Primera carta de Juan

 

         INTRODUCCIÓN

 

         Ocasión de la carta. 

         El autor, Juan, reconocido por los Padres Eclesiásticos como el apóstol hermano de Santiago e hijo del Zebedeo, escribe a ciertas comunidades cristianas que atraviesan una crisis provocada por un grupo que ha abandonado la congregación (1 Jn 2,19).  Se trataba de carismáticos inspirados y predicadores (profetas; 1 Jn 4,1), es decir, personas de nota.  Empezaron a proponer nuevas doctrinas y, al no tener éxito, se han separado.  Por eso las congregaciones se sentían inseguras (1 Jn 5,13). 

         Hay que notar que la carta no hace ninguna afirmación de que la Iglesia fuera perseguida.  El peligro no era la persecución, sino la seducción; ésta venía de dentro.  El problema no parte de los de fuera que quieren destruir la fe cristiana, sino de personas de dentro que pretendían mejorarla, que querían fabricar un cristianismo intelectualmente respetable.  Conocían las tendencias intelectuales dominantes en su día y pensaban que el cristianismo debía llegar a un acuerdo con la filosofía y con las religiones contemporáneas.  Para algunas Cristo era divino, pero no humano; para otras Cristo era humano, pero no divino.  En realidad, Jesús era Dios y hombre a la vez, en dos naturalezas que se daban en una sola persona.  La polémica ya no era, como en el caso de Pablo, con los judíos sobre la Ley mosaica y la circuncisión.  Ahora el problema es con los gnósticos, los docetas y los cerintianos. 

         Los falsos maestros son calificados de anticristos (1 Jn 2,18.22; 4,3), es decir, “antimesías”, pues su doctrina negaba que Jesús fuera el Cristo o Mesías; se les tacha además de embusteros (1 Jn 2,22) que intentan extraviar a los creyentes (1 Jn 2,26), de falsos profetas (1 Jn 4,1), en connivencia con el mundo (1 Jn 2,15; 4,5). 

         Al mismo tiempo se jactaban estas personas de conocer a Dios (1 Jn 2,4; 4,8), de amarlo (1 Jn 4,20) y de estar en íntima unión con él (1 Jn 1,6; 2,6.9).  Además, pensaban estar completamente libres de pecado (1 Jn 1,8.10).  Despreciaban el mandamiento del amor activo a los hermanos (1 Jn 2,4.9.11; 3,7.10-12.17).  Tal vez manifestaban odio o violencia contra los creyentes (1 Jn 3,13-15). 

         Los destinatarios de la carta han resistido bien la ofensiva (1 Jn 2,13-14; 4,4; 5,4), aunque la mala influencia aún continúa (1 Jn 2,26; 3,7; 4,1). 

         El propósito de la carta es pues doble:  escribe para que la alegría de aquellas congregaciones sea completa (1 Jn 1,4) y para que no caigan en pecado (1 Jn 2,1).  Producirles gozo y preservarlos del pecado es una y la misma cosa. 

 

         Contenido de la carta. 

         El vértice unificador de toda la carta es el amor al prójimo:  amar al prójimo significa conocer a Dios (1 Jn 2,3; 4,8), vivir en la luz (1 Jn 2,10), estar unido a Dios (1 Jn 1,6) y a los hermanos (1 Jn 1,7), no pertenecer al mundo (1 Jn 2,15), tener la vida (1 Jn 3,14), hacer caso del mensaje (1 Jn 1,5.7), cumplir los mandamientos (1 Jn 5,2) y, por consiguiente, amar a Dios (1 Jn 3,17; 5,2), practicar la justicia (1 Jn 3,10), ser hijo de Dios (1 Jn 4,7; 5,1), obtener el perdón de los pecados (1 Jn 1,7; 3,18-20) y librarse del miedo (1 Jn 4,18). 

         La carta está encerrada entre un prólogo y un epílogo.  En el prólogo se trata de la manifestación de la Palabra (Logos, el Proyecto o Verbo) que es vida eterna y definitiva, y que crea comunión entre los destinatarios y Juan, y, entre todos, con el Padre y el Hijo (1 Jn 1,3).  En el epílogo se declara que el propósito de la carta es darles la seguridad de que tienen la vida eterna (1 Jn 5,13). 

         La Palabra (Logos) se identifica con Jesús, el Mesías e Hijo de Dios (1 Jn 1,1; 2,13-14).  La Palabra o Proyecto, que es Jesús de Nazaret, se expresa en su vida (1 Jn 2,6) y en su mandamiento (1 Jn 2,7; 3,10-11; 4,21).  De ahí el grave peligro para los cristianos que nieguen u olviden que Jesús, el que vivió y dio su vida por amor a Dios y a la humanidad, es el Mesías, el Cristo, el Hijo y Consagrado por Dios (1 Jn 2,22; 5,1.10; 2,20).  El Cristo glorioso es la fuerza del cristiano por el Espíritu, pero el Jesús terrestre es su modelo. 

Dios manifestó su amor a la humanidad en Jesús, y por él hace posible el amor entre las personas:  el cristianismo ha de continuar la obra de manifestación y realización del amor de Dios en el mundo (1 Jn 4,17).  Amor es interés positivo por las personas (1 Jn 3,17-18), es imperativo de justicia (1 Jn 2,29).  Quien no vive de esta manera pertenece al mundo, fundado sobre el mal, sobre el egoísmo, la codicia y el alarde (1 Jn 2,15-16); el que no reconoce que Jesús es el Mesías pertenece al mundo y es cómplice del mundo (1 Jn 4,5), porque la única fuerza capaz de vencer al mundo cambiando la escala de valores del ser humano es la fe en que Jesús (que se opuso al mundo y fue odiado por él; Jn 7,7; 1 Jn 3,13; Jn 15,17-18) era el Hijo de Dios (1 Jn 5,4-5). 

         Todo lenguaje espiritualista está vacío si no se traduce en la conducta (1 Jn 1,6; 2,4; 4,20).  La naturaleza del amor es tal que no podemos amar a Dios con exclusión del hermano (1 Jn 4,21; 5,1; 3,17-18).  El amor, que es la vida eterna, no puede vivirse más que en comunidad.  Si Dios es Padre, hay necesariamente una familia de hijos e hijas que viven como hermanos y hermanas en comunión (1 Jn 3,14; 4,12; 5,1-2).  Esta es la marca distintiva de la Iglesia. 

         La vida cristiana es vida eterna que se experimenta ya aquí y ahora (1 Jn 5,12-13) y que continuará para siempre (1 Jn 2,17) manifestándose en gloria (1 Jn 3,2).  El cristiano ya es hijo de Dios (1 Jn 3,1), tiene la semilla divina (1 Jn 3,9), posee la unción del Espíritu que le confiere un conocimiento superior (1 Jn 2,20.26) y experimenta dentro de sí a ese Espíritu (inhabitación divina) que da testimonio de la verdad de lo que cree y de la realidad de su experiencia de Dios (1 Jn 5,10). 

         Resumiendo:  a Dios no se le ve (1 Jn 4,12), pero se le puede conocer a través de su Hijo Jesús, el Mesías (1 Jn 2,22-23), que es su Palabra (1 Jn 1,1).  Jesús es la palabra salida del silencio del Padre y la única que nos explica qué es Dios.  Quien cumple el imperativo del amor (1 Jn 3,17-18) reconoce que Jesús es el Hijo de Dios y conoce a Dios (1 Jn 5,1; 4,7) y tiene la vida (1 Jn 1,1; 3,14; 5,12).  Quien no lo cumple está muerto (1 Jn 3,14-15; 5,12), no conoce a Dios (1 Jn 4,8) y el dios que se imagina es un ídolo (1 Jn 5,12). 

 

         La filosofía contemporánea. 

         ¿Cuáles eran la filosofía y el pensamiento contemporáneos que los falsos profetas y los maestros equivocados querían armonizar con la fe cristiana?  En el mundo griego había una filosofía o religión llamada gnosticismo.  Su idea básica era que sólo es bueno el espíritu, y la materia es esencialmente mala.  Los gnósticos pues, despreciaban el mundo, puesto que era materia.  Y particularmente despreciaban el cuerpo, que, por ser material, era esencialmente malo.  El espíritu del hombre, totalmente bueno, estaba prisionero en el cuerpo, totalmente malo.  El espíritu era como una semilla dentro de la cárcel, y la finalidad de la vida era liberar esa semilla celestial prisionera en un cuerpo malo.  Esto no se podía hacer más que por medio de un conocimiento secreto y un ritual elaborado que solamente los verdaderos gnósticos podían comunicar. 

         Para los gnósticos Jesús no podía ser el Mesías, pues fue un simple hombre al que vino el Logos o Cristo en su bautismo y que le inspiró durante su vida pública.  Finalmente, al morir, el Logos abandonó a Jesús en la cruz.  “¿Quién es el mentiroso sino quien niega que Jesús sea el Mesías?” (1 Juan 2,22).  A los gnósticos judíos se les hacía muy difícil que un hombre ajusticiado fuera el Mesías esperado.  Un Mesías crucificado no entraba en sus esquemas triunfalistas.  Además, Jerusalén había sido asolada por las tropas romanas y destruida hasta los cimientos, hasta el punto de hacer pasar un arado por toda ella.  ¿Cómo es que había venido el Mesías y los judíos estaban exiliados por todo el mundo y todas sus instituciones arrasadas? 

         Había otra cosa aún más seria, dado que la materia era mala, ¿cómo es que Dios se ha hecho “carne”?  Cualquier encarnación real era imposible.  “Toda inspiración que confiese que Jesús es el Mesías venido en carne es de Dios; y toda inspiración que no confiese a Jesús, no es de Dios” (1 Juan 4,2s). 

         Una herejía radical al respecto era el docetismo, llamado también “parecismo”, pues el verbo griego “dokein” significa “parecer”; y los docetistas enseñaban que Jesús solamente parecía tener un cuerpo.  Sin embargo, decían, era un ser totalmente espiritual con la apariencia de un cuerpo.  Por eso afirmaban que cuando Jesús andaba nunca dejaba huellas en el suelo. 

         Una variante de esta teoría, más sutil y peligrosa, estaba liderada por Cerinto, que trazaba una distinción definida entre el Jesús humano y el Cristo divino.  Decía que Jesús fue un hombre nacido de manera natural, vivió en especial obediencia a Dios y, en su bautismo, descendió sobre él el Cristo en forma de paloma, y entonces trajo a la humanidad la buena noticia del Padre que era hasta entonces desconocida.  Al final de la vida de Jesús, el Cristo se retiró de él, por eso el Cristo nunca sufrió.  Fue el Jesús humano quien sufrió y murió.  Juan, por su parte, afirma:  “Éste es el que vino mediante agua y sangre, Jesús el Mesías; no sólo mediante agua, sino mediante agua y sangre” (1 Juan 5,6).  Los gnósticos decían que el Cristo divino vino por agua, es decir, en el bautismo de Jesús; pero negaban que viniera mediante la sangre, es decir, por la cruz, pues ellos insistían en que el Cristo divino dejó al Jesús humano antes de su crucifixión. 

         El peligro de esta herejía viene de una veneración equivocada.  Tiene miedo de atribuirle a Jesús, un humano, la divinidad.  Considera irreverente que el Cristo tuviera un cuerpo físico.  Pero esta idea no está muerta del todo, pues, inconscientemente, reaparece entre no pocos creyentes.  Para ellos Jesús debió ser un supermán con poderes mágicos, no un hombre común y corriente que albergaba la Divinidad. 

         La gnosis tenía consecuencias prácticas en las vidas de los que la sustentaban: 

1)      Podía tomar forma de ascetismo, con ayuno y celibato, pues como del sexo viene la reproducción y la comida alimenta la vida, ambas cosas eran muy malas. 

2)      Ya que el cuerpo no importaba, sus apetitos se podían gratificar hasta el límite, pues es indiferente lo que se haga con él.  Sin duda en las congregaciones había gnósticos que pretendían tener un conocimiento especial de Dios, pero cuya conducta estaba muy lejos de las demandas de la ética cristiana (1 Jn 1,6; 2,4-6).  Esta actitud todavía llegaba más lejos, pues algunos sostenían que el verdadero gnóstico debía conocer tanto el bien como el mal, y debía entrar en todas las experiencias de la vida (tanto las más elevadas como las más degradadas) de buena gana.  Se podría decir que tales herejes mantenían que era una obligación pecar.  Puede que Juan se refiera a estas personas cuando insiste en que “Dios es luz y no hay en él ninguna oscuridad” (1 Juan 1,5).  Muchos gnósticos mantenían que en Dios no sólo había una luz deslumbrante, sino también profundas tinieblas (y había que experimentar ambas cosas). 

3)      El gnóstico se tenía por una persona totalmente espiritual, despojada de todas las cosas materiales de la vida y con un espíritu liberado de la cárcel de la carne.  Al ser tan espirituales decían estar más allá del pecado y haber alcanzado la perfección espiritual.  A ellos se refiere Juan cuando habla de los que se engañan a sí mismos diciendo que no tienen pecado (1 Jn 1,8-10). 

4)      El gnosticismo producía la destrucción de la comunión cristiana, pues la liberación del espíritu se realizaba mediante un conocimiento elaborado y esotérico.  Ese elaborado conocimiento no era para todo el mundo; el cristiano común y corriente estaba demasiado involucrado en la vida ordinaria y el trabajo cotidiano como para tener tiempo para la disciplina y el estudio necesarios.  Y aunque tuvieran tiempo, muchos eran intelectualmente incapaces de captar las especulaciones de la filosofía gnóstica.  La salvación era por el conocimiento, no por el amor.  Esto producía en la comunidad cristiana un resultado inevitable.  Dividía a los fieles en dos bandos:  los que eran capaces de una vida espiritual (los perfectos), y los que no (que nunca sobrepasaban el principio de la vida física).  El resultado estaba claro:  los gnósticos eran una especie de aristocracia espiritual que miraba por encima del hombro a los cristianos “inferiores” que no sabían en qué consistía la verdadera religión.  La consecuencia era la ruptura de la comunión y fraternidad cristiana.  Por eso Juan insiste en que la verdadera prueba del cristianismo es el amor a los hermanos.  Si andamos en la luz, tenemos comunión entre nosotros (1 Jn 1,7).  Quien dice estar en la luz y odia a su hermano, vive en la oscuridad (1 Jn 2,9-11).  La prueba de haber pasado de las tinieblas a la luz es que amamos a los hermanos (1 Jn 3,14-17).  Las marcas del cristianismo son la fe en Jesús como el Cristo y el amor a los hermanos (1 Jn 3,23).  Dios es amor, y el que no ama no conoce a Dios en absoluto (1 Jn 4,7s).  Porque Dios nos ha amado, nosotros debemos amarnos mutuamente; si lo hacemos Dios mora en nosotros (1 Jn 4,10-12).  El mandamiento es que quien ame a Dios debe amar también a su hermano, y quien afirme amar a Dios y odia a su hermano es un embustero (1 Jn 4,20s).  Para los gnósticos la verdadera religión consistía en despreciar a la gente ordinaria; para Juan la verdadera religión es el amor a todos.  Así pues, los gnósticos hablaban de ser nacidos de Dios, de andar en la luz (ser iluminados), de no tener pecado, de habitar en Dios y de conocer a Dios.  Estos eran sus lemas.  No querían destruir la Iglesia ni la fe cristiana, sino limpiar la Iglesia de la escoria de la gente corriente y convertir el cristianismo en una filosofía intelectualmente respetable.  Pero las consecuencias eran nefastas, pues se negaba la encarnación, la ética cristiana y hacía imposible la comunión dentro de las congregaciones.  No debe sorprendernos que el anciano Juan, con ferviente devoción episcopal, tratara de defender a las comunidades cristianas de tan insidiosa herejía.  Ésta era una amenaza mucho más peligrosa que cualquier persecución pagana. 

 

Dios y Jesús en la carta. 

         Juan tiene dos cosas que decir acerca de Dios.  Dios es luz y en él no hay ninguna oscuridad (1 Jn 1,5), lo que significa que Dios es una realidad totalmente positiva, es el Ser.  La otra es que Dios es amor y él nos ama antes de que nosotros le amemos a él (1 Jn 4,7-10.16).  Juan está seguro de que Dios se revela a sí mismo en Jesús de Nazaret, su único Hijo y la Palabra salida de su Silencio. 

         Jesús es el Mesías (1 Jn 2,22; 5,1), artículo esencial de la fe, pues eso mantiene su relación con la historia.  Si ver a Jesús como el Hijo de Dios es mantener su conexión con la eternidad, confesarlo como Mesías es aceptarlo como hombre concreto, como el enviado de Dios, entendiendo su venida como el acontecimiento hacia el cual se ha movido todo el plan de Dios.  Si negamos que Jesús es Dios venido en carne hacemos de su compromiso histórico, hecho por el bien y la liberación de la humanidad, algo superfluo y sin valor.  Juan dice que Jesús era tan humano que él mismo lo conoció y palpó.  Ningún escritor del Nuevo Testamento subraya con más intensidad la plena realidad de la encarnación.  No solamente el Hijo de Dios se hizo humano, sino que sufrió por toda la humanidad ofreciendo su vida (sangre derramada; 1 Jn 3,16).  Jesús era sin pecado (1 Jn 3,5) y nosotros somos todos pecadores aunque pretendamos lo contrario (1 Jn 1,8-10).  Por eso puede ser nuestro Valedor o Abogado defensor (1 Jn 2,1) y nuestra expiación (1 Jn 2,2; 4,10).  Cuando pecamos nuestra relación con Dios se rompe.  Hace falta un sacrificio expiatorio que restaure esa relación.  Es un sacrificio reconciliador, que vuelva a hacer que Dios y el ser humano se unan.  Eso fue lo que hizo Jesús.  Por la entrega de su vida (para los judíos la vida estaba en la sangre) en bien de todos la relación entre Dios y el ser humano, rota por el pecado, se restablece.  Jesús coloca a los pecadores como hijos e hijas de Dios, su sangre los perdona y por el Espíritu los regenera y consagra.  Como consecuencia de todo los cristianos tienen vida eterna, la vida (1 Jn 4,9; 5,11s).  Tienen vida porque son librados de la muerte, que es el destino del mundo ruin, y tienen la vida porque disponen de una calidad existencial que da sentido a sus vidas.  Todo esto se puede resumir diciendo que Jesús es el Salvador del mundo:  “El Padre envió al Hijo para que fuera el Salvador del mundo” (1 Juan 4,14).  Jesús traía la causa de Dios a la tierra, eso hace que el Padre mismo es quien quiere el bien del ser humano, y no condenarlo.  El Padre no cambió su intención a causa del sacrificio personal de Jesús, pues él mismo tomó la iniciativa al enviar al Hijo para realizar su proyecto.  Fue él quien entregó a su Hijo para que fuera el Salvador de toda la humanidad.  En el breve espacio de esta carta se presenta esta gracia y maravilla. 

 

Autor. 

Desde los primeros tiempos se ha atribuido esta carta al apóstol Juan, que se considera también autor del cuarto evangelio.  El vocabulario y las expresiones de ambos escritos son muy comunes y peculiares.  Como la carta es posterior al evangelio, la Iglesia primitiva aceptó el evangelio joanico en el Canon a condición de que se le leyera siempre a la luz de la carta. 

         Primera de Juan se llama una carta, aunque no aparecen nombres de destinatarios ni acaba con los típicos saludos de las cartas del apóstol Pablo.  Y hasta nuestros días nadie puede leerla sin percibir su carácter intensamente personal.  No cabe duda de que el autor tenía presente una situación concreta y a un grupo definido de personas.  La carta se trata más bien, como algunos teólogos han afirmado, de “un sermón cariñoso y preocupado” de un viejo pastor que amaba a su pueblo y enviado a las congregaciones que tenía a su cargo. 

 

         TRADUCCIÓN Y COMENTARIOS

 

a)     La manifestación de la vida divina

1,1 Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que han visto nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de vida.  2 Pues la vida se nos manifestó y la vimos, y testificamos y os anunciamos la vida eterna, la que estaba junto al Padre y se nos manifestó. 

 

Al principio de la carta Juan expone su derecho a hablar:  su experiencia personal de Jesús.  Dice que lo ha oído.  La gente no tiene interés en escuchar opiniones y suposiciones de nadie, sino algo que viene directamente de Dios.  Juan dice que lo ha visto, que lo ha observado (en griego “theasthai”, que quiere decir fijar la mirada hasta alcanzar el significado de esa persona o cosa) y que sugiere no una mirada pasajera, sino una observación insistente para captar su misterio profundo.  Dice que sus manos lo tocaron, criticando a los herejes docetistas que decían que el Hijo de Dios era tan espiritual que no pudo tener un cuerpo realmente humano (Lucas 24,39).  Juan insiste, por el contrario, en que el Jesús que él conoció era realmente un hombre como cualquier otro. 

Juan dice que el Hijo de Dios existía desde el principio, es decir, que es tan eterno como Dios, pero que entró en un momento determinado en la historia.  Lo llama la Palabra, como en el prólogo del Evangelio, que da por conocido, y que significa el Proyecto o Verbo de Dios hecho carne (Juan 1,1-4.14).  En el griego la frase “la Palabra de vida” (v. 1) denota que la Palabra es Vida; en Jesús estaba la vida (Juan 11,25; 14,6), lo que confirma que esta epístola es la continuación y desarrollo del evangelio de Juan.  Esta manifestación de la vida eterna se efectuó mediante la encarnación de Cristo, que tanto enfatiza Juan en su evangelio (Juan 1,14).  La expresión “vida eterna” quiere decir la vida espiritual divina, no la vida humana y física (biós y psijé).  La palabra “eterna” no sólo denota duración, sino también calidad, pudiéndose también traducir como “definitiva”, es decir, absolutamente completa y perfecta, sin falta ni defecto.  Juan y los demás apóstoles vieron esta vida eterna, dieron testimonio de ella y la anunciaron a todos.  Esta experiencia no es una doctrina, sino el Hijo de Dios como vida eterna en el Espíritu viviendo dentro de ellos.  Su enseñanza no provenía de una teología o conocimientos bíblicos, sino de esa vida tan sólida.  El Padre es la fuente de la vida eterna, desde él, el Hijo, como enviado, es la expresión de esa vida en medio del mundo (Juan 17,3).  El propósito de esa manifestación de la vida es su impartición a las personas con miras a introducirlas en la unión y comunión con el Padre. 

 

b)     La comunión divina

3 Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos también a vosotros, para que también tengáis comunión con nosotros, porque nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesús, el Mesías.  4 Os escribimos esto para que nuestra alegría sea completa. 

 

Juan oyó y vio la vida eterna y definitiva; luego la anunció a los creyentes a fin de que ellos también la oyeran y experimentaran.  Los apóstoles deseaban que todos disfrutaran de la comunión con el Padre y con su Hijo Jesús.  La palabra “comunión” (koinonía) significa participación conjunta, común unión, solidaridad, y es el producto de la vida eterna dentro de todos los creyentes que ahora la poseen.  Todos los verdaderos creyentes están en esta comunión (Hechos 2,42), y el Espíritu Santo la mantiene en nuestro espíritu; por eso es llamada “la comunión del Espíritu Santo” (2 Corintios 13,14) y la “comunión de espíritu” (Filipenses 2,1).  En esa comunión tenemos parte, a través del Espíritu Santo, en todo lo que el Padre y el Hijo son, es decir, disfrutamos del amor del Padre y de la gracia del Hijo (2 Corintios 13,14).  Esa es la “comunión de los apóstoles” (Hechos 2,42) que es el tema de esta carta.  Tener comunión con los apóstoles es tener solidaridad con el Dios que Jesús reveló a sus apóstoles y que él llamaba “Abbá” (Papá). 

La carta pretende asegurar esa comunión que colmará la alegría del autor, pues se adivina que éste siente cierta preocupación y quiere asegurar la unión de la congregación con él.  Se perfila la presencia de otros que ofrecen una unión con Dios sobre supuestos diferentes a los de los apóstoles (1 Juan 2,18-28).  Para éstos el disfrute de Dios es producto de esta comunión, fruto de tener parte en el amor del Padre y en la gracia del Hijo por medio del Espíritu (2 Corintios 13,14). 

 

c)      Dios es luz

5 Éste es el mensaje que oímos de él y os anunciamos:  Dios es luz, y en él no hay ninguna oscuridad. 

 

Juan había oído lo que Jesús dijo sobre que él era la luz  (Juan 8,12; 9,5).  Ahora resume el mensaje que Jesús dio sobre el Padre con la expresión “Dios es luz y no hay oscuridad ninguna en él”.  El carácter de una persona está determinado por el carácter del Dios al que adora, por eso Juan empieza estableciendo la esencia y naturaleza de Dios.  Al decir que es luz quiere decir que en él no hay nada escondido ni furtivo, nada bajo o innoble, ninguna oscuridad que pueda camuflar el mal.  Dios es una entidad totalmente positiva (Santiago 1,17).  Será lo mismo que decir “Dios es amor” (1 Juan 4,8).  La luz es el elemento más revelador, pues las faltas y sombras ocultas aparecen ante la luz.  De ese modo, todas las imperfecciones se hacen visibles ante la presencia de Dios. 

La vida de la que habla Juan es Luz, sin mezcla de no-ser o no-luz (contingencia).  La oscuridad o las tinieblas, para el pensamiento hebreo, era el símbolo mítico de lo informe y caótico, del no-ser (Job 3), que en el ser humano es la caducidad y la contingencia que puede actualizarse como pecado.  La Vida morirá para destruir el maleficio tenebroso del pecado, pidiendo al ser humano que acepte un rayo de esa luz con sinceridad, para descubrir y reconocer su oscuridad (1 Juan 2,8-10). 

La oscuridad representa la vida sin Dios y sin Cristo, la vida separada de él.  Pablo dice a sus amigos cristianos que antes eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor (Efesios 5,8).  Dios nos ha librado del poder de las tinieblas y trasladado al Reino de su amado Hijo (Colosenses 1,13).  Los cristianos no están en las tinieblas, porque son hijos del día (1 Tesalonicenses 5,4s).  Los que sigan a Cristo no andarán en tinieblas, sino que tendrán la luz de la vida (Juan 8,12).  Dios ha llamado a los cristianos para que pasen de las tinieblas a su fantástica luz (1 Pedro 2,9). 

La oscuridad es lo que se opone a la luz (Juan 1,5).  Trata de apagar la luz, de borrarla, de dominarla.  Pero la luz se impone por sí misma, se limita a brillar.  Las tinieblas representan el caos de la vida sin Dios, pues dice Pablo que Dios mandó a la luz brillar en medio de las tinieblas en la creación (2 Corintios 4,6); sin luz de Dios sólo hay caos.  Las tinieblas conducen a la inmoralidad (Romanos 13,12) y el mundo ama más las tinieblas que la luz (Juan 3,19).  Por eso las tinieblas se relacionan con el odio, pues si alguien odia a su hermano es señal de que anda en tinieblas (1 Juan 2,9-11).  Para los tales está reservada la oscuridad tenebrosa (2 Pedro 2,9; Judas 13).  Las tinieblas son la vida separada de Dios.  El hecho de excluir de Dios toda oscuridad, excluye también de él todo aspecto negativo.  Indica también que su revelación es completa:  “la luz que ilumina a todo hombre” (Juan 1,9).  Aunque sea imposible abarcar toda la realidad divina debido a la limitación humana, se puede conocer lo que realmente es Dios y excluir lo que no es. 

El producto de la oscuridad es lo que el evangelio de Juan llama “la mentira” (Juan 8,44), o sea:  la falsa concepción de Dios, que ya no sería luz (amor), sino un Dios que no quiere el bien total del ser humano.  La consecuencia final de la oscuridad en el evangelio de Juan es la “muerte”, o sea, la muerte definitiva y eterna. 

 

d)     Vive en la luz quien reconoce sus faltas

6 Si decimos tener comunión con él y andamos a oscuras, mentimos, y no procedemos con autenticidad.  7 Pero, si nos movemos en la luz, como él está en la luz, tenemos comunión unos con otros y la sangre de su Hijo Jesús nos va limpiando de todo pecado.  8 Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no somos sinceros.  9 Si reconocemos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarlos y limpiarnos de toda injusticia.  10 Si dijéramos que no hemos pecado, lo dejamos por embustero y no hemos aceptado verdaderamente su mensaje. 

 

Había en esta congregación algunos creyentes que se tenían por muy avanzados, pero cuyas vidas no daban señales de ello.  Creían haber avanzado tanto en el conocimiento que para ellos el pecado había dejado de tener importancia.  Juan les recuerda que para tener comunión con Dios, que es luz, deben andar en la luz, y no en las tinieblas morales de una vida sin Cristo.  Y es que quien quiera encontrarse en comunión con Dios, debe comprometerse a una vida de bondad que refleje la bondad de Dios; es decir, a ser buenos como él.  Esto no quiere decir que para tener comunión con Dios haya que ser perfectos, porque, en ese caso, todos estaríamos excluidos.  Pero sí quiere decir que hay que reconocer las obligaciones y hay que esforzarse en cumplirlas, mostrando arrepentimiento cuando se falle.  De hecho, cuanto más cerca nos encontremos de Dios, más terrible nos parecerá el pecado.  Cuando vivimos bajo la iluminación de la luz divina salen a flote todos nuestros pecados y transgresiones, defectos y fracasos, los cuales contradicen su luz pura.  Entonces nuestra conciencia es iluminada para sentir la necesidad de ser lavados por la sangre redentora del Señor Jesús.  Aunque nuestra relación con Dios es inquebrantable, nuestra comunión con él se puede ver afectada por el pecado, por eso necesita ser mantenida por el lavamiento constante de la sangre de Jesús, quien era, a la vez, hombre y Dios.  Delante del Padre esa sangre nos limpió una vez y para siempre (Hebreos 9,12-14) y la eficacia de ese lavamiento perdura para siempre.  Sin embargo, en nuestra conciencia necesitamos la aplicación constante de esa sangre una y otra vez para tener relación con Dios. 

No hay nada como un “cristianismo de tertulia” o un “club cristiano” donde se debatan los problemas intelectuales, y que estudie la Biblia como un libro sobre el que hay que apilar información o datos.  El cristianismo es algo que se vive, es tener dentro la vida de Dios que nos pone en comunión con él y con todos los hermanos; es proceder según los valores de la luz y enmendarse cuando se falla.  Tener comunión con Dios es tener un contacto íntimo y vivo con él por su Espíritu que vive en nuestro espíritu (1 Juan 2,27).  Esto nos mantiene en el disfrute de la luz divina y del amor divino. 

El verbo griego para “proceder con autenticidad” denota la idea de hacer algo habitual y continuamente, por lo tanto, tiene el sentido de “practicar”. 

“La sangre de su Hijo Jesús nos va limpiando de todo pecado” quiere decir que todo el tiempo, día a día, constante y consistentemente, la sangre de Jesús lleva a cabo un proceso purificador en la vida de todo cristiano.  Limpiar en griego es “katharízein”, que adquiere un sentido moral, pues describe la bondad que permite a una persona entrar en la presencia de Dios.  O sea, que si realmente sabemos lo que supuso el sacrificio de Cristo y lo hemos experimentado, su poder irá añadiendo santidad a nuestras vidas día tras día, y nos capacitará más y más para estar en la presencia de Dios.  O sea, el sacrificio de Cristo no sólo expía los pecados pasados, sino que nos equipa de santidad día a día, produciendo más comunión con él y con las personas. 

Los que pretenden tener comunión con Dios, que es totalmente luz, y, sin embargo, andan en la oscuridad, están mintiendo (1 Juan 2,4).  Quien diga una cosa con sus labios y otra con su conducta, es un embustero.  Juan no piensa en alguien que hace todo lo posible, pero a veces falla, sino en la persona que presenta las más elevadas pretensiones espirituales y, sin embargo, no es coherente con ellas.  Quien diga que ama a Dios y, sin embargo, aborrece a su hermano, es un embustero (1 Juan 4,20).  Todas nuestras protestas de amor a Dios son inútiles y falsas si hay odio en nuestro corazón hacia nuestro hermano. 

Juan insiste en que cuando un cristiano peca, sus excusas y justificaciones son irrelevantes.  La única actitud válida es reconocer el mal y confesarlo humilde y penitentemente a Dios, y si es necesario a la persona que se haya ofendido.  Dios entonces, en su justicia, nos perdona.  A primera vista se puede pensar que Dios, por su justicia, estaría más propenso a castigar que a perdonar, pero el hecho es de que, por ser precisamente justo, nunca quebranta su amor (su luz) y siente misericordia para los que acuden a él con un corazón contrito.  El mismo hecho de presentar excusas y tratar de autojustificarnos nos excluye del perdón, porque nos excluimos nosotros mismos del arrepentimiento.  Hay personas que se ofenden porque se las llame pecadoras, pues creen que el pecado es el mal que sólo sale en los periódicos.  Olvidan que “pecado” es dejar de ser buena persona, buen padre o buena madre, esposo, esposa, hijo, hija, obrero, etc.  Y eso nos incluye a todos.  En cualquier caso, quien afirma no haber pecado nunca, está dejando por embustero a Dios, porque según las Escrituras, Dios dice que todos hemos pecado.  Juan condena, por tanto, a quien pretende estar tan avanzado en el conocimiento y en la vida espiritual que el pecado ha dejado de afectarle.  Condena al que se exime de la responsabilidad por su pecado, o que mantiene que el pecado no le afecta lo más mínimo.  Condena al presuntuoso de su propia justicia y que, por tanto, se hace superior a los demás e incluso puede llegar a creer que Dios le debe algo.  Juan condena la doctrina del perfeccionismo terrenal, según la cual en esta vida es posible llegar ya a un estado en el cual uno es libre de pecado. 

La relación con Dios (la comunión) no nos hace impecables, pero nos mantiene unidos a él y la conciencia de pecado no domina nuestra existencia (1 Juan 3,19-24).  Los pecados ocasionales no son una nueva barrera, pues por el don del Espíritu que hace posible la comunión y la relación con Dios como Padre “la sangre de Jesús nos limpia de todo pecado”.  La sangre es la metáfora de la vida derramada, es decir, gracias a la vida de Jesús, que amó tanto al Padre y a la humanidad que la entregó por amor, es posible relacionarnos con Dios bajo esa base. 

 

e)      Jesús el Valedor y expiación de todos los pecados

2,1 Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis; pero, en caso de que uno peque, tenemos un defensor ante el Padre, Jesús, el Mesías justo, 2 él es el sacrificio que perdona todos nuestros pecados, y no sólo los nuestros, sino también de los de toda la humanidad. 

 

Juan llama a sus lectores “hijitos míos”, diminutivo que denota un afecto especial.  Son palabras que se usan como una caricia.  Juan ya es un anciano, tal vez el último superviviente de los apóstoles; el último de los discípulos que anduvieron con Jesús.  A menudo los ancianos no simpatizan con los jóvenes, y hasta se desarrolla una irritabilidad especial frente a las maneras nuevas de la generación más joven.  Juan, en su ancianidad, no da muestras de nada de esto, sino sólo de ternura para los que son sus hijitos en la fe.  Les dice que no deben vivir en el pecado, pero no les da la bronca con palabras afiladas.  Quiere conducirlos a la bondad a fuerza de amarlos.  Por eso sus palabras están llenas de la ternura afectiva propia de un pastor que ha conocido muchas debilidades y flaquezas a lo largo de su ministerio. 

El propósito al escribirles es que no pequen, pues el pecado no es algo que se puede tomar a la ligera.  Cualquiera que diga que no ha cometido nunca un pecado es un embustero.  Pero, por muy grande que fuera ese pecado, todavía mayor es el perdón que Dios ofrece en Jesucristo.  En vista de esto, alguien podría pensar con ligereza:  “Si a fin de cuentas todos hemos pecado, ¿por qué armar tanto jaleo y luchar contra algo inevitable?  Además, si hay perdón para todo, ¿por qué preocuparse?”.  Pero Juan dice que si alguien ha llegado a conocer de veras a Dios y lo ha experimentado entonces sabe lo que significa la obediencia, es decir, la positiva respuesta a su amor.  Además, si uno permanece en Dios y es habitado por su Espíritu, está movido a vivir la misma clase de vida que llevó Jesús, pues está completamente unido a Cristo y eso conlleva la similitud.  De modo que los dos grandes principios de Juan son:  el conocimiento lleva a la obediencia y la unión lleva a la similitud.  Aquí no hay nada que nos induzca a pensar en el pecado con ligereza. 

Es verdad que el ser humano es un fracaso ético, pues aunque admite y acepta las demandas divinas, fracasa estrepitosamente en cumplirlas.  De aquí se levanta una barrera infranqueable entre Dios y el ser humano.  Dios es justo, pero el hombre es pecador.  ¿Cómo puede un pecador entrar en la presencia de un Dios tres veces santo?  Jesús de Nazaret es la solución al dilema.  Juan lo llama “Paráclito”, es decir, “abogado” o “valedor”.  La palabra griega “paráklêtos” procede del verbo “parakalein”, que quiere decir confortar y consolar.  Por ejemplo en Mateo 5,4 dice:  “Felices los que lloran porque serán consolados”.  Pero el significado frecuente en el mundo griego era “llamar a alguien al lado de uno” como ayudante y consejero.  Jenofonte (Anábasis 1.6.5) dice que Ciro convocó (parakalein) a Plearcos a su tienda para que fuera su consejero.  El orador griego Esquines protesta de que sus adversarios llamaran a su rival Demóstenes, y dice:  “¿Por qué tenéis que llamar a Demóstenes en vuestra ayuda?” (Contra Ctesifonte, 200).  Filón cuenta que los judíos de Alejandría estaban oprimidos por cierto gobernador y decidieron presentar el caso al emperador:  “Debemos encontrar un paráklêtos más poderoso que induzca al emperador Gayo a una actitud favorable hacia nosotros” (Leg. in Flacc. 968 B).  En las versiones siríaca, egipcia, árabe y etiópica del Nuevo Testamento se conserva la expresión sin traducirla.  De este modo la palabra “paráclito” entró en el vocabulario cristiano.  En la época de las persecuciones y los mártires un acusado cristiano llamó a Vetio Epagato para que lo defendiera:  “Fue un abogado (paráklêtos) para los cristianos, porque tenía al Abogado en su vida, al Espíritu Santo” (Eusebio.  Historia eclesiástica 5,1).  En ese sentido, Jesús, el paráclito, es el amigo y defensor del ser humano.  Pablo habla de él como estando a la diestra de Dios e “intercede por nosotros” (Romanos 8,34).  La Carta a los Hebreos habla de él como el que “siempre está vivo para interceder” (Hebreos 7,25).

Jesús es presentado aquí como la expiación o propiciación de todos los pecados.  La palabra original es “hilasmós” y es una figura que proviene del sacrificio; por eso, para entenderla, hay que captar las ideas básicas que subyacen en ella.  La finalidad de toda religión es relacionarse con Dios y ser acepto a él; por eso el problema supremo es el pecado.  Para resolver ese problema surge la idea del sacrificio, pues éste restaura la relación con Dios.  Así era el sacrificio que los judíos ofrecían en el templo de Jerusalén mañana y tarde, un sacrificio por el pecado en general.  También ofrecían sacrificios por pecados particulares.  Del mismo modo, en el cristianismo hay “pecado” y “pecados”.  Pablo dice en Romanos 7,20:  “Si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí”.  Romanos 7 personifica el pecado, pues es el mal inyectado en nuestra carne que nos lleva a cometer multitud de actos que van contra Dios. 

Expiar o propiciar, si se trata de una persona, quiere decir aplacarla.  Si el sujeto es Dios quiere decir “perdonar”, pues en el caso del Evangelio es Dios mismo quien provee el medio por el cual se restablece la relación perdida entre él y la humanidad.  Por otra parte, la obra por la que se quita la mancha o culpa se dice literalmente “expiar”, que significa, no ya pacificar a Dios, sino desinfectar a la persona del contagio del pecado y darle la capacidad de mantener una relación con Dios.  El apóstol Pablo dice que cuando Jesús estaba crucificado se hizo pecado por nosotros (2 Corintios 5,21), y Hebreos 9,26 añade:  “Ahora, al final de los tiempos, Cristo ha aparecido una sola vez y para siempre, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio para quitar el pecado”.  El apóstol Pedro explica:  “Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre la cruz, para que nosotros muramos al pecado y vivamos una vida de rectitud.  Cristo fue herido para que vosotros fuerais sanados” (1 Pedro 2,24).  Pablo declara:  “Cristo murió por nuestros pecados” (1 Corintios 15,3).  Y la Carta a los Hebreos añade:  “Cristo ha sido ofrecido en sacrificio una sola vez para quitar los pecados de todos” (Hebreos 9,28).  El acto de justicia de Cristo (Romanos 5,18) en la cruz satisfizo a nuestro favor lo que el Dios justo requería.  Por eso, solamente él está cualificado para ser nuestro abogado o valedor y restaurarnos a una correcta relación con Dios (1 Timoteo 2,5). 

¿Cómo se hizo la expiación?  Pablo dice al respecto:  “Pero ahora, independientemente de la Ley, se ha revelado el indulto que Dios concede, avalado por la Ley y los Profetas; juicio favorable de Dios mediante la fe en Jesús como Mesías que recae sobre todos los que creen, sin distinción, por cuanto todos pecaron y están privados de la gloriosa presencia divina.  Pero ahora son absueltos gratuitamente a través del rescate que entregó el Mesías Jesús, a quien Dios destinó como propiciatorio purificador, por medio de la sangre derramada en su muerte, a través de la fe, para demostrar así su justicia cuando pacientemente toleraba los pecados de antaño.  Con esa demostración de justa amnistía en el presente, resulta que él es justo y que además indulta al que vive la fe de Jesús” (Romanos 3,21-26).  En este texto Pablo utiliza tres metáforas para describir la obra de Dios:  1) forense; es el indulto o rehabilitación por el que Dios puede aceptar a los pecadores y hacerlos sus hijos e hijas; 2) metáfora social; es el rescate o liberación (“apolytrosis”) por el que Jesús paga el precio de nuestra libertad con su propia sangre (su vida derramada hasta la muerte por amor); esta metáfora está tomada de los esclavos que recobraban su libertad o las propiedades que volvían a sus dueños; 3) metáfora religiosa; se trata de la expiación mediante el propiciatorio, que es la explicación que tiene el paralelo con Juan.  “Hylasterion” era la placa de oro (kipporet) que recubría el arca sobre la que se derramaba la sangre de la expiación en el Antiguo Testamento (Ex 25; Lv 16; Heb 9,4-5).  En el arca Dios se reunía con el pueblo, pero dentro del arca estaba la Ley, que era el justo requisito de un Dios Santo.  La expiación se producía al rociar la cubierta del arca con la sangre de un cordero sin defecto.  De ese modo, Dios podía bendecir y reunirse con quienes eran pecadores y seguir siendo a la vez justo y santo.  De ese modo resolvía el Antiguo Testamento el problema de la relación entre un Dios justo y unas personas pecadoras, lo cual era una imagen de lo que sucedería con el Mesías, el Cordero de Dios (Jn 1,29), quien con su amor demostrado (la sangre derramada) satisfizo todos los requisitos de la santidad de Dios.  De esta forma, Dios pudo demostrar su justicia y a la vez tolerar pacientemente los pecados del pueblo de Dios del Antiguo Testamento (Heb 8,12; 2,17).  Pero aquellos pecados no fueron quitados, sino sólo “tapados”, cubiertos por la sangre de los corderos que eran figura del Cordero definitivo.  Fue con Jesús con quien el pecado del mundo es quitado, pues él es el que da el Espíritu, es decir, el amor y la fuerza de Dios, Dios mismo procesado y dispensado para vivir dentro del corazón de su pueblo (Jn 1,29-34). 

Cuando Juan dice que Jesús es el “hilasmós” por nuestros pecados está reuniendo en uno todos estos significados.  En Jesús se elimina la culpa por los pecados pasados y su infección va desapareciendo.  En definitiva, por Jesús se restaura y mantiene la correcta relación con Dios.  Pero este beneficio no es solamente para nosotros los cristianos, sino que es universal, es decir, para toda la humanidad.  “Dios quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Timoteo 2,4).  Sería una osadía poner límites a la gracia y al amor de Dios o a la eficacia del sacrificio de Jesucristo que abarca a todos.  Sin embargo, esta expiación está supeditada a que los increyentes crean en el Hijo de Dios, Jesús, como su Señor y Mesías y sean regenerados.  Los incrédulos malamente van a manifestar a Dios llevando una vida de injusticia, de modo que no pueden experimentar la eficacia de la expiación mientras no se enmienden y conviertan. 

 

f)       Conocer a Dios es amar

3 Sabemos que lo conocemos si cumplimos sus mandamientos.  4 Quien afirme conocerle y no cumple sus mandamientos, es un embustero y no es sincero.  5 Pero quien cumple su mensaje tiene realizado de veras el amor de Dios.  Por eso sabemos que estamos unidos a él.  6 Quien afirme permanecer en él debe proceder como él mismo procedió. 

 

En el mundo griego era frecuente la expresión “conocer a Dios”, pero ese “conocer” era tener una relación lejana con él, pues los griegos estaban convencidos de poder llegar a Dios a través del razonamiento y la búsqueda meramente intelectual.  Recordemos, por ejemplo, a Platón, Aristóteles, Jenofonte o Pitágoras.  Eran griegos clásicos para los que la curiosidad era la madre de la filosofía.  De modo que, para ellos, el camino hacia Dios pasaba por la inteligencia.  Este enfoque intelectual no era ético por necesidad.  De modo que uno podía decir que conocía a Dios como la resolución de un problema de álgebra mental y, a la vez, odiar a su vecino, pues esa fe no le comprometía a nada.  Dios era la meta de una actividad mental intensa, y nada más.  La fe era un problema de matemáticas superiores, y punto.  La religión era una satisfacción intelectual y no un compromiso moral.  De hecho, muchos de estos pensadores no eran, por lo que se dice, gente muy ética. 

En el mundo griego había personas que habían tenido una experiencia emocional y afirmaban:  “Yo estoy en Dios y él está en mí:  yo lo conozco”.  Pero Juan dice que, si de veras conocemos y hemos experimentado a Dios, eso se demuestra obedeciéndole.  Si de veras estamos unidos a Cristo, eso se demuestra imitándole y siguiendo sus pisadas. 

En ese sentido Juan recuerda lo que era “conocer” en la tradición del Antiguo Testamento, donde significaba practicar la justicia y defender al oprimido.  “¿Piensas que eres rey porque compites en cedros?  Si tu padre comió y bebió y le fue bien, es porque practicó la justicia y el derecho; hizo justicia a pobres e indigentes, y eso sí que es conocerme – oráculo del Señor-.  Tú, en cambio, tienes ojos y corazón sólo para el lucro, para derramar sangre inocente, para el abuso y la opresión” (Jeremías 22,15-17).  “Escuchad la palabra del Señor israelitas:  el Señor pone pleito a los habitantes del país, que no hay verdad ni lealtad ni conocimiento de Dios en el país, sino juramento y mentira, robo y asesinato, adulterio y libertinaje, homicidio tras homicidio” (Oseas 4,1-2).  Por eso no conoce a Dios quien no practica el amor según las exigencias de la realidad que encuentra (“sus mandamientos”).  De ahí que el criterio último de la vida cristiana designe al Jesús histórico.  El Cristo resucitado es nuestra fuerza por el Espíritu, pero el Jesús histórico es nuestro modelo.  Y no se puede seguir a Jesús si no se asume el mismo compromiso que él tuvo al bautizarse. 

 

g)      El mandamiento viejo y nuevo

7 Queridos, no os comunico un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que habéis tenido desde el principio; ese antiguo mandamiento es el mensaje que escuchasteis.  8 Pero, en cierto modo, el mandamiento que os escribo es nuevo, pues se hace realidad en él y en vosotros; porque la oscuridad va pasando y ya brilla la luz verdadera. 

 

Juan menciona un mandamiento que es, a la vez, viejo y nuevo.  “Un mandamiento nuevo os doy, que os améis mutuamente como yo os he amado, que también así os améis los unos a los otros” (Juan 13,14).  Este mandamiento era antiguo porque ya estaba en el Antiguo Testamento:  “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19,18).  En ese sentido la audiencia de Juan no era la primera vez que lo escuchaba, pues desde que se hicieron cristianos les habían catequizado con que la ley del amor debía ser la ley de sus vidas.  En ese sentido este mandamiento ya había recorrido un largo camino en la historia. 

Pero también era nuevo, porque se había elevado a un nivel completamente nuevo cuando Jesús lo hizo realidad.  De hecho, podemos afirmar que la humanidad no supo realmente lo que era el amor hasta que Jesús lo demostró.  Incluso en cualquier esfera de la vida puede que algo sea antiguo en el sentido de que existe hace mucho, y, sin embargo, alcance un nivel totalmente nuevo por la actuación de alguien.  Un juego puede llegar a ser nuevo para mí si veo jugar a un gran maestro.  Una pieza musical puede ser algo nuevo para alguien si la escucha a una gran orquesta bajo la batuta de un gran director.  Hasta una receta de cocina puede llegar a ser una cosa completamente nueva para quien la prueba de manos de un gran cocinero.  Eso fue lo que pasó con Jesús. 

En Jesús el amor llegó a ser una novedad por la amplitud que alcanzó, pues amaba hasta a los pecadores.  Los rabinos de la época decían:  “Hay alegría en el cielo cuando un pecador desaparece de la tierra”.  Jesús decía:  “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se enmienda que por noventa y nueve justos”.  Para los rabinos del mundo de Jesús los paganos eran la leña del fuego del infierno.  Pero Jesús aceptó a cualquiera, sin importar su origen o nacionalidad, que se acercara a él.  El amor llegó a ser algo completamente nuevo en Jesús porque él extendió sus fronteras hasta que no quedó nadie fuera de su abrazo. 

El mandamiento del amor era viejo en el sentido de que se conocía desde hacía mucho; pero era nuevo porque en Jesús alcanzó un nivel que no había tenido nunca antes.  Y es conforme a ese nivel que se nos pide amar también, pues Jesús dijo:  “igual que yo os he amado” (Juan 13,34). 

La práctica de ese amor es el germen de la nueva sociedad que hace presente la comunidad cristiana, es la nueva era del Reino de Dios que va amaneciendo y haciéndose realidad en la historia poco a poco, por eso dice que se va disipando la oscuridad (v. 8), que en los versículos posteriores equivale al odio, mientras que la luz equivale al amor. 

 

h)     El que dice, el que ama y el que odia

9 Quien dice estar en la luz mientras odia a su hermano, está todavía en la oscuridad.  10 Quien ama a su hermano vive en la luz y nada le hace tropezar.  11 En cambio, quien odia a su hermano está en tinieblas, y camina en las tinieblas sin saber adónde va, porque la oscuridad ha cegado sus ojos. 

 

En estos versículos aparecen tres tipos de personas que van a la iglesia:  los que dicen, los que aman y los que odian.  Y esas tres clases de gente acuden todavía a nuestras congregaciones. 

Juan habla de la actitud del cristiano hacia su hermano, es decir, el miembro vecino de su comunidad cristiana y que camina a su lado a diario.  Hay una supuesta actitud cristiana y ecuménica que anuncia con entusiasmo el amor a otras personas y gentes de otras tierras y lugares, pero que no busca ninguna relación con su hermano o hermana de al lado.  Esto no tiene sentido en la comunidad cristiana. 

Todavía más, Juan afirma que si amamos al hermano, caminamos en la luz y no hay nada que nos haga tropezar.  En el original griego esto se puede entender como que si amamos al hermano no haremos nada que le haga tropezar, pero es mucho más probable que Juan quiera decir que si amamos al hermano, no hay nada en nosotros que nos haga, a nosotros mismos, tropezar.  Es decir, que el amor nos permite progresar en la vida espiritual, mientras que el odio lo hace imposible.  Mientras que el amor nos acerca a los demás y a Dios, el odio nos separa de los demás y de Dios también.  De hecho, odiar es sinónimo de caminar en la oscuridad.  Es decir, el odio vuelve a las personas ciegas, pues cuando uno tiene odio se le oscurece la capacidad de juicio y no puede analizar claramente cualquier situación que se le presenta.  Una y otra vez todo avance se interrumpe a causa de animosidades personales.  Nadie puede enjuiciar nada con odio en su corazón, ni tampoco dirigir su propia vida como debiera, pues el odio pervierte la mente y la actividad del ser humano.  El amor nos permite caminar en la luz; el odio nos deja en la oscuridad, aunque no nos demos cuenta. 

 

i)        Características de la comunidad cristiana

12 Hijitos, os escribo porque vuestros pecados están perdonados en su Nombre.  13 Padres, os escribo porque ya conocéis al que existía desde el principio.  Jóvenes, os escribo porque habéis vencido al Maligno.  14 Os repito, muchachos, que ya conocéis al Padre.  Os repito, padres, porque conocéis al que es desde el principio.  Os repito, jóvenes, porque sois fuertes, el mensaje de Dios está en vosotros y habéis vencido al Maligno. 

 

Este es un pasaje difícil de interpretar, pues está escrito en forma de poesía y esto ha de tenerse en cuenta de cara a su lectura. 

El asunto es que Juan quiere que los cristianos recuerden su posición y los beneficios que tienen en Jesús, pues ésta sería su defensa contra el error y contra el pecado. 

Juan usa tres títulos para dirigirse a los lectores:  hijitos, que en el versículo 12 es “teknía” y en el 13 “paideía”; teknía indica a un niño de corta edad y paideía a un niño pequeño en experiencia y, por tanto, falto de enseñanza y disciplina.  Los llama “padres” y también “jóvenes”.  ¿A qué se refiere Juan con todos estos títulos?  Se han propuesto varias respuestas al respecto: 

a)            Algunos sugieren que debemos tomar estas palabras como indicativo de varios grupos de discípulos según sus edades espirituales.  Los padres serían los maduros o veteranos que tienen el conocimiento, los jóvenes los que tienen algún tiempo en Cristo y tienen la fuerza para vencer al Maligno, y, por último, los niños que tienen la candidez del principio y del perdón inicial.  Esta interpretación es muy atractiva, pero hay que recordar que este texto está escrito de forma poética en el original, y la poesía y el literalismo hacen pocas migas.  También hay que recordar que la expresión “hijitos” la usa Juan indiscriminadamente para dirigirse a toda su audiencia, y está claro que en los demás casos no está pensando en niños, pues habla como el profesor que sigue llamando a sus viejos alumnos “chicos” cuando ya son personas hechas y derechas. 

b)            Parece que las bendiciones de las que habla Juan no son patrimonio exclusivo de ninguna edad.  El perdón no pertenece sólo a los niños en Cristo.  La fuerza para vencer al Maligno no pertenece exclusivamente a los jóvenes.  El conocimiento no es únicamente beneficio de la vejez.  De hecho, lo que se aplica a cada grupo es aplicable también a todos los miembros de la comunidad cristiana, pues son temas que se encuentran en otros puntos de la carta.  Todos los cristianos parecen chiquillos, pues todos pueden recuperar la inocencia del perdón.  Todos los cristianos son como padres maduros y responsables, pues pueden repensar y aprender su camino siempre en progresión.  Todos los cristianos son como jóvenes, con una vigorosa energía para luchar y ganar sus batallas contra el Maligno.  Puede que Juan tenga una forma de decir las cosas que se pueda entender en ambos sentidos. 

c)             Como la expresión “padres” y “jóvenes” no vuelve a mencionarse y Juan en adelante sólo habla de “hijos” o “muchachos”, se ha sugerido que Juan en este pasaje sólo tiene en mente dos grupos, y que el hijitos o muchachos (sin edad determinada) describe a los cristianos en general. 

d)            El calificativo de “padres” y de “jóvenes” puede estar en paralelo con los términos anteriores del mandamiento y del mensaje, que es a la vez “antiguo” y “nuevo” (1 Jn 2,7-8).  La congregación es antigua (padres) pues su existencia entronca con lo que es anterior a toda ley y tradición (conoce al que es desde el principio, es decir, el proyecto divino).  Pero al mismo tiempo es nueva (jóvenes) porque posee el vigor del Espíritu que la hace capaz de practicar el mensaje del amor, venciendo toda oposición y halago del mundo. 

Juan habla del perdón por medio de su “Nombre” (v. 12).  En el idioma judío el “nombre” tenía un significado especial, pues no era simplemente la palabra por la que se llamaba a una persona, sino que representa todo el carácter de la persona en la medida en que se da a conocer a los demás.  “En ti confiarán los que conocen tu Nombre” (Salmo 9,10).  Esto quiere decir que todos los que conocen el ser o naturaleza de Dios están dispuestos a poner su confianza en él, porque saben cómo es él.  “Por amor de tu Nombre, oh Señor, perdona mi culpa” (Salmo 25,11).  Es decir, por causa de tu amor y tu misericordia, que es el ser de Dios revelado.  “Por amor de tu Nombre condúceme y guíame” (Salmo 31,3).  El salmista presenta su petición solamente porque conoce el Nombre (el carácter) de Dios.  “Algunos presumen de carros de combate y otros de su caballería, pero nosotros confiamos en el Nombre del Señor nuestro Dios” (Salmo 20,7).  Hay quien pone su confianza en las cosas terrenales, pero los creyentes confían en Dios porque conocen su naturaleza.  De ese modo quiere decir Juan que se nos asegura el perdón porque conocemos el carácter de Dios revelado en Jesús.  Sabemos que en él vemos a Dios y, por tanto, sabemos cómo es él y podemos estar seguros de que hay salvación para nosotros. 

Junto al perdón está el conocimiento de Dios, que no acaba nunca, pues aunque seamos tan ancianos como Juan y hayamos experimentado acontecimientos tan fantásticos como los que él vivió, este saber nunca se volverá una ciencia meramente intelectual.  Conocer a Dios no es conocerle con el conocimiento del filósofo, sino con el conocimiento del amigo.  En el idioma hebreo “conocer” se usa de la íntima relación de la pareja (Gn 4,1). 

Junto al perdón y al conocimiento está la fuerza victoriosa que vence cualquier tentación y prueba.  En este caso no habla del mal en abstracto, sino del Maligno, un poder personal que trata de apartarnos de Dios y al que podemos vencer por el mensaje de Dios. 

 

j)         No améis al mundo

15 No améis al mundo ni lo que hay en el mundo.  Si alguien ama el mundo no ama al Padre.  16 Pues todo lo que hay en el mundo:  los deseos egoístas, los ojos insaciables y el alarde de la buena vida, no proceden del Padre, sino del mundo; 17 y el mundo pasa y su codicia también.  Pero quien realiza el designio de Dios permanece para siempre. 

 

¿Qué quiere decir Juan por el “mundo”?  No puede tratarse del conjunto de la humanidad, de los seres humanos y de la vida en la tierra, pues la creación de Dios fue “muy buena”.  Jesús amó la belleza de las amapolas y el vuelo libre de los pájaros; una y otra vez sus ilustraciones provenían de la vida cotidiana que tanto él quería.  “La tierra es el del Señor y todo lo que contiene” (Salmo 24).  Pero la palabra “kosmos” adquiere también un sentido de orden, pues significa el mundo “ordenado”, o sea, el mundo que sigue un orden.  De ahí que pueda traducirse como el “sistema de este mundo” u “orden de este mundo”.  En ese sentido se refiere a la sociedad que se organiza sobre los principios falsos de los deseos egoístas, los falsos valores y el lujo insultante. 

El mundo de las tinieblas, el del pecado y el odio, se presenta en Juan con una concreción de tres figuras:  el Maligno, el mundo y el anticristo.  Se trata del sistema de antivalores (1 Jn 2,16) que mantiene a esta sociedad como una potencia rival y hostil al plan de Dios.  Esa potencia tiene un jefe, el príncipe de este mundo, el Maligno (1 Jn 2,15-17), que se concreta en muchos anticristos, es decir, rivales o suplantadores del verdadero Mesías que fue Jesús (1 Jn 2,22; 4,3).  La presencia activa del anticristo, en sus diversas manifestaciones, prueba que vivimos ya en la última hora o etapa decisiva (1 Jn 2,18).  Pero para luchar contra esos terribles poderes Dios nos da el Espíritu como unción (1 Jn 2,20.27).  Es decir, el Espíritu, amor, vida y fuerza divina, que es Dios mismo procesado y dispensado para vivir dentro del corazón del cristiano, es como un ungüento penetrante y envolvente que tonifica y consagra (separa al cristiano del mundo) y al creyente lo hace “experto, instruido”, capaz de discernir verdad de falsedad (1 Jn 2,27). 

Así pues, el “mundo” tiene un valor negativo:  “¡Adúlteros!, ¿no sabéis que ser amigo del mundo es ser enemigo de Dios?” (Santiago 4,4).  “Sabemos que somos de Dios y que el mundo entero está bajo el poder del Maligno” (1 Juan 5,19).  Jesús no pertenece a él (Jn 17,9) y sus discípulos no deben amarlo (1 Jn 2,15).  Su trama social no está entretejida por la solidaridad, sino que está anudada con la injusticia.  Su sistema político y religioso está basado en el poder, la mentira y la violencia (Jn 8,23.44; 17,14.16; 15,19; Ro 12,2; 1 Pe 1,14).  Sus ideales o ídolos es la triple ambición:  poder, honra y riqueza (1 Jn 2,16).  Estos antivalores corrompen la sociedad, suscitando rivalidad y división.  En mayor o menor escala, cada ambición supura enemistad, recelo y envidia, que se traducen en zancadillas, intrigas o calumnias, bajeza y adulación.  Por eso Dios no puede aceptar el mundo, es decir, su orden o sistema, y está completamente en contra de él.  De hecho, Jesús y el mundo son incompatibles (Jn 7,7), pues éste odia a Jesús y su alternativa (Jn 15,25).  El mundo se ha fabricado su propio dios, el dinero (Jn 8,55; 16,3).  Por eso todo discípulo ha de optar por Dios contra el mundo (Jn 17,6) pues ambos son incompatibles (Gál 6,14). 

Se es del mundo cuando se odia (1 Jn 2,11; 3,12.15), cuando no se practica la justicia o no se ama (1 Jn 3,10).  El sumario propio del mundo es el afán de tener, la arrogancia del dinero y la insensibilidad ante la necesidad ajena (1 Jn 2,16; 3,17).  Es decir, el máximo egoísmo.  Pero el mundo pasa (1 Co 7,31). 

Juan menciona tres cosas acerca del mundo: 

a)     Habla de los deseos egoístas, es decir, del deseo de la carne, que es la parte de la condición humana que está fuera de la gracia de Dios y ofrece la cabeza de puente al pecado.  Es la persona carente del Espíritu, y, por tanto, juguete del mal y de la ambición.  Se trata de todas las ambiciones mundanas y objetivos egoístas.  Es medirlo todo con un baremo puramente materialista. 

b)      Habla de los ojos insaciables, es decir, el dejarse cautivar por las apariencias y el afán de ostentación.  Se trata de la persona que no puede ver nada sin desearlo, que no puede desear nada sin poseerlo y que, una vez lo posee, se pavonea de ello. 

c)       También habla del alarde de la buena vida, es decir, la vanagloria de la vida.  El término “bios” significa en este contexto “los medios de vida”, “la fortuna”.  La palabra que usa es “alazoneía”.  Para los antiguos moralistas el “alazôn” era la persona que pretendía tener más que nadie y ser más que nadie.  El alazôn era el fanfarrón.  Teofastro define al alazôn como una persona que cuando está en el puerto presume de sus barcos, aunque no tenga ninguno.  Manda ostentosamente a alguien al banco aunque no tenga un céntimo en él.  Presume de los contactos que tiene entre los poderosos, aunque no conozca realmente a ninguno.  Vive de prestado, pero dice tener tierras y fincas.  O sea, su ir y venir versa continuamente en presumir de cosas que no tiene y tratar de impresionar a los que le rodean.  Ese presumido fanfarrón, esclavo de la ostentación, siempre trata de presentarse como mucho más de lo que es. 

Pero, como dice Juan el mundo pasa (1 Co 7,31), pues nada de eso procede del Padre (v. 16), el gran comunicador de vida.  O sea, nada de eso procura y acrecienta en el ser humano la vida verdadera y eterna, en que consiste su realización.  Es decir, las personas que viven a la manera del mundo y según sus metas están dedicando sus vidas a cosas que, literalmente, no tienen ningún futuro y que las alienan.  Todo lo que hay en el mundo es pasajero y transitorio, falso e impermanente.  Pero quien pone a Dios como centro de su vida, ése sí que hace una buena inversión, pues se entrega a cosas que valen para siempre.  Los que viven según el mundo están condenados a la desilusión, pero los que viven según los valores del proyecto de Dios tienen un gozo interminable. 

 

k)     Los anticristos de la última hora

18 Muchachos, estamos en la decisiva y última hora.  Habéis oído que iba a venir un anticristo, pues bien, han surgido numerosos anticristos.  Eso demuestra que es la última hora. 

 

¿Qué quiere decir Juan con la “última y decisiva hora”?  El griego “eskhátê hôra” indica el tiempo o momento en que la opción no puede esquivarse, siendo decisiva o crítica.  Se trata de la calidad propia del tiempo mesiánico, etapa final de la historia que va desde la glorificación de Jesús hasta su parusía o venida, en la que los campos quedan divididos por la inevitable opción entre la luz y la oscuridad. 

¿Quién es el “anticristo”?  Se trata del anti-mesías, pero un anticristo es diferente de un Cristo falso (Mt 24,5.24).  Un Cristo falso sería alguien que, con engaños, pretende pasar por el Mesías o se pone en su lugar.  Podría tratarse de alguien que trata sutilmente de tomar el lugar de Cristo desde dentro de la Iglesia.  En ese sentido su doctrina sería falsa y peligrosa y su persona no sería una figura única e individual, sino más bien un poder de falsedad que habla por boca de falsos maestros.  El mismo Pablo hablaba de la “impiedad en persona” que se instalaría en el templo de Dios y se proclamaría divino.  En ese sentido los reformadores del siglo XVI vieron en el poder de los papas romanos corruptos de su época la figura del anticristo, que se sentaba en el templo de Dios (su Iglesia) y la desdibujaban.  Pero un anticristo es alguien que niega a Cristo, que niega que Jesús sea el Cristo o Mesías, afirmando que Jesús no es el Hijo de Dios ni vino en carne mortal.  Esta era la herejía fundamental que en los tiempos de Juan sostenían gnósticos, cerintianos y docetas. 

A lo largo de la historia se han identificado diversos personajes con el anticristo:  Nerón, los papas, Napoleón, Mussolini, Hitler, etc.  Y puede incluso que al final de los tiempos aparezca una persona concreta que realice en sí misma toda la maldad de estos personajes.  Pero el anticristo del que habla Juan en esta carta no es una persona, sino un principio que se encarna en diversas personas que pasan por ser enemigas declaradas de Dios y su proyecto.  Lo lamentable es que esa realidad está muy dentro de la misma Iglesia. 

 

l)        No eran de los nuestros

19 Salieron de nosotros, pero no eran de los nuestros.  Si fueran de los nuestros habrían permanecido con nosotros.  Pero así se demuestra que no todos son de los nuestros. 

 

La membresía nominal de una Iglesia no es garantía de que una persona sea verdaderamente cristiana.  Puede, incluso, que sea anticristiana.  A pesar de que a las congregaciones acudan personas que parecen haber tenido manifestaciones espirituales o demostrar fe, si nunca acuden verdaderamente a Jesús como el Mesías, Señor e Hijo de Dios y son regeneradas por el poder del Espíritu Santo, son meros profesantes religiosos.  Desgraciadamente a veces en las comunidades cristianas se mezclan los elegidos y los hipócritas, que no tienen de Cristo otra cosa que el nombre y la apariencia.  Es gran deshonra que los perros y los cerdos tengan sitio en los agapes del pueblo de Dios (2 Pe 2,20-22; Jds 12-13) y todavía peor que les sea dado el cuerpo y la sangre de Cristo, pues comen su propio juicio (1 Co 11,28-29).  El mismo apóstol Pablo dijo de los israelitas:  “Porque no todos los descendientes de Israel pertenecen a Israel” (Romanos 9,6). 

La causa del abandono de la comunidad cristiana ha sido la no aceptación del compromiso con el prójimo, según el mensaje de Jesús, que para ellos no era el Cristo.  Esa ideología separa al hombre Jesús del Mesías, entidad celeste y gloriosa, que desciende sobre Jesús en su bautismo, pero lo abandona antes de la infamante muerte en cruz (1 Jn 4,1-6; 5,6-12). 

Siempre hubo personas que asisten a las celebraciones cristianas sin haber sido regeneradas, pues ni se han enmendado de sus pecados ni se han convertido a Dios.  Se trata de los creyentes sociológicos.  Es decir, las personas que van a las capillas llevadas por las demás.  Son llevadas a bautizar al poco de nacer; son llevadas a hacer la primera (y quizás la última) comunión; son conducidas a su boda religiosa por los padrinos; y al final los amigos y familiares conducen su cadáver a su última morada en este mundo. 

Puede que estas personas sean algo creyentes, es decir, que recen sobre todo en situaciones de apuro y hasta se emocionen con los actos religiosos.  Tampoco hay que negar que tengan buen corazón y que hasta colaboren con asociaciones de beneficencia, pero si hubieran nacido en otra cultura (musulmana, hindú o atea) dejarían de ser “cristianos” inmediatamente.  De ellos dice Santiago en su carta:  “¿Crees en Dios?  Muy bien, pero también los demonios creen, ¡y tiemblan!” (Santiago 2,19). 

También existen personas meramente religiosas, es decir, las que van mucho a la capilla y asisten a todos los actos religiosos, e incluso conocen a los pastores, especialmente a los más fanáticos.  Su beneficencia no pasa del paternalismo, pues piensan que a los pobres hay que ayudarles con recogidas de ropas, comida y alguna limosna; pero nunca se plantean el origen de la pobreza y la desigualdad en el mundo, la injusticia de la marginación y las situaciones de miseria que surgen por todas partes. 

Sin embargo, ser religioso es sólo un aspecto muy secundario del ser cristiano, pues no todo lo religioso es cristiano.  Pensemos si acaso en los letrados y fariseos, los grandes enemigos de Jesús, gentes muy religiosas y creyentes.  De hecho, Jesús dijo:  “No todo el que dice ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de Dios, sino quien realiza el designio de mi Padre”.  En otras muchas ocasiones y de muchas maneras echó en cara a sus adversarios una religiosidad falsa que no tenía en cuenta al ser humano.  En la parábola del buen samaritano y del sacerdote y el levita, el primero, un hereje samaritano, tenía mejor corazón por hacerse solidario con el apaleado al que encontraron medio muerto por el camino.  Los otros dos, que eran personas muy devotas y religiosas, dieron un rodeo para no tocar al pobre malherido, no fueran a contraer una impureza y entonces no podrían entrar en el culto del templo.  Por eso decía Jesús de la religión:  “Corazón quiero y no sacrificios”. 

¿Qué es, entonces, ser religioso?  Se trata de una experiencia común a todas las religiones y culturas que se ponen bajo la envoltura de lo sagrado.  En muchas ocasiones se trata de un pavor y un sentimiento solemne ante el Misterio, ancho y profundo, de la vida y de la muerte, una sensación de recogimiento y temor ante las maravillas del universo o de la conciencia.  Pero esa sensación no tiene todavía por qué ser cristiana. 

 

m)   La unción del Espíritu

20 Vosotros, en cambio, tenéis la unción del Santo y todos sois conscientes.  21 No os escribo porque ignoréis la verdad, sino porque la conocéis y sabéis que ninguna mentira sale de la verdad. 

 

Los gnósticos pretendían tener un conocimiento, una gnosis secreta, especial y avanzada que no estaba a disposición de los cristianos comunes y corrientes.  Pero Juan les recuerda que aún el más común de los cristianos no es inferior al más instruido y erudito.  Es verdad que hay asuntos de investigación técnica que se reservan para el experto; pero las cosas esenciales e importantes de la fe son posesión de cada uno. 

La “unción” (en griego “crisma”, como “Cristo”, es decir, “Ungido”) la hemos recibido del Santo, Jesús, el Consagrado por el Espíritu en el río Jordán, que nos da la experiencia de Dios como Padre y de Jesús como Salvador.  La “unción” es el mover del Espíritu que nos habita, es decir, se trata del Espíritu vivificante por el que Dios vive en nuestros espíritus y se imparte a todo el ser.  Ese Espíritu permanece en nosotros para siempre (v. 27); por él los hijos conocen al Padre (v. 13) y conocen la verdad, que es el amor leal de Dios (v. 21). 

Está atestiguado en el Nuevo Testamento que los apóstoles imponían sus manos y “ungían” con aceite (mezcla de perfume y bálsamo) a muchos enfermos y comunicaban el Espíritu (Hechos 8,14-17; 19,5-7).  En esos casos los nuevos cristianos se iban incorporando a la unidad y comunión con la Iglesia mediante el derramamiento o infusión del Espíritu (Hechos 2,14.17.38; 4,31; 10,44-48; 9,31; 13,52). Imponer las manos, según la tradición bíblica, significa un acto de bendición (Génesis 48,18; Isaías 44,3); en otros casos se trata del gesto que expresa la transmisión de un oficio o tarea (Números 27,12ss; Deuteronomio 34,9).  En ese sentido celebramos hoy día la confirmación, en la que el obispo, en nombre de la Iglesia, bendice a los bautizados y les impone una tarea determinada.  ¿De qué tarea se trata?  En el Antiguo Testamento tenía una importante significación la unción de los reyes (Jueces 9,8.15; 1 Samuel 9,16; 10,1; 15,1.17; 16,3.12; 1 Reyes 1,39; 2 Reyes 9,3.6).  Mediante esa unción se le otorgaba al rey el poder para ejercer su función (Salmo 45,8-9), la cual estaba estrechamente relacionada con la defensa de la justicia.  Es decir, la tarea primordial del rey consistía en hacer justicia en nombre de Dios:  “Amas la justicia y odias la maldad; por eso, entre todos tus compañeros, el Señor tu Dios te ha ungido con perfume de fiesta” (Salmo 45,8).  “Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes:  para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud.  Que los montes traigan paz para tu pueblo y los collados justicia, que él defienda a los humildes del pueblo, socorra a los hijos del pobre y quebrante al explotador...  porque él librará al pobre que pide auxilio, al afligido que no tiene protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres; él vengará sus vidas de la violencia, su sangre será preciosa a sus ojos” (Salmo 72,1-4.12-14).  La justicia que hacía el rey consistía en la defensa de los pobres y desamparados de la tierra, de ahí la relación en el Nuevo Testamento entre la unción del Espíritu Santo y la solidaridad con los pobres y oprimidos.  Por eso Jesús fue ungido con el Espíritu “para dar la buena noticia a los pobres, para anunciar la libertad a los cautivos, para dar la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos” (Lucas 4,18).  En consecuencia, la unción del Espíritu es recibir la fuerza y la valentía necesarias para hacer justicia en la tierra. 

En vez del orgullo religioso y discriminatorio de los gnósticos, la humilde entrega al servicio de todos a que inspira el Espíritu, que es la verdadera unción. 

Juan dice a sus lectores que no les escribe porque no conozcan la verdad, sino, precisamente, porque la conocen.  Es decir, no pretende comunicar un conocimiento nuevo, sino hacer un buen uso del conocimiento que ya poseen sus lectores.  No hace falta una nueva verdad, sino hacer efectiva en nuestras vidas la que ya tenemos:  “Acerca del amor fraternal no tenéis necesidad de que se os escriba, porque vosotros mismos habéis aprendido de Dios a amaros unos a otros” (1 Tesalonicenses 4,9). 

 

n)     El embuste del anticristo

22 ¿Quién es el embustero sino quien niega que Jesús sea el Mesías?  Éste es un anticristo:  quien niega al Padre y al Hijo.  23 Quien niega al Hijo se queda sin el Padre; quien reconoce al Hijo acepta también al Padre. 

 

Negar a Jesús como Mesías es la mentira capital, la más grande de todas.  Aquellos gnósticos hacían una división muy clara entre el Jesús humano y el Cristo de Dios.  Bien podían decir:  “Puede que tengamos ideas diferentes acerca de Jesús, pero tenemos al mismo Dios”.  Para Juan eso es imposible, pues él ve en Jesús al mismísimo Dios:  nadie puede negar al Hijo si pretende tener al Padre, pues, precisamente, la imagen del Padre la da el Hijo.  Es el Hijo quien revela al Padre.  “Nadie conoce al Padre excepto el Hijo, y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mateo 11,27; Lucas 10,22).  “Quien me da su adhesión no cree sólo en mí, sino también en el que me envió; quien me ve a mí ve al que me envió” (Juan 12,44s).  Cuando Felipe quiso que Jesús le mostrara al Padre, recibió por respuesta:  “Quien me ha visto, ha visto al Padre” (Juan 14,6-9).  Esto quiere decir que sólo podemos llegar a conocer al Dios inefable e inaprehensible a través de Jesús.  Es en él donde hallamos la única puerta y ventana que nos da de bruces en Dios, y fuera de él sólo hallamos imágenes distorsionadas, incompletas y hasta falsas.  Si negamos a Jesús, su conocimiento especial y su relación particular con Dios, no podemos seguir teniendo confianza en lo que él dice, pues sus palabras no pasarían de ser meras elucubraciones que cualquiera podría tener. 

Negar al Jesús hombre es negar al Mesías o Cristo (Ungido que lleva el Espíritu), es volverse anticristo, pues es negar al Hijo de Dios y, por tanto, que Dios sea Padre.  La actividad del Hijo es la misma que la del Padre (Juan 10,24-25.32.36).  Se niega así la importancia de su vida histórica, pues la vida y actividad de Jesús revela el ser de Dios (Juan 1,18; 12,45; 14,9).  El dios que se fabrique tal persona será un ídolo (1 Juan 5,21). Quien niega al Hijo pierde también al Padre, pues el Hijo y el Padre son uno (Juan 10,30).  

 

ñ)  El privilegio de la enseñanza de la unción

24 Por vuestra parte, permanezca en vosotros lo que aprendisteis desde el principio.  Si conserváis lo que oísteis desde el principio, también vosotros permaneceréis unidos al Hijo y al Padre.  25 Y esta es la promesa que él mismo nos hizo:  la vida eterna.  26 Basta con lo escrito sobre los que os desvían.  27 En cuanto a vosotros, la unción que recibisteis de él permanece en vosotros y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe, pues su unción, que es realidad, no ilusión, os va enseñando todo en cada circunstancia.  Lo que os enseñe conservarlo. 

 

¿Qué aprendieron desde el principio aquellos cristianos?  Que el hombre Jesús era el Mesías, el Cristo, el Hijo de Dios (v. 22).  Si permanecen en esa fe permanecen en el Hijo, y también en el Padre.  De hecho, el Hijo y el Padre son la vida eterna que nos regenera y que podemos disfrutar.  El Padre y el Hijo se imparten por el Espíritu que nos habita, llamado también “la unción”.  En dicha vida eterna tenemos comunión unos con otros y con Dios (1 Juan 1,2-3.6-7).  Así pues, aquello que aprendieron los cristianos desde el principio es el mensaje del amor, a ejemplo de Jesús.  El Padre es fuente de amor y de vida; el Hijo es expresión de amor y de vida en lo humano; el Espíritu es la experiencia de amor y de vida del cristiano. 

La expresión “basta con lo escrito sobre los que os desvían” (o engañan), muestra que Juan pretende vacunar a los cristianos para contrarrestar las herejías referentes a la persona de Cristo. 

En ese particular nadie mejor que el Espíritu vivificante que mora en nosotros (Juan 14,17.23) y que es la “unción” por la que disfrutamos y experimentamos al Padre y al Hijo como nuestra vida eterna.  Esto es mucho más que una simple enseñanza exterior por medio de palabras, pues es una experiencia interior por medio del Espíritu, que agrega a nuestro espíritu humano al mismo Dios que lo habita para impartirse en nosotros. 

La unción con que Dios nos equipa y que nos enseña en cada circunstancia viene del pensamiento hebreo, donde se relacionaba con tres clases de personas. 

·           Los sacerdotes.  “Luego tomarás el aceite de la unción, lo derramarás sobre su cabeza y le ungirás” (Exodo 29,7; 40,13; Levítico 16,32). 

·           Los reyes.  Samuel ungió a Saúl como rey de Israel (1 Samuel 9,16; 10,1).  Más tarde, Samuel también ungió a David (1 Samuel 16,3.12).  A Elías se le ordenó que ungiera a Hazael y a Jehú (1 Reyes 19,15s).  La unción equivalía a la coronación. 

·           Los profetas eran ungidos.  Elías ungió a Eliseo como sucesor suyo (1 Reyes 19,16). 

En el Antiguo Testamento recibir la unción era privilegio de sólo unos pocos:  sacerdotes, reyes y profetas.  Ellos tenían el Espíritu, y no en su plenitud.  Pero en la economía del Nuevo Testamento, la unción del Espíritu es privilegio de todo cristiano, por muy humilde que sea, que lo vuelve en sacerdote, profeta y rey.  La palabra “Mesías” es la palabra hebrea que significa Ungido, que en griego se dice Cristo (“Jristós”).  Jesús fue el Ungido, el Cristo o Mesías, con el Espíritu en el río Jordán (Hechos 10,38).  Del mismo modo, el cristiano recibe la unción del Espíritu cuando confiesa a Jesús como Señor y se bautiza.  Los Padres Eclesiásticos, por ejemplo Tertuliano en el siglo II, nos cuentan que los obispos tenían por costumbre ungir con aceite al recién bautizado como símbolo de la unción del Espíritu.  Se trataba del “crisma” (Hechos 8,17).  Junto a esa unción, el cristiano recibía una instrucción que se llamaba “catequesis” sobre la vida cristiana.  En base a esas dos realidades, el testimonio interno del Espíritu y la enseñanza o catequesis impartida por el obispo, ¿está de acuerdo cualquier enseñanza o experiencia que se nos propone?  Hay una comprobación interna:  el testimonio del Espíritu; y hay una comprobación externa, que hoy bien podría ser las Escrituras del Nuevo Testamento. 

El cristiano que ama tiene la unción del Espíritu (1 Juan 2,20) que vivifica la enseñanza de Jesús (Juan 14,26), permitiendo discernir lo verdadero de lo falso y actuar en cada circunstancia según lo inspire el Espíritu. 

 

o)      Le verá quien practica la justicia

28 Ahora, hijitos, permaneced en él, para que cuando se manifieste tengamos confianza y no nos escondamos, avergonzados, el día de su visita.  29 Si sabéis que él es justo, deducid que todo el que practica la justicia ha nacido de él. 

 

Este texto nos dice que la mejor forma de prepararse para la venida de Cristo es vivir con él todos los días.  Si lo hacemos así, su Segunda Venida no será una sorpresa terrible, sino la entrada feliz a una mayor y mejor presencia suya.  Suponiendo que incluso muriéramos antes de su Segunda Venida, pues nuestra vida física algún día llegará a su fin y habrá que decir adiós a este mundo, la cita con Dios será estupenda si hemos vivido unidos a él y no ha sido para nosotros un recuerdo impreciso y distante.  Su voz será una llamada para ir a casa, a la presencia de alguien que no es un extraño, sino un Amigo. 

La única manera, mientras tanto, de saber si permanecemos en Cristo, es por la integridad de la vida, por una existencia de rectitud.  Pero esto no por nuestros propios méritos, sino por estar unidos, precisamente, a Cristo y Dios por el Espíritu.  Lo que un cristiano profese lo probará o desmentirá su manera de vivir. 

 

p)     El privilegio de ser hijos de Dios

3,1 Mirad qué gran amor nos ha dado el Padre para llamarnos hijos de Dios, y lo somos.  Por eso el mundo no nos reconoce, porque no le reconoció a él.  2 Queridos, ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos; pero cuando eso se manifieste, seremos semejantes a él, pues le veremos como él es.  3 Y todo el que tiene puesta en él esta esperanza, se purifica, para ser puro como él lo es. 

 

Así como la fecundación es fruto del amor conyugal, del mismo modo, nuestra filiación brota del amor de Dios.  Esto es un privilegio, que no consiste en pertenecer a una gran asociación, una gran escuela, equipo o compañía, sino a la familia de Dios.  Este es nuestro gran título, no ser médicos, ingenieros, profesores o eclesiásticos, sino ser hijos e hijas de Dios.  Y, por lo tanto, parecernos a Dios, llevar dentro el parecido de familia que ponga bien alto el apellido.  Por eso no se trata sólo de llamarnos hijos de Dios, sino de serlo.  En ese sentido, no todas las personas son hijas de Dios, aunque sí criaturas de Dios.  Sólo podemos llegar a ser hijos e hijas de Dios si damos fe a su Hijo Jesús como Mesías y recibimos su Espíritu, la fuerza y la vida de su amor.  Esto lo describe el apóstol Pablo como adopción (Romanos 8,14-17; 1 Corintios 1,9; Gálatas 3,26s; 4,6s), en el que, por un deliberado designio divino, la persona entra en su familia de balde. 

Hemos tenido un nacimiento diferente a como se nace en el mundo.  Hemos nacido de Dios.  Estábamos muertos en nuestro espíritu y Dios nos resucitó con su Espíritu Santo para engendrarnos como hijos suyos.  A causa de ese nacimiento divino el mundo no nos reconoce, pues el mundo no sabe nada de Dios, ya que está inmerso en sus valores de codicia, egoísmo, poder y vanidad. 

Esta realidad es algo grandioso, pues no solamente tenemos la imagen divina que el ser humano había perdido y desfigurado por su pecado original, sino que también tendremos su semejanza (Filipenses 3,21).  Participar de la naturaleza divina, de la vida del Espíritu Santo, es ya una gran bendición y disfrute, pero lo mejor todavía no se ha manifestado, pues ser como Dios poseyendo su semejanza será un deleite aún más grande.  Al ver a Dios reflejaremos su semejanza (2 Corintios 3,18), lo cual nos hará como él (1 Corintios 13,12).  Ver a Dios supone que quien lo conoce (al inefable e insondable, inaprehensible y totalmente Otro) está en su mismo plano.  Esto supone un gran privilegio, pues, de ese modo, esta vida es sólo el principio.  Y, de hecho, tan grande es nuestro futuro, que Juan no se atreve siquiera a suponerlo o expresarlo con palabras  que resultarían inadecuadas. 

Según el contexto de esta sección “purificarse” significa practicar la justicia, es decir, vivir una vida justa que exprese al Dios justo (1 Juan 1,9; 2,1).  Quien sabe esto y vive en consecuencia, sabe que Dios le espera al final del camino, y, por lo tanto, hará que toda su vida sea una preparación para ese momento.  Esta realidad nos incita a parecernos a Dios todo lo posible, eliminando lo que desdice de un hijo e hija de Dios. 

 

q)      Practicantes de la justicia o del pecado

4 Quien practica el pecado vive sin ley, pues el pecado es infracción de la ley.  5 Y sabéis que él se manifestó para quitar los pecados, y que no hay pecado en él.  6 Quien permanece en él no se da al pecado, pero quien peca habitualmente no lo ha visto ni conocido.  7 Hijitos, que nadie os engañe, quien practica la justicia es justo, lo mismo que él es íntegro.  8 Quien practica el pecado es del diablo, porque el diablo peca desde el principio, y el Hijo de Dios apareció para destruir las obras del enemigo. 

 

Los falsos maestros gnósticos justificaban el pecado diciendo que, ya que el cuerpo era malo de todas maneras, no había peligro en satisfacer todos sus deseos.  Lo que pasaba con el cuerpo para ellos no tenía la menor importancia.  Decían que una persona realmente espiritual podía pecar todo lo que le diera la gana sin sufrir ningún daño.  Incluso pensaban que el verdadero gnóstico tenía la obligación de escalar los picos más elevados y sondear los valles más bajos, para conocer todas las cosas. 

Juan les da una severa respuesta sobre la realidad del pecado.  Empieza diciendo que no hay nadie que esté por encima de la ley moral.  De hecho, cuanto más avanzado esté un cristiano, más disciplinado y templado será su carácter. 

Para Juan el pecado es quebrantar conscientemente una ley que se conoce.  Es decir, el pecado es no obedecer a Dios y su carácter moral que está presente en todo el universo, y, sobre todo, en los diez mandamientos.  Juan añade que el pecado viene de no permanecer en Cristo (en quien no había pecado; 2 Corintios 5,21; 1 Pedro 2,22; Hebreos 4,15), es decir, si Cristo realmente vive en nosotros, no podemos darnos al pecado así como así.  Esto no significa que los hijos de Dios no pequen nunca, pues es posible que pequen ocasionalmente, lo que pasa es que no pueden darse al pecado, pues el Espíritu de Dios mora en ellos.  Los que se dan al pecado no han visto ni conocido al Señor, es decir, no han tenido ninguna comprensión espiritual de él ni ninguna revelación, siendo su condición igual a la de un increyente.  Juan también nos dice de dónde viene el pecado:  del diablo.  Él es quien peca, por decirlo así, por principio, por cuestión de principio.  Por eso es el enemigo del plan de Dios y del ser humano.  Juan termina diciendo cómo se conquista el pecado:  porque Jesús ha destruido las obras del diablo.  De hecho, toda la tarea de Jesús tendía precisamente a echar abajo el sistema injusto.  Por supuesto que Cristo venció al diablo (Mateo 12,25-29; Lucas 10,18; Colosenses 2,15; 1 Pedro 3,22; Juan 12,32; Romanos 8,3) y con su ayuda la victoria también será nuestra:  “Ellos lo han vencido con la sangre del Cordero, con el testimonio que dieron y por menospreciar su vida hasta la muerte” (Apocalipsis 12,11). 

 

r)       Los hijos de Dios no pueden darse al pecado

9 Quien vive como hijo de Dios no practica el pecado, porque lleva dentro la semilla de Dios y no puede seguir pecando, ya que ha nacido de Dios. 

 

La traducción del perfecto griego indica el influjo permanente de la realidad de ser hijo de Dios a lo largo de toda la existencia.  Es decir, todo hijo se parece a su padre, pues lleva dentro su semilla (griego “esperma”) que le da el parecido de familia.  Un creyente regenerado puede caer ocasionalmente en el pecado, pero la vida de la semilla divina que lleva dentro no le permitirá vivir en el pecado.  Una oveja puede caer en el fango, pero no se revuelca en él como un cerdo.  Esto no desemboca en un perfeccionismo aterrador, pues el pecado nos acompañará siempre mientras vivamos en la carne humana; sin embargo, quien habita en Dios, no puede seguir siendo un pecador consciente y voluntario. 

¿Qué es la semilla?  “Por propia iniciativa nos engendró con el mensaje de la verdad, para que fuéramos primicias de sus criaturas” (Santiago 1,18).  El mensaje divino es como una semilla que produce nueva vida.  Pedro expresa también esta idea:  “Habéis nacido de nuevo, no de semilla corruptible, sino incorruptible:  la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1 Pedro 1,23).  En ese sentido, Juan quiere decir que quien ha nacido de Dios no puede darse al pecado porque tiene la fuerza y la dirección de la palabra de Dios en su interior. 

En los tiempos de Juan decían los gnósticos que Dios había plantado semillas de luz en las almas de los elegidos, y que por la acción de estas semillas el mundo se iba perfeccionando.  Por supuesto los gnósticos decían tener las verdaderas semillas que habitaban en sus cuerpos materiales y viles.  También los estoicos decían que Dios era un Espíritu de fuego y el alma humana una chispa (scintilla) de ese fuego divino. 

 

s)      Las características de los hijos de Dios

10 En esto se distinguen los hijos de Dios de los hijos del diablo:  Quien no practica la justicia ni ama a su hermano es de Dios, 11 porque el mensaje que oísteis desde el principio fue que nos amemos mutuamente, 12 no como Caín, que era del Maligno y mató a su hermano.  ¿Y por qué lo asesinó?  Porque sus acciones eran malas y las de su hermano justas.  13 No os sorprendáis, hermanos, si el mundo os odia.  14 Sabemos que hemos pasado de muerte a vida porque amamos a los hermanos; no amar es quedarse en la muerte.  15 Quien odia a su hermano es un asesino, y sabéis que ningún asesino lleva dentro la vida eterna.  16 En esto hemos comprendido el amor, en que él dio su vida por nosotros; así nosotros debemos entregar nuestra vida por los hermanos.  17 Si alguien posee bienes de este mundo y ve a su hermano pasar necesidad, pero le cierra las entrañas, ¿cómo mora el amor de Dios en él?  18 Hijitos, no amemos de palabra y de boquilla, sino de hecho y de verdad. 

 

No hay manera de saber qué clase de árbol es uno más que por sus frutos, y no hay forma de saber cómo es una persona aparte de su conducta.  Del mismo modo Juan establece que quien no actúa con integridad, demuestra que no es de Dios.  ¿Y qué es la integridad o la justicia?  La respuesta de Juan es contundente:  Ser íntegro o justo es amar a los hermanos.  De hecho, la ética cristiana se puede resumir en una sola palabra:  amor.  Por eso, la realidad del amor a los hermanos es la prueba definitiva de que se ha pasado de muerte a vida, pues la vida sin amor es muerte.  Amar es estar en la luz, odiar es permanecer en la oscuridad.  No hay más que mirar a la cara de una persona que ama y mirar luego a otra que odia.  Además, odiar es volverse un asesino (Mateo 5,21s), pues la ira y el desprecio son los orígenes del homicidio.  ¿Y qué es amar?  Para saber lo que es el amor hay que mirar a Jesús.  En otras palabras, la vida cristiana es la vida de Cristo dentro de uno mismo, reproduciendo sus gestos y acciones hacia todos.  “Haya en vosotros la misma actitud que hubo en Cristo Jesús” (Filipenses 2,5).  “Nos dejó su ejemplo para que sigamos sus pisadas” (1 Pedro 2,21).  ¿Y qué hay que hacer para seguir las pisadas de Cristo y tener su misma actitud?  Ayudar y aliviar a quien pasa necesidad.  Y esto no de palabra y de boquilla, sino siendo amables con todos y demostrando que somos la familia y el pueblo de Dios. 

La actitud contraria sería la de Caín, que mató a su hermano Abel, pues una persona malvada odiará siempre a una persona recta, ya que la integridad provoca siempre hostilidad en aquellos que son viles.  Eso se debe a que una persona recta es una reprensión andante para la malvada.  Aunque no le diga una palabra, su sola presencia dicta sentencia callada (Proverbios 2,10-20).  Ese es el motivo por el que el mundo odia a un verdadero cristiano, pues el orden perverso aborrece necesariamente a quien trabaja por el bien de los demás y crea una nueva relación humana basada en la fraternidad. 

 

t)        Una conciencia tranquila

19 En esto sabemos que procedemos con sinceridad y tendremos ante él la conciencia tranquila, 20 pues aunque nos remuerda la conciencia, Dios es mayor que ella y lo sabe todo.  21 Queridos, si la conciencia no nos acusa, sentimos confianza para acudir a Dios 22 y recibir de él cualquier cosa que pidamos, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada.  23 Y éste es su mandamiento:  que creamos en la persona de su Hijo, Jesús Mesías, y nos amemos unos a otros, según el mandamiento que nos dio.  24 Quien cumple sus mandamientos habita en Dios y Dios en él.  Y sabemos que permanece en nosotros por el Espíritu que nos ha dado. 

 

Toda persona sensible se hace a veces preguntas sobre si en realidad es cristiana.  La prueba de Juan es sencilla:  el amor.  Basta con el amor.  Si amamos estamos en Dios; si no amamos no lo estamos.  El amor nos confirma la presencia de Dios.  La vida eterna que Dios nos ha dado por el nacimiento divino nos da la capacidad también de amar a los hermanos y hermanas.  Puede que nos remuerda la conciencia, porque a veces es inevitable que eso suceda, pero Dios está por encima de ella, pues él no sólo conoce nuestros pecados, sino también nuestros anhelos y aspiraciones, ya que comprende “nuestra masa” (Salmo 103,14).  Si Dios ha plantado aunque sea una pizca de amor en nuestro corazón, entonces, por muy débil e imperfecto que sea, podemos entrar confiadamente a su presencia.  Ese conocimiento tan íntimo y profundo que pertenece sólo a Dios no es nuestro terror, sino nuestra esperanza. 

Los dos mandamientos de los que depende nuestra relación con Dios son creer en la persona de su Hijo Jesús como Mesías y amarnos unos a otros.  En estos dos mandamientos se halla la gran verdad de la vida cristiana, que depende de una fe correcta y de una conducta correcta combinadas.  No puede existir la una sin la otra.  No puede haber una buena teología cristiana sin una buena ética cristiana.  No puede haber ortodoxia sin ortopraxis. 

La unión con Dios queda confirmada por la experiencia interior del Espíritu.  Esta es la unción de la que venía hablando Juan (1 Jn 2,20.27).  Este Espíritu es la bendición prometida por Dios, la promesa del Padre (Gálatas 3,14; Efesios 1,13; Hechos 2,38-39; 1,4-5) que da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Romanos 8,16) y que nos une al Señor en el espíritu (1 Corintios 6,17) para disfrutar todas las riquezas del Dios trino (2 Corintios 13,14). 

 

u)     Distinguir las inspiraciones

4,1 Queridos, no deis crédito a cualquier inspiración, sino examinad los espíritus a ver si proceden de Dios, pues han salido por el mundo muchos falsos profetas.  2 En esto conocéis el Espíritu de Dios:  todo espíritu que confiesa que Jesús es el Mesías venido en carne mortal es de Dios; 3 y toda inspiración que no confiesa a ese Jesús no procede de Dios, sino del anticristo.  Oísteis que iba a venir, y ahora ya está en el mundo.  4 Hijitos, vosotros sois de Dios y los habéis vencido, porque el que está en vosotros es mayor que el que está en el mundo.  5 Ellos pertenecen al mundo y hablan el lenguaje del mundo, por eso el mundo los escucha.  6 Pero nosotros somos de Dios y quien conoce a Dios nos escucha; quien no procede de Dios no nos escucha.  Así distinguimos entre el Espíritu de la verdad y el espíritu del engaño. 

 

En la Iglesia primitiva había un gran vigor espiritual con muchas y diferentes manifestaciones y carismas del Espíritu Santo.  Por eso también había constante necesidad de comprobación de tan electrizante atmósfera.  Muchas veces la venida del Espíritu era visible y audible, y cuando esto sucedía cualquier cosa podía pasar.  Las personas que se llenaban de Espíritu eran visiblemente afectadas (Hechos 8,17s; 10,44s). 

Esto influía a la hora de reunirse la congregación (1 Corintios 14).  El mayor de todos los carismas era la profecía, que no es un mero vaticinio del futuro, sino la predicación inspirada que construía y animaba a la comunidad cristiana.  Profetizar era hablar de parte de Dios.  Pero a veces el profeta o predicador inspirado no esperaba a que terminara el anterior para dar su mensaje (1 Corintios 14,26s.33).  El “espíritu” se refiere al espíritu del profeta (1 Corintios 14,32), el cual es movido por el Espíritu Santo, y a los espíritus de los falsos profetas, que son activados por el espíritu de engaño.  Estos falsos profetas son llamados por Juan “anticristos” (v. 3), pues enseñaban herejías respecto a Cristo.  Tan variadas eran las manifestaciones del Espíritu que el apóstol Pablo menciona el don de distinguir espíritus o inspiraciones (1 Corintios 12,10), pues había quienes se engañaban produciendo experiencias subjetivas como si fueran un mensaje de parte de Dios.  En el Antiguo Testamento tenemos la historia de Saúl (1 Samuel 16,14) y el ejemplo clásico de 1 Reyes 22.  “Maestro de mentiras” lo llama Habacuc (Habacuc 2,1).  Deuteronomio 13,1-5 admite abiertamente que un falso profeta puede hacer prodigios y señales. 

Juan tiene aquel ambiente desbordante a la vista y presenta su criterio para distinguir entre lo falso y lo verdadero.  El Espíritu era el maestro de la comunidad cristiana (1 Juan 2,27), pero podía haber personas que se presentaban como profetas y proponer mensajes falsos. 

El Evangelio joanico dice:  “La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Juan 1,14).  Cualquier inspiración que niegue eso no procede de Dios.  Para que se vea si una inspiración es de Dios ésta debe reconocer que Jesús es el Mesías venido ya en carne mortal.  Y, por supuesto, Jesús y el Mesías es lo mismo, y no dos entidades diferentes.  Negar esto era rehusar todo compromiso humano.  Por eso los otros “pertenecen al mundo”, porque su religiosidad sin compromiso apoya el orden social injusto.  Como su concepción del cristianismo no se traduce en el seguimiento del Jesús histórico en su trabajo por la justicia y el bien del ser humano, el mundo los acepta y entiende (v. 6).  Para los gnósticos, la materia es totalmente mala, y Dios nunca podría haber asumido la carne.  Negar la humanidad real del Mesías era atacar las raíces de la fe cristiana.  Si Jesús no fuera el Logos encarnado no podría ser nunca nuestro ejemplo.  Si no fue realmente un ser humano como todos no podría mostrar a las demás personas cómo vivir.  Por otra parte, sería negarle como Salvador, pues para salvar a la humanidad tenía que identificarse plenamente con los que había venido a salvar.  Sería negar también la salvación del cuerpo, es decir, la salvación de toda la persona en cuanto es presencia y actividad.  Lo peor era afirmar que si el espíritu es totalmente bueno y el cuerpo totalmente malo, Dios y el ser humano nunca se podrían encontrar.  El hombre tendría que dejar de ser precisamente hombre para convertirse en un espíritu desencarnado. 

¿Por qué los falsos maestros no escuchaban la verdad que proponía el cristiano?  Porque están inspirados por el espíritu del engaño y falsedad (Efesios 2,2).  Satanás, el Maligno, jefe de este orden injusto e inhumano, opera en las personas malvadas para componer su sistema mundial.  Pero tal espíritu es inferior al Espíritu de Dios.  Y es que Juan pone su mirada en el comienzo de los tiempos.  Antes de la creación del mundo, y sabiendo Dios que el ser humano pecaría en Adán y se condenaría irremisiblemente, eligió Dios a la Iglesia por pura gracia (Efesios 1,4; 2 Timoteo 1,9; Romanos 8,29-30; 9,11-13.18.22-23; Hechos 13,48; 16,14).  Por eso, quienes tienen su origen en el mundo y sus principios injustos e inhumanos, rechazan esa gracia (Mateo 15,13; 22,14; 1 Juan 2,19).  ¿Cómo puede una persona cuyo eslogan es la competencia comprender la ética del servicio?  ¿Cómo puede entender alguien cuya finalidad es el egoísmo el principio de la solidaridad?  ¿Cómo puede creer alguien, para quien éste es el único mundo posible, que la historia se dirige a una plenitud llamada Reino de Dios?  Por una parte están quienes tienen su origen en el mundo y rinden pleitesía al Maligno, jefe de su orden; y, por otra, quienes han salido de ese sistema por escuchar la verdad (Hechos 13,48; 16,14).  Los mundanos no son de Dios, porque Dios no los engendró.  Por lo tanto no escuchan a los cristianos, que no se rigen por los principios injustos del orden este, sino por los valores del reinado de Dios. 

 

v)      Dios es amor, y sólo quien ama le conoce

7 Queridos, amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios.  Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios.  8 Quien no ama no tiene ni idea de Dios, pues Dios es amor.  9 Dios nos ha demostrado su amor enviando al mundo a su único Hijo para que vivamos por él.  10 En esto consiste el amor:  no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo como expiación por nuestros pecados.  11 Queridos, si Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos unos a otros.  12 Nadie ha visto jamás a Dios; si nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor queda realizado en nosotros.  13 Reconocemos que permanece en nosotros y nosotros en él en que nos ha dado su Espíritu.  14 Nosotros lo hemos contemplado y atestiguamos que el Padre envió al Hijo como Salvador del mundo.  15 Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios.  16 Nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene.  Dios es amor, quien conserva el amor permanece en Dios y Dios en él.  17 El amor llega en nosotros a su perfección si somos en el mundo lo que él fue y esperamos confiados el día del juicio.  18 En el amor no cabe el temor, sino que el perfecto amor descarta el temor, pues el miedo tiene que ver con el castigo, y quien teme no se ha realizado en el amor.  19 Nosotros amamos porque él nos amó primero.  20 Quien diga amar a Dios mientras odia a su hermano, miente; pues si no ama a su hermano a quien ve, tampoco puede amar a Dios, a quien no ve.  21 Y este es el mandamiento que nos dio:  que quien ame a Dios ame también a su hermano. 

 

Juan expone en este pasaje su enseñanza sobre el amor.  El amor tiene su origen en Dios, y cuanto más cerca estamos de Dios más amamos y nos sentimos amados.  Conociendo a Dios es como aprendemos a amar, pues el amor procede de Dios y conduce a él.  Como Dios es el gran Misterio, el inefable e inaprehensible que habita en la luz inaccesible, podemos experimentarlo por su efecto; y el efecto de Dios es el amor.  Podemos saber si alguien es cristiano si ama, pues si Dios está en él por el Espíritu, éste produce en su vida el fruto del amor (Gálatas 5,22-23). 

El amor de Dios se ha demostrado en la historia en el envío del Hijo amado al mundo para expiar el pecado de la humanidad.  En Jesús vemos que Dios no se reserva su amor y que está dispuesto a hacer un sacrificio completamente imposible de superar.  ¿Es extraordinario que nosotros, pecadores, le amemos?  ¡Lo impresionante es que él nos ha amado primero y que haya plantado en nuestros corazones la semilla de su amor!  ¡Un Dios que ama a sus criaturas desagradecidas y desobedientes!  Sin duda nosotros amamos porque él nos amó.  La visión de su amor despierta en nosotros la aspiración de amarle del mismo modo, y de amar a nuestros semejantes como él los ama. 

Ese amor descarta todo temor, pues el miedo es la característica de quien espera que le castiguen.  Es verdad que Dios es un juez y legislador del que nadie se ríe, y que será implacable con todos los que destruyen su mundo y cometen todo tipo de injusticias e inhumanidad.  Pero la naturaleza auténtica de Dios es el amor, y hasta su juicio tiene su origen en el amor.  Por eso el juicio del que habla el v. 17 es el tribunal de Cristo (2 Corintios 5,10) cuando él regrese (1 Corintios 3,13; 4,5; 2 Timoteo 4,8).  “Teniendo esto en cuenta, ¿qué podemos decir?  Si Dios está de nuestra parte, ¿quién estará en contra?  Quien no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos regalará con él todo lo demás?” (Romanos 8,31-32). 

Si Dios nos ama así, también nosotros debemos amar como él y tenemos la obligación de amarnos mutuamente, pues realizaremos ese amor si aquí en el mundo somos semejantes a su Hijo y reproducimos la vida de Dios en la humanidad.  La respuesta al amor es amar.  Podemos amar porque nos sentimos amados.  Juan lo dice crudamente, quien pretenda amar a Dios y odie a su hermano es un embustero.  La única manera de probar que amamos a Dios es amando a los demás.  La única manera de probar que Dios vive en nuestros corazones es mostrar constantemente el amor en nuestras vidas. 

La afirmación de Juan es rotunda:  “Dios es amor”.  Esto no significa un aspecto más de la actitud o actividad de Dios, sino que en Dios el amor lo es todo.  La metáfora “Dios es luz” (1 Juan 1,5) se corresponde con la afirmación “Dios es amor”.  La luz del amor y de la vida (Juan 1,4) en cuanto se manifiesta (“brilla”) puede ser conocida y transforma (“ilumina”) al ser humano.  Es enorme la cantidad de preguntas que esta frase responde.  Por ejemplo, la creación.  ¿Por qué creó Dios este mundo?  ¿No era tan feliz en su eterna comunión trinitaria?  Por otra parte, nuestra desobediencia y rebeldía no han hecho más que traerle complicaciones.  Nuestra conducta injusta, cerrada y contraria al amor creaba un obstáculo insuperable para recibir el amor de Dios.  ¿Por qué había de crear Dios un mundo que nada más ponerse en marcha se volvió una fuente de conflictos?  Lo hizo por amor.  Y le dio libertad por amor.  Pero no sólo eso.  Una vez se fue todo al garete, se puso a recuperarlo.  Esa es la redención o expiación.  Si Dios no fuera más que ley y justicia habría dejado a la humanidad a las consecuencias de su mal.  Pero como Dios es amor, inmediatamente se puso a buscar y salvar lo que se había perdido.  Le encontró un remedio al pecado enviando al Hijo como uno de tantos y muriendo en la espantosa silla de tortura de la cruz.  De ese modo, la vida humana en la tierra no es una florecilla más que la escarcha de la muerte hiela bien pronto, sino que puede vivirse con sentido y ternura, con propósito y amor, a ejemplo del Hijo de Dios.  Él fue quien trajo la “vida”, que es algo muy superior a la mera existencia (v. 9).  “Yo he venido para que tengan vida, y les rebose” (Juan 10,10).  La misma ansiedad con que las personas se entregan a sus vicios y placeres prueba que hay algo que falta en sus vidas, pues todos llevamos dentro un hueco del tamaño de Dios.  Un famoso doctor dijo una vez que la humanidad encontraría antes la cura del cáncer que la del aburrimiento. 

El v. 13 nos dice que sabemos que moramos en Dios porque dentro de nosotros vive el Espíritu Santo.  Su obra es la que nos hace buscar a Dios y ser conscientes de su realidad, es la que nos da la certeza de que estamos en paz con Dios y quien nos hace atrevernos a llamarlo Padre (Romanos 8,15s).  De hecho, el Espíritu Santo es Dios en nuestras vidas. 

De todo lo expuesto podemos resumir que el origen del amor es Dios Amor (v. 8.16); se demuestra en el don de su Hijo como iniciativa gratuita (v. 10.14.19); lo percibimos y acogemos con la fe (v. 16); lo vivimos en el amor a él y al prójimo (v. 7.11s.20.s) y lo conservamos con esperanza y sin miedo (v. 16.18). 

 

w)   Nuestra victoria sobre el mundo:  la vida y la fe

5,1 Quien cree que Jesús es el Mesías ha nacido de Dios, y quien ama a un padre ama también a su hijo.  2 Si amamos a Dios y practicamos sus mandamientos, sabemos que amamos también a los hijos de Dios, 3 porque amar a Dios significa cumplir sus mandamientos, y sus mandamientos no son pesados, 4 porque todo lo nacido de Dios vence al mundo.  Y esta es la victoria que ha vencido al mundo:  nuestra fe.  5 ¿Quién vence al mundo sino quien cree que Jesús es el Hijo de Dios?

 

Juan tiene en mente una ley natural de la vida humana, y es que todo hijo ama naturalmente a su padre y a sus hermanos.  Es decir, si amamos a un padre, también amamos a sus hijos.  Del mismo modo, un cristiano pasa por la experiencia de nacer de nuevo.  Ahora su Padre es Dios, y los hijos e hijas de Dios sus hermanos y hermanas.  Siempre se nace en una familia, y el pueblo de Dios es la “familia de la fe” (Gálatas 6,10).  Los que siguen a Jesús, como él mismo dijo, llegan a ser su familia (Marcos 3,35).  En esa familia no solamente se ama, sino que también se recibe amor.  “Dios hace habitar en familia a los desamparados” (Salmo 68,6). 

Juan repite su tesis de la carta:  la obediencia es la única prueba del amor.  No se puede demostrar nuestro amor a alguien más que dándole satisfacciones.  Y eso no es una gravosa carga.  Esto no significa que cumplir los mandamientos sea cosa fácil de alcanzar.  No es fácil amar a personas que no nos gustan o que hieren nuestros sentimientos.  Además, Jesús decía que los letrados y fariseos ataban fardos pesados sobre las espaldas de los fieles con su enorme masa de reglas y normas (Mateo 23,4).  Pero de sus exigencias decía:  “Fácil es mi yugo y ligera mi carga” (Mateo 11,30).  ¿Cómo es que las enormes demandas de Jesús no sean una pesada carga?  Porque Jesús lo pide todo, pero también lo da todo.  Él nunca se impone ni impone nada, sólo da el Espíritu, que es la fuerza del amor y de la vida de Dios para que viva dentro de nosotros.  Entonces el amor empieza a ser nuestra norma de vida y comenzamos a amar como Dios mismo ama.  Esto puede que no pase el primer día, pero ya empieza a atisbarse y se inicia el proceso.  Una vieja historia cuenta que una vez alguien encontró a un chaval que iba a la escuela cargando sobre sus espaldas a otro chico más pequeño que no podía caminar.  El extraño preguntó:  “¿Lo llevas así a la escuela a diario?”.  “Sí”, respondió el chaval.  “¿Y no es una carga para ti?”, continuó el adulto.  “No lo es (dijo el chico), es mi hermano”.  El amor hacía que la carga no fuera tal.  Por eso los mandamientos de Cristo no son una gravosa carga, sino un privilegio y una oportunidad para experimentar nuestro amor. 

Esta es la victoria sobre el mundo:  nuestra fe.  En el mundo no existen estos valores, sino los de la injusticia y la inhumanidad.  El mundo es el espacio de la insolidaridad y del mal, pero gracias a la fe en la encarnación del Hijo de Dios creemos que él entró en este mundo asumiendo plenamente nuestra condición humana.  Esto quiere decir que le importábamos tanto que se echó encima las limitaciones de la humanidad y conoció por experiencia los muchos dolores y pruebas que sufrimos.  La fe en la encarnación es la convicción de que Dios comparte y se preocupa e identifica con nosotros.  Con esa fe podemos resistir las tentaciones del mundo con sus estándares y valores, pues de todas partes nos llegan las fascinaciones de muchas cosas malas.  Esta sociedad mundana no está interesada por Dios y si pudiera nos apartaría de nuestra fe.  A lo largo de la vida hay muchas desilusiones y frustraciones, fracasos y desalientos, pero si creemos en la encarnación también aceptamos a un Dios que pasó por todo esto hasta llegar a la cruz, y que puede ayudar también a los que tienen que pasar por sus cruces particulares.  Y, por supuesto, estamos seguros de la victoria final, pues aunque el mundo le hizo todo el mal que pudo a Jesús, fracasó.  El Cristo resucitado que vive en nosotros por el Espíritu es ahora el Señor del universo y nos hace más que vencedores. 

 

x)      El testimonio a favor del Hijo:  el agua, la sangre y el Espíritu

6 Éste es el que pasó a través de agua y sangre:  Jesús Mesías.  No sólo a través del agua, sino por agua y sangre; y el Espíritu lo atestigua, pues el Espíritu es la verdad.  7 Porque tres son los que dan testimonio:  8 el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres concuerdan.  9 Si aceptamos el testimonio humano, mayor es el testimonio de Dios, y este es el testimonio de Dios acerca de su Hijo.  10 Quien cree en el Hijo de Dios tiene el testimonio dentro de sí.  Quien no da fe a Dios lo deja por embustero, porque no da crédito al testimonio que Dios ha dado de su Hijo.  11 Y este es el contenido del testimonio:  que Dios nos ha dado vida eterna y esta vida está en su Hijo.  12 Quien tiene al Hijo tiene la vida, quien no tiene al Hijo de Dios no posee la vida.  13 Os he escrito estas cosas a quienes prestáis adhesión a la persona del Hijo de Dios para que sepáis que tenéis vida eterna. 

 

¿Qué significan el agua y la sangre para Juan?  En el relato joanico de la crucifixión hay unos curiosos versículos:  “Uno de los soldados, con una lanza, le traspasó el costado, y salió inmediatamente sangre y agua.  El que lo ha visto personalmente deja testimonio, y este testimonio suyo es verdadero, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis” (Juan 19,34-35).  Juan dio una importancia particular a este hecho, pues la expresión “agua y sangre” era muy significativa.  ¿Qué significa que Jesús pasó a través del agua?  Se refiere a su bautismo, cuando se puso en la fila de aquella gente que acudía a Juan el Bautista en el río Jordán para enmendarse y confesar sus pecados en la espera del Mesías.  Decían los gnósticos que en su bautismo Jesús recibió al Cristo celestial, pero que poco antes de su muerte este mismo Cristo celeste dejó al hombre Jesús, pues Dios no podía sufrir.  Sin embargo, Juan afirma que Jesús pasó por el agua, y también por la sangre.  Es decir, a través de la cruz.  El Cristo no era una realidad celeste que descendió sobre Jesús en su bautismo y se separó de él antes de la crucifixión.  La muerte del hombre Jesús es también la muerte en la carne del Mesías e Hijo de Dios, fundamento del compromiso cristiano de amar a la humanidad.  Pero para los gnósticos la muerte de Jesús no tenía ningún valor, y, por tanto, no se sentían vinculados por ese compromiso.  Pero el Mesías no pasó únicamente a través del agua (el bautismo), donde recibió el don y unción del Espíritu, sino que respondió a ese don dando su vida por la humanidad (la sangre).  Los gnósticos trataban de proteger a Dios de todo contacto con el dolor humano, pero así le excluían de la obra de redención.  No en vano el memorial de esa entrega es la eucaristía, donde dijo Jesús:  “Tomad y bebed todos de ella (la copa), pues esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi sangre”. 

Juan también menciona el testimonio del Espíritu.  Juan bautizaba con agua, pero el Mesías, el Consagrado y Ungido por Dios con el Espíritu, comunicaría el Espíritu a toda la humanidad; es decir, haría ver y experimentar toda la fuerza y vida del amor de Dios (Marcos 1,9-11; Mateo 3,16s; Hechos 10,38; Juan 1,32-34).  Lo mismo que el Espíritu descendió sobre Jesús en el agua, así también descendía sobre los cristianos en su bautismo (Hechos 8,17-18; 10,44).  En aquel tiempo la mayoría de la gente se bautizaba de mayor, ya que se trataban de personas provenientes del paganismo.  Del agua surgía una persona nueva, muerta al pecado, regenerada en el espíritu y resucitada con Cristo.  Pero el bautismo no era el único sacramento cristiano, es decir, el gran símbolo cristiano.  Estaba también la eucaristía, la fracción del pan o Mesa del Señor.  Es el testimonio de la sangre.  Para los judíos la sangre era la vida, y en la cruz Jesús derramó hasta la última gota de su sangre (del costado salió sangre y ya agua), es decir, dio completamente su vida en sacrificio a Dios.  Por eso en la eucaristía se representa plenamente el perfecto sacrificio de Cristo, hecho de una vez para siempre, para experimentar el perdón y la paz que sólo Dios puede dar. 

El Espíritu de la verdad a través del mensaje continuado de la profecía, el agua del bautismo y la sangre de la eucaristía se combinan para dar testimonio del perfecto Mesías e Hijo de Dios.  Este testimonio vivo y permanente en la comunidad cristiana tiene más fuerza que cualquier otro, pues está dado por Dios mismo (v. 9).  Pero además, cada cristiano lleva dentro el Espíritu que lo ha ungido (v. 10) y cuyo testimonio consiste en la experiencia de una calidad de vida (el Espíritu) que dimana de la adhesión a Jesús, el Mesías que murió por la humanidad (v. 11 y 12).  Como la vida está en el Hijo (Juan 1,4) y el Hijo es la vida (Juan 11,25; 14,6; Colosenses 3,4), el Hijo y la vida son inseparables.  Por eso dice Juan que quien tiene al Hijo tiene la vida, y quien no lo tiene no posee la vida.  ¿Cómo es esa “vida eterna”?  La palabra para eterna es “aiônios”, que significa mucho más que algo que dura para siempre.  La vida eterna es la mismísima vida de Dios.  Es una calidad de vida tal que supera cualquier frustración humana, pues en ella hay paz, libertad, armonía, santidad, poder, alegría y amor.  Por último, esa clase de vida supone la derrota de la muerte.  Es decir, es indestructible, pues lleva en sí misma la indestructibilidad de Dios.  Esa vida es revelada y regalada en Jesús, que da el Espíritu.  Ese es el motivo de la carta de Juan, que los cristianos sepan que tienen la vida eterna. 

 

y)     La petición vivificante

14 Esta es la plena confianza que tenemos en él, que si pedimos algo conforme a su designio, nos escucha.  15 Y si sabemos que nos escucha en lo que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho.  16 Si alguien ve a su hermano pecando en algo que no acarrea muerte, pedirá, y le dará vida; me refiero a quienes cometen un pecado que no conduce a la muerte.  Hay pecado de muerte, por el cual yo no digo que se pida.  17 Toda injusticia es pecado, pero hay pecado que no acarrea la muerte. 

 

Quienes son hijos de Dios y llevan dentro su misma vida (el Espíritu), tienen la confianza de que Dios los escucha en todo lo que contribuye a realizar su designio.  La palabra que usa Juan para “confianza” es “parrêsía”, que en griego quería decir la libertad de palabra para hablar en una democracia.  Es decir, tenemos libertad para hablar con Dios, pues él está siempre dispuesto a escucharnos.  No hay que vencer ninguna dificultad para entrar a su presencia ni para llamar su atención. 

Ahora bien, el principio de una buena oración es, además de esta confianza, pedir conforme a su designio.  Jesús dijo “Realícese tu designio”, no “Que se cambie tu designio” (Mateo 26,39.42).  Es decir, la oración no es un truco para llevar a Dios a nuestro huerto, sino un medio para comprender y realizar el designio de Dios.  Por eso la oración no es solamente hablar con Dios, sino también escuchar a Dios y cobrar la fuerza necesaria para hacer su voluntad. 

Es significativo que cuando Juan habla de la oración se refiera a la oración por los demás.  Nuestra oración nunca debe ser egoísta ni debe concentrarse exclusivamente en nuestros problemas y necesidades.  “Hermanos, orad por nosotros” (1 Tesalonicenses 5,25).  “Orad por nosotros” (Hebreos 13,18s).  Pablo pide a Timoteo que se ore por toda la humanidad (1 Timoteo 2,1).  Es un gran privilegio llevar en oración a los hermanos ante el trono de Gracia. 

Juan habla de una clase de pecado que acarrea la muerte y de otro que no.  ¿De qué pecados está hablando?  Podría referirse a la negación de que Jesús viniera realmente en la carne humana y mortal, pues ese pecado era la marca de los anticristos (1 Juan 4,3).  Podría tratarse del pecado deliberado que cometen las personas encallecidas.  Es decir, no de meros actos fortuitos o pasionales, sino de quien siguiendo a propósito su propia iniciativa y sabiendo plenamente que está equivocado, se empecina y sin ningún remordimiento hace lo que quiere.  También pudiera tratarse de la opción voluntaria contra el amor; no amar, sino odiar.  Quien hace tal cosa se priva de la vida eterna (1 Juan 3,15).  Esos pecados, cuando endurecen a quienes los realizan, no tienen perdón y es inútil orar por ellos (Jeremías 14,11-15,2; Mateo 12,31; Hebreos 10,26-31). 

También pudiera estar hablando de algunos cristianos que mueren físicamente bajo la administración del juicio de Dios, como los creyentes corintios que no discernían el cuerpo de Cristo y lo comían indebidamente (1 Corintios 11,29-30).  Lo mismo sucedió con los israelitas en el desierto (1 Corintios 10,5-11), pues excepto Caleb y Josué todos perecieron físicamente a causa de sus pecados y no entraron en la tierra prometida (Números 12,1-15.22-29; 20,1; Deuteronomio 1,37; 3,26-27; 32,48-52).  Este castigo físico no significa la perdición eterna, sino un castigo temporal bajo el juicio dispensacional de Dios (1 Corintios 5,1-5; Hebreos 12,5-11; 1 Pedro 4,17). 

 

z)      La triple certeza

18 Sabemos que quien ha nacido de Dios no sigue pecando, sino que aquél que fue engendrado por Dios le guarda y el Maligno no le atrapa.  19 Sabemos que procedemos de Dios, mientras el mundo entero yace bajo el Maligno.  20 Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado entendimiento para conocer al Verdadero, y estamos en el Verdadero estando con su Hijo, Jesús Mesías.  Éste es el verdadero Dios y la vida eterna.  21 Hijitos, guardaos de los ídolos. 

 

A pesar de que un cristiano pueda caer en pecado, nunca podrá experimentar la derrota total, pues el que ha sido engendrado, el Hijo de Dios, lo guarda.  Un cristiano puede caer, pero siempre se levanta.  Puede perder una batalla, pero no acepta la derrota de la guerra.  Esa es la diferencia entre un cristiano, que tiene conciencia de pertenecer a Dios, y quienes viven bajo el poder del mundo y del Maligno.  Por medio del Hijo de Dios que nos guarda llegamos a conocer y experimentar al Verdadero, es decir, a Dios, el verdadero Dios y la vida eterna (Juan 17,3; 6,44; 14,6). 

Frente al Dios verdadero están los ídolos, pues la palabra “ídolo” en el idioma griego conlleva un significado de irrealidad.  Un ídolo es un falso dios, o algo a lo que nosotros nos entregamos por entero y rendimos adoración.  Todo lo que en esta vida tratemos como si fuera Dios, todo a lo que demos nuestro tiempo, energías y dinero viene a ser nuestro dios.  ¿Coincide con el Dios en quien decimos creer?  Todo lo que ocupe el lugar de Dios se convierte en un ídolo.  Pero sólo es Dios verdadero el que Jesús revela, el que es amor y todo luz.  Los ídolos son falsas imágenes o concepciones de Dios fabricadas por los hombres que alienan y esclavizan. 

Segunda carta de Juan

 

INTRODUCCION

 

Bajo el título de “elegida” o “señora” se personifica una comunidad cristiana a la que escribe el mismo autor de la Primera carta de Juan.  En esta ocasión le amenaza un peligro que viene de parte de ciertos profetas “avanzados” (v. 9) que niegan al Jesús hombre como Mesías enviado por Dios (v. 7) y, por lo tanto, descuidan la práctica de su mandamiento de amor mutuo (v. 5 y 6), rompiendo así su relación con Dios (v. 9).  El autor, el anciano (presbítero), prohibe todo trato con los impostores (v. 10 y 11). 

La brevedad de la carta es la mejor garantía de su autenticidad, pues nadie se pondría a falsificarla con un contenido tan breve. 

El título de “el anciano” (presbítero) no parece tener sentido eclesiástico, pues los presbíteros sólo tenían jurisdicción congregacional y local.  Pero este “anciano” habla como quien tiene autoridad en varias jurisdicciones.  Así pues, anciano quiere decir no su posición presbiteral, sino su edad cronológica. 

 

Traducción y comentarios

 

a)      Amar a la Iglesia sinceramente a causa de la verdad

1 El anciano a la señora elegida y a sus hijos, a quienes amo sinceramente; y no sólo yo, sino también cuantos han conocido la verdad, 2 a causa de la verdad que permanece en nosotros y que estará en nosotros para siempre:  3 Sea con nosotros gracia, misericordia y paz de Dios Padre y de Jesús el Mesías, el Hijo del Padre, en verdad y amor. 

 

La expresión “la señora elegida” designa a una comunidad cristiana (1 Pedro 5,13); “sus hijos” a los miembros de ésta; su “hermana” (v. 13) a la congregación del remitente. 

“El anciano” es el título del autor de la carta.  Los ancianos o presbíteros eran las personas a quienes los apóstoles dejaban a cargo de las congregaciones locales (Hechos 14,23; 20,17.28; Tito 1,5-9; 2 Timoteo 2,2).  Pero en esta ocasión el título parece significar únicamente la edad cronológica.  Querría decir “el viejo Juan” (Filemón 9).  De hecho, el anciano de esta carta tenía una autoridad que se extendía a varias congregaciones en las que él mismo no residía. 

La expresión “la verdad que permanece (o habita) en nosotros” (v. 2) alude a la presencia de Dios en el cristiano, hecha realidad por el Espíritu (Juan 14,23; 1 Juan 2,24) y que dirige la conducta.  Esa presencia y unión es “para siempre”. 

El saludo (v. 3) menciona los dos elementos vitales de la vida cristiana:  la verdad de la vida (experiencia interior) y el amor (su traducción en la práctica).  La verdad para el cristiano es el amor, que es siempre una actitud de buena voluntad invencible hacia los demás, y que siempre está dispuesto a arrostrar todas las dificultades y trabajos que supone ese compromiso.  Es significativo que Juan escriba por amor para advertir. 

 

b)      El problema y el remedio

4 Me alegré mucho al enterarme que entre tus hijos hay quienes proceden con sinceridad, conforme al mandamiento que recibimos del Padre.  5 Ahora te ruego, señora, no como prescribiéndote un mandamiento nuevo, sino el que teníamos desde el principio, que nos amemos unos a otros.  6 El amor consiste en vivir según sus mandamientos, y el mandamiento, como habéis oído desde el principio, es que viváis en amor. 

 

Juan tiene una alabanza, aunque no general, para los “hijos” de la “señora elegida”.  De hecho, no han faltado miembros de la congregación que han dado oído a los impostores, y esto le duele.  Pero Juan tiene el remedio:  el amor.  No era ningún remedio nuevo, sino la receta de siempre (Juan 13,34s).  Sólo el amor puede remediar situaciones en las que se han dañado las relaciones personales.  Es muy probable que toda reprensión despierte resentimiento y más hostilidad, por eso, el amor es lo único que puede restañar una relación dañada.  De hecho, la única prueba de nuestro amor a Dios es el amor a los demás.  Este es el mandamiento que dice Juan que hemos oído desde el principio y en el que debemos abundar.   Esto no supone ninguna sensiblería hacia los impostores que seducen a otros para apartarlos de la verdad evangélica, pues Juan será muy duro con ellos, ya que prohibirá todo contacto con los tales a fin de conservar esa misma verdad. 

 

c)       La herejía del mito de Jesús

7 Muchos impostores han salido por el mundo que no reconocen que Jesús es el Mesías venido en carne mortal.  ¡Ése es el impostor y el anticristo!  8 Atención vosotros, no arruinéis lo trabajado, sino que recibáis plena recompensa.  9 Quien pretenda ir más allá de la enseñanza del Mesías no tiene a Dios.  Quien permanece en esa enseñanza cuenta con el Padre y el Hijo. 

 

Estos son los mismos impostores de Primera de Juan (1 Juan 2,18s) que negaban la calidad mesiánica de Jesús (1 Juan 2,22s; 4,2) y, por lo tanto, todo compromiso por los demás.  Al negar la realidad de la encarnación negaban que Dios pudiera entrar plenamente en la vida humana. 

Los gnósticos pretendían desarrollar el cristianismo, pero, en realidad, lo estaban destruyendo, pues negaban el cimiento sobre el que todo se construía.  La expresión “quien pretenda ir más allá” (proagôn) alude a ciertos maestros “progresistas” y avanzados para quienes la fácil enseñanza de Jesús ya no era suficiente y se zambullían en las doctrinas gnósticas para explicar la realidad.  En consecuencia ya no tenían a Dios como salvación y como vida.  Sólo a través del Hijo se puede llegar a experimentar al Padre.  Con esto Juan no condena el pensamiento avanzado, sino que afirma que Jesús como Mesías venido en carne mortal debe ser el fundamento de toda teología cristiana (1 Corintios 2,1-5). 

La “plena recompensa” (v. 8) es el Padre y el Hijo como disfrute pleno de los cristianos que permanecen en la verdad.  Si no nos extravían las herejías el Cristo maravilloso será nuestro disfrute aquí y ahora a través del Espíritu. 

 

d)      No ser solidarios con la herejía

10 Si alguien viene a vosotros y no trae esta enseñanza, no le recibáis en casa ni le saludéis, 11 pues quien le dé la bienvenida se hace cómplice de sus malas acciones. 

 

Juan quiere detener la influencia de estos falsos maestros y la manera más eficaz es que no se les reciba en “la casa”, que era el lugar de la asamblea cristiana (Hechos 2,46; 5,42; 20,20; Romanos 16,5.23; 1 Corintios 16,9; Colosenses 4,15; Gálatas 6,10), ni se les salude con el saludo de la paz (Romanos 16,16-18; 2 Corintios 13,12-13). 

Este pasaje podría contradecir el amor cristiano, pero si el cristianismo cedía ante los gnósticos pondría en peligro su misma existencia.  No había componendas con aquello herejes.  Pero hay que reconocer que esta dura norma es sólo para una emergencia.  No se puede tratar así a los pensadores equivocados, pues correríamos el riesgo de hablar sólo con muy poca gente.  Hay que aprender a vivir con personas cuyas convicciones difieren de las nuestras, sin faltar a la caridad ni ser infieles a la verdad. 

 

e)       La esperanza de profundizar en la comunión y tener más alegría

12 Teniendo muchas cosas que deciros no he querido hacerlo por carta, pues espero hablaros personalmente para que nuestra alegría sea completa.  13 Te saludan los hijos de tu hermana elegida. 

Juan llega al final de su carta.  No escribe más porque espera ir a ver pronto a sus amigos y hablar con ellos personalmente.  Eso despejará cualquier malentendido, pues lo escrito puede interpretarse mal, pero la viva voz no deja lugar a dudas.  La carta acaba con los saludos de la iglesia de Juan, la elegida, ficción común en el judaismo (Baruc 4,9-5,8).  Son los saludos de los hijos (miembros de una congregación) de una hermana a los de otra, pues todos los cristianos somos hermanos y miembros de la misma familia de la fe. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tercera carta de Juan

 

INTRODUCCION

 

La tercera carta joanica está escrita por el anciano Juan, responsable, sin duda, de un grupo de comunidades sobre las que ejerce su “episcopé”, y va dirigida a un tal Gayo, cuyo carácter y acciones Juan aprueba (v. 3-5).  Habían llegado a la iglesia unos misioneros que eran colaboradores de la verdad, y Gayo los acogió hospitalariamente (v. 6-8).  Pero en dicha comunidad cristiana había un tal Diótrefes, de lengua afilada (v. 9-10), que quería mandar en la congregación (v. 9), y se negó a recibir a los maestros ambulantes de la verdad.  De hecho, había expulsado de la iglesia a quienes los acogieron.  Entonces surge la figura de Demetrio, portador de la carta, de quien Juan aporta un testimonio personal favorable, y para quien pide hospitalidad (v. 12).  El tal Demetrio debía ser el líder del grupo ambulante.  Diótrefes se negará a recibirlos de nuevo, e incluso tratará de expulsar de la congregación a quienes los acojan.  Por eso Juan pide a Gayo que los reciba y no se deje intimidar por Diótrefes, con quien Juan despachará debidamente cuando vaya por aquella iglesia (v. 10). 

En la época del apóstol Juan había numerosos profetas ambulantes que viajaban alrededor de las comunidades cristianas de la zona predicando inspirados, animando y consolando a dichas congregaciones.  Era costumbre que las congregaciones locales corrieran con los gastos de manutención y alojamiento mientras dichos predicadores inspirados estuvieran con ellos.  Pero, a veces, personajes indeseables o vividores abusaban y vivían a costa de la generosidad de las iglesias sin tener que trabajar.  Los capítulos 11 y 12 del antiguo libro cristiano (finales del siglo I) de la Didajé hablan muy claramente al respecto y los llama “traficantes de Cristo” (“Jristémporos”). 

Pero la situación de la comunidad cristiana de la que habla Juan es diferente, pues el problema es Diótrefes, un líder que no da hospitalidad y que además echa de la iglesia a quienes reciben a los misioneros.  Por eso Juan lo acusa de dominante, pero, además, lo acusa de no aceptar su autoridad.  Se trataba de aceptar el viejo control remoto apostólico de varias congregaciones (las futuras diócesis de los obispos) o el congregacionalismo sin intromisiones. 

Es curioso que no se reproche a Diótrefes ninguna doctrina errada, sino un autoritarismo que no tiene en cuenta a la congregación (v. 10). 

 

Traducción y comentarios

 

a)     Saludar, amar, prosperar, alegrarse

1 Del anciano al querido Gayo, a quien quiero de veras.  2 Querido, pido que todo te vaya bien y tengas buena salud, así como prospera tu alma.  3 Me dio gran alegría la llegada de unos hermanos que atestiguaron de la verdad de tu vida y lo sinceramente que procedes.  4 No hay para mí mayor alegría que oír que mis hijos proceden sinceramente con la verdad. 

 

Esta carta joanica sigue las formas de las cartas de su época.  Primero el saludo, luego la oración por la buena salud, después el contenido principal y sus noticias, y, por último, la despedida y saludos finales.  Esto nos indica que las cartas cristianas no eran eclesiásticas, sino la clase de cartas que se escribían en su época.  

En esta carta Juan le escribe a Gayo, un nombre muy corriente de su tiempo, a quien, según la tradición de los Padres Eclesiásticos ordenó más adelante obispo de Pérgamo.  Gayo se presenta en la carta como una persona que siempre tenía abiertas las puertas de su casa y de su corazón.  Juan lo llama “querido” (agapêtos), lo que demuestra la amistad y confianza que reinaba entre ambos hermanos en la fe. 

Como buen pastor que era Juan y hombre cortés se interesa tanto en la salud física como en la espiritual de Gayo.  Para Juan, como para Jesús, el cuerpo también era importante. 

En la revelación bíblica el ser humano consta de tres partes:  “espíritu, alma y cuerpo” (1 Tesalonicenses 5,23).  El cuerpo es la persona como presencia y actividad, en donde está la conciencia biológica.  El alma es el yo, la autoconsciencia, la vida psíquica.  El espíritu es la trascendencia, la vida espiritual.  El alma están en medio del cuerpo y del espíritu y permite que el ser humano tenga personalidad.  El alma es el vaso que contiene el espíritu, y en el espíritu regenerado habita Dios por su Espíritu Santo (Romanos 8,9.16).  Desde el espíritu Dios se extiende al alma, para transformarla y así pueda expresarlo (Romanos 12,2; 2 Corintios 3,18).  Esta es la prosperidad que pide Juan:  que nuestra alma sea ocupada y saturada por el Espíritu de Dios de modo que dirija nuestro cuerpo a su disposición. 

El versículo 4 menciona la mayor alegría de un padre:  saber que sus hijos caminan en la verdad.  La “verdad” aquí se refiere a la lealtad del amor de Dios, a la gran verdad evangélica del cariño divino. 

 

b)      Hospitalidad contra provincialismo

5 Querido amigo, qué lealmente te portas en todo lo que haces por los hermanos, y eso que para ti son extraños.  6 Delante de la congregación atestiguaron tu amor, y harás bien en proveerlos para el viaje, como Dios manda.  7 Porque ellos salieron en el nombre del Señor, sin aceptar nada de los paganos.  8 Nosotros debemos apoyar a los tales, para hacernos colaboradores de la verdad. 

 

En la época de Juan las posadas y mesones eran notoriamente deficientes.  Estaban sucios e infestados de pulgas.  Los posaderos eran célebres por su rapacidad y el mesón era lugar de citas y amistades sexualmente inmorales.  Por eso los cristianos se tomaban la hospitalidad muy en serio:  “Hospedaos unos a otros sin murmuraciones” (1 Pedro 4,9).  “No olvidéis la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles” (Hebreos 13,2).  Las Cartas Pastorales dicen que hay que respetar a una viuda que haya practicado la hospitalidad (1 Timoteo 5,9).  Pablo pide a los cristianos de la ciudad de Roma “practicar la hospitalidad” (Romanos 12,13).  De hecho, la hospitalidad era una de las características del obispo (1 Timoteo 3,2; Tito 1,8).  En una época en la que muchos esclavos apenas tomaban una mala comida al día, que sólo les aseguraba la subsistencia, el obispo estaba obligado a socorrer a través del cuerpo de diáconos a los huérfanos y viudas, así como a los enfermos, presos y forasteros (Justino Mártir, Primera Apología 1,67).  En aquellas primitivas comunidades, un hogar cristiano tenía siempre la puerta abierta y dispuesta a recibir a los forasteros, independientemente de su origen o del color de su piel. 

Además, este pasaje nos habla de misioneros que dejaban las comodidades de su hogar para llevar lejos el mensaje de la buena noticia del Reino de Dios.  Juan dice que se han puesto en camino por causa del “Nombre”, que era una forma hebrea de decir “YaHWeH” (el Señor; Hechos 5,41; Santiago 2,7).  Y además, no aceptan nada de los paganos, es decir, han dejado sus medios de subsistencia y no reciben ningún subsidio.  Juan pide a Gayo que los ayude y provea para mostrar que todos somos colaboradores de la verdad (v. 8).  Las circunstancias de Gayo eran tales que vivía bien de su trabajo secular.  No podía ser un misionero y asumir los riesgos de la vida ambulante.  Pero adonde él no podía ir iba su dinero y sus oraciones.  No todos los cristianos podemos estar en primera fila de combate, pero todos podemos compartir lo poco o lo mucho que tenemos al ponernos a disposición de la verdad.  Esto nunca debe considerarse una obligación, sino un privilegio.  No es un deber, sino un placer.  En la Iglesia hacen falta misioneros, pero también aliados de la verdad que se quedan en sus trabajos y en sus hogares. 

 

c)       El dominante Diótrefes

9 Escribí sobre esto a la comunidad, pero Diótrefes, a quien le gusta mandar y apetece ser el primero, no nos acoge.  10 Por eso, cuando vaya, denunciaré sus acciones y su maligno parloteo contra nosotros; y no contento con esto se niega a recibir a los hermanos, y a los que sí quieren se lo impide y los expulsa de la comunidad.  11 Querido, no imites lo malo, sino lo bueno.  Quien hace el bien es de Dios, quien hace el mal no tiene ni idea de Dios. 

 

Estamos ante el desenlace de la carta.  Diótrefes debía ser un líder de la iglesia local que no estaba dispuesto a aceptar la autoridad de Juan ni a recibir a los predicadores itinerantes.  Incluso expulsa a quienes lo hacen.  ¿Era Diótrefes un anciano (presbítero) de la iglesia local?  ¿Era un miembro agresivo que barría a todos los que se ponían en su camino con la fuerza de su carácter?  Probablemente era el líder de la congregación, pues no se comprendería que expulsara a los disidentes (Tito 3,10).  Pero su actitud era contraria a las palabras de Jesús (Mateo 20,25-27; 23,8-11).  Además, hablaba insensateces y tonterías contra Juan y los misioneros.  Por eso, Diótrefes no es para Juan un verdadero líder cristiano.  El verdadero responsable cristiano debe recordar que la fuerza y la amabilidad han de ir de la mano, lo mismo que la autoridad y el amor. 

 

d)      El buen ejemplo de Demetrio

12 Todos dan un testimonio favorable de Demetrio, y esto responde a la verdad.  También nosotros hablamos a favor suyo, y bien sabes que nuestro testimonio es verídico. 

 

Demetrio era probablemente el responsable de los predicadores y también el portador de la carta.  Juan lo recomienda por su carácter y capacidad.  Esto nos indica que Demetrio debía ser un hermano que trabajaba entre las iglesias y que por eso era bien conocido.  Al llevar la carta a Gayo, llevaba una recomendación favorable de parte del escritor. 

 

e)      Es necesario el diálogo íntimo

13 Tendría mucho que decirte, pero no quiero hacerlo por escrito.  14 Espero verte pronto y hablar contigo personalmente.  15 La paz sea contigo.  Saludos de los amigos.  Saluda personalmente a cada uno de los amigos. 

 

Juan termina su carta con amor.  Pronto irá a hablar personalmente lo que no puede decir en la carta.  De momento manda sus saludos y su bendición.  Su deseo de paz produciría la calma en la congregación conflictiva a la que escribe. 

La despedida “los amigos” indica el modo de llamarse los cristianos. 

 

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