o “época”. Un siglo o época es un aspecto del mundo, sociedad de Satanás, que él usa para entretener a la gente y mantenerla alejada de Dios y su proyecto. A través de esos siglos o eras Satanás gobierna el mundo. El “presente mundo perverso” del versículo 4 es, según el contexto de la carta, el mundo religioso del judaísmo. Esto se confirma por Gálatas 6,14s, donde la circuncisión es considerada parte del mundo religioso al cual Pablo está crucificado. Así pues, Dios quería liberar a su pueblo escogido de la custodia de la ley mosaica (Gálatas 3,23) para sacarlo del redil del templo (Juan 10,1-3). Del mismo modo, el apóstol Pablo, desea recuperar a las comunidades cristianas distraídas por el judaísmo y devolverlas a la gracia del Evangelio. De hecho, el “redil” mencionado en el Evangelio de Juan representa al cerco de la ley mosaica: el Buen Pastor entró en el redil para tomar sus ovejas y llevarlas a los verdes pastos, donde puedan alimentarse de sus riquezas.
Pablo desea a sus lectores “gracia y paz”. La palabra griega “jaris” quiere decir gracia en el sentido teológico, pero también quiere decir belleza y encanto. Incluso hasta teológicamente conserva la idea del encanto. La vida del cristiano debe reflejar la gracia de Dios, debe ser algo hermoso y atractivo. Por supuesto que “gracia” quiere decir una generosidad inmerecida, un regalo que no se puede pagar nunca, pero también quiere decir belleza y encanto.
Cuando Pablo desea “paz” a sus lectores tiene en mente el hebreo “shalom”, que significa mucho más que la ausencia de problemas. Quiere decir todo aquello que contribuye al bien supremo de la persona.
B) Sólo
hay un Evangelio. 1,6-10 (Agradar a
Dios, no a hombres).
6 Me asombra
que tan pronto desertéis del que os llamó por puro favor, para pasar a un
Evangelio diferente. 7 No que haya
otro, sino que algunos os alborotan tratando de darle la vuelta al Evangelio
del Mesías. 8 Pero si nosotros o un
ángel del cielo os anunciara un Evangelio distinto del que recibisteis, ¡fuera
con ese maldito! 9 Como os tenemos
dicho y ahora repito, si alguien os evangeliza saliéndose de lo que habéis
recibido, ¡fuera con ese maldito! 10
¿Ahora trato de congraciarme con la gente o con Dios? ¿Intento agradar a personas?
Si a estas alturas quisiera agradar a los hombres, no podría estar al
servicio del Mesías.
Pablo afirmaba en su Evangelio que nadie podía hacer nada para merecer el amor de Dios, y, por tanto, lo único que podía hacer el creyente era rendirse a la bondad de Dios en un acto de fe. Lo único que puede hacer es aceptar con gratitud la gracia que Dios le ofrece. Lo importante no es lo que podamos hacer, sino lo que Dios ha hecho y lo que quiere hacer en y con nosotros. Esto lo llamaba el Evangelio de la Gracia. Pero habían llegado a las comunidades de la región de Galacia unos predicadores anunciando una versión judía del Evangelio. Decían que si querían agradar a Dios no bastaba con creer, sino que había que circuncidarse y consagrarse a cumplir todas las normas de la ley mosaica. Siempre que se realizara una obra de la ley se apuntaría un tanto en la libreta de Dios y así se ganarían su favor. Pero, para Pablo y su Evangelio eso era imposible.
Hay un Evangelio o buena noticia que Pablo anuncia, entre cuyos destinatarios están los gálatas. Pero también hay adversarios que proponen un Evangelio diferente, y que han logrado separar a los gálatas de la buena noticia que Pablo proclama. Él anuncia el Evangelio de la Gracia, lo otro no es Evangelio, porque no es buena noticia, es la ley. Ante los tales pide Pablo el anatema: “Fuera con él”, pues la vuelta a las observancias judías despoja de la condición de cristiano.
El versículo 8 habla de un “ángel del cielo” o enviado de Dios, como el
episodio de Miqueas ben Yimla y el falso profeta (1 Reyes 22; Isaías 30,10; Jeremías 15,19).
Los judaizantes acusaban a Pablo de predicar un Evangelio demasiado fácil para congraciarse con la gente. Pero, para Pablo la verdadera religión no consiste en satisfacer las exigencias de la ley, sino las demandas del amor. Una persona puede cumplir un estatuto o código externo, pero no satisfacerlo de corazón. Por eso Pablo afirma no servir a la gente, sino a Dios. No le importaba lo más mínimo lo que la gente pensara o dijera de él. Su único amo era Cristo: “Si quisiera agradar a los hombres no podría estar al servicio del Mesías”. Así como un esclavo llevaba marcado en su cuerpo a hierro candente la marca de su amo, él llevaba en el suyo las cicatrices de Cristo.
C) Apología
personal. 1,11-17 (La vocación de Pablo).
11 Os
advierto, hermanos, que el Evangelio predicado por mí no es de origen humano;
12 pues yo no lo recibí ni me lo enseñó nadie, sino una revelación de Jesús
como Mesías. 13 Habéis oído hablar de
mi conducta cuando militaba en el judaísmo:
violentamente perseguía a la Iglesia de Dios y la asolaba, 14 y
aventajaba en el judaísmo a todos mis compatriotas y coetáneos, porque era un
superfanático de mis tradiciones ancestrales.
15 Pero, cuando el que me apartó desde el vientre materno y me llamó por
puro favor, quiso 16 revelarme a su Hijo para que yo lo anunciara como
Evangelio (buena noticia) a los paganos, no me fui corriendo a consultar con
ningún ser humano, 17 ni subí a la ciudad de Jerusalén a visitar a los
apóstoles más antiguos que yo; sino que fui a Arabia, de donde volví otra vez a
Damasco.
Los versículos 11 y 12 afirman que el Evangelio no es un humanismo más o una escuela filosófica entre otras opiniones.
Hubo una vez en que Saulo de Tarso fue un líder religioso y fanático fariseo, y no comprendía que el Hijo de Dios se opusiera a la religión natural y carnal del hombre. Según su mentalidad entenebrecida, nada se podía comparar con el judaísmo y la Torah dada por Dios en el Sinaí. Por eso despreciaba a los discípulos de Jesús, los del Nuevo Camino, es decir, los que adoraban a Dios de una forma nueva. Para él, Jesús había sido un despreciable impostor, un revolucionario insignificante que había engañado a la gente. Pero un día, la persona viviente del Hijo de Dios le fue revelada por el Padre. Cuando se le reveló cayó al suelo y exclamó: “¿Quién eres, Señor?” (Hechos 9,5). El Señor dijo: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”. Saulo creía que Jesús había terminado en la tumba y que sus discípulos robaron su cadáver para seguir con el timo. Pero ahora estaba frente al Señor Jesús resucitado, que le estaba siendo revelado. Desde este momento fue rescatado de su vana manera de vivir el judaísmo y ya no le interesó más la religión.
Aquella revelación le fue dada a Pablo de manera objetiva, pero a nosotros nos es dada también, pero de manera subjetiva en nuestro espíritu por el Espíritu Santo (Efesios 1,17; 3,5). Con ese propósito el Señor trabaja en nosotros para que abandonemos nuestros propios conceptos, nos arrepintamos y convirtamos; por último él se trasplanta a nuestro espíritu como una semilla, forjándose en nuestro interior y revelándonos progresivamente al Señor. Todo esto tiene que ver con la persona viviente del Hijo de Dios. Si queremos recibir también tal revelación debemos aprender a abandonar nuestros conceptos, enmendar del mal nuestra conducta para volver nuestro corazón a Dios y aprender a prestar atención a nuestro espíritu en el que vive el Espíritu Santo y nos ilumina y habla. Cuanta más revelación recibamos del Hijo de Dios, más vivirá él en nosotros. Esto no es una simple doctrina o concepto, sino una realidad vital de relación con Dios. Así Cristo será revelado en nosotros, vivirá en nosotros y será formado en nosotros. Día a día él será nuestro disfrute y satisfacción. Como resultado el Espíritu hará de nosotros una nueva creación. El motivo de Pablo al escribir esta carta es conducir a los cristianos celtas a un estado en el que tengan una revelación plena del Hijo de Dios, para así llegar a ser una nueva creación en la que Cristo viva en ellos y sea forjado en ellos a través del Espíritu vivificante.
Aunque Pablo fue llamado tarde, más tarde que los Doce apóstoles, testigos directos del ministerio de Jesús como Mesías, en realidad fue llamado antes de nacer (Jeremías 1,5). Eso significa que aún su etapa anterior como apasionado fariseo y perseguidor de la Iglesia quedaba englobada en un proyecto divino, y que su vocación suponía una fractura definitiva y ejemplar con el judaísmo. Este cambio sólo lo pudo hacer posible una revelación de Cristo: Jesús de Nazaret no era un proscrito, sino el Hijo de Dios.
En 1,15 afirma Pablo que él fue apartado desde el vientre de su madre. Hoy podemos pensar que esto fue verdad respecto a él y su especial ministerio, pero no en cuanto a nosotros. Sin embargo, este concepto es incorrecto. También nosotros “fuimos elegidos desde antes de la fundación del mundo, para estar consagrados y sin defecto por amor; destinándonos ya entonces a ser adoptados como hijos suyos por medio de Cristo Jesús, conforme a su designio” (Efesios 1,4-5). No sólo desde el vientre materno, también desde antes de la creación del mundo. Ser apartados desde el seno materno significa que su elección eterna se hace realidad en el tiempo. Era necesario que naciéramos en una época determinada, de unos padres concretos, etc. Saulo no nació cien años antes de Cristo ni mil después; nació en su momento, en el lugar y época apropiada, conforme al plan de Dios. Y lo mismo podemos afirmar de nosotros hoy. También nosotros fuimos escogidos desde antes de la fundación del mundo según el preconocimiento de Dios (Romanos 8,28-30), también Dios nos apartó para sí desde el seno materno según su soberanía, y también vivimos unas circunstancias diferentes y apropiadas, cada uno en relación con la familia y la educación, según su providencia para ir preparando el vaso donde había de habitar la Divinidad. Cada vez que miramos atrás debemos alabar a Dios porque él permitió que ciertas cosas sucedieran con un propósito. ¡Cuánto debemos agradecerle que él nos haya hecho nacer a la hora exacta y en el lugar debido! Y además hay un momento en que Dios también nos llama. Esto le sucedió a Pablo a la hora de su conversión a Cristo camino de Damasco. Pero hay más, dice Pablo que Dios reveló a su Hijo en él. Cuando el Hijo de Dios se nos revela, algo divino se añade a nosotros. La elección en su presciencia y el llamamiento no nos añaden nada, en cambio, la revelación del Hijo hace que la Divinidad se añade a nuestra humanidad. Dios mismo es añadido a nuestro ser para llegar a ser nuestra vida. “El que tiene al Hijo tiene la vida” (1 Juan 5,12).
Cuando el Hijo de Dios le fue revelado a Pablo, él no lo consultó con ningún ser humano. El original griego dice con “carne y sangre”. Esto confirma que Pablo no recibió su Evangelio de hombre alguno (1,12). Desgraciadamente, muchos de nosotros sí que buscamos carne y sangre después de que nos sea revelado Cristo. Muchos incluso van a un seminario o se ponen a estudiar teología. Esto, por supuesto que no es malo. Pero empezamos a confiar en el saber, en el conocimiento, y no en Cristo. Muchos buscan a grandes figuras del cristianismo, a catequistas y sabios teólogos para estudiar a sus pies. Pero acaban frustrados y se enfrían, porque ellos no pueden darle a Cristo. Es desalentador. Sólo guías espirituales al estilo de los esquivos Padres del desierto o como hacía Tony de Mello, que frustraba una y otra vez a sus oyentes y alumnos en su búsqueda, pueden ayudar. De hecho, todos hemos cometido errores de este estilo. Hemos ido a la Jerusalén ideal y consultado a los líderes de la congregación. La carne y la sangre, lo humano. Esto no significa que no haya que buscar la comunión adecuada, ni tampoco es una anarquía que arruina la autoridad de los ministros ordenados. Pero, en definitiva, lo que queda después de escucharlos es lo que vale.
Se subraya la independencia de Pablo de fuentes humanas y su dependencia directa de Jesús. ¿Qué hizo Pablo en Arabia? ¿Se dedicó a la meditación y la oración? Se diría que los tres años que pasó en Arabia, como Elías junto al torrente Carit (1 Reyes 17), equivalen al tiempo que los apóstoles pasaron en compañía de Jesús. Pablo tenía que procesar a fondo todo lo que le había sucedido en un tiempo de silencio. Habló con Dios antes de hablar con los hombres. ¿Cómo puede uno llegar a ser una persona usada por Dios sin pasar por el desierto y la prueba? Pero después volvió a Damasco. Hacía falta mucho valor para regresar allí, pues rumbo a Damasco fue donde Dios lo tumbó. Eso lo sabía todo Damasco. Dios lo envió de vuelta al lugar donde todos lo conocían y esperaban, pero su mensaje y testimonio iba a ser diferente. Durante años no tuvo contactos con Judea, cuna de los Doce.
D) Primera
visita a Jerusalén. 1,18-24 (Conocer a Pedro).
18 Tres años
después subí a la ciudad de Jerusalén para conocer a Pedro y me quedé quince
días con él. 19 No vi a ningún otro de
los apóstoles; solamente vi a Santiago, el pariente del Señor. 20 Y en esto que os escribo Dios me es
testigo que no miento. 21 Después fui a
las regiones de Siria y Cilicia, 22 y era un desconocido para las comunidades
cristianas de Judea; 23 sólo se decía:
“el que antes nos perseguía, ahora predica la fe que asolaba”. 24 Y glorificaban a Dios por causa mía.
Va a Jerusalén a ver a Pedro, piedra principal de la Iglesia, por interés y deferencia, pero no para aprender de él. De hecho es Santiago, el pariente de Jesús e hijo de José en un matrimonio anterior, como enseñaron los Padres Eclesiásticos, el personaje influyente de la comunidad de Jerusalén (Hechos 12,17; 15,13; 21,18). Al ir a Jerusalén Pablo se jugaba la vida, pues sus antiguos compañeros judíos lo consideraban un renegado, y sus nuevos hermanos se mostraban reticentes ante su nueva actitud. ¿Sería un fingimiento para introducirse en los círculos cristianos y así acabar mejor con todos? Pero Pablo tuvo el valor de enfrentarse con su pasado, pues no nos libramos de él huyendo, sino asumiéndolo y venciéndolo.
Aunque Pablo no consultó su revelación de Jesús como Mesías con carne y sangre, llegado su momento subió a Jerusalén. Era inevitable. Consultar con carne y sangre es un error, pero aislarnos de los demás miembros del Cuerpo de Cristo también es equivocado. Hay que conectar con los demás hermanos en la fe, y sobre todo con los dirigentes para que evalúen si estamos en lo cierto o no. Pedro había estado con el Señor mucho tiempo y era testigo cualificado de su tarea como Mesías. Era el portavoz de los Doce y primera piedra de la Iglesia. Santiago había sido hermano de Jesús y lo conocía a fondo. Además también se le había aparecido tras sus resurrección (1 Corintios 15,5-7).
Después fue a las regiones de Siria y Cilicia, donde estaba su ciudad de Tarso en la que se había criado. Allí estaban los amigos de su niñez y juventud, sus vecinos y conocidos. ¿Qué pensarían de él? ¿Cómo lo recibirían? ¿Con ira, con sarcasmo, le darían por loco? La buena noticia le daba fuerzas para compartir su cambio y predicar su Evangelio en los lugares más difíciles. Sabía que había sido escogido para una tarea; no para un honor, sino para un servicio; no para una vida fácil, sino para la lucha. Un general elige a sus mejores soldados para las grandes batallas y un profesor asigna a sus mejores estudiantes los temas más difíciles. Pero Pablo no tenía delirios de grandeza. No empezó de misionero a las lejanas regiones paganas, sino de asceta en el desierto de Arabia y de simple cristiano que daba testimonio en sus lugares cotidianos.
E) Segunda
visita a Jerusalén. 2,1-10 (Los apóstoles reconocen a Pablo).
2,1 Catorce
años después subí otra vez a la ciudad de Jerusalén en compañía de Bernabé,
llevando también conmigo a Tito. 2 Subí
por una revelación y les presenté, en privado a los respetados, el Evangelio
que anuncio entre los paganos, no fuera que corriese o hubiera corrido en vano. 3 Pero ni siquiera a mi compañero Tito, que
era griego, le obligaron a circuncidarse.
4 La cosa se debió a los falsos hermanos, intrusos que se infiltraron
para espiar la libertad que tenemos en el Mesías Jesús, con la intención de
esclavizarnos, 5 a los que en ningún momento cedimos, para que la verdad del
Evangelio siguiera con vosotros. 6 Pues
bien, los tenidos por respetados (lo que fueran o dejaran de ser no me importa,
Dios no tiene favoritismos), esos respetados no me añadieron nada. 7 Al contrario, reconocieron que se me había
confiado el Evangelio para el mundo pagano, como a Pedro para el mundo judío, 8
pues el que capacitó a Pedro para la misión con los judíos me capacitó también
a mí para los paganos. 9 Entonces
Santiago, Pedro y Juan, tenidos por pilares, y reconociendo el carisma que se
me había dado, nos tendieron la diestra a Bernabé y a mí en señal de
solidaridad, para que nosotros fuéramos a los paganos y ellos al mundo
judío. 10 Sólo nos pidieron que nos
acordáramos de los pobres, cosa que me tomé muy en serio.
En el pasaje anterior Pablo estaba muy interesado en demostrar la independencia de su Evangelio. Aquí lo está en que esa independencia no es anarquía ni su Evangelio es un cisma de Jerusalén.
Tras catorce años (¿de su primera visita o de su conversión?) sube, debido a una revelación, a la ciudad de Jerusalén. Pero no sube solo. Con él van sus colaboradores Bernabé y Tito (2 Corintios 8,23; 1 Corintios 9,6). Bernabé era judío levita, así pues, era un sacerdote. Tito, por el contrario, representaba al converso puro del paganismo griego: una bina paradigmática y hasta provocativa. El primer viaje fue por iniciativa propia, para saludar a Pedro (1,18s), éste, en cambio, empujado por una revelación divina y su necesidad de consensuarla con las figuras destacadas de la comunidad madre de Jerusalén. La revelación le hace comprender la conveniencia de la aceptación eclesial, como garantía para él y para sus convertidos. No puede aceptar que las intrigas que están surgiendo frustren lo realizado y lo pendiente. Además, hay que evitar una división en la Iglesia en una congregación de judeocristianos y otra de paganocristianos. ¿Qué revelación era? Hay dos hipótesis. Una está en Hechos 11,27-30: “Por aquellos días unos profetas bajaron a Antioquía desde la ciudad de Jerusalén. Uno de ellos, de nombre Ágabo, se puso en pie, y, movido por el Espíritu, vaticinó que iba a haber una gran escasez en el mundo entero. (Fue la que sucedió en tiempos de Claudio). Los discípulos, sin embargo, decidieron mandar un subsidio, según los recursos de cada uno, a los hermanos que residían en Judea. Y así lo hicieron, enviándolo a los presbíteros por mano de Bernabé y Saulo”. ¿Fue a esta revelación a la que se refiere aquí Pablo? Es posible. Pero otra posibilidad más probable es que se trate del Concilio de Jerusalén descrito en Hechos 15 (en el que Pablo tuvo una actuación destacada) y que trató como tema la disyuntiva entre la ley mosaica y la gracia de Cristo. El conflicto surgió porque unos creyentes bajados de Judea enseñaban la necesidad de la circuncisión y las tradiciones mosaicas para la salvación (Hechos 15,1s). Pablo los llama “falsos hermanos” que se infiltraban en las comunidades de origen pagano y las perturbaban proponiendo la necesidad de hacerse judío para alcanzar la salvación, lo que era inaceptable para Pablo. Este comentario es muy duro y osado, pero también muy franco. Pablo no era un político contemporizador que negocia con la verdad. Enfrentó la situación de forma seria y delicada. La Iglesia no es el sutil reino de Maquiavelo, sino una esfera totalmente distinta. ¿Nos atreveríamos nosotros a llamar “falso hermano” a alguien? Y, sin embargo, yo mismo confieso haber visto demasiados. ¿Escribiríamos una carta diciendo que tal gente es falsa? Pero Pablo tenía un compromiso con la verdad, no con la política.
El texto original de Gálatas es muy fangoso. Al escribir Pablo muestra mucha inquietud. Hay bastante desorden en sus palabras y es difícil traducirlas al español. Tal vez Pablo no podía decir demasiado poco para no parecer que abandonaba su argumento, pero tampoco podía decir demasiado, para no parecer estar en desacuerdo con los dirigentes de Jerusalén. El resultado es que la sintaxis se le quiebra, reflejando su ansiedad.
Los responsables de la Iglesia aceptaron la posición de Pablo, pero los que propagaban que quien no fuera judío no podía estar a bien con Dios se oponían. El caso de Tito era paradigmático. La sintaxis del original griego revela una batalla. Tal vez los responsables de la Iglesia presionaran a Pablo con una política de reconciliación de puntos de vista y así, por mor de la paz, circuncidar a Tito. Pero Pablo se mantuvo firme. Ceder suponía someterse a la esclavitud de la ley y dar la espalda a la libertad de Cristo. Así que su determinación obtuvo la victoria. No se dejó intimidar por la reputación de Pedro, Juan y Santiago, pilares de la Iglesia. Los respetaba y trataba con cortesía, pues él no iba por libre, pero tenía sus diferencias con ellos y permaneció inflexible.
Todo el judaísmo se sostiene sobre la ley mosaica, que a su vez se basa en tres pilares: la circuncisión, el reposo del sábado y la dieta santa. Es verdad que estas tres cosas fueron ordenadas por Dios conforme a su economía dispensacional (Génesis 17,9-14; Exodo 20,8-11; Levítico 11), pero eran sombras de la realidad que había de venir, la cual era Cristo (Colosenses 2,16s). La circuncisión representaba la crucifixión de Cristo, en quien también nosotros fuimos crucificados en la carne y morimos por el bautismo (Colosenses 2,11). El reposo sabático representaba a Cristo como descanso para su pueblo (Mateo 11,28-30; Hebreos 4,1-11). La dieta santa simbolizaba la distinción entre las personas consagradas a Dios y las impuras con quienes los cristianos no podía sentarse a celebrar la eucaristía (Hechos 10,11-16.34s; 1 Corintios 5,6-13). Desde la venida del Hijo de Dios y su plena revelación, todas estas cosas se han terminado. Así pues, la observancia del sábado fue abolida por Jesús (Mateo 12,1-12; Juan 5,9-11), la dieta fue anulada por el Espíritu Santo en una revelación a Pedro (Hechos 10,9-20; Colosenses 2,16-23) y a la circuncisión se le quitó todo valor en una revelación a Pablo (Gálatas 5,6; 6,15). La realidad final de Cristo ha reemplazado la ley mosaica (Romanos 10,14; Gálatas 2,16), por lo tanto el judaísmo ha llegado a su fin, como expresa toda la Carta a los Hebreos.
Del Concilio se dice que “la discusión arreciaba” (Hechos 15,7). Pablo y Bernabé mostraban el contraste que existe entre el Hijo de Dios y la religión del hombre. También el que hay entre la libertad que tenemos en Cristo y la esclavitud de estar bajo la ley, del que era ejemplo viviente Tito. Por último el contraste que existe entre la vida impulsada por el Espíritu y el instinto de la carne. Afirmaban que los falsos hermanos querían llevar a esclavitud a los cristianos provenientes del paganismo. El término es muy duro. “esclavizar”. Hay un contraste enorme entre la libertad que tenemos en Cristo y la esclavitud de estar bajo la ley mosaica. “Falsos hermanos”, “infiltrar”, “espiar nuestra libertad”, “esclavizar”; los términos fueron muy duros. La libertad cristiana debía ser un asunto muy importante para formar tal revuelo.
¿En qué consiste esa libertad? Primero implicaba la liberación de una obligación: como Cristo nos ha hecho libres ya no estamos obligados a guardar las regulaciones y ordenanzas de la ley mosaica. Si alguien lo intentaba se hacía deudor de esas prácticas. Por eso, si alguien se ponía a observar la ley se ponía bajo su esclavitud. Su amo era la ley. La libertad en Cristo, en cambio, liberaba de semejante obligación. En segundo lugar, la libertad cristiana incluía el Espíritu de la Promesa, lo que significa la presencia de Dios en la vida del creyente aportando su rico suministro de vida y el disfrute de Cristo. La verdadera libertad no es sólo ser liberados de una obligación, también consiste en estar satisfechos con el alimento y apoyo adecuados. En tercer lugar, ser libre en Cristo era disfrutar del verdadero reposo sabático. Los observantes del sábado no disfrutan de un verdadero descanso, pues aún sus propios esfuerzos para guardarlo les aportan una pesada carga.
La libertad cristiana supone ser liberados de toda obligación, ser satisfechos por el disfrute del rico suministro del Espíritu y tener un descanso genuino. Los que perciben esto y tienen esta experiencia en el Señor no se dejan esclavizar por nada. La libertad en Cristo es un tesoro, por eso levantó chispas en el Concilio de Jerusalén y Pablo se mostró intransigente.
Una vez que comprendemos y experimentamos la libertad en Cristo, es fácil entender qué es la esclavitud. Pero nadie puede cumplir los duros requerimientos de la ley mosaica. Por ejemplo, el último mandamiento habla de no desear, de no ambicionar, y, sin embargo, no podemos escapar a la avaricia que está en nuestro interior. Tal vez podamos guardar algunos mandamientos, pero el relacionado con la avidez es imposible. Cuando no deseamos el coche del vecino queremos el vestido de la amiga. Cuando no ambicionamos una pluma nueva deseamos unas gafas de diseño. Esto es pura codicia (Romanos 7,7-23). Pero hubo un hombre que guardó todos los requerimientos de la santa ley: Jesús. Él dijo: “Venid a mí los que andáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde, y recibiréis alivio. Pues mi yugo es fácil y ligera mi carga” (Mateo 11,28-30). Este texto se opone particularmente a las cargas de los fariseos (Mateo 23,4). El mismo apóstol Pedro afirmó en el Concilio de Jerusalén: “¿Por qué tentáis a Dios imponiendo al cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar?” (Hechos 15,10). La esclavitud de la ley era ese yugo. Quien vive así anda descoyuntado, pues bajo la ley no hay ninguna satisfacción, pues sólo hay demandas y no rico suministro del Espíritu. Es más, bajo la ley no puede haber descanso. Ya lo hemos leído en Mateo 11,28, donde Jesús da una promesa especial a los que tratan de observar la ley al detalle con sus numerosas regulaciones religiosas. Descansar significa ser liberados de la tarea de tener que observar los minuciosos preceptos y mandatos. Bajo la ley no hay descanso; el verdadero reposo está en el disfrute de Cristo. De modo que él no sólo nos libera del mundo (“el presente siglo malo” de Gálatas 1,4), tipificado por la esclavitud de los israelitas bajo Faraón, sino también de la religión que pretende subir hasta Dios por sus propios esfuerzos. “Si la ley pudiera vivificar, la rehabilitación habría sido por la ley” (Gálatas 3,21). Puesto que la ley mosaica no puede dar vida, tampoco puede producir hijos, sino esclavos. Esta será la argumentación que hará Pablo al narrar la historia de Ismael e Isaac, uno esclavo hijo de esclava y el otro libre hijo de la esposa legítima. Todos los que se esfuerzan en guardar la ley mosaica hoy día no pueden ser herederos como Isaac, sino esclavos como Ismael.
Pablo llevaría adelante su misión en el mundo no judío, y Pedro lo haría en el judío, quedando garantizada la vocación universal cristiana. No se trataba de predicar dos Evangelios diferentes, sino de dos auditorios diferentes. Más fuerza tenía en ese momento la solidaridad, expresada en el gesto del apretón de manos. Es curioso que aquí se mencione a Santiago primero. Pedro había quedado muy convencido, y hasta había tenido una actuación destacada a favor de la tesis de la Gracia en el Concilio (Hechos 15,7-11). Pero Santiago había buscado un término medio, y por mor de la convivencia en el ágape eucarístico se impuso una norma restrictiva y temporal que hiciera posible una comida fraternal entre judíos y paganos (Hechos 15,13-21). Con todo, Santiago es el primero en darle la mano a Pablo en señal de comunión.
El Concilio también pide a Pablo que colabore en el sostenimiento de ayudas para el pueblo de Dios de Jerusalén. Aquella Iglesia ni siquiera fue rica en los años normales, cuánto más ahora que vivía en una escasez. Jerusalén era una ciudad poco común. Era más una atracción turística internacional que una metrópoli normal. El número de ciudadanos era sumamente inestable; conseguir un empleo resultaba siempre difícil; había escasez de viviendas y éstas eran caras, lo cual empeoraba durante las celebraciones religiosas anuales. Tres veces al año, cuando los visitantes afluían desde todo el imperio, Jerusalén quedaba a rebosar. Su población se multiplicaba por seis casi desde la noche a la mañana. Naturalmente la congregación de creyentes daba alojamiento a los hermanos visitantes, y todo excedente financiero quedaba arrasado durante esa época. Por otra parte, las tierras agrícolas de los alrededores no eran particularmente fértiles. Sus cosechas eran ajustadas para las necesidades de su población y poco más, no pudiendo soportar nunca una larga sequía. Y todavía más, la Iglesia de Jerusalén vivía una comunión solidaria de bienes, pues muchos de sus miembros destacados tuvieron que irse a vivir allí desde Galilea y dejar sus trabajos para dedicarse enteramente al Nuevo Camino en la ciudad santa. Esto sumió al grupo de fieles en una bancarrota económica desastrosa.
El Concilio dejó pendiente una cuestión: los cristianos de origen judío, ¿estaban obligados a la observancia de la ley mosaica?
F) Pablo
se enfrenta a Pedro. 2,11-17 (Criticar debidamente a la jerarquía es
evangélico).
11 Pero
cuando vino Pedro a Antioquía me encaré públicamente con él, porque era
censurable, 12 pues antes que llegaran algunos de parte de Santiago comía con
los paganos; pero cuando llegaron, se retraía y separaba, temiendo a la gente
del mundo judío. 13 Los demás judíos se
pusieron a disimular como él, y hasta el mismo Bernabé se dejó arrastrar con
ellos a aquella farsa. 14 Pero cuando
vi que no procedían rectamente, según la realidad del Evangelio, dije a Pedro
delante de todos: “Si tú, siendo judío,
vives al modo pagano y para nada como un judío, ¿por qué obligas a los paganos
a vivir como judíos? 15 Nosotros somos
judíos de nacimiento y no paganos descreídos, 16 pero comprendimos que ninguna
persona alcanza la justicia por observar la ley, sino por creer en Jesús como
Mesías. Por eso también nosotros hemos
creído en el Mesías Jesús, para estar en la debida relación con Dios, y esa fe
no tiene nada que ver con observar la ley, pues por cumplir la ley nadie
alcanza la justicia. 17 Ahora bien, si
en nuestra búsqueda de llegar a la rehabilitación por el Mesías resulta que
somos también pecadores, ¿es el Mesías agente de pecado? ¡Ni pensarlo!”.
El problema con los judaizantes no había concluido ni mucho menos. La parte central de la vida de la Iglesia era la eucaristía, que iba acompañada de una comida en común llamada “ágape” (fiesta del amor). Toda la comunidad proveía para la misma en un reparto según los recursos de cada uno, lo cual expresaba de forma directa la comunión y solidaridad entre todos los cristianos. Y aquí venía el exclusivismo rígido de algunos judíos. Como se consideraban el pueblo elegido, los paganos quedaban como estopa que servía de combustible para el infierno. Este exclusivismo brillaba sobre todo en las comidas. De hecho, un judío estricto tenía terminantemente prohibido comer con un pagano. Por eso los judíos tenían la dieta santa dada por Dios en el Levítico. Todo eso influyó para que en la comunidad cristiana de Antioquía surgiera un conflicto tremendo. ¿Podían sentarse a la misma mesa eucarística judíos y paganos en la comida comunitaria? Si se cumplía la ley mosaica estaba claro que no. Y en ese contexto viene a Antioquía el primero de los apóstoles, Pedro. En el pasado Dios le había revelado personalmente la abolición de la dieta levítica (Hechos 10), y por eso comía tranquilamente con los cristianos de origen pagano, que seguían incircuncisos ni observaban el estricto código alimenticio judío. Si aquella actitud de apertura hubiera sido incorrecta, nunca debió haberla tomado. Puesto que comió con paganos, dio a entender que era adecuado hacerlo.
Pero entonces vinieron a Antioquía algunos judíos de Jerusalén del partido de Santiago, y entonces Pedro se retrajo en su trato con los cristianos de origen pagano. Aquí se ve que o su convicción era muy débil o era demasiado diplomático y político en sus decisiones. Y lo peor, según el versículo 13, es que los demás judíos se le unieron en su hipocresía. Aquí vemos que cuando los líderes se apartan, los demás fácilmente les siguen. Resulta casi increíble que Pedro, el principal apóstol, que había recibido la visión de ir a casa del centurión pagano Cornelio y que lo bautizó, se comportara tan hipócritamente en relación con la verdad del Evangelio. Pero es que el apóstol Bernabé, que había levantado Iglesias paganas junto a Pablo en su primer viaje misionero, también cayó en la farsa.
La actitud de Pablo no podía ser otra que protestar: no permitiría que fuese dañada la realidad del Evangelio. Así que tuvo la osadía suficiente como para levantarse y decir a Pedro delante de todos las verdades del barquero: Una Iglesia deja de ser cristiana cuando hace discriminación; ante Dios una persona no es judía ni pagana, noble ni plebeya, rica ni pobre: es un pecador necesitado de Cristo. A Pablo no le importó la reputación de Pedro, pues un nombre famoso nunca puede justificar una acción equivocada. De hecho, si Pablo no hubiera resistido firmemente aquella farsa, una simple desviación del Evangelio hubiera dado lugar a una futura riada.
La raíz del asunto era que la decisión del Concilio de Jerusalén había sido una componenda, y como todas, llevaba en sí misma el germen de la discordia. En efecto, la decisión final fue que los judíos siguieran viviendo como judíos, observando la circuncisión y la ley mosaica, pero los cristianos paganos eran libres de estas obligaciones. Era inevitable que se produjeran dos tipos de creyentes, y dos clases distintas dentro de la Iglesia.
El razonamiento de Pablo fue el siguiente: Si Pedro había compartido mesa y mantel con los paganos, por tanto aceptó el principio de que no hay más que un camino para judíos y paganos. ¿Cómo se atrevía, pues, a volver atrás y desempolvar las normas dietéticas levíticas? En el capítulo 11 del Levítico se establecía que un judío no podía comer liebre o cerdo, a menos de convertirse en un descreído o un pagano. Si estas normas resultaban irrelevantes para la nueva humanidad que nacía de la resurrección de Cristo, que tenía como única norma el amor de Dios, la salvación divina y la solidaridad humana ya no dependían de que se comiera escrupulosamente de un animal o de otro. ¿Había acaso dos caminos? ¿Uno según la ley mosaica para los judíos y otro según la gracia para los paganos?
Es fundamental entender los principios básicos presentados hasta ahora: El primero consiste en que el Hijo de Dios está en contraste con toda religión humana; el segundo es que la libertad que tenemos en Cristo está en contraste con la esclavitud de vivir bajo la ley mosaica.
Sólo la adhesión (fe) a Jesús como Salvador (Mesías) libera de los pecados y crea la nueva relación del ser humano con Dios. La vuelta atrás significaría que Cristo los había engañado, y, que en vez de salvar (unir a Dios y así rehabilitar al hombre), hacía pecar (separaba de Dios, dejando al ser humano en su miseria).
El primer aspecto de la realidad del Evangelio es que el hombre no puede ser rehabilitado por las obras de la ley. En 2,16 lo dice claramente: “Ninguna persona (el original griego dice “carne”) alcanza la justicia por observar la ley, sino por creer en Jesús como Mesías... pues por cumplir la ley nadie alcanza la justicia”. La palabra “carne” mencionada en el original griego se refiere al ser humano caído, el cual ha llegado a ser “carne” (Génesis 6,3). Romanos 7 muestra a este hombre caído como un Sísifo que se descoyunta tratando de hacer el bien y constatando que le es imposible. El versículo 7 dice: “Yo no conocería la avidez si la ley no dijera: No codiciarás... Pero el pecado, tomando ocasión por el mandamiento, produjo en mí toda codicia”. Cuanto más trató Pablo de observar este precepto, más fracasó. ¿Por qué? Porque él dice de sí mismo en Romanos 7: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no habita el bien; la ley es espiritual, pero yo carnal, vendido al pecado”.
Y ya que el hombre caído no puede guardar la ley, entonces, ¿para qué fue dada la ley? No era la intención de Dios dar la ley al ser humano para que éste la observara. Cuando él dio la ley sabía que no se podía guardar. Pero su propósito fue usarla como una custodia para guardar a su pueblo hasta que viniera el Mesías (Gálatas 3,23-24; 4,2). Es decir, la ley era como un redil que guardaba a las ovejas. Además, la Escritura añade: “Por medio de la ley es el conocimiento claro del pecado” (Romanos 3,20). “¿Para qué sirve la ley?” (Gálatas 3,19), pregunta Pablo. Y él mismo se contesta: “Fue añadida para dar su verdadero sentido a las transgresiones”: La ley se dio para exponer qué es el hombre y dónde está. Según los atributos de justicia y santidad de Dios, expuestos en el decálogo de los Diez Mandamientos, se percibe cuán pecador es el ser humano. Cuando la ley fue dada en el Sinaí, los israelitas prometieron observarla (Exodo 19,8). Antes de que el pueblo de Dios respondiera de esta forma, la atmósfera en torno al Sinaí era normal, pero cuando los judíos declararon que ellos guardarían el decálogo, la atmósfera cambió y se volvió aterradora. La santidad de Dios apareció y no permitía que nadie se acercara. Entonces el pueblo pidió a Moisés que intercediera por ellos. Esto indica que la función de la ley era exponer el pecado de la humanidad.
Pero, al mismo tiempo, la ley también guarda al pueblo de Dios como una custodia, de la misma forma que un redil guarda a un rebaño durante el invierno. La época anterior a la venida del Mesías se puede comparar con el invierno. “Antes de que viniese la fe estábamos bajo la custodia de la ley, encerrados hasta el día en que se revelara la fe. De modo que la fe ha sido como una niñera para conducirnos al Mesías, y recibir la justicia por la fe” (Gálatas 3,23s). Estos versículos revelan que la ley tenía una función pedagógica, al mismo tiempo que exponía el pecado humano. Guardar al pueblo de Dios hasta la venida del Mesías y revelar claramente el pecado del ser humano; he aquí la función de la ley mosaica. De modo que cuando vino el Mesías, la ley llegó a su fin. Sin embargo, los judaizantes no percibían el propósito de la ley ni comprendían la novedad del Evangelio. No aceptaban la economía de Dios. “Venida la fe no estamos bajo niñera” (Gálatas 3,25).
Bajo la economía del Nuevo Testamento somos rehabilitados por la fe en Cristo (2,16). ¿Qué significa esto? ¿Qué es la fe en Cristo y qué es ser rehabilitado por la fe en Cristo? Predicar el Evangelio no es simplemente enseñar una doctrina, sino proclamar la persona viviente del Hijo de Dios. El Hijo de Dios es Dios mismo encarnado. Así pues, la fe en Cristo está relacionada con la apreciación que tengamos de Cristo. Hay buenos vendedores que saben presentar bien sus mercancías y argumentar sobre las cualidades de sus productos. Esto nos puede servir como metáfora a la hora de presentar a Cristo y creer en él. Debemos presentarlo como el ser más valioso, y describirlo en toda su hermosura y belleza para que pueda ser alcanzado y apreciado por todos. Este Cristo maravilloso llegará a ser la fe de los creyentes. Esta apreciación es la fe del creyente en la persona viva de Cristo. En muchas congregaciones se predica a Cristo, pero en pocas los corazones quedan capturados por el elemento precioso que llega a infundirse en lo más íntimo del ser. Esta apreciación mística espontanea es la fe. No se trata de una definición doctrinal, como cuando recitamos el Credo, sino una experiencia vital en la preciosidad de Cristo infundida en nosotros. Mediante esa infusión llegamos a tener fe en el Señor Jesús. Esto sucede en cualquier momento en que el mensaje de la buena noticia nos quebranta y, espontáneamente, comenzamos a apreciar y valorar el amor de Dios manifestado en el Señor Jesucristo. Esa fe o adhesión produce una unión orgánica en la cual nosotros y Cristo somos uno. El término paulino “en Cristo” derivó en el adjetivo “cristiano”, y se refiere a la unión orgánica. Antes de creer en Cristo estábamos separados de Dios. Nosotros éramos nosotros y Cristo era Cristo, pero, por medio de la fe, fuimos unidos a Cristo y llegamos a ser uno con él. Ahora estamos en Cristo y Cristo está en nosotros. Es una unión orgánica y vital. Como metáfora la Biblia habla del injerto de la rama de un árbol en otro (Romanos 6,5). Así pues, mediante la fe somos injertados en Cristo, y mediante ese proceso espiritual dos vidas llegan a volverse una sola.
Una comprensión superficial sobre la rehabilitación por la fe o justificación no aprecia la unión orgánica con Cristo. Sólo percibe que el Cristo justo y recto muere por nosotros y expía nuestros pecados para interceder por nosotros ante el trono celestial. A pesar de que esto es cierto, sólo lo es parcialmente. Debido a que nosotros y Cristo somos uno, todo lo que él es y es suyo, también es nuestro. Sobre esa base Dios cuenta a Cristo como nuestra justicia. Cuando la preciosidad de Cristo es infundida en nosotros por la predicación de la buena noticia y espontáneamente le invocamos, surge la verdadera fe. Por medio de esa adhesión, semejante a un injerto, llegamos a ser uno con Cristo. Entonces Dios le cuenta a él como nuestra justicia. No es un asunto de mera posición, sino un asunto orgánico, un asunto de vida. Eso engendra el “vivir por fe” (3,11). Esa palabra “vivir” implica tener vida como resultado del injerto o unión orgánica.
G) Cristo
vive en mí. 2,18-21 (No anular la gracia).
18 En efecto,
si reconstruyo lo que una vez demolí, demuestro ser transgresor. 19 Porque yo por la ley he muerto a la ley
para vivir para Dios. 20 Con el Mesías
estoy juntamente crucificado; y ya no vivo yo, vive Cristo en mí; y la vida que
ahora vivo, aunque es en carne mortal, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que
me amó y se entregó por mí. 21 No anulo
la gracia de Dios, pues si la justicia se alcanzara por la ley, para nada murió
el Mesías.
Reconstruir la oficina de la ley era cometer un suicidio espiritual. Pablo había intentado con anterioridad ese camino. Había tratado de observar la ley con la terrible intensidad de su cálido corazón. Se había querido poner a bien con Dios mediante una vida puntillosa que busca la obediencia mosaica al detalle. Pero eso no le produjo más que un profundo sentimiento de pecado. Lo único que le había demostrado la ley era su propia indefensión. Entonces, pecador y todo como era, se arrojó a los brazos del amor de Dios manifestado en Jesucristo. Había sido la ley la que le empujó a la gracia. Por eso, si volviera a la ley, volvería a alejarse de Dios. Así que murió a la ley.
Es difícil explicar lo que significa morir a la ley a fin de vivir para Dios. Pero sucede que en el momento en que creemos en Cristo y somos unidos orgánicamente a él, tenemos la sensación de estar muertos al mundo, al pecado, al yo y a todas las obligaciones de la ley religiosa. Del mismo modo, tenemos conciencia de vivir sólo para Dios. Es normal que cuando esto nos sucediera aún no teníamos el conocimiento ni la terminología para explicarlo. Pero la experiencia era muy real. Si no hay unión orgánica con Cristo, si no hay fe, viviremos para muchas cosas, pero no para Dios.
“Con Cristo estoy juntamente crucificado; y ya no vivo yo, vive Cristo en mí”. He aquí uno de los dos aspectos básicos de la realidad del Evangelio. El otro aspecto es que en Cristo el ser humano ha venido a ser una nueva creación: “Lo decisivo no es circuncisión ni incircuncisión, sino una nueva creación” (Gálatas 6,15). La nueva creación o humanidad es la mezcla de Dios con el ser humano, que comienza con el Cristo que se forja en nosotros por la acción del Espíritu. Esa nueva creación sobrepasa con mucho la observancia de la ley mosaica y su paradigma. Mezclados con Dios en el espíritu su vida llega a ser nuestra vida, y eso produce algo nuevo, una nueva creación. Eso no sucede por observar la ley, sino por la fe en Cristo y la unión orgánica con él.
Gálatas 2,20 dice: “Cristo vive en mí”. Es de mucha importancia este versículo, pues al hablar específicamente del Hijo de Dios, Pablo dice que: “me amó y se entregó por mí”. Si no tenemos conciencia del amor de Cristo por nosotros, no podemos tener fe en él. La fe viva proviene de percibir su amor. Al experimentar su amor, de manera espontánea, brota en nosotros una hermosa apreciación por él. La vida que Pablo vivía en la carne mortal, la vivía en esta fe, la fe del Hijo de Dios. Mediante esta fe experimentamos nuestra unión con Cristo, y comprendemos que su historia es nuestra historia, que hemos sido juntamente crucificados, sepultados, resucitados, ascendidos y sentados en gloria. Hemos muerto a todo lo que no sea esta nueva creación y ya sólo vivimos para Dios. Si cuando Cristo murió nosotros también morimos con él, tal y como pedía la ley que murieran los pecadores, ya no tenemos obligación de estar bajo la ley, sino sólo en la nueva vida de resurrección que es animada por el Espíritu. Morir a la ley significa liberarse de la ley: Romanos 7,6 dice: “Pero ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en la que estábamos sujetos”. De modo que ahora podemos andar en novedad de vida (Romanos 6,4). Vivimos para Dios con Cristo (Romanos 6,8-10) y por el Espíritu (Gálatas 5,16.25).
En 2 Corintios 5,14-15 Pablo dice: “El amor de Cristo nos quebranta, al pensar que si uno murió por todos, todos murieron. Y murió por todos para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquél que murió y resucitó por ellos”. Aquí observamos que la fe de Pablo provenía de un profundo aprecio por el amor de Cristo, el cual es un amor que quebranta. Cuanto más apreciemos el amor de Cristo, más fe tendremos en él.
¿Qué significa la expresión “ya no vivo yo” para añadir “y la vida que ahora vivo en carne mortal”? Hay quien piensa que somos sustituidos por Cristo. Pero no es sólo Cristo por nosotros, sino también Cristo en y con nosotros. Se trata de comprender la vida intercambiada, es decir, la vida divina en la humana. Esto es un profundo misterio que los Padres Eclesiásticos llamaron “divinización”. De hecho, para entender este versículo necesitamos leer Romanos 6,6, que nos dice que nuestro viejo hombre o condición humana fue crucificada con Cristo. Como personas regeneradas tenemos un nuevo yo, que Dios habita por su Espíritu y que va conformando a la imagen del Hijo. Pero como pecadores también tenemos una vieja condición humana que la Biblia llama “carne”. Lo que vive Pablo en la carne mortal lo vive en la fe del Hijo de Dios, que lo amó y se entregó por él. Así pues, hay un viejo yo y un nuevo yo.
Es fácil entender que Cristo vive, pero no lo es tanto comprender cómo vive en nosotros. El Señor Jesús dijo a sus apóstoles en su última cena: “Dentro de poco el mundo dejará de verme, pero vosotros, en cambio, me veréis, porque así como yo vivo viviréis también vosotros” (Juan 14,19). Así que Cristo vive en nosotros para hacer que nosotros vivamos con él. Cristo no vive solo. Él vive en nosotros y nosotros en él. Cuando él fue crucificado, fuimos incluidos en él conforme a la economía de Dios. Esto es un hecho cumplido. Y del mismo modo nos hemos levantado con él por su resurrección. Esta identificación es plena y su símbolo más evidente es el bautismo (Romanos 6,3-11). Pero, ¿cómo es que él vive en nosotros?
El eterno Hijo de Dios se procesó para hacerse hombre y encarnarse en el vientre de la bendita Virgen María (Romanos 8,3; Gálatas 4,4; Juan 3,16; Filipenses 2,5-8). He aquí un primer movimiento en el seno de la Trinidad. Dios, en el Hijo, asumió algo que antes no tenía: se hizo hombre (Juan 1,14). Cuando Cristo resucitó llevó esa humanidad ante el Padre y fue deificada. Así pues, hubo un proceso en el mismo Dios, pues en él se introdujo algo que antes no tenía. Gracias a su resurrección envió el Espíritu Paráclito, pero antes ese “Espíritu” tampoco existía (Juan 7,37-39). Es verdad que existía como el Espíritu de Dios o el Espíritu Santo desde la eternidad procediendo del Padre, pero no como el Espíritu que daba Jesús. Esto quiere decir que cuando Cristo murió y derramó de su costado el río de agua viva y vivificante (Juan 19,34s) hubo Espíritu, pues ya había sido glorificado, es decir, había manifestado su gloria que era el resplandor del amor divino. Entonces, Dios se procesó nuevamente y hubo Espíritu. Primero se había procesado para hacerse hombre, pero luego se procesó nuevamente para hacerse Espíritu y descender sobre los creyentes y habitarlos. Pero entonces, ¿quién vive en nosotros, Cristo o el Espíritu? El Señor Jesús afirmó durante su última cena: “Yo rogaré al Padre y os dará otro Valedor para que esté siempre con vosotros: el Espíritu de la verdad, que el mundo no puede recibir porque no lo percibe ni reconoce. Vosotros, en cambio, lo conocéis, pues vive con vosotros y estará en vosotros. No os dejaré desamparados, volveré a vosotros... porque así como yo vivo viviréis también vosotros. Aquel día experimentaréis que yo estoy en el Padre, vosotros conmigo y yo en vosotros” (Juan 14,16-20). “Ese Valedor, el Espíritu Santo que enviará mi Padre por mi medio, os lo irá enseñando todo y os recordará todo lo que yo os he expuesto” (Juan 14,26). “Lo que os he dicho os llena de tristeza, sin embargo, os conviene que me vaya, pues si no me voy, el Valedor no vendrá. En cambio, si me voy os lo enviaré... Cuando él llegue os irá guiando en la verdad toda, porque no hablará por su cuenta, sino que os comunicará todo lo que le digan y os interpretará lo que vaya viniendo” (Juan 16,5-6.13). “El postrer Adán fue hecho Espíritu vivificante” (1 Corintios 15,45). Así habita Cristo al cristiano. Al ser exaltado hace posible el Espíritu y lo envía a los suyos, para que los inhabite por siempre. Por eso, “el que se une al Señor se hace un espíritu con él” (1 Corintios 6,17).
Juan 1,17 dice que la “gracia” o amor divino se hizo realidad por Jesús el Mesías. Antes de la encarnación del Hijo de Dios la gracia no se había revelado en plenitud, pues sólo había visiones parciales de Dios. Es verdad que la Promesa de la gracia le había sido dada a Abraham, el creyente y padre de los creyentes. Pero cuatrocientos treinta años más tarde la ley fue dada a Moisés en el Monte Sinaí. En Juan 1,14 vemos que el Verbo, que era desde el principio con Dios y que era Dios mismo, se hizo hombre y acampó entre nosotros. “De su plenitud todos recibimos bendición tras bendición” (Juan 1,16). Así pues, la gracia es Dios manifestado en Cristo, el eterno Hijo de Dios procesado para vivir como un ser humano, y que pasó por la crucifixión, resurrección y ascensión para ser todo para nosotros.
Muchos creen que la gracia de Dios son las bendiciones materiales. Es verdad que damos gracias a Dios por tener una familia, amigos, buena salud, una casa confortable, un buen coche, ropa de diseño y cosas semejantes. Pero creer que la gracia consiste en eso es algo muy pobre. El apóstol Pablo tenía todo eso por basura (Filipenses 3,7). Pero también añade en Gálatas 3,21, tras afirmar que Cristo vive en él, que él no anula la gracia de Dios. Eso quiere decir que la gracia de Dios es el Hijo de Dios viviendo en nosotros. Esto es superior a la ley mosaica, que no daba el Espíritu. Volverse a la ley es rechazar esta gracia, al mismísimo Hijo de Dios que ahora vive en nosotros. Pablo siempre decía: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vosotros”. Sus epístolas están llenas de esta expresión. Así pues, es absurdo que el ser humano acuda a la ley en busca de ayuda y se esfuerce por observarla. Aunque pudiera hacerlo, ¿qué haría con su vieja condición humana o naturaleza pecadora? Pero la gracia de Dios llovió sobre nosotros. Primero Dios se encarnó en Cristo, y segundo se volvió Espíritu vivificante. Primero nos redime y expía nuestros pecados, y segundo libera su vida de su interior y nos inhabita, y da su misma vida a aquellos que lo aprecian y lo aman. Tan pronto como una persona cree en Cristo es rehabilitada y hecha justa ante Dios, pero también se le imparte el Espíritu que lo inhabita y lo va forjando a la imagen del Hijo. Así pues, el Espíritu Santo reside en nuestro espíritu y nos capacita con la clase de vida que satisface a Dios. Si Cristo vive en nosotros por su Espíritu, él ministra todas sus riquezas a fin de hacernos como él, y disfrutar de una filiación total.
Por último, Cristo volverá en gloria y saturará nuestro cuerpo físico con su Espíritu para transfigurarlo a su imagen. Este será el punto final de la gracia de Dios. Esta es la porción del pueblo de Dios (Colosenses 1,12). Los judaizantes no la comprendían y fracasaban en su comprensión de la economía de Dios, que es para que su pueblo lo disfrute y venga a ser uno con él para expresarlo. Esta expresión corporativa de Dios es la Iglesia; el producto final llamado Nueva Jerusalén para la eternidad. Con semejante revelación de la economía de Dios, ¿quién quiere regresar a la ley? ¿Cómo podemos alejarnos de Dios y despreciar su gracia de ese modo? Si no queremos anular su gracia es necesario que estemos y permanezcamos en Cristo (Juan 15,4s); además hay que disfrutar a Cristo por medio de comerle (Juan 6,57); también hay que ser un espíritu con el Señor (1 Corintios 6,17), caminar en el Espíritu (Gálatas 5,16.25), negar el yo natural (Gálatas 2,20) y abandonar la carne (Gálatas 5,24). Si disfrutamos a Cristo y su amor y vivimos con él en un espíritu; si caminamos en el Espíritu, si negamos al yo natural y abandonamos la carne, seremos de los que no anulan la gracia de Dios. En Romanos 5,2 dice Pablo que por medio de la fe obtenemos acceso a esta gracia en la cual estamos firmes. Así pues, permanezcamos firmes en la gracia que hemos entrado.
H) El
Espíritu se recibe por fe. 3,1-5 (Gálatas insensatos).
3,1 ¡Gálatas
insensatos! ¿Quién os ha embrujado,
precisamente a vosotros, ante cuyos ojos fue presentado claramente Jesús como
Mesías crucificado? 2 Sólo una cosa
quiero saber de vosotros: ¿recibisteis
el Espíritu por haber observado la ley o por haber escuchado con fe? 3 ¿Tan torpes sois? Empezando con Espíritu, ¿os perfeccionáis
con la carne? 4 ¿Cosas tan tremendas
experimentasteis en vano? Supuesto que
haya sido en vano. 5 Pues bien, el que
os suministra el Espíritu y hace maravillas entre vosotros, ¿lo hace porque
cumplís la ley o porque escucháis con fe?
La crucifixión de Cristo demostró que los requisitos de la ley mosaica fueron cumplidos, y que por su muerte se pudo liberar su vida, como la cáscara del grano se rompe para liberar la fuerza de la semilla y se pueda impartir en nosotros. Esto fue claramente presentado ante los cristianos gálatas en la buena noticia que Pablo les proclamó. ¿Cómo pudieron ellos ser fascinados por la ley mosaica? ¡Qué insensatos! ¿Cómo pudieron olvidar una presentación como esa? Los que volvían a la ley no tenían nada que ver con el Cristo crucificado y glorificado, dador del Espíritu. Si Dios hubiera querido que la salvación fuese por la ley, entonces Cristo no hubiera tenido que morir (Gálatas 2,21). De hecho, la cruz fue el centro de la economía de Dios, por eso esta carta tan breve la menciona continuamente y Pablo quiere que los gálatas la consideren de nuevo. El pecado (Gálatas 2,20), el siglo maligno religioso (Gálatas 1,4; 6,14) y la maldición de la ley (Gálatas 3,13) eran problemas muy serios. Sin la cruz de Cristo, ¿cómo podría tratarlos Dios y sacar adelante su economía? Por eso volverse a la ley mosaica es alejarse de Dios y anular su gracia. Mediante la cruz Cristo cumplió los requisitos de la ley para que seamos justos, y nos capacitó para morir a la ley a fin de que vivamos para Dios. También por la cruz tenemos la base para crucificar el instinto de la carne y acabar con la religión del siglo. En toda la carta Pablo pretende que los gálatas vuelvan a la realidad de la cruz y contemplen de nuevo al Cristo crucificado. Si tenemos una visión clara del Cristo crucificado no volveremos a la ley mosaica ni pondremos nuestra confianza en las obras religiosas de la carne. Al permanecer en Cristo, identificados y unidos a él, su vida será la nuestra y su Espíritu también correrá por nuestras venas. Este Cristo es el centro de la economía de Dios. Por cierto, la economía divina es un asunto del suministro del Espíritu y de recibirlo. Por una parte Dios nos suministra el Espíritu; por otra nosotros lo recibimos. Este hecho no sucede de una vez y para siempre, sino que es un proceso continuo. Es lo que leemos en Gálatas 3,2; pero según 3,5 Dios sigue suministrándonos todavía el Espíritu. Día a día Dios nos da el Espíritu. Este es el mensaje de Gálatas 3,13-14, donde la bendición de Abraham no sólo consiste en la venida de su descendiente Cristo, sino también en la recepción del Espíritu por los paganos. La bendición de Abraham es la que Dios le prometió (Génesis 12,3), diciéndole que en él serían benditas todas las naciones de la tierra. Esta bendita promesa se realizó en la venida de Cristo, el descendiente de Abraham, que dio su vida por toda la humanidad. Pero Cristo también tenía que vivir dentro de los suyos como su vida, y eso es lo que hace el Espíritu. Este es el centro del Evangelio de Dios; su buena noticia (Hechos 2,38-39). Dios le prometió a Abraham una tierra (Génesis 12,7; 13,15; 17,8; 26,3s), la cual tipificaba a Cristo como la buena tierra de Dios (Colosenses 1,12; 2 Pedro 2,1s), y quien hace posible este rico suministro de la tierra es el Espíritu. No olvidemos que el Espíritu aleteaba sobre la faz de las aguas hasta que en el tercer día surgió la tierra (Génesis 1). Dios le prometió a Abraham que su descendencia heredaría la tierra, y esa tierra es Cristo. Por eso no había Espíritu hasta que Cristo fuera glorificado (Juan 7,37-39). Por la encarnación a Dios le fue añadida una nueva naturaleza, la humana. Cuando Cristo retornó al seno del Padre en su ascensión y entronización aportó la realidad de la naturaleza humana deificada. Esto hizo posible al Espíritu vivificante. Antes era el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, pero ahora había experimentado la naturaleza humana deificada y podía habitarla. Todo lo que Dios había logrado: la encarnación, la muerte, la resurrección, la ascensión, la entronización, se encuentra incluido en el Espíritu. De ahí que el Espíritu sea Dios procesado y dispensado para vivir dentro de nosotros y hacernos semejantes al Hijo. Ese Espíritu es la máxima bendición del Evangelio.
Pero ese Espíritu no tiene nada que ver con el pentecostalismo moderno, sino con el dispensarse de Dios y su darse a su pueblo para ser nuestro todo y hacerse uno con nosotros, a fin de que le expresemos de forma corporativa en la eternidad. Pero Satanás, el enemigo de Dios y que intenta impedir su economía, usa la ley para apartar a sus elegidos y distraerlos de su plan eterno. Si leemos atentamente el plan de Dios veremos que su economía consiste en que él se imparta en nosotros para deificarnos y producir una unión orgánica a fin de que le expresemos de forma corporativa. Sin embargo, Satanás pretende obstaculizar la realización de este proyecto usando la ley indebidamente. En vez de despertar en las personas una necesidad de salvación, pretende que éstas tengan una justicia propia. Los judaizantes usaban indebidamente la ley mosaica para exaltarse a sí mismos y distraer así también a los cristianos de Galacia.
Pero los gálatas no habían recibido el Espíritu por guardar la ley, sino por escuchar con fe la buena noticia del amor de Dios en Cristo. A raíz de ahí vino a ellos el nuevo brote de vida del Espíritu y el poder de experimentar y vivir a Dios como un Padre cariñoso. Esto no sucedió por obedecer las disposiciones de la ley mosaica, sino por responder al Evangelio con confianza y entrega. Esto se había dado con anterioridad en Abraham, el padre y modelo de todos los creyentes. Ahora bien, el hombre al que Dios le había hecho la gran promesa no conocía la ley mosaica, que fue dada mucho después en el Monte Sinaí. Abraham creyó y fue rehabilitado por tomarle la palabra a la promesa de Dios en un gran acto de fe. Así pues, el verdadero hijo o descendiente de Abraham es el que vive la misma aventura de fe que él realizó. Por tanto, los que heredan la promesa de Abraham no son los que guardan la ley, sino los que reproducen su mismo acto de entrega a Dios.
¿Cómo los gálatas, empezando por el Espíritu podían acabar en la carne? De hecho, se aferraban a la seguridad de las observancias y ritos corporales para quedarse en la invalidez de la “carne”, es decir, la condición humana no vitalizada por el Espíritu Santo. Pablo llega a decir que parece que los han embrujado (v. 1), para explicar su proceder irracional e incomprensible. Si a la carne o materia (los ritos materiales judíos) los gálatas han pasado desde la experiencia interior y espiritual, Pablo no puede sino concluir que éstos han sido fascinados o embrujados, por duro que suene.
I) En el
caso de Abraham es por fe. 3,6-9 (Su ejemplo).
6 Por
ejemplo, Abraham se fió de Dios y eso le contó como si hubiera sido justo. 7 De aquí se sabe que los que emprenden la
aventura de la fe son los descendientes de Abraham. 8 Y la misma Escritura, previendo que Dios rehabilitaría a los
paganos por la fe, anticipó a Abraham la buena noticia: “En ti serán benditos todos los
pueblos”. 9 De ahí que los que se
embarcan en la misma aventura de fe sean benditos con Abraham, el
creyente.
Antes de nacer Jesús hubo ya Evangelio, es decir, buena noticia. Dios le dijo a Abraham que en él serían benditos todos los pueblos (Génesis 12,3) y a su descendencia le daría aquella tierra (Génesis 12,7). Son dos promesas: un descendiente y una tierra. Primero su palabra fue una promesa, y luego una alianza, lo cual es mucho más firme que una promesa. La palabra, la promesa y la alianza constituyen el Evangelio que le fue anunciado a Abraham. El Evangelio es la alianza o pacto, el pacto es la promesa, y la promesa es la palabra que Dios habló. Una mera palabra es algo común, mientras que una promesa es algo más específico. Cuando uno da una promesa a alguien da algo más que una palabra, pues promete hacer ciertas cosas a favor de esa persona. Dios le dijo a Abraham que en su descendencia serían benditos todos los pueblos (Génesis 12). Pero también le promete que su descendencia poseería aquella tierra. En Génesis 15 aquella promesa se convierte en alianza. Los pactos de aquel tiempo se sellaban ofreciendo un sacrificio y pasando las partes por la mitad. Así pues, Dios se aparece a Abraham en el sacrificio y pasa por en medio, sellando su palabra con un pacto. Después, en Génesis 17 aquel pacto se ratificaba con el sacramento de la circuncisión. Pablo dice que esa noticia dada a Abraham era el Evangelio mismo. Tal vez esta interpretación le llegó durante el tiempo que pasó a solas en Arabia. De hecho, la Nueva Alianza construida por Jesús era una continuación del pacto ratificado con Abraham. Según la Carta a los Hebreos un pacto es un acuerdo sobre algunas cosas que puede que no hayan sido cumplidas todavía. Pero cuando todos los puntos de la promesa se han realizado, el pacto se convierte en testamento. Un testamento es un acuerdo en el que el testador ya ha hecho ciertas cosas a favor de alguien. Por eso el Evangelio es primeramente una alianza, pero, finalmente, un testamento. En la época de Abraham aún no era un testamento, sino un pacto que prometía una bendición. Sin embargo, ahora es un testamento, porque el descendiente de Abraham ya ha venido, Cristo, y él es la buena tierra cuyo disfrute nos da la vida de Dios. Todos los pueblos son bendecidos en Cristo, que es la buena tierra entregada a la descendencia de Abraham. El pacto ratificado a Abraham fue también el Evangelio, que aunque es asunto del Nuevo Testamento, éste es una continuación de la promesa que Dios hizo a Abraham.
Así pues, quien repite la actitud de Abraham entronca con él, es descendiente suyo, aunque sea pagano. El único mérito (griego “dikaiosyne”) de Abraham consistió en creer lo que Dios le prometía: la descendencia y la tierra, cuya bendición ahora se extiende también a todos los creyentes y que se condensa en el don del Espíritu.
J) Una religiosidad montada por el hombre no es
religiosa. 3,10-14 (La maldición de la ley mosaica).
10 Los que
dependen del cumplimiento de la ley mosaica caen bajo maldición, pues está
escrito: “Maldito el que no persevere y
cumpla concienzudamente todas las cosas escritas en el código de la ley”. 11 Y que por la ley mosaica nadie es justo
ante Dios es evidente, pues: “El justo
por la fe, vivirá”. 12 Pero la ley no
está basada en la fe, sino que “quien la cumpla vivirá por ella”. 13 El Mesías, hecho maldición a favor nuestra,
nos rescató de la maldición de la ley, pues está escrito: “Maldito todo el que cuelga de un
palo”. 14 Así la bendición de Abraham,
a través del Mesías, Jesús, se extiende a los paganos, y podemos recibir por la
fe el Espíritu de la Promesa.
Dios prometió una importante bendición a Abraham (Génesis 12,3), pues por la caída de Adán la humanidad fue puesta bajo maldición. Dios había perdido la tierra completamente. Incluso el diluvio lo puso todavía más de manifiesto. Pero Dios se puso a recuperar la tierra y llamó a Abraham. Por su descendiente algún día todos los pueblos de la tierra serían benditos. Según Gálatas 3,13, Cristo, el descendiente de Abraham, sufrió una muerte substitutiva a fin de liberarnos de la maldición. Por consiguiente, la bendición prometida a Abraham llega a nosotros mediante la expiación de Cristo. La maldición es quitada porque llega la bendición, que tiene como centro la buena tierra que representa el disfrute por el Espíritu de todas las riquezas de Cristo. Cuando los israelitas entraron en la buena tierra prometida no les faltó de nada, pero ahora Cristo es nuestra buena tierra, cuyas riquezas disfrutamos por el Espíritu. Esto es lo que significa bautizar “en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28,19), una unión orgánica en vida con Dios, un injerto humano en el mismo seno de la Trinidad. Esa unión espiritual hace posible desarrollar la consagración para no vivir por el ego, el instinto de la carne, sino por el Espíritu vivificante que nos inhabita. Por medio de esa unión poseemos la vida y la energía de Dios.
El apóstol Pablo arrincona a sus oponentes judaizantes afirmando que si alguien trata de alcanzar la salvación a través de la ley mosaica, será una persona maldita, pues la misma Escritura dice que quien no guarde toda la ley queda bajo maldición (Deuteronomio 27,26). Por lo tanto, la consecuencia inevitable de pretender estar a bien con Dios a través de la ley es la maldición.
Pero, incluso hay otro dicho más en la Escritura que afirma que “el justo vive por la fe” (Habacuc 2,4). O sea, que la única manera de llegar a estar a bien con Dios es la fe y no la ley, pues el principio de la fe y el principio de la ley son antitéticos, ya que no se puede dirigir la vida por los dos al mismo tiempo. Así pues, hay que abandonar el legalismo para tomarle la palabra a Dios y confiar en su amor. Sólo esta actitud hace posible el Espíritu.
K) La Ley no anula la Promesa. 3,15-18
(Un testamento es un testamento)
15 Hermanos,
hablo en términos humanos, un testamento debidamente otorgado, aunque sea de
una sola persona, nadie puede anularlo ni se le puede añadir nada. 16 Pues bien, las promesas fueron dirigidas
a Abraham y a su descendencia; no dice “y a tus descendientes”, en plural, sino
en singular: “Y a tu descendiente”, que
es el Mesías. 17 Y yo digo: La ley que llegó cuatrocientos treinta años
después no puede anular el testamento ya ratificado por Dios, dejando sin
efecto la Promesa. 18 Pues si la
herencia viniera en virtud de la ley mosaica, ya no lo sería por la Promesa,
pero fue a través de una promesa como Dios otorgó su favor a Abraham.
El apóstol Pablo basa su argumento en el doble significado de la palabra griega “diazeke” (alianza y testamento).
El Evangelio fue predicado no sólo antes de que el Hijo de Dios se encarnara, sino incluso antes de que la ley fuera dada por medio de Moisés, pues ésta llegó cuatrocientos treinta años después. La promesa fue lo primero y permanente; pero la ley es temporal. Los gálatas se apartaron de la promesa (lo primero), y regresaron a la ley (que había venido después y era temporal).
Gracias a 3,16 sabemos que Cristo es la única simiente de Abraham, y la simiente es el heredero que hereda las promesas. Al ser nosotros uno con Cristo, podemos heredar también la promesa. Ante Dios Abraham sólo tiene una simiente: Cristo. Si estamos en él también participaremos de la promesa hecha a Abraham. Él no sólo es la simiente que hereda la promesa, sino también la bendición de la promesa. Si los gálatas se apartan de Cristo para volver a la ley, han perdido tanto al heredero como la herencia de la promesa.
Los cuatrocientos treinta años mencionados en 3,17 se cuentan desde que Dios hizo a Abraham la promesa en Génesis 12 hasta el tiempo en que dio la ley a Moisés en Exodo 20. Dios consideró este período (que empieza cuando Ismael se burló de Isaac y acaba cuando los israelitas salen de Egipto) como el tiempo en que los israelitas estuvieron bajo los paganos.
Pablo quiere decir que la ley mosaica no era la intención original de Dios, sino algo adicional. De hecho, fue dada cuatrocientos treinta años después que el Evangelio fuera anunciado a Abraham. Así pues, la gracia es anterior a la ley. Y asegura Pablo que cuando un pacto o convenio es debidamente ratificado, no se puede alterar ni anular. Por tanto, la ley posterior no puede invalidarlo. Fue la fe lo que puso a Abraham en relación con Dios, y sigue siendo la fe la única manera en que una persona se ponga en la correcta relación con Dios. Como la única persona en quien el pacto fue consumado es Jesús, es sólo por la fe y confianza en Jesús que llegamos a tener la debida relación con Dios. ¿Podría ser esa relación por medio de una escrupulosa obediencia y puntillosa atención a cualquier ley o norma? Si seguimos esa senda sólo hallaremos fanatismo y lucha desesperada, pues nuestros pecados siempre estarán a flor de piel y tendremos más que nunca conciencia de ellos. Pero si nos presentamos con nuestros pecados ante el Dios de amor, y aceptamos que por su gracia demostrada en Cristo él nos abre sus brazos para no ser ya un juez, sino un Padre, podremos amarlo y ese amor y agradecimiento nos impulsará a imitarlo. Fue sobre esa base como Dios actuó con Abraham, y nada posterior podría cambiarlo o anularlo.
L) Encerrados bajo el pecado. 3,19-22
(La justicia no se alcanza por la ley).
19 Entonces,
¿para qué sirve la ley? Fue añadida
para dar su verdadero sentido a las transgresiones, hasta que llegara el
descendiente beneficiario de la Promesa, y fue promulgada por ángeles, por
medio de un mediador. 20 Ahora bien, el
mediador no lo es solo de una parte; y Dios es una parte. 21 Entonces, ¿va la ley contra las
promesas? ¡De ningún modo! Pues si se hubiera dado una ley capaz de vivificar,
entonces la justicia se alcanzaría por la ley.
22 Pero la ley escrita lo encerró todo bajo el control del pecado, para
que la Promesa se diera mediante la fe en Jesús como Mesías a los que creen.
¿Para qué sirve la ley mosaica? ¿Qué sentido tuvo y tiene? Es la gran cuestión. Se añadió para dar el verdadero sentido a las transgresiones, es decir, para concretar lo que estaba prohibido. Con sus cláusulas delimita y permite reconocer los pecados (1 Reyes 8,46). Con sus contenidos educa a la humanidad infante. Por tanto, la función de la ley fue definir el pecado. Era como una báscula que medía la obesidad, pero que no podía hacer nada para remediarla. La ley no era originalmente parte del proyecto y economía de Dios, pero mientras ésta estaba en su progreso fue añadida a causa de las transgresiones en espera de que la simiente de Abraham viniese. Por eso, cuando todas las transgresiones fueron quitadas, la ley ya había cumplido su propósito y debía ser retirada.
La ley mosaica no la dio Dios directamente, sino que tuvo a los ángeles como mediadores (Hechos 7,53; Hebreos 2,2). Comparada con la Promesa, dada directamente por Dios a Abraham, era inferior.
Cualquier tratado basado en la ley implica dos partes, una que la da y otra que la acepta; y depende del cumplimiento por ambas partes. Por eso, si la ley se quebrantaba, el tratado quedaba anulado. Pero una promesa depende de una sola de las partes. Por eso el camino de la gracia depende enteramente de Dios y de su promesa. Nadie puede hacer nada por alterarla. Puede incluso que peque, pero el amor y la gracia de Dios permanecen inalterables. En el pacto de la ley mosaica el ser humano lo había echado todo a perder, pero la gracia pertenece solamente a Dios y nadie la puede deshacer. Esperar y confiar en esa gracia es mejor que los esfuerzos desesperados por tratar de cumplir un código legalista.
¿Es entonces la ley antítesis de la gracia? Pablo contesta que no. ¿Cuál era la consecuencia lógica de la ley mosaica? Conducir a todos a la necesidad de la gracia, pues demuestra la indefensión humana ante el Dios tres veces Santo. Si alguien honestamente trata de llegar a la debida relación con Dios por medio del cumplimiento cabal de la ley mosaica, sólo podrá darse cuenta de que no puede hacerlo, y se verá guiado a aceptar la gracia o favor divino ofrecido en Jesucristo a toda la humanidad.
M) Esclavos e hijos. 3,23-29 (La ley, infancia
de la humanidad).
23 Antes de
que llegara la fe, estábamos encerrados bajo la custodia de la ley, hasta el
día en que se revelara la fe. 24 Así la
ley fue nuestra niñera para conducirnos al Mesías y recibir la justicia por la
fe. 25 Pero venida la fe, ya no estamos
bajo la niñera, 26 pues todos sois hijos de Dios por la adhesión al Mesías
Jesús. 27 Los que os habéis bautizado
vinculándoos al Mesías, del Mesías estáis revestidos. 28 Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre o mujer,
pues todos vosotros sois uno en el Mesías Jesús. 29 Y si sois del Mesías, sois por consiguiente descendencia de
Abraham, y herederos en virtud de la Promesa.
Otra función de la ley mosaica era custodiar, es decir, encerrar a las ovejas en un redil (Juan 10,1.16). En la economía de Dios la ley fue usada como un redil para guardar al pueblo escogido de Dios hasta que Cristo hiciese la expiación definitiva. Puesto que ésta ya ha sido realizada, el pueblo de Dios ya no debe estar bajo la custodia de la ley.
En 3,24 Pablo da un argumento precioso. Había en el mundo griego del tiempo de Pablo un esclavo llamado “pedagogo”, que quiere decir “ayo, tutor, escolta, custodio”. A menudo era un anciano de confianza que llevaba mucho tiempo con la familia. Estaba a cargo del chico, como una niñera que cuida a un niño de corta edad. A diario lo llevaba a la escuela y lo recogía. Del mismo modo Dios usó la ley como una niñera o tutor para que vigilara a su pueblo escogido antes de que Cristo viniese, y para que lo condujera a Cristo cuando él llegase. Pero venida la fe “ya no estamos bajo la niñera”. Ya no es necesario estar bajo la ley mosaica. Cuando un israelita del Antiguo Testamento se presentaba ante Dios en el altar del templo llevando la ofrenda de su sacrificio con fe, Dios le perdonaba su pecado. No se rehabilitaba por las obras de la ley, sino por la fe en el amor de Dios que expiaba su pecado en el sacrificio. El principio es el mismo en el Nuevo Testamento. La ley mosaica sigue condenando inexorablemente a todos los que han pecado, y todos seguimos necesitando presentarnos ante el trono de la gracia de Dios a través del sacrificio perfecto de Cristo.
Al ser Cristo la única simiente de Abraham, y en él se incluyen a todos los cristianos bautizados en él, en cierto sentido, cuando él murió, todos nosotros también morimos con él. Como Redentor fue crucificado solo, pero para heredar la promesa y disfrutarla, también nosotros estábamos incluidos, pues su muerte incluye a todos los bautizados (sumergidos) en él.
Cuando creímos en Cristo ocurrió una unión orgánica. La vida divina entró en nosotros y nacimos de Dios por fe. Esa fe hizo una fotografía del escenario divino y fue infundida en nosotros. Eso no es superstición, sino un compromiso que produce un nacimiento espiritual por el que nos volvemos hijos de Dios, que tienen la naturaleza divina. Así como el descendiente de un oso es también un oso, los descendientes de Dios son dioses-hombres. Los Padres Eclesiásticos llamaron a esta realidad “deificación”, que podía ser llevada a cabo gracias a las energías divinas.
Creer es creer en Cristo, y ser bautizados es ser sumergidos también en él, en quien está la filiación. Por medio de la fe y del bautismo somos sumergidos en Cristo y revestidos de él. “Todos sois uno en Cristo Jesús” (v. 28). En él no hay diferencias entre razas, nacionalidades, sexos y clases sociales. Todos son iguales ante Dios, sin distinción. De hecho, el don del Espíritu (Joel 3,1s) no distingue sexos, razas, edades ni condición social. Este colectivo es el “nuevo hombre” que se menciona en Efesios 2,15. Un nuevo hombre que está absolutamente en Cristo, sin lugar para nuestra vida y carácter natural, pues Cristo es el todo en todos (Colosenses 3,10-11). En Romanos 6,3 afirma Pablo que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte. Por un lado hemos sido sumergidos en la persona de Cristo; por otro en su muerte. En Mateo 28,19 Jesús encargó a sus apóstoles que hicieran discípulos de todos los pueblos y los bautizaran para vincularlos y consagrarlos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Es decir, sumergidos en Dios. En 1 Corintios 12,13 vemos otro aspecto del bautismo, pero la conclusión es la misma: todos los cristianos, judíos o paganos, han sido reconciliados con Dios en un solo Cuerpo, y en Cristo han sido creados como un nuevo hombre (Efesios 2,15s). Ese es el mismo mensaje de Colosenses 3,10-11.
Abraham tiene un único linaje: Cristo. Por eso, para ser linaje de Abraham tenemos que estar vinculados a Cristo. Por ser uno en Cristo somos también linaje de Abraham y herederos de la promesa del Espíritu. Por lo tanto, debemos permanecer en Cristo, y no volver a la ley mosaica.
En el bautismo nos hemos vinculado y revestido de Cristo, lo cual era una referencia a la costumbre cristiana de vestir al candidato con una túnica blanca como símbolo de la nueva vida en la que se introducía. Lo mismo que a un soldado se le reconocía por su vestidura, a un cristiano se le reconocía por sus modos externos.
Ser bautizados en Cristo es ser incluidos en la simiente de Abraham. Respecto a este bautismo, el Nuevo Testamento enseña que hemos sido bautizados en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mateo 28,19), en Cristo (Gálatas 3,27), en la muerte de Cristo (Romanos 6,3) y en el Cuerpo de Cristo (1 Corintios 12,13). Debemos tener una buena comprensión de este misterio (sacramento). Bautizar en el Nombre de la Trinidad es sumergir al nuevo cristiano en todo lo que Dios es. Según el Evangelio de Mateo, el bautismo saca de su viejo estado a los arrepentidos y los introduce en la nueva vida de Cristo para que él germine en ellos, a fin de que sean el pueblo del Reino. El Profeta Juan solamente bautizaba con agua, pero no daba el Espíritu. Pero cuando el Rey de ese reinado terminó su ministerio en la tierra tras pasar por el proceso de la muerte y la resurrección, pudo haber Espíritu (Juan 7,37-39). De ahí que el bautismo cristiano tenga dos aspectos: el visible que es el agua y el invisible que es el Espíritu (Hechos 2,38.41; 10,44-48). Sin el aspecto invisible, sin Espíritu, el aspecto visible está vacío. Sin el aspecto visible el invisible queda en abstracto. Los dos son necesarios. El agua puede considerarse como una tumba que termina con la vieja criatura humana. Por lo tanto, el bautismo que el Señor pidió en Mateo 28,19 saca a los pecadores de su mala vida a través de la enmienda personal y los introduce en la vida del Cuerpo o del Reino.
En el capítulo 3 del Evangelio de Mateo aparece Jesús de pie en el agua, en la cola de los pecadores (recaudadores y descreídos), como uno más. Entonces el cielo se abre y se oye la voz del Padre: “Este es mi Hijo querido, mi predilecto, qué contento estoy con él”. Por fin Dios ha encontrado a su Mesías, el que sacará adelante su programa en el mundo, el que se pondrá en la fila de los pecadores y dará la vida sumergiéndose en las aguas de la muerte. Esa actitud de entrega de Jesús hace posible el Espíritu, que encuentra su nido en el corazón de Jesús y desciende sobre él para ungirlo, para darle toda la fuerza y cariño del Padre y prepararlo para sacar adelante su misión. Tener esa misma actitud de Jesús es estar revestidos de Cristo. El Reino de Dios no puede ser organizado por personas de carne y sangre (1 Corintios 15,50), como si fuera una sociedad terrenal. Sólo puede ser construido por personas que se han sumergido en la unión con Cristo y Dios se ha forjado en ellas por el Espíritu. Gente así tiene a Cristo por vestido. Según Romanos 13,14 vivimos a Cristo por medio de revestirnos de él. Debido a esta realidad, la persona natural termina, es sepultada y muere, saliendo una nueva criatura en la que no hay diferencias de razas, sexos y clases sociales.
Revestirse de Cristo es ponerse a Cristo como ropa. De hecho, siempre que vestimos de cierta forma, significa que somos eso. Si nos ponemos el traje de policía o de carnicero damos a entender que somos eso. Así pues, vestirse de Cristo es expresar a Cristo en nuestro vivir (Romanos 13,14). Si vivimos y expresamos a Cristo seremos uno en la vida de la Iglesia.
Como la ley no puede vivificar (3,21), no puede producir hijos de Dios. La ley mosaica no hace hijos, sino esclavos. Pero el Espíritu, que se recibe por fe (3,2) y que nos da vida (2 Corintios 3,6), puede producir hijos para Dios.
En la oración judía de la mañana, todo rabino oraba: “Te doy gracias, Señor, porque no me has hecho ni pagano ni esclavo ni mujer”. Pablo había hecho esa oración innumerables veces como judío, pero ahora le da la vuelta.
N) El Espíritu da la mayoría de edad a la humanidad. 4,1-7
(¡Abba, Padre!).
4,1 Quiero
decir, mientras el heredero es un niño pequeño no se diferencia del esclavo,
aunque sea dueño de todo, 2 sino que está bajo el control de tutores y
mayordomos hasta la fecha fijada por su padre.
3 Del mismo modo, mientras éramos menores de edad, estábamos
esclavizados por lo elemental del mundo.
4 Pero cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, nacido de
mujer, nacido bajo la ley, 5 para liberar a los que estaban bajo la ley y
recibiéramos así la adopción de hijos.
6 Y la prueba de que sois hijos es que Dios infundió en nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo, que grita:
“¡Abba, Padre!”. 7 Así que ya no
eres esclavo, sino hijo, y si eres hijo, Dios te ha hecho también
heredero.
En el mundo judío, cuando un niño cumplía los doce años, su padre lo llevaba a la sinagoga y pasaba por una ceremonia que lo hacía “hijo del precepto”. Desde ese momento era mayor de edad.
En el mundo griego un niño estaba al cuidado de su padre desde los siete hasta los dieciocho años. Entonces se convertía en un efebo, es decir, un joven, y pasaba a estar dos años bajo la supervisión del Estado. En una ceremonia se le cortaba el pelo largo y era ofrecido a los dioses. Ya era adulto.
Según la ley romana, entre los catorce y diecisiete años, el chico pasaba por la ceremonia llamada “liberalia”, en la que se le quitaba la pequeña toga de púrpura y se le vestía con la toga clásica de los hombres. Ese día entregaba su mejor juguete a Apolo, como símbolo de que prescindía de sus niñerías.
Por supuesto que un niño era, en todos los casos, el heredero legal, pero no podía tomar ninguna decisión sobre sus bienes. Por tanto, a efectos prácticos, no tenía más poder que un esclavo. Sin embargo, cuando se hacía adulto, entraba en plena posesión de su herencia.
Del mismo modo, según Pablo, en la infancia de la humanidad la ley mosaica tuvo su lugar. Pero ésta no era más que un conocimiento elemental. El original griego “stoijeion” significaba una línea de cosas, como una fila de soldados. Pero llegó a significar el abecedario, y también cualquier cosa elemental. Entonces, para Pablo quien dirige su vida en función de un código es todavía un niño, pero quien aprende la senda del amor es una persona madura y cristiana de veras.
En el Nuevo Testamento el Espíritu de filiación reemplaza a la custodia de la ley mosaica. El capítulo 3 de la Carta abarcó dos puntos principales: el Espíritu es la bendición del Evangelio y la ley mosaica fue una niñera que guardó al pueblo de Dios hasta la venida del Mesías. ¿Qué preferimos: la bendición o la niñera? En este texto Pablo aclara que el Espíritu de filiación reemplaza a la custodia de la ley.
La función de la ley mosaica en la economía de Dios fue la de tutor y mayordomo. Pero en el tiempo señalado por el Padre apareció el Hijo para dar el Espíritu.
El versículo 3 menciona “lo elemental del mundo”, refiriéndose a los principios elementales, las enseñanzas rudimentarias de las religiones (entre ellas la ley). La misma expresión aparece en Colosenses 2,8 para explicar las doctrinas rudimentarias de judíos y paganos, que consistían en las normas rituales de comidas, bebidas, lavamientos y ascetismo.
Pero el punto central de la economía de Dios es el Espíritu de filiación que mencionan los versículos 4 y 5. La “plenitud del tiempo” señalado por el Padre es la terminación del Antiguo Testamento. Entonces sucede el envío del Hijo, nacido de la Virgen María bajo el sistema judío. Era la simiente de la mujer prometida en Génesis 3,15. En ese momento hay un cambio en Dios, pues él se hace hombre. Tiene algo que antes no tenía: la condición humana. La economía de Dios es la dispensación de sí mismo a los suyos para hacerlos sus hijos. La redención de Cristo nos introduce a la familia de Dios a fin de disfrutar la vida divina. El plan de Dios no era que guardásemos la ley mosaica con todas sus ordenanzas y preceptos temporales, sino disfrutar la promesa eterna de la deificación para ser su expresión corporativa (Hebreos 2,10; Romanos 8,29). Por eso él nos destinó a filiación (Efesios 1,5) y nos regeneró para que fuésemos sus hijos (Juan 1,12s). Permaneciendo en esa filiación tendremos también la herencia. Ser hijos del Padre supone tener la misma vida que el Padre, pero ese privilegio significa un in crescendo hasta la plena madurez.
El Hijo de Dios era la incorporación humana de la vida de Dios (1 Juan 5,12). Por lo tanto, el Espíritu del Hijo es el Espíritu de la vida (Romanos 8,2). Dios nos da su Espíritu vivificante, no por guardar la ley, sino porque hemos dado adhesión a su Hijo y ser así conformados a su imagen. Como hijos de Dios tenemos el derecho a participar de la vida de Dios, de su Espíritu vivificante que ofrece el poderoso suministro de vida divina. Ese Espíritu del Hijo es el centro de la bendición de la promesa hecha a Abraham (3,14).
Es decir, el propósito eterno de Dios es producir muchos hijos que reciban la filiación. Para eso envía su Espíritu, para impartirnos su vida y tengamos su misma realidad. Básicamente, la filiación es un asunto de vida. Es un asunto para disfrutar. Sin el Espíritu no podemos nacer de Dios ni tener su misma vida. Una vez que hemos renacido de arriba necesitamos de ese Espíritu para crecer en vida. La ley mosaica no nos da la filiación, sino que nos hace esclavos. Aunque la ley nos podía vigilar y custodiar, no otorga el Espíritu. Era una niñera, no una madre. Un pedagogo, no un padre. La ley infantiliza, el Espíritu madura.
Puesto que la ley mosaica no produce la filiación, nos podemos preguntar por qué el Espíritu no vino antes que la ley. Pero la respuesta es que la promesa hecha a Abraham necesitaba un período de tiempo para ser cumplida. Dios esperó dos mil años antes de enviar a su Hijo. No vino inmediatamente tras la caída de Adán, tras la muerte de Abel o el diluvio. Dios tiene sus tiempos y él se reserva esa potestad (Hechos 1,7; 17,26).
El versículo 6 dice que Dios envió el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones. En la antropología hebrea, la interioridad se decía de dos modos: el espíritu y el corazón. El espíritu significaba las opciones y la voluntad, pero el corazón eran las emociones. Dice la Biblia que el Espíritu de Dios entra en nuestro espíritu en el momento de la regeneración (Juan 3,6; Romanos 8,16). Debido a que el espíritu está escondido en el corazón (1 Pedro 3,4), el Espíritu entra en el corazón.
Romanos 8,15 es un texto paralelo a Gálatas 4,6, y afirma que todos los que hemos recibido el Espíritu de filiación gritamos “¡Abbá, Padre!”. Esto indica que nuestro espíritu regenerado es la sede del Espíritu, y que esta es la experiencia subjetiva y profunda de nuestro ser; es la inhabitación divina.
Abbá es la palabra aramea que significa “papá”, y era la forma de dirigirse Jesús a Dios (Marcos 14,36). Tal clamor cariñoso implica la íntima relación entre un hijo y su padre. Esto significa que podemos experimentar a Dios en nuestro corazón, en nuestro espíritu, en lo más íntimo del ser. Ante semejante experiencia, ¿de qué sirve la custodia pedagógica de la ley? De modo que, como dice el versículo 7, ya no somos esclavos, sino hijos. Y herederos también.
O) Progreso
al revés. 4,8-11 (El legalismo renuncia a la libertad)
8 Antes,
cuando no sabíais de Dios, erais esclavos de dioses que no son realidad. 9 Pero ahora, que habéis conocido a Dios, o
mejor, que Dios os reconoce, ¿cómo os volvéis de nuevo a las cosas elementales,
débiles e inútiles? ¿Queréis
esclavizaros otra vez? 10 ¡Guardáis los
días, meses, estaciones y años! 11 Me
temo que mi duro trabajo por vosotros sea en vano.
Pablo se corrige a sí mismo afirmando que nadie puede conocer a Dios por iniciativa propia. Al contrario, es Dios quien se revela por su gracia. De hecho, como afirma san Agustín, nunca podríamos buscar a Dios si primero él no nos hubiera ya encontrado.
El versículo 10 habla de que los gálatas guardaban los días, meses, estaciones y años. Los días eran los sábados y lunas nuevas (Isaías 66,23). Los meses eran los meses sagrados (Exodo 13,4). Las estaciones eran las grandes fiestas como la Pascua, las Chozas, etc. (2 Crónicas 8,13). Los años tal vez se refieran a los años sabáticos (Levítico 25,4). ¿Por qué después de trabajar tanto Pablo entre los gálatas para impartirles a Cristo teme que sus esfuerzos hayan sido en vano? Pablo estaba perplejo, pues contemplaba que los gálatas volvían a lo elemental de la ley. No podía creer que los que habían aceptado su mensaje de la buena noticia fueran fascinados hasta volver a las observancias judías.
El fracaso de una religión que depende de ocasiones especiales es que tiene como consecuencia que cuando un fiel ha cumplido con el legalismo, es propenso a pensar que ha cumplido sus deberes para con Dios.
Pablo llama a las cosas elementales de la religión débiles e inútiles.
Son débiles porque son ineficaces. Pueden definir el pecado, pero no dan el perdón ni la fuerza para vencer futuras tentaciones.
Son ineficaces comparadas con la gracia. La ley se agota en determinadas situaciones. A nuevas situaciones poca legislación. Pero el amor es universal y sirve para todo. Es decir, no hay ninguna situación humana que la gracia no pueda resolver.
P) La llamada de un padre en la fe. 4,12-20
(Actitud de los gálatas hacia Pablo).
12 Por favor,
poneos en mi lugar, hermanos, que yo me pongo en el vuestro: en nada me habéis ofendido. 13 Recordáis que fue a causa de una
debilidad física que os evangelicé la primera vez. 14 Pero no me mirasteis con desprecio ni volvisteis la cara con
asco, sino que me acogisteis como un mensajero de Dios, como al mismo Mesías
Jesús. 15 ¿Qué ha sido de aquella
calurosa acogida? Porque estoy seguro
de que, si fuera posible, os habríais sacado los ojos para dármelos. 16 ¿Me he hecho vuestro enemigo por decir la
verdad? 17 Os quieren captar, pero no
con buena intención, sino para que os apartéis de nosotros y les hagáis el
juego a ellos. 18 Bien está dejarse
captar para lo bueno siempre, y no sólo cuando estoy físicamente con
vosotros. 19 ¡Hijitos míos, por los que
sigo pasando dolores de parto, hasta que Cristo sea forjado en vosotros! 20 Quisiera estar ahí ahora mismo y cambiar
de tono, pues me tenéis perplejo.
Cuando Pablo llegó a la región de Galacia, los gálatas lo consideraron una bendición. Estaban contentos porque podían oír la buena noticia del amor de Dios de la boca de tan digno ministro de Cristo. Sin embargo, ahora que practicaban las normas judaizantes ya no sentían aquella alegría. Incluso se avergonzaban de que hubiera cortado las amarras de las tradiciones judaicas para vivir como un pagano. En aquel entonces, si hubiera sido posible se habrían sacado sus propios ojos para dárselos a él. Esto indica que tal vez la debilidad física que Pablo padecía tenía que ver con sus ojos (v. 13). Se confirma por las letras tan grandes con las que firmaba sus cartas (6,11). También puede ser el aguijón en su carne (2 Corintios 12,7-9). De hecho, parece que fue por una enfermedad por lo que Pablo fue a la región de Galacia la primera vez. Hechos 13,13s describe esa llegada. Pablo, Bernabé y Juan el Marcos venían desde la isla de Chipre a tierra firme. Llegaron a Perge de Panfilia, donde Marcos, por discrepancias con el modo en que Pablo dirigía la misión abandonó el grupo; y entonces se dirigieron a Antioquía de Pisidia, que estaba en la provincia de Galacia. ¿Por qué no predicaron en Panfilia? Porque estaba en la llanura costera y allí la malaria hacía estragos. Pablo pudo contraer dicha enfermedad y tuvieron que buscar las tierras altas de Galacia. Ahora bien, un síntoma inequívoco de la malaria es el terrible dolor de cabeza a la altura de los ojos. Puede que ese torturante dolor ocular azotara a Pablo en aquellos momentos. También la expresión del versículo 14 de “volver la cara con asco” en el original griego es “no me escupisteis”, que era la antigua costumbre de escupir a un epiléptico para evitar la mala influencia del mal.
En el versículo 16 Pablo pregunta si se ha hecho enemigo de los gálatas por decirles la verdad. Esto indica que algunos creyentes que se habían vuelto al judaísmo consideraban a Pablo como a un enemigo. En el capítulo tres Pablo argumentó como un abogado, pero en el cuatro escribe como un padre amoroso, apelando al afecto de los cristianos. Si hemos de ministrar a Cristo a otros, hablemos de tal modo que no pontifiquemos, sino que se perciba nuestro sano interés y cariño.
La meta de los judaizantes, según el versículo 17, no era buena, no era el bien de los creyentes de Galacia, sino excluirlos del Evangelio de la gracia, llevárselos a su terreno. Pablo, por el contrario, se alegraba de la predicación de los demás (Filipenses 1,18).
Pablo vuelve a sufrir dolores de parto hasta que Cristo se forje en los gálatas. Se considera a sí mismo como un padre que engendra, y a los cristianos de Galacia como a sus hijos en la fe (1 Corintios 4,15; Filemón 10). Ahora, una vez más, sufre dolores de parto debido a los intensos dolores del alumbramiento. Él trabajó para que los gálatas fueran regenerados cuando por primera vez les anunció la buena noticia. Se compara a sí mismo como un padre que engendra y una madre que sufre dolores de parto. Ambas cosas. De hecho el diminutivo “hijitos míos” expresa siempre en griego y latín ternura y cariño. Es la única vez que Pablo lo utiliza en sus cartas, pues el corazón se le estaba saliendo del pecho. No echa a los gálatas una bronca, sino que por el acento del amor pretende atraer a los descarriados celtas.
Cristo, una persona viva, era el centro del mensaje de Pablo. Su predicación tenía como fin producir a Cristo en los demás. Esto era muy diferente al sentido de la ley mosaica. Primero Cristo nació en nosotros por la conversión. Después se va forjando en nosotros hasta llegar a ser nuestra madurez. Él vive en nosotros (2,20), y se forjará en nosotros hasta la madurez, hasta ser herederos de la bendición de filiación total.
En el versículo 20 dice Pablo que quisiera estar allí mismo, en la región de Galacia, y cambiar el tono de su voz. Por una parte los llamó “gálatas insensatos”, y por otra apela a ellos como “amados hermanos”. En verdad estaba perplejo. Si dice a los gálatas verdades amargas es por cariño; mientras que otros los halagan (Proverbios 7,5; 28,23; 29,5; Salmo 5,10) por interés.
La Carta indica que la intención de Dios es que Cristo sea forjado en su pueblo escogido para llegar a ser hijos de Dios, a la imagen del Hijo eterno. Cristo debe ocupar todo nuestro ser. Pero los gálatas fueron distraídos de Cristo y llevados a la ley mosaica. Por eso debían volver a Cristo. A fin de que él sea forjado en nosotros hay que desechar incluso las cosas que provienen de Dios, pero que ya no aprovechan. Aunque la ley fue dada por Dios, debía ser echada a un lado para que les aprovechara Cristo y saturara así todo su ser. En Efesios 3,17 Pablo pide en oración que “Cristo haga su hogar en vuestros corazones”. Ya sabemos que el espíritu está incluido en el corazón, y que éste es la parte más íntima y profunda del ser. Permitir que Cristo haga su hogar en el corazón significa que él vive en nuestro ser más profundo, asentándose e impartiéndose dentro de nosotros, forjándose en nosotros. Forjar a Cristo es la tarea del Espíritu del Hijo. Todo el terreno de nuestro ser debe ser para Cristo, permitiendo que nos ocupe totalmente. Debemos permitir que Cristo sea nuestro pensamiento, nuestra decisión y nuestra vida toda. Que él sea todo en nosotros. Esto es tener a Cristo forjado dentro de nosotros. Todo lo que no sea Cristo debe disminuir, y él debe llegar a ser toda nuestra experiencia. Esta es la bendición más fantástica. Si Cristo no se ha forjado en nosotros, entonces nuestro disfrute de la bendición del Nuevo Testamento todavía no es completo. Aunque hemos disfrutado la bendición en parte, debemos continuar hasta permitir a Cristo vivir plenamente en nosotros, hasta saturar cada parte de nuestro ser. Esta era la meta de Pablo al escribir a los cristianos de Galacia.
Q) La
libertad cristiana. 4,21 – 5,2 (Agar y Sara: una vieja historia con un nuevo significado).
21 Decidme,
los que os empeñáis en someteros a la ley, ¿es que no comprendéis la ley?, 22
pues en ella está escrito que Abraham tuvo dos hijos, uno de la esclava y otro
de la libre. 23 Pero el de la esclava
nació de modo natural, mientras el de la libre en virtud de la Promesa. 24 Se trata de una alegoría que representa
dos Alianzas. Una procede del monte
Sinaí y engendra esclavos: es
Agar. 25 Agar representa al monte
Sinaí, que está en Arabia, y corresponde a la Jerusalén actual, esclava ella y
sus hijos. 26 En cambio, la Jerusalén
de arriba, nuestra madre, es libre. 27
Pues está escrito: “Alégrate, estéril,
la que no daba a luz; estalla de júbilo y grita, tú, que no tienes dolores de
parto, porque más son los hijos de la abandonada que de la que tiene
marido”. 28 En resumen, hermanos,
vosotros sois hijos de la Promesa a lo Isaac.
29 Pero, como entonces el nacido naturalmente perseguía al del Espíritu,
lo mismo ocurre ahora. 30 Pero, ¿qué
dice la Escritura? “Echa a la esclava y
a su hijo, porque el hijo de la esclava no compartirá la herencia con el hijo
de la libre”. 31 Así que, hermanos, no
somos hijos de la esclava, sino de la libre.
5,1 El Mesías nos dio libertad para que seamos libres, conque manteneos
firmes y no os dejéis atrapar de nuevo por el yugo de la esclavitud.
Este argumento alegórico de textos bíblicos del Génesis puede resultar desconcertante para nosotros, pero era válido para los rabinos de la época.
El versículo 29 habla de dos hijos que representan dos alianzas. Uno nació de forma natural (según la carne); el otro según el Espíritu de la Promesa. Los hijos carnales no tienen derecho de participar de la bendición prometida; éstos eran los judaizantes. Los cristianos eran los hijos según el Espíritu, los hijos de la Promesa. Igual que el hijo natural insultaba a Isaac (Génesis 21,9), los judaizantes también perseguían a los cristianos.
Isamel nació como resultado de la unión natural entre un hombre y una mujer: según la carne. Pero Isaac nació según la promesa de Dios. Sara era una mujer libre, mientras que Agar era esclava. Además, Arabia era considerada una tierra de esclavos en la que vivían los descendientes de Agar.
Pablo alegoriza esta antigua historia. Agar representa la antigua alianza de la ley mosaica, dada en el Monte Sinaí, que está en Arabia, la tierra de los descendientes de Agar. Agar misma era una esclava, de ahí que sus descendientes nacían en condición de esclavitud, lo mismo que la ley mosaica vuelve a las personas esclavas. El hijo de Agar, Ismael, nació a consecuencia del impulso meramente humano. Pero Sara era la esposa legítima, y su hijo, fruto de la promesa, el heredero auténtico. Es el símbolo de la Nueva Alianza del favor de Dios, de ahí que todos sus descendientes sean libres. Y así como al final se echó de la casa al hijo de la esclava que se burlaba del heredero, igualmente los legalistas serán excluidos de la herencia de la gracia.
El versículo 5,1 es la conclusión del texto, y presenta uno de los grandes argumentos de Pablo. Un esclavo puede ser comprado por otro amo (cambio de dueño no de posición), o puede ser liberado. Tal es la acción de Cristo.
R) Espíritu o legalismo. 5,2-12
(La libertad cristiana).
2 Os lo digo
yo, Pablo, si os circuncidáis, el Mesías no os sirve de nada. 3 Y repito:
quienquiera se circuncide está obligado a cumplir toda la ley. 4 Los que buscáis la justicia por la ley
habéis roto con el Mesías; de la gracia habéis caído. 5 Por nuestra parte, esperamos la anhelada rehabilitación
apoyados en el Espíritu y partiendo de la fe.
6 Siendo del Mesías Jesús no importa estar circuncidado o no; lo que
vale es una fe que se traduce en amor.
7 Corríais bien, ¿quién os ha comido el coco para que no siguieseis la
verdad? 8 Esta persuasión no procede del
que os llama. 9 Una pizca de levadura
fermenta toda la masa. 10 Yo confío en
el Señor de que adoptareis otra postura; pero el que os perturba, sea quien
sea, cargará con su sentencia. 11 En
cuanto a mí, hermanos, si a estas alturas anuncio que es necesaria la
circuncisión, ¿por qué todavía me persiguen?
¡Se acabó el escándalo de la cruz!
12 ¡Castrarse ya, es lo que tendrían que hacer lo que os soliviantan!
Todo el que busca agradar a Dios a través del cumplimiento de la ley mosaica, quedará defraudado. Volver a ella significa romper con Cristo, como si la salvación no se hubiese efectuado. Sería colocarse fuera del ámbito del amor o favor de Dios, de la “gracia”. Así pues, hay que elegir entre dos sistemas irreconciliables: o circuncisión y ley o Cristo más Espíritu; obras o fe (1 Corintios 7,19). De hecho, si alguien acepta la circuncisión, lógicamente tiene que aceptar también toda la ley. Supongamos que una persona inmigrante se hace ciudadana española, aceptando sus derechos y también deberes. No podría argumentar: “No acepto pagar impuestos ni tampoco las normas de tráfico; lo acepto todo menos eso”. Del mismo modo, si alguien se circuncida adquiere el compromiso de guardar toda la ley, a la que la circuncisión era la entrada. Quien hacía esto volvía la espalda a la gracia o favor de Dios.
Sólo el Espíritu, la vida de Dios, puede hacer una nueva criatura, capacitándola para una vida nueva. Las antiguas diferencias religiosas han perdido su valor; lo único que cuenta es la fe o adhesión a Jesús, que siempre se traduce en la práctica del amor con los demás, pues la fe es un dinamismo que pone en marcha el amor. Así pues, la vida cristiana no excluye las obras, sino que las concentra en el amor fraterno y las contempla como frutos que brotan de la fe, no como méritos por los que una persona se salva por sus propias fuerzas. De modo que la esencia del cristianismo no es la ley, sino el amor que produce la fe por la acción del Espíritu. La dinámica cristiana no es la obediencia a ninguna norma, sino el amor a Cristo.
“Esta persuasión no procede del que os llama”, dice Pablo a los cristianos gálatas. Se refiere a la persuasión de la enseñanza judaizante, la cual apartaba a los gálatas de Cristo y los volvía a la observancia de la ley mosaica. ¿De dónde provenía, pues, esa persuasión? Debía provenir de alguna otra fuente. Todo parece indicar que de Satanás, quien se opone al plan de Dios. Así pues, los judaizantes eran socios del diablo, al actuar en contra de la economía de Dios. Esto es muy serio, pues no pensemos que Satanás actuaba entonces y ahora está muy quieto. Es necesario tener cuidado al escuchar otras propuestas y averiguar sus fuentes. Es menester discernir si las palabras persuasivas provienen o no de Dios. No nos dejemos desviar por meras palabras agradables. Los embaucadores son maestros en el arte de hablar con suavidad, pero sus palabras siempre esconden algún veneno. La meta de esa persuasión es alejarnos de disfrutar a Cristo y reducirnos a la nada para que los sigamos a ellos. Hay que estar alertas contra esta sutileza del enemigo.
Algunos de fuera perturban la vida de las comunidades de la región de Galacia. La metáfora de la levadura que fermenta la masa es un refrán judío (1 Corintios 5,6; Mateo 16,12) que parece mostrar que los agitadores son minoría. Para los judíos la levadura representaba casi siempre una mala influencia, de modo que Pablo les advierte que antes de que esa influencia vaya demasiado lejos, ellos deben desarraigarla. Tal vez algunos creyentes gálatas consideraban insignificantes las palabras persuasivas de los judaizantes, pero Pablo les advierte que aún una pizca de levadura fermenta toda la masa. De hecho, mucha o poca la levadura es levadura. Es como los microbios, que se multiplican y acaban por infectar un organismo.
Se difama a Pablo diciendo que también él propone que los paganos adopten las costumbres judías; pero tal acusación es ilógica, como lo prueba la oposición que soporta y la controversia de la misma carta.
La circuncisión tipificaba la cruz de Cristo. Era cortar y quitar la carne. Pero el verdadero corte de la carne lo daba la cruz de Cristo. Por lo tanto la cruz es el cumplimiento. No obstante, los judaizantes insistían en la práctica de la circuncisión, a pesar de que Cristo ya había sido crucificado, y perseguían a los que como Pablo predicaban la cruz de Cristo. Pablo enseñaba que la circuncisión era una figura, una sombra, cumplida en la cruz de Cristo. Como Cristo, la realidad, ya había sido crucificado, no había ninguna necesidad de volver a la sombra de la circuncisión (Colosenses 2,11).
Pablo termina con una frase muy atrevida. Se trata de una reflexión sarcástica, pues los “castrados” estaban excluidos del culto judío. Hemos de pensar que aquellos gálatas vivían cerca de Frigia, donde se celebraba el culto a la diosa Cibeles. Sus sacerdotes y devotos se castraban, y Pablo les pone ese ejemplo tan cercano ante los ojos.
S) La fe
lleva al amor comunitario 5,13-15 (La libertad no es tapadera para el
instinto).
13 Hermanos,
a libertad fuisteis llamados, sólo que no os toméis la libertad como pretexto
para el instinto; al contrario, servios mutuamente por amor. 14 Porque toda la ley se cumple en este solo
precepto: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. 15 Pero si os mordéis y devoráis
mutuamente, acabaréis destrozándoos unos a otros.
Cuando Pablo enseñaba que la ley había llegado a su fin y que la gracia había comenzado, siempre era posible que algunos pensaran que podían hacer lo que les diera la gana y seguir sus inclinaciones hasta donde les llevaran.
Pero la libertad cristiana no puede servir para satisfacer el egoísmo, sino que ha de ser inspirada por el amor, que se muestra en el servicio. Ya no hay que preocuparse más por observancias de normas, sino que el amor lo es todo. En otras palabras: el ser humano no se desarrolla sometiéndose a una serie de reglas, sino a través de la libertad. Pero dicha libertad no es el valor supremo, sino la práctica del amor (Romanos 13,8-10; Mateo 7,12).
Todo eso lo hace posible el Espíritu. Nacer del Espíritu es algo grandioso, pues es nacer de Dios. Supongamos que un mono pudiera tener la naturaleza de su amo o domador. Un evento así sería noticia inmediatamente. ¿No sería un gran milagro que la vida y naturaleza de un ser humano fuera impartida en un mono para hacer que ese animal llegara a ser un hombre-mono? No sería simplemente un mono aseado y adornado, sino que en realidad tendría la vida de una persona en su interior. Pues, por asombroso que parezca, la rehabilitación o regeneración supone que hemos recibido la vida y la naturaleza divina: el Espíritu.
Desgraciadamente hay cristianos que se limitan a bañar y asear al mono. Pero ya lo dice el refrán: “Aunque la mona se vista de seda...”. La manera de Dios no consiste en embellecernos por fuera, sino que su plan es regenerarnos y hacer que seamos sus hijos: la filiación. Este asunto es grandioso.
Ser salvados no es el punto sobresaliente de la economía de Dios. Lo más importante es que él se ha impartido en nosotros, nos ha dado su naturaleza, su Espíritu, para hacernos hijos suyos. No somos parientes lejanos, sino hijos, pues llevamos dentro sus cromosomas, su semilla, su forma de vida. Esta es la más grande maravilla de todas. Que personas pecadoras como nosotros puedan ser hijas de Dios es algo grandioso. De hecho, mucha gente corre hoy en busca de milagros en las sectas y cultos nuevos, pero no se dan cuenta de que no hay mayor milagro que ser inhabitados por el Dios del universo a través del Espíritu de vida. A esto se debe que Jesús dijera al maestro Nicodemo: “Lo que nace de la carne es carne; lo que nace del Espíritu es espíritu” (Juan 3,6). Por eso en nuestro espíritu podemos clamar: “¡Abbá, Padre!” (Romanos 8,15; Gálatas 4,6).
El hombre que hablaba aquella noche con Nicodemo era también Dios. Aquél que nació en el pesebre de Belén y se crió en Egipto y más tarde en la carpintería de Nazaret era el mismísimo Dios en forma humana: el Hijo de Dios encarnado. Era Emanuel: “Dios entre nosotros”. Durante años se mantuvo pacientemente escondido como uno de tantos; pero cuando llegó su hora se ató las sandalias y dejó la carpintería de Nazaret para buscar al Profeta Juan en el río Jordán. Muchos lo conocían. Lo habían visto crecer. Sabían quién era su madre y creían conocer a su padre y a sus parientes. Pero él era realmente el Dios-Hombre. Como tal fue cosido a una cruz y murió en el más cruel de los tormentos. Luego, al tercer día, resucitó como verdadero Adán, es decir, como el verdadero Hombre creado por Dios y se hizo espíritu vivificante (1 Corintios 15,45). O sea, que dentro del mismo Dios hubo un añadido. Primero una naturaleza humana le fue añadida. Dios antes no había sido nunca hombre, pero ahora un hombre había sido elevado a la condición divina; había sido deificado. Su encarnación, humanidad, muerte y resurrección entraron en Dios, y el Espíritu Santo se volvió también el Espíritu de Cristo. Como Espíritu de Jesucristo incluye los elementos de su vida humana.
La expresión “el Espíritu” es profunda. Se encuentra en Juan 7,39: “Esto dijo (Jesús) del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él, pues aún no había Espíritu Santo, ya que Jesús no había sido todavía glorificado”. ¿No había Espíritu antes de la glorificación de Jesús? En Génesis 1,2 se dice que el Espíritu de Dios aleteaba sobre la faz de las aguas empollando la vida como una paloma incuba su nido. Además, también hay muchos textos en el Antiguo Testamento que narran cómo el Espíritu del Señor venía sobre alguien y le daba algún carisma especial. Más aún, cuando el Hijo de Dios estuvo a punto de ser concebido en el vientre de María el Espíritu Santo vino sobre ella (Lucas 1,35).
En el Antiguo Testamento la unción del aceite tipificaba la unción del Espíritu del Señor que venía sobre el rey o sobre los sacerdotes a capacitarlos para su tarea. Este ungüento era un compuesto formado por la mezcla de aceite de oliva con cuatro especias (Exodo 30,22-33). Estas especias eran diversas figuras de la muerte y resurrección de Cristo. De hecho, tipificaban la humanidad del Señor Jesús. Así pues, el Espíritu es una unción compuesta de los diversos elementos de la humanidad de Cristo. Como Dios antes no había sido hombre, no tenía esos elementos. Pero en el momento en que Cristo fue entronizado algo humano entró en Dios y se produjo una nueva realidad en el Espíritu, que ya incluía no sólo a la divinidad, sino también a la humanidad. Ahora el Espíritu incluye no sólo la eficacia de la divinidad, sino también de la humanidad, la carne y la sangre de Cristo deificadas. ¡Es el Espíritu compuesto de la unción! ¡La consumación máxima de Dios! Ahora podemos entender que el Hijo enviaría el Espíritu “de con el Padre” (original de Juan 15,26). Y también Juan 14,16-17.23. Así como Dios se procesó para la encarnación de Cristo (Juan 1,14), y continuó a lo largo de toda su vida humana, también lo hizo en su resurrección (1 Corintios 15,45).
Muchos cristianos ignoran esto, y se limitan a llevar una vida de intentar agradar a Dios y ser mejores personas. Tratan de mejorar su forma de ser y hacer cosas que agraden a Dios. Pero esto es vestir al mono. La economía de Dios no tiene nada que ver con moralinas. Dios nos ha regenerado con la vida divina, se ha impartido en nosotros por su Espíritu, para que seamos sus hijos y vivamos como tales. La meta de Dios no es simplemente que mejoremos nuestra conducta y seamos mejores ciudadanos, sino que su propósito es que vivamos como hijos de Dios y le disfrutemos. Hemos renacido por el Espíritu para vivir por el Espíritu.
Por eso Gálatas 3,5 da a entender que Dios sigue suministrándonos el Espíritu siempre. Del mismo modo que nos lo dio al principio, lo sigue suministrando ahora. Nada es más crucial que seguir recibiendo continuamente el Espíritu. Los gálatas lo habían recibido por escuchar con fe, no por sus obras o esfuerzos particulares; sin embargo, habían sido desviados y distraídos y se habían vuelto al sistema de la ley mosaica. ¡Ya no tenían Espíritu! Ahora sólo tenían normas que guardar. Esto pasa también con algunos cristianos en la actualidad, pues creen que el cristianismo es un humanismo o conjunto de normas e intentos por ser mejores personas. Pretenden ser mejores esposos o padres o trabajadores. Pero si se abrieran al Espíritu vivificante con fe, serían buenos esposos o padres automáticamente. Serían como el mono inyectado con la vida humana. Serían transformados. No tendrían que pedir a Dios paciencia o humildad, sino que simplemente se abrirían y permitirían ser impregnados y saturados de la vida del Espíritu.
Si hemos nacido del Espíritu, debemos proceder por ese Espíritu y recibirlo continuamente. Si recibimos ese Espíritu constantemente nos sorprenderemos de ver sus efectos en la vida cotidiana. Lo que hemos pedido como mendigos durante años, vendrá a ser nuestra experiencia automática. Hemos pretendido ser amables, pacientes y generosos sin conseguirlo. En vez de eso hemos sido meros monos vestidos y pintados. Pero Dios no tiene ningún interés en que seamos mejores personas. Su única intención es que seamos hijos suyos. Efesios 1,5 dice que él nos ha predestinado para filiación. En Gálatas 4,5 Pablo afirma que Cristo nos redimió a fin de que recibiésemos la filiación. Y el versículo 6 añade: “Y la prueba de que sois hijos es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo”. El Espíritu del Hijo es la realidad de la filiación. Primero Dios vino al mundo como el Hijo encarnado; luego viene como el Espíritu que nos habita. El deseo de Dios es suministrarnos continuamente ese Espíritu. Esta verdad lo primero que nos dice es que ahora somos diferentes. Ya no somos meros monos; ahora se nos ha inyectado una nueva vida. Ahora somos santos, es decir, diferentes, pues somos de Dios. Y del mismo modo que hemos nacido del Espíritu, debemos también proceder en todo según el Espíritu. Debemos permanecer abiertos constantemente al Espíritu dondequiera que estemos y actuemos; ya sea en el hogar, la escuela, el trabajo, el vecindario, la congregación. Debido a que el Espíritu está disponible continuamente podemos ser siempre llenos de él.
Este es el asunto más importante y misterioso de la economía divina: Dios quiere forjarse en nuestro ser. Hay muchas doctrinas e historias hermosas en la Biblia, pero esta realidad las supera a todas, pues, ¿quién puede analizarla o describirla adecuadamente? He aquí el núcleo de la Biblia.
Pero, ¿cómo recibir ese Espíritu? En la vida cristiana estamos recibiendo continuamente el Espíritu. La vida física es un ejemplo similar. Es verdad que nacimos según la carne de una vez por todas cuando nuestra madre nos parió. Pero nuestra vida depende continuamente del aliento y del alimento, de la respiración, del pneuma. Si alguien deja de respirar, muere. Si alguien deja de nutrirse, se debilita y muere finalmente. Respirar espiritualmente consiste en recibir el Espíritu. Por ejemplo, Pablo dice que oremos e invoquemos al Señor sin cesar (1 Tesalonicenses 5,17). Por medio de ejercitar nuestro espíritu inhalamos el pneuma del Señor al invocarlo. Pero, ¿podemos orar sin cesar? Los Padres del desierto, los hesicastas, comprendieron que orar es simplemente como respirar. Así como nuestra respiración física nunca cesa, tampoco debe hacerlo la espiritual. Debemos, pues, desarrollar el hábito de ejercitar nuestro espíritu para orar continuamente invocando al Señor. Esto hará que recibamos el Espíritu momento a momento. Por eso aquellos monjes leían los Salmos continuamente y los aprendían de memoria. Por eso aprendían los pasajes bíblicos y los recitaban largamente: “Empuñad la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios, orando y suplicando constantemente en toda ocasión en espíritu” (Efesios 6,17s). Recibir el Espíritu continuamente supone invocar al Señor a cada momento y en toda circunstancia. Podemos hacerlo al leer y recitar las Escrituras con fe y devoción, y también al decir: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí” (“Kyrie eleison”).
T) Las acciones del instinto. 5,16-21
(Las cosas malas).
16 Quiero
decir: Proceded guiados por el Espíritu
y así no cederéis a las tendencias del instinto. 17 Porque el instinto desea contra el Espíritu y el Espíritu
contra el instinto; ambos se oponen radicalmente, de modo que no podéis hacer
lo que queréis. 18 Pero si os dejáis
guiar por Espíritu no estáis bajo ley.
19 Patentes son las acciones del instinto: fornicación, impureza, desenfreno, 20 idolatría, brujería,
hostilidad, rivalidad, celos, furia incontrolada, egoísmos, partidismos,
sectarismos, 21 envidias, borracheras, orgías y cosas por el estilo. Os prevengo como os previne: quienes se dan a eso no heredarán el Reino
de Dios.
Pablo no dice “ley o libertinaje”, sino “ley o Espíritu”. Y añade “Espíritu o instinto”. La ley intenta domeñar al instinto, pero no puede. Sólo el Espíritu, que es la fuerza del amor de Dios, consigue eliminar la conducta egoísta. Así pues, la rectitud sólo se consigue por la fuerza del Espíritu; la observancia de la ley es un callejón sin salida que atiza la violencia del instinto.
La palabra del versículo 16 traducida por “proceder” significa moverse y actuar. También incluye todo lo que hacemos y decimos. Por lo tanto, abarca toda nuestra vida. Así pues, Pablo afirma que toda nuestra vida diaria sea por el Espíritu. ¿Qué es ese Espíritu? Se trata de Dios que nos habita: “El que se une al Señor se hace un espíritu con él” (1 Corintios 6,17). De modo que es el Espíritu Santo mezclado con el espíritu humano. Los creyentes gálatas habían comenzado su vida cristiana por el Espíritu, pero estaban siendo distraídos de él (Gálatas 3,2s) y llevados a la ley. Por eso Pablo les advierte que deben proceder impulsados por el Espíritu, para así no satisfacer el instinto. Ya sabemos que la “carne” o instinto es la máxima expresión del ser humano pecador, mientras que el Espíritu es la máxima realidad de Dios. La ley no nos inspira nada malo, al contrario, tiene muchas ordenanzas positivas. Sin embargo, aún tratando de hacer el bien por nuestras propias fuerzas, haremos el mal (Romanos 7,7-23). Esto significa que la carne está activa no solamente cuando hacemos algo malo, sino también cuando tratamos por nuestro propio esfuerzo de hacer el bien. ¿Solución? En vez de descoyuntarnos, procedamos por el Espíritu. Es decir, dejemos actuar al Espíritu y no hagamos caso de nuestras debilidades, faltas o fracasos. De hecho, Pablo no pide que procedamos según una doctrina, sino que andemos por el Espíritu. Esto no significa buscar métodos de santificación o normas de autocontrol, pues la única manera de vencer al instinto es no fijarnos en él. Por ejemplo, puede que una esposa le hable al marido en cierto tono hiriente. Inmediatamente éste abandona el espíritu y le contesta conforme a la carne. Sin embargo, la vida cristiana es una vida de permanecer en el espíritu. La única manera de ser espirituales es procediendo según el Espíritu.
Por una parte el Señor está en el cielo, en el lugar Santísimo del trono de gracia (Hebreos 4,16), pero, por otra, él está en nuestro espíritu (2 Timoteo 4,22). Sin embargo, a veces, dejamos al Señor plantado en el espíritu y salimos a la vida del alma, a la vida del yo. Salimos por un tiempo de excursión con la fuerza de nuestras emociones y voluntad. Por ejemplo, vamos al cine o de compras. Sin embargo, el Señor no está dispuesto a darnos tales permisos. Aún yendo al cine o de compras hemos de proceder según el Espíritu. Incluso hay cristianos que piensan que si van al cine o la discoteca perderán la presencia del Señor. Creen que si van a la capilla la recuperarán. Pero esta es una visión muy infantil de la vida cristiana. Un viejo refrán dice: “Cuando un alcohólico entra en la iglesia, ésta se vuelve su taberna; pero cuando un cristiano entra en el bar, éste se vuelve su iglesia”. De hecho, hay fieles que han notado la presencia del Señor más que nunca en medio de circunstancias y lugares inverosímiles. Estar unidos y habitados por el Señor es un asunto muy serio, pues él se dispensa en nuestro espíritu para hacerse uno con nosotros. La vida cristiana no es una vida religiosa o moral, sino una vida donde se es un espíritu con Dios. Él continuamente suministra su Espíritu si lo invocamos.
Ese Espíritu que recibimos es la bendición máxima del Evangelio. En Gálatas 3,13s Pablo dice que Cristo nos ha redimido de la maldición de la ley para que “la bendición de Abraham se extendiese a los paganos, y podamos recibir por fe el Espíritu de la Promesa”. El Espíritu es la máxima bendición de Dios. ¿Por qué? Porque es él mismo procesado y dispensado para vivir en los suyos. ¿Qué puede haber más que esto? Día a día Dios nos suministra esta bendición para nuestro disfrute. Hay quien piensa que ser bendecido por Dios supone ganar mucho dinero o tener abundancia de todo. Puede ser verdad, pero no es la máxima bendición. ¡El Espíritu es la suprema bendición! Él hace tan real al Señor que, a veces, hasta casi podemos tocarlo. Incluso en situaciones increíbles. ¿Cómo vamos a proceder entonces según el instinto?
¿Qué es la carne o el instinto? Es la expresión del viejo Adán. La vida caída y pecadora del ser humano. Y aquí da Pablo una lista de los diversos aspectos de esa expresión carnal.
Otros catálogos de vicios del instinto aparecen en diversos textos paulinos (Romanos 1,29-31; 1 Corintios 6,9s). Ni el número es significativo ni cada concepto es preciso. Sin embargo, no estaría de más estudiar cada palabra que presenta todo un cuadro.
Fornicación. Se trata de la inmoralidad sexual, de las relaciones sexuales que no tienen como origen el amor y el compromiso.
Impureza. “Akazarsía” quiere decir en griego el pus de una herida infectada o un árbol que no se ha podado nunca. Su forma positiva (“kazarós”) quería decir “puro”, y se usaba en los contratos para decir que una casa se dejaba limpia y en buenas condiciones de habitabilidad. Referente a la pureza ceremonial permitía a una persona participar en el culto a Dios. La impureza era lo que hacía que alguien no estuviera en condiciones de acercarse a Dios, pues se había contaminado por muchas cosas del mundo que se oponen y nos separan de Dios.
Desenfreno. “Asélgueia” quería decir lujuria y libertinaje (Judas 4; Romanos 13,13; 2 Pedro 2,18). Se decía de la persona que no tenía freno, que estaba, por tanto, desenfrenada, que hacía todo lo que el capricho y la insolencia le sugerían.
Idolatría. Se refiere al culto a dioses hechos por manos humanas. Se trata del pecado de sustituir a Dios por cosas materiales.
Brujería. En griego esta palabra implica tomar drogas y venenos, y se utilizaba especialmente en el uso de las pócimas de magia.
Hostilidad. Se trata de una persona permanentemente hostil a sus semejantes; lo contrario al amor.
Rivalidad. Al principio esta palabra se refería a la competencia por obtener un trofeo, y se usaba con buen sentido en las competiciones deportivas; pero luego tomó el sentido de la rivalidad que se manifiesta en peleas y riñas.
Celos. “Zêlos” en griego quería decir “emulación”, el deseo de alcanzar la nobleza que se admira. Pero con el tiempo su sentido fue degenerando y llegó a significar la ambición de tener lo que el otro tiene.
Furia incontrolada. La palabra griega quiere decir explosiones de rabia. No es una ira a largo plazo, sino las rabietas que se consumen pronto.
Egoísmos. “Erizeía” quería decir en su origen el trabajo de un obrero. Luego significó el trabajo que se hace por un salario. Después la campaña para obtener un cargo político. Finalmente describía a la persona que pretendía figurar, no para hacer una función o servicio, sino para lucrarse.
Partidismos. El griego original significa “mantenerse aparte”. Describe a la sociedad no cohesionada, y en la que sus miembros se separan en vez de acercarse más.
Sectarismos. Es la disensión que se cristaliza. “Hairesis” describía a una escuela de opinión. La tragedia es que las personas que comparten diferentes puntos de vista acaban frecuentemente por no entenderse.
Envidias. Eurípides llamaba a “Fzonos” la peor de “todas las enfermedades humanas”, pues no describe al que quiere tener lo que otra persona posee, sino que quisiera que esa persona no tuviera esas cualidades. Los estoicos la definían como “el disgusto que produce el bien ajeno”. San Basilio la explicaba como “el disgusto ante la buena suerte del prójimo”. No describe al celoso, sino al amargado.
Borracheras. Se trata del exceso de bebida que convierte a una persona en esclava del vicio y, finalmente, en una bestia.
Orgías. “Komos” denota la juerga que se corren unos amigos y que acaba en la peor disolución.
Explicando estas acciones del instinto uno concluye que la vida no ha cambiado tanto desde los días del apóstol Pablo.
U) El fruto del Espíritu. 5,22-26
(Las cosas buenas).
22 Pero el
fruto del Espíritu es amor, alegría y felicidad, comprensión y dulzura, bondad
y fidelidad, 23 equilibrio y autocontrol.
Contra estas cosas no hay ley que valga. 24 Los que son del Mesías han crucificado su instinto con sus
pasiones y deseos. 25 Si el Espíritu
nos da vida, sigamos unidos al Espíritu.
26 No seamos vanidosos, provocadores, envidiosos.
Pablo había descrito las malas cualidades que caracterizan a una persona sin Cristo. Ahora traza las cualidades positivas, que son fruto del Espíritu.
Ese fruto incluye otros aspectos, tales como humildad (Efesios 4,2; Filipenses 2,3), compasión (Filipenses 2,1), devoción (2 Pedro 1,6), honradez (Romanos 14,17; Efesios 5,9), santidad (Efesios 4,24; Lucas 1,75), pureza (Mateo 5,8) y otras virtudes. Así como el instinto era la expresión de la vida sin Dios, el Espíritu hace real a Cristo en nosotros. Estas son, pues, las características del mismo Cristo. Pero hay que fijarse que dice “fruto” en singular. Es decir, hay un solo fruto, mientras que las acciones del instinto están en plural. Este fruto incluye las diferentes expresiones del Espíritu.
Si andamos por el Espíritu por medio de recibir el Espíritu, el instinto será automáticamente crucificado (v. 24). Es decir, no tendrá poder sobre nosotros, porque continuamente recibimos el Espíritu. Pablo quería hacer volver a los distraídos cristianos de Galacia a la vida del Espíritu. Este no era un asunto de religión o ética, sino de proceder según el Espíritu. El resultado sería el “fruto del Espíritu”. No habría necesidad de esforzarse en amar, en estar alegres, en mantener la paz... En realidad, no habría que esforzarse por poseer ninguna de las virtudes cristianas. Sólo haría falta caminar por el Espíritu. Entonces el fruto del Espíritu se manifestaría automáticamente.
El versículo 25 es muy importante, pues el verbo griego “stoicéo” significa literalmente “rudimentos”. Esta palabra también se usa en 4,3.9, así como en Colosenses 2,8. En Galatas 4,3 significa los rudimentos elementales del mundo y en 4,9 los débiles y pobres rudimentos. Denotan los principios básicos y elementales, como la suma, la resta y la multiplicación (principios elementales de las matemáticas). Del mismo modo, la filosofía y la lógica tienen también sus rudimentos elementales. Así pues, en la economía de Dios encontramos también principios básicos y reglas elementales.
La misma palabra que se usa como verbo en Gálatas 5,25 se usará también en 6,16 y allí la estudiaremos más detenidamente. Pero aquí se puede traducir como: “Si vivimos por el Espíritu, rudimentemos también por el Espíritu”. Pero nadie entendería esta traducción. Por consiguiente hay que traducir de otro modo, y hay quien pone la palabra “andar”, pero es preferible “proceder”. Poner “andar” sólo sería posible si lo entendemos como caminar según cierta regla, principio o alineamiento. Esta misma palabra (“stoicéo”) se usa en Hechos 21,24 con el sentido de andar ordenadamente respecto a la ley mosaica. Se refiere a los soldados cuando desfilan en orden.
Así pues, hay dos palabras griegas usadas para “andar” o “proceder”: “peripatéo” y “stoicéo”. El primero es un andar general, mientras que el segundo se ajusta a una regla u orden con miras a cumplir el eterno y elemental plan de Dios. Del primer andar o proceder surge el fruto del Espíritu, que son las diferentes virtudes cristianas descritas en los siguientes versículos: amor, alegría, paz, etc. Pero del segundo andar o proceder surge la realización del proyecto o economía de Dios. Ese andar tiene ciertas reglas elementales o principios básicos (rudimentos). Amar y tener alegría no son reglas ni principios elementales. Simplemente son diferentes aspectos de la acción del Espíritu en la vida cristiana.
Para poner un ejemplo de esto pensemos en una cristiana que sea estudiante. En su casa vivirá automáticamente las virtudes cristianas con los miembros de su familia debido a que anda en el Espíritu. Pero en el colegio ha de ajustarse a una norma específica que le conduce a su preparación técnica y humana según unos principios elementales. Este proceder le conducirá a una meta final: la graduación. Del mismo modo el segundo proceder nos conduce a la realización de la meta de Dios en su economía, que más adelante no sólo supondrá ser hijos de Dios, sino ser la nueva criatura o humanidad que forme el nuevo Israel de Dios (Gálatas 6,16). Para ser la nueva creación y el nuevo Israel de Dios hace falta el segundo tipo de andar, ordenado y ajustado a los principios elementales de la economía de Dios.
En el capítulo cuatro vimos la importancia de la filiación gracias a la presencia del Espíritu del Hijo en nuestros corazones. En el cinco hemos visto las dos clases de proceder (andar): uno general que expresa a Cristo por el Espíritu y otro que nos hará vivir como nueva criatura e Israel gracias a la realización de la economía de Dios. Pero ahora, estudiemos el primero.
Las diferentes virtudes cristianas serían diferentes aspectos de la única expresión del Espíritu, y no de las regulaciones exteriores.
Amor. El “agapê” no era el “eros” (la pasión sexual) ni la “filía” (el compañerismo de los amigos) ni la “storguê” (el afecto entre padres e hijos). Agapê quería decir una bondad sin límites. No importaba lo que la otra persona nos hubiera ofendido o herido, que el agapê siempre procuraba lo mejor para ella. Ese amor implicaba tanto la voluntad como las emociones.
Alegría. “Jara” describe el máximo gozo que producen, no las cosas materiales, sino la mejor aspiración humana.
Felicidad. En el griego coloquial “eirênê” significaba la serenidad que disfrutaba un país bajo un buen gobierno. En el Nuevo Testamento corresponde al hebreo “shalom”, que quiere decir, no solamente la ausencia de problemas, sino el máximo bienestar humano. Es interesante que “jara” y “eirênê” pronto fueron usados como nombres propios por los cristianos.
Comprensión. “Makrozymía” significaba la tenacidad con que Roma conquistó el mundo. Era la paciencia que esperaba y comprendía los contratiempos. Sobre todo está en relación con las personas. San Juan Crisóstomo decía que era la virtud por la que una persona, pudiendo vengarse, no lo hacía. En ese sentido se usa en el Nuevo Testamento acerca de la actitud de Dios hacia la humanidad (Romanos 2,4; 9,22; 1 Timoteo 1,16; 1 Pedro 3,20). Si Dios no hubiera tenido esa comprensión hace tiempo que nos habría borrado del mapa; pero él tiene esa paciencia que soporta nuestros males y no nos deja por imposibles. Así pues, en nuestras relaciones con los demás hemos de reproducir esa actitud amable y paciente de Dios para con nosotros.
Dulzura. “Jrêstôtês” (2 Corintios 6,6) se dice del yugo de Cristo (Mateo 11,30). Encierra la idea de una bondad que es amable y que no hace más que ayudar.
Fidelidad. “Pistis” quiere decir ser digno de confianza, y se dice de la persona que es digna de crédito.
Equilibrio. “Praytês” es una palabra difícil de traducir, pero el sentido más corriente es el de ser considerado (1 Corintios 4,21; 2 Corintios 10,1; Efesios 4,2). Aristóteles definía praytês como el término medio entre la ira y la falta de ira; es decir, es la cualidad de una persona que sólo se indigna cuando debe. El adjetivo “prays” describe al animal domesticado, de modo que la palabra también refleja el dominio propio que sólo Cristo puede dar.
Autocontrol. “Enkráteia” significaba autocontrol para Platón, es decir, el espíritu que ha dominado la búsqueda del placer. Se usaba en la disciplina del atleta (1 Corintios 7,9), y en el griego secular significaba al gobernante que no se dejaba guiar por sus intereses privados en el ejercicio de su tarea. Era la virtud de la persona tan dueña de sí que estaba capacitada para ponerse al servicio de los demás.
Pablo termina afirmando que “contra estas cosas no hay ley que valga”. La ley condena lo malo, pero como el Espíritu no produce nada maligno, no hay ley que valga contra este fruto de vida, contra el que nada puede objetar (1 Timoteo 1,9). Esta es la única forma de ganar la guerra al instinto: no luchando, sino adorando.
La crucifixión de nuestro ser es ya un hecho cumplido por Cristo en la cruz; así pues, la crucifixión del instinto es nuestra experiencia práctica de aquel hecho. A fin de realizarla es necesario que nosotros, por el Espíritu, ejecutemos la crucifixión que Cristo realizó (Romanos 8,13; Colosenses 3,5).
En el versículo 26 Pablo habla de los vanidosos, los provocadores y envidiosos. Pablo menciona estas cosas porque ellas ponen a prueba si procedemos o no por el Espíritu. A veces hay vanidad entre algunos hermanos que piensan que ellos deberían ser los líderes. Esa actitud produce provocación y envidia. Quizás por envidia alguien decida ser mejor que otro y esto le provoque a hacer cosas impulsadas por el instinto. La vanidad puede encontrarse hasta en la pareja. Tal vez un marido sienta envidia si su esposa recibe cumplidos que él no recibe. Vanidad, provocación y envidia son parte de la carne. Si aparecen en el cristiano ponen a prueba su proceder espiritual.
La economía o plan divino que hallamos en la Biblia enseña que la meta de Dios es tener muchos hijos. Por supuesto que somos pecadores y Dios nos ama y salva en Jesucristo, pero antes de que el universo existiera Dios se hizo un propósito por el que tendría muchos hijos. Así pues, el propósito de Dios es la filiación. Desde la eternidad Dios ha querido tener muchos hijos para que sean su expresión. Por consiguiente Efesios 1,5 dice que Dios nos ha predestinado para filiación. Es verdad que el ser humano ha pecado, pero la meta divina es transformar pecadores en hijos de Dios. Por eso Romanos 8,29-30 afirma que los que han sido predestinados, convocados, rehabilitados y glorificados, serán conformados a la imagen del Hijo de Dios. Hemos sido destinados a ser cincelados a la imagen de su Hijo, “a fin de que él sea el Primogénito entre muchos hermanos”. Dios quiere tener hijos, muchos hijos (Hebreos 2,10). Pero primero tuvo que enviar a su Hijo para que nos redimiera de estar bajo la ley y recibiésemos la filiación (Gálatas 4,4s). Después envió el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones para hacer real y práctica dicha filiación. Por eso, a fin de que seamos realmente hijos de Dios necesitamos urgentemente el Espíritu (Romanos 8,14). El Espíritu nos capacita para ejecutar la cruz de Cristo en la carne; por eso dice Pablo que todos los que son de Cristo la han crucificado. Hay que clavar el instinto en la cruz. Es de vital importancia que comprendamos esto para vivir como hijos de Dios y ser conformados a la imagen de su Hijo.
Ahora podemos entender el versículo 26 sobre la vanidad, la provocación y la envidia, pues estas cualidades ponen a prueba nuestra vida espiritual. Tal vez pensamos proceder por el Espíritu, pero sentimos envidia cuando nos enteramos que otro hermano ha sido bendecido. La vanidad da origen a la provocación y a la envidia. Si eliminamos la vanidad, automáticamente desaparecen la provocación y la envidia. Según la construcción gramatical del versículo 26, el asunto principal es la vanidad. Si queremos tratar con la provocación y la envidia sin darle fin a la vanidad, los esfuerzos serán en vano. Así pues, la presencia o ausencia de vanidad es la prueba de si procedemos o no por el Espíritu. En nuestra vida cotidiana debemos poner a prueba nuestro proceder, en nuestra familia, en el trabajo, en la vecindad, en la comunidad cristiana. Si hay vanidad, no procedemos por el Espíritu; incluso si predicamos o hacemos obras que parecen buenas. Y si no lo hacemos, no podemos ser hijos de Dios de una manera práctica.
V) Sobrellevando las cargas. 6,1-5
(La ley del Mesías).
6,1 Hermanos,
si alguien es sorprendido en un resbalón, vosotros, que sois espirituales
(personas de Espíritu) recuperad a ese tal con espíritu de suavidad, teniendo
presente que podíais haber sido vosotros mismos los tentados. 2 Arrimad todos el hombro a las cargas de
los otros, y así cumpliréis la ley del Mesías, 3 pues quien se figura ser algo,
no siendo nada, él mismo se engaña miserablemente. 4 Cada cual examine su conducta y podrá tener motivos de
satisfacción, pero sólo respecto a sí mismo, no comparándose con otro. 5 Cada palo aguante su vela.
El griego “paráptôma” no quiere decir un pecado consciente, sino un resbalón, como el que puede dar cualquiera en una carretera helada. Ahora bien, el peligro de la gente que ama mucho a Dios es que, a veces, ama poco a los demás, y juzga duramente sus caídas. He aquí la diferencia entre el verdadero amor cristiano y el fanatismo. Por eso hay buenas personas a las que nunca se puede ir a llorar en su hombro o confesarle una derrota. De hacerlo perderíamos su simpatía. Pero Pablo dice que si un cristiano da un traspiés, un verdadero espiritual (quien vive por el Espíritu) lo ayuda a levantarse, y no a hundirlo más. Por eso la palabra griega traducida por “recuperar” significa una reparación, y también la cirugía por la que el médico extirpa un tumor o pone en su sitio un miembro dislocado. Todo el significado de la palabra hace hincapié en la cura, y no en el castigo. Así pues, la corrección no es un castigo, sino un remedio.
El “espíritu de suavidad” es fruto de vivir y proceder por el Espíritu. Esa suavidad que necesitamos para recuperar al caído tiene que estar primero en nuestro espíritu. La fuente de lo que hagamos debe ser el espíritu.
Hay una “ley de Cristo” (1 Corintios 9,19-21; Juan 13,34) que consiste en el amor mutuo descrito en 1 Corintios 13. Cumplirla es ayudar a cualquiera a llevar su carga. Pero la palabra que usa Pablo en el griego quiere decir el macuto del soldado, denotando que hay responsabilidades que nadie puede cumplir por otro. Sin embargo, aquellos que se figuran ser algo no estarán dispuestos a llevar las cargas de nadie.
Pablo da una receta para evitar la vanagloria: no comparemos nuestros logros con los de los demás, sino con lo mejor que podríamos haber hecho.
W) Manteniendo el nivel. 6,6-10
(Sembrar para el Espíritu).
6 El
catecúmeno comparta sus bienes con el catequista. 7 No os engañéis, de Dios nadie se burla; lo que uno siembre, eso
mismo cosechará. 8 Quien siembra para
el instinto del instinto cosechará corrupción; pero quien siembra para el
Espíritu, del Espíritu cosechará vida definitiva. 9 No nos cansemos de hacer el bien que, si no desmayamos, a su
tiempo cosecharemos. 10 Así que,
siempre que haya oportunidad, hagamos el bien a todos, principalmente a la
comunidad de la fe.
La comunidad cristiana tenía sus maestros y catequistas que preparaban a los fieles para el bautismo e instruían sobre la fe cristiana. Normalmente dedicaban a ello mucho tiempo que robaban a la posibilidad de trabajar en otros asuntos. Por eso pide Pablo solidaridad hacia ellos.
Seguidamente establece Pablo una verdad inflexible. Si alguien se deja dominar por el instinto acabará recogiendo los resultados de esa siembra. Pero si se mantiene en la vida espiritual, la recompensa brotará a fin de cuentas. O sea, como decimos ahora: “El que la hace, la paga”. Es verdad que Dios perdona los pecados, pero no borra las consecuencias de los mismos. Puede perdonar a un criminal, pero no resucita a sus víctimas. Si alguien se droga, Dios puede perdonarlo o rehabilitarlo, pero si peca contra su cuerpo tarde o temprano lo pagará con una salud quebrantada. Igualmente si alguien peca contra sus seres queridos, tarde o temprano les destrozará el corazón. No debemos tomar a la ligera el perdón de Dios, pues, como algunos teólogos han dicho: “quedan las cicatrices”.
Así pues, hay dos clases de siembra. Sembrar para el instinto o sembrar para el Espíritu. En el capítulo tres el Espíritu era para tener vida eterna. En el cuatro era para nacer de Dios. En el cinco era para proceder según Dios y producir su fruto. En el seis es nuestra meta. En los primeros capítulos teníamos a Cristo como el punto central de la revelación y economía de Dios. A Dios le agrada revelar a su Hijo en nosotros (Gálatas 1,15s) para que le expresemos a él y no a la ley (Gálatas 2,19-21). Pero en los capítulos finales tenemos al Espíritu como nuestra experiencia. Ya lo hemos descrito en dos aspectos importantes como el nacimiento y el andar, pero ahora se le describe como nuestra meta, como el blanco u objetivo. Esto significa “sembrar” para el Espíritu. De hecho, el verdadero significado de la vida cristiana es sembrar. Día a día sembramos, por lo que decimos y por lo que somos. Sembrar es hacer algo que crecerá y que, finalmente, será cosechado. Constantemente hacemos cosas que crecen y que producirán una cosecha. Hasta nuestros silencios contienen semillas que darán una cosecha que algún día segaremos. No debemos pensar que nuestras palabras o acciones no tendrán ningún resultado. Por el contrario, todo lo que hacemos o decimos es una siembra. De hecho, sembramos cuando estamos contentos y también tristes, cuando alabamos al Señor y cuando nos quejamos, cuando contamos un chiste y cuando vemos la televisión. La gente siembra aunque no se dé cuenta de ello. Los que siembran el mal cosecharán la muerte eterna. No importa cuáles fueran sus intenciones, lo mismo que siembran eso segarán. Si siembran patatas, no recogerán tomates. Esto es muy serio, pues lo mismo que sembramos volverá a nosotros. Si son cosas negativas, llevaremos una vida negativa. Seremos las primeras víctimas.
La palabra “sembrar” en realidad equivale a “vivir”. Tener cuidado de cómo sembramos es tener cuidado de cómo vivimos. Sembrar siempre produce un resultado. Esta es la razón de que Pablo advierta a los cristianos gálatas. Y les recuerda que del instinto cosecharán la corrupción de la muerte, pero del Espíritu vida definitiva. Sólo existen estas dos clases de siembra; no hay una tercera clase de cosecha.
Por eso pide que hagamos el bien a todos. A buenos y malos, a justos e injustos, a amigos y enemigos; pero, sobre todo, a la comunidad o familia de la fe. Es decir, a los hermanos de la misma congregación. Sembrar afecta, sobre todo, y después de a uno mismo, a la comunidad de fe. Cuando hacemos algo, los demás ven a un cristiano. Puede que digan: “Mira ese cristiano, es odioso, malhablado, vanidoso, vago y aburrido”. Lo que sembramos hoy tendrá un efecto en la familia de la fe. Si sembramos para el Espíritu en todas las pequeñeces diarias, tendremos una vida espiritual. Cuando nuestra meta sea el Espíritu, seremos también un suministro de vida para otros.
X) Palabras finales. 6,11-16 (Crucificados al
mundo religioso).
11 Mirad qué
letras tan grandes os escribo con mi propia mano. 12 Los que intentan forzaros a la circuncisión sólo desean quedar
bien en lo exterior, para evitar la persecución a causa de la cruz del
Mesías. 13 Porque ni aun los mismos que
se circuncidan guardan la ley, pero quieren que os circuncidéis para presumir
de someteros al rito corporal. 14 Pero
a mí líbreme Dios de presumir de otra cosa que no sea la cruz de nuestro Señor
Jesús, el Mesías, por quien el mundo quedó crucificado para mí y yo para el
mundo. 15 Lo decisivo no es
circuncisión ni incircuncisión, sino una nueva humanidad. 16 Y a todos los que avanzan ajustados a
esta regla, paz y misericordia, incluso sobre el Israel de Dios.
El final de la carta lo escribe Pablo de su puño y letra, como garantía, con letras grandes que subrayan la importancia. Equivaldría a nuestras palabras en negrita. Pero tal vez las letras fueran tan grandes porque Pablo no las veía bien.
Pablo señala a los adversarios: los que desean quedar bien en lo exterior (v. 12). Eran antiguos paganos que se sometieron a la circuncisión al ceder a la insistencia judaizante. Pretendían evitarse las dificultades de la persecución (pues los judíos tenían un estatuto que los reconocía como una religión aparte y legal en el imperio), sin comprender las implicaciones de lo hecho. No es que pretendieran observar seriamente la ley mosaica, sino que querían presumir de ello (v. 13). Quieren apuntarse triunfos proselitistas a costa de la libertad ajena (Mateo 23,15).
La cruz de Cristo le ha cambiado a Pablo la vida, y es su única gloria, haciéndole morir a todos los falsos valores (v. 14). También los ritos religiosos carecen ya de valor, pues sólo vale una “nueva humanidad” (Romanos 8,19; 2 Corintios 5,17) renovada por el Espíritu (v. 15). Aquella vieja creación es nuestro viejo hombre en Adán (Efesios 4,22), la carne obtenida por nacimiento natural y que carece de la vida de Dios. La nueva criatura es el nuevo ser en Cristo (Efesios 4,24), regenerado por el Espíritu (Juan 3,6), donde se forja la naturaleza divina (2 Pedro 1,4) y que tiene a Cristo como su constituyente (Colosenses 3,10s).
¿Qué mundo había quedado crucificado para Pablo? Principalmente el mundo religioso. Por eso menciona que ya nada valen la circuncisión ni la incircuncisión. Por eso el mundo mencionado en el versículo 14 es el mundo religioso. Por una parte este mundo había sido crucificado para Pablo; por otra, él lo había sido para este mundo. Debido a la cruz de Cristo, el mundo religioso no tenía nada que ver con Pablo, ni Pablo quería tener nada que ver con él. Esto debe ser también verdad para nosotros hoy día.
El “Israel de Dios” parece ajustarse a la comunidad cristiana, a la parte judía de la misma que ha reconocido en Jesús al Mesías crucificado. Serían los judíos convertidos de verdad; el “israelita de veras” de Juan 1,41. El verdadero Israel (Romanos 9,6; Filipenses 3,3). Los que se ajustan a esta regla son el verdadero Israel. Pero, ¿qué regla? No puede ser la regla de guardar la ley, de mejorarse uno a sí mismo o seguir normas religiosas. La regla es tomar al Espíritu como meta, y proceder y sembrar según él para ser una nueva humanidad. Los que siguen esta regla tendrán paz y misericordia.
Si preguntamos hoy a algunos cristianos cuál es la meta de su vida, tal vez contesten que es ser buena gente, simples personas agradables y apropiadas. Pero el propósito específico de Dios y su meta claramente definida es la filiación. Y ha establecido un camino que conduce a esa meta. Ese camino es la norma o principio por el que debemos proceder. ¿Cuál es? El Espíritu es nuestra regla; el Espíritu mismo es el camino; la línea que conduce hacia la meta de Dios. Siguiéndolo llegaremos al destino.
Nuestra regla no debe ser las normas de la ley mosaica. Pablo dijo a los gálatas que se habían vuelto insensatos al tomar la ley como norma y que debían volver a tomar al Espíritu como regla. Sólo si hacían esto cumplirían el propósito de Dios. Sólo así obtendrían paz y misericordia (v. 16). Pero el versículo anterior habla de la “nueva criatura (humanidad)”; es decir, la norma del Espíritu es proceder según la nueva criatura, que es la humanidad creada de nuevo y que contiene a Dios. La primera creación fue para la nueva creación, y así como en la regeneración Dios es agregado a nosotros, habrá un momento en que esta creación también tendrá a Dios como su todo (1 Corintios 15,28). Sin embargo, aunque Dios nos ha hecho una nueva criatura, todavía es posible que andemos conforme a la vieja creación. Los gálatas, en su esfuerzo de agradar a Dios por sus propios medios (aunque eran religiosos) habían vuelto a la vieja creación. También nosotros, incluso cuando predicamos o enseñamos el Evangelio, si hablamos por la vida del alma, nuestra vida natural o ego, volveremos a la vieja creación. Sólo el Espíritu nos sitúa en la nueva creación. Ser religioso o no serlo no sirve de nada. Circuncisión e incircuncisión de nada valen. Lo único que cuenta es el Espíritu, la nueva criatura. ¿No insistía en esto Pablo en Filipenses 3,16? “Sin embargo, en aquello a lo que hemos llegado, andemos conforme a la misma regla”. Según el contexto, esa regla es el Cristo mencionado en el versículo 12. Esa era la meta de Pablo (Filipenses 3,14).
Veamos ahora el segundo tipo de andar o proceder, relacionado con la nueva criatura. El versículo 16 habla de andar “por esta regla”. Es la regla de la nueva criatura, que equivale al Israel de Dios.
La circuncisión, por ser una obra realizada en la carne, estaba relacionada con la vieja creación. Aunque alguien lleve en su cuerpo la marca de la circuncisión, todavía es parte de la vieja humanidad. Esta vieja creación es nuestro viejo hombre en Adán (Efesios 4,24), nuestra naturaleza por nacimiento. La nueva criatura, por el contrario, es el hombre nuevo en Cristo (Efesios 4,22), regenerado por el Espíritu (Juan 3,6) y en el que la vida y la naturaleza de Dios se forjan (Juan 3,36; 2 Pedro 1,4) y Cristo es el elemento constituyente (Colosenses 3,10s).
La diferencia entre la nueva y la vieja criatura es que en la nueva hay un elemento nuevo: el Espíritu, que es Dios procesado y dispensado para divinizar al ser humano. En la vieja creación Dios no ha sido añadido al hombre. No importa cuán bueno era Adán o cuánto de imagen divina tenía, pues aún no había comido del árbol de la vida para ser como un vaso que contuviera a Dios como su vida misma. Era como un guante hecho a imagen de la mano, pero la mano aún no había entrado en él. Adán era bueno, pero Dios no le había sido añadido. Era como un simple vaso de agua al que no se le habían añadido las puras hojas de té. No poseía el elemento del té; y Dios no se le había añadido. Pero ahora, debido a que el té “celestial” se nos ha añadido, ya no somos el simple agua de la vieja criatura, sino la infusión de té de la nueva. Hemos sido “teificados”. Por eso los Padres Eclesiásticos afirmaban que Dios, al saturarnos y hacernos dios-hombre, nos deificaba. El deseo de Dios no es simplemente tener un buen hombre, ni siquiera un hombre puro, sino un Dios-Hombre. Una nueva humanidad y nuevo Israel. He aquí el culmen de todo: la divinización; la meta de la economía de Dios. Por lo tanto, vivir como nueva criatura y guiada por el Espíritu según esta regla, es andar conforme a la vida divina como principio gobernante.
“Andar por esta regla” es vivir como una nueva creación. No ya una vida según la circuncisión o la incircuncisión, sino una nueva humanidad en la que es forjada la vida divina. Dios no tiene la intención de que vivamos una vida conforme a la circuncisión o a la incircuncisión; la meta de su economía es que vivamos como nueva creación a través del elemento divino (el Espíritu) que se forja en nosotros. No se trata de que yo sea refinado, gentil y amable, sino de que proceda por el Espíritu. Si yo intentara ser una persona mejor por propio esfuerzo estaría todavía en la circuncisión, no en la nueva creación. Hasta puedo leer la Biblia y predicar en la circuncisión.
Y) Conclusión.
6,17-18 (Despedida).
17 En
adelante que nadie me cause molestias, porque llevo en mi cuerpo las marcas de
Jesús. 18 Hermanos, que el favor de
nuestro Señor Jesús, el Mesías, sea con vuestro espíritu. Amén.
Las “marcas” que menciona Pablo parecen ser físicas (2 Corintios 11,23-27). Serían las cicatrices de su entrega y trabajo en pos del Evangelio. Esas marcas representaban las características de la vida que él llevaba, una vida semejante a la que Jesús llevó. Era una vida crucificada (Juan 12,24) que realizaba el designio de Dios (Juan 7,18) sin buscar el propio (Filipenses 2,8). Eran también las marcas de un esclavo de Cristo (Romanos 1,1) que llevaba en su cuerpo las señales de su dueño. De hecho, los estigmas siempre han fascinado a la gente. San Francisco de Asís los recibió en el monte Alverna. Pero Pablo menciona aquí las cicatrices que le acreditan como agente al servicio de Cristo. Otros teólogos orientales cuentan la costumbre que tenían algunos cristianos de tatuarse en el cuerpo la cruz de Cristo.
Después de la tormenta y la intensidad de la carta llega la bendición. El apóstol Pablo ha reprendido, ha discutido y también ha bendecido. Su última palabra es para la gracia de Dios: que ese favor les acompañe en el espíritu, pues es sólo en el espíritu donde podemos experimentar y disfrutar al Espíritu. Para él era la única palabra que importaba.
Cristo, el Espíritu, la nueva humanidad y nuestro espíritu son asuntos básicos que la Carta a los Gálatas revela como parte importante de la economía de Dios. Cristo es el centro de la economía de Dios, y el Espíritu hace real a Cristo forjándolo en nuestro espíritu para hacernos la nueva humanidad: el pueblo de los hijos de Dios que lleva a cabo su proyecto.
En su aspecto negativo la carta ha tratado de la ley, la carne y la religión. Estas tres cosas van juntas. Incluso aunque la religión de la que habla es la hebrea, la revelada por Dios en el Antiguo Pacto. Pero por la cruz somos liberados de todo ello y tenemos a Cristo por el Espíritu. Ahora podemos vivir como una nueva humanidad o criatura y disfrutar del favor de Dios.
Pero, ¿cuál es esa “gracia” o favor del que habla Pablo? El evangelio joanico dice que el Logos o Proyecto se hizo hombre “y acampó entre nosotros... lleno de gracia (amor) leal” (Juan 1,14). También afirma que de su plenitud todos hemos recibido “gracia tras gracia” (bendición tras bendición) (Juan 1,16). Además añade: “La ley fue dada por Moisés, pero la gracia (amor) leal vino por medio de Jesús el Mesías” (Juan 1,17). El hecho de que la ley sea dada, pero la gracia “vino”, indica que la gracia es una persona. Esa gracia es el Cristo, el Logos o Proyecto hecho hombre. Cuando Cristo vino, la gracia vino con él, pues él era todo amor leal. Pero en Juan 7,39 y 20,22 vemos que en realidad esa gracia se ha procesado para dar el Espíritu; por eso en Hebreos 10,29 se le llama “el Espíritu de la gracia”. O sea, que no es sólo el Espíritu “vivificante”, el “Señor de la vida”, la vida misma, sino también “el Espíritu de la gracia”, el amor mismo: el Espíritu como gracia. Pero la gracia es Cristo disfrutado por nosotros a través de la acción y unción del Espíritu. Cuanto más se mueve el Espíritu en nosotros, más gracia disfrutamos. Pongamos a la electricidad como ejemplo. Alguien puede pensar que una cosa es la electricidad y otra la corriente eléctrica. Pero, en realidad, la corriente eléctrica es la electricidad misma. Por tanto, el Espíritu de gracia es el Espíritu moviéndose dentro de nosotros y forjando a Cristo en nosotros. Cuando la gracia entra en nosotros y es nuestro disfrute, eso es el Espíritu de gracia.
Pero, ¿cómo recibimos la gracia y la disfrutamos? Con tal fin debemos comprender que nuestro espíritu es el primer lugar donde debemos experimentar la gracia; por eso dice Pablo que la gracia acompañe y sea con nuestro espíritu. Así como la electricidad se hace operativa sólo pulsando el interruptor, del mismo modo nuestro espíritu puede tomar contacto con la gracia, con el chorro de amor y fuerza que es el Espíritu. Para eso no hay que ejercitar el alma, o sea, la mente con su voluntad y emociones, sino el espíritu.
Por una parte el Señor está en el cielo entronizado (Hebreos 4,16); pero ese “trono de gracia” no sólo está en el cielo, sino también en nuestro espíritu (2 Timoteo 4,22), pues en él habita el Señor (1 Corintios 6,17) y es nuestro “lugar santísimo” o “debir”. Alguien puede pensar que nuestro espíritu no es lo suficientemente grande como para contener el trono de gracia, pero el hecho de que podamos acercarnos a él con confianza muestra que dicha experiencia está a nuestro alcance. Pero, ¿cómo? Invocando. Al decir “Señor Jesucristo” le estamos reconociendo como el soberano, el “Señor”, el “Kyrios” sentado en el trono de gracia. Cuando decimos “Ten piedad de mí” pedimos su auxilio, su bondad y misericordia, su “gracia”. Al inspirar y espirar tomamos el aliento santo, el Espíritu, el pneuma. Apocalipsis 22,1s cuenta que un río de agua de vida sale del trono de Dios y del Cordero. Por consiguiente, ese trono es la fuente y origen de la gracia que fluye. Esto no es una mera doctrina, sino la gracia que se experimenta de un modo práctico. Por eso, los monjes antiguos, los hesicastas del desierto, invocaban al Señor diariamente miles de veces con el “Kyrie eleison”, inspirando y espirando lentamente y sentados en oración contemplativa.
Si hemos de recibir y disfrutar la gracia, lo primero es volvernos a nuestro espíritu y olvidarnos de nuestra mente, es decir, de nuestra voluntad y sentimientos. Es posible que al sentarnos o arrodillarnos para orar Satanás ponga cosa tras cosa para apartarnos del espíritu. Podemos dudar si hemos apagado la luz de la cocina o quitado el enchufe del televisor, si hemos provocado una discusión en el trabajo o hemos hecho mal al no ir a recoger al niño al colegio. Los argumentos y razonamientos van y vienen como un mono atado a una estaca. Las emociones se han más abundantes y vívidas. El alma se agita fuertemente y se hace difícil volvernos al espíritu. Pero hay que dejarlas ir. No buscar, pero tampoco rechazar. Decía Santa Teresa que la mente era “la loca de la casa”, y, ¿quién iba a hacer caso a una loca? Hay que dejar a los sentimientos y pensamientos como la montaña deja a las nubes traspasarla. No las rechaza, pero tampoco les hace caso. Lutero decía que él no podía impedir a los cuervos revolotear sobre su cabeza, pero sí hacer un nido en ella.
Así pues, hay que sentarse o arrodillarse para invocar el Nombre a través de la oración “Kyrie eleison”. A tal fin los monjes del desierto inventaron el “komboskini”, es decir, el “cuentario” con el que contaban las miles de veces que a lo largo del día inspiraban y espiraban lentamente para invocar el Nombre del Señor. Así se volvían al espíritu y permanecían en él para disfrutar la gracia.
La razón de que pocos cristianos tengan experiencia del Señor se debe a que no oran de forma contemplativa y no invocan el Nombre ejercitando su espíritu. Pero si al orar permitimos que nuestra mente sea agitada y nuestra emoción sea provocada, perderemos la oportunidad. Pero si la electricidad fluye desde la central de energía, desde el trono de gracia donde reina el Señor, el río de agua viva, el Espíritu de gracia, fluirá desde el trono para darnos de beber y llenarnos de su fuerza y de su amor. Conforme vayamos recibiendo y disfrutando al Dios procesado como el Espíritu que nos habita, seremos uno con él orgánicamente en nuestro espíritu, y así nos volveremos su contenido, aumento y expresión.
Antes yo no sabía esto, y cuando alguien me decía que tenía problemas para ser mejor cristiano no sabía qué responder. Si un hombre me decía que quería ser un buen esposo y padre, pero no tenía manera de vencer su mal carácter, no sabía cómo aconsejarle. Le daba información psicológica sobre la formación del carácter. Le hablaba del temperamento y la personalidad. Por deformación profesional buscaba traumas infantiles o complejos mecanismos psíquicos. Pero la persona seguía igual de atormentada por su problemático carácter. Sin embargo, ahora sé de la importancia de invocar el Nombre del Señor y ejercitar el espíritu. De hecho, cuando invocamos al Señor inhalamos un elemento espiritual que transforma nuestro ser. Y cuando uno hace este ejercicio durante años el cambio es muy real. Recordemos que la señal para reconocer a los cristianos por parte de Saulo de Tarso era que ellos invocaban el Nombre del Señor.
¡Qué sencillo es esto! ¿Qué cosa hay más necesaria que respirar? Sin embargo, a muchos no les interesa algo tan simple y prefieren otras cosas mucho más complicadas. Incluso nos difaman por practicar un sonsonete.
Se cuenta la historia de un monje del desierto que se aburría al respirar invocando el Nombre del Señor, así que fue a ver a su padre espiritual. Aquel guía, tras escucharle con paciencia, lo agarró y le sumergió la cabeza en un pozo, y lo mantuvo así durante un rato hasta que el monje empezó a agitar sus manos y su cuerpo con fuerza, tratando desesperadamente de soltarse. Luego el maestro lo dejó y le preguntó: “¿Aún te parece aburrido?”.
Cuando vivimos una vida tan agitada y preocupante como la actual, ¿cómo podemos prestar atención a la respiración? Si no podemos despegar nuestra atención de tantas preocupaciones, ¿cómo atenderemos al espíritu? Cristo afirmó que el Reino de Dios está dentro de uno mismo. Que el Espíritu nos habita. Pero “Espíritu” es una palabra que significa el aliento de vida y la fuerza del viento. La respiración es simple y natural, y está al alcance de todos en cualquier momento. Cuanto más la utilicemos, más bien nos hará. ¡Qué importante es respirar! Pensemos en alguien que se está ahogando en el mar y que logramos sacar a flote. ¡Pensemos en la respiración boca a boca que le devuelve la vida! ¡Qué línea insignificante nos separa de la muerte! Una bocanada de aire es siempre un regalo de Dios.
Espíritu proviene del latín “spirare”, que significa “respirar”. El hebreo “ruaj” significa el Espíritu de Dios, su aliento y su fuerza que infunde en su creación, como explica Job: “El Espíritu de Dios me creó y el aliento del Todopoderoso me dio la vida”. Al nacer, el gran Espíritu divino nos insufla el aliento de la vida que permanece con nosotros hasta el último momento. Cuando aprendemos a respirar conscientemente nos ponemos en contacto con la brillante realidad y prestamos atención a que somos y existimos ahora mismo. Nos sentiremos vivos y completos. Cuanto más fuerte lo sintamos más lucidez acumulamos y mayor consciencia espiritual tendremos. La invocación del Nombre del Señor con atención es la mayor fuente de riqueza y renovación espiritual. Es la dieta del cristiano. De ello y para ello vive. Para invocar y disfrutar al Señor. Inspira profundamente diciendo “Kyrie”, y espira suave y prolongadamente suspirando “eleison”. “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”, decimos en español, prestando atenta atención al aquí y ahora, a la hermosura de nuestro Señor, al brillo de su gloria, al resplandor de su amor ante el que los querubines y serafines se cubren el rostro con sus alas. Ante el despliegue impresionante e inmerecido de su gracia en el monte Calvario, abiertos sus brazos en cruz para abrazar a todas y cada una de sus criaturas, llorando y suspirando de ternura por ellas, deseando darles vida plena y verdadera, revelando para siempre el rostro misericordioso del Padre e insuflando y entregando su Espíritu para crear un nuevo mundo donde el amor sea la única norma. “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”. No he encontrado jamás una invocación más eficaz. Hacerlo todos los días, docenas de veces, centenas de veces, miles de veces, sentados en el coche, en la cocina, en el trabajo, andando por la calle, notando cómo los pulmones se llenan y se vacían, cómo sube y baja el abdomen, cómo el aire entra y sale por la nariz, nos hace conscientes y despiertos al Espíritu. No importa que los pensamientos fluyan, no hay que preocuparse o agobiarse por las inevitables distracciones que como cuervos quieren hacer su nido. Sólo hay que permanecer firmes como la montaña que es atravesada por toda clase de nubes. Sin rechazar, sin retener. Entonces cada brizna de hierba nos resultará sorprendentemente verde, cada árbol contendrá toda la vida, las colinas serán maravillosas y sólo mirar por la ventana será como limpiarse los ojos: una generosa invitación a disfrutar del banquete de la vida.
No hay que esforzarse por ser pacientes o buenos. No hay que ser mejores tampoco. Sólo hay que invocar al Señor. Así él se forja en nuestro espíritu. “Los que son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos de Dios” (Romanos 8,14). La ética enseña a la gente cómo comportarse, pero no a proceder por el Espíritu. La religión intenta mejorar la conducta, pero no dice cómo caminar en el Espíritu. Si alguien nos ofende, simplemente andemos por el Espíritu. No intentemos reprimir el mal carácter, pues luego aflorará todavía con más virulencia. Lo que necesitamos es ejercitar el espíritu invocando el Nombre del Señor. No digamos: “Debo guardar la compostura para no ser una vergüenza”. Esta no es la economía de Dios, es la ley. El plan de Dios consiste en hacernos sus hijos forjando a su Hijo en nosotros a través del Espíritu. A esto hemos sido predestinados (Romanos 8,28-30; Hebreos 2,10). El nacimiento ocurre sólo una vez, pero respiramos toda la vida, y del mismo modo somos conformados a la imagen de Hijo, el Primogénito entre muchos hermanos, día tras día. Esta conformación sucede al andar en el Espíritu e invocar el Nombre del Señor. Si lo hacemos Dios podrá tener hijos y herederos maduros que heredarán sus riquezas. ¿Qué busca Dios hoy, tal vez que sigamos ciertas doctrinas o prácticas? ¡Que sigamos el Espíritu! La meta de la economía de Dios es la filiación. Su intención es producir muchos hijos que lleven su misma vida y apellido. He aquí el deseo íntimo de su corazón. Dios nos ha abierto su corazón, su deseo, nos lo ha transmitido a través de un injerto de vida. No desestimemos esta visión. Dios quiere ser expresado en muchos hijos, como el Padre de una gran familia que lleva la imagen de su amado Hijo. No importa lo que tarde en conseguirlo, él tendrá esa expresión. Es el destino del mundo, su norte y su rumbo. El Hijo Unigénito va a ser el Primogénito de muchos hermanos que expresan al Padre. La economía de Dios, su propósito, es tener muchos hijos que sean su contenido y expresión (Efesios 1,4s). Un día nuestro cuerpo será también transformado completamente, no sólo el espíritu y el alma, sino también esta tienda de carne exterior (Romanos 8,23; 2 Corintios 4,7-18; 5,1-5) será transfigurada con la gloria del Señor. Entonces tendremos la filiación plena (1 Juan 3,2). La redención no fue un fin en sí mismo, sino el resultado de la salvación del pecado. Pero el eterno proyecto de Dios es que su vida divina fuera impartida en nosotros. Con ese fin creó al ser humano y lo diseñó como un vaso que lo contuviera. Debido a que pecamos, otro elemento entró en ese vaso, y la botella se llenó del mal del árbol del conocimiento y no del árbol de la vida. Entonces Dios envió a su Hijo para realizar el sacrificio de la expiación y así viéramos cómo era el Hombre que Dios deseaba. Pero el Hijo en su glorificación fue hecho un ser espiritual que llevó a Dios todo lo que en su condición humana había realizado. Esto hizo posible el Espíritu, que es la máxima consumación de Dios, procesado y dispensado para vivir en nuestros corazones. El Espíritu nos regenera y transforma, nos consagra y conforma a través de su unción para ser nuestra regla elemental y principio básico. Él nos hace la nueva creación y nos otorga la filiación divina, y un día nos transformará también el cuerpo para darnos la redención plena. Entonces Dios resplandecerá en nosotros con toda su gloria y será todo en todos. Será la consumación de la filiación. ¡Bendito sea Dios que nos ha amado tanto!