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Medellín, domingo 19 de julio de 1998
Articulo de EL COLOMBIANO del domingo
 
 

Ese viejo puerto de Guayaquil

Los oficios y los días...

Siempre habrá un ángulo distinto para mirar la ciudad. Y a su gente. En la más insospechada pared, en una calle, bajo el cielo urbano, la cara del hombre, sus trabajos, sus angustias, aparecerán como un objetivo para el cronista, para el buscador de imágenes. Una lectura gráfica de una parte de Medellín.
 
 
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Textos: REINALDO SPITALETTA

Fotos: JORGE LUIS ZULETA

Ese puerto seco, en el que, hace tanto, recalaron inmigrantes desterrados y puticas con olor a lejano río (e incluso a musgo) y cacharreros y abarroteros y almacenistas y comerciantes y gitanos y truhanes y buhoneros, ese puerto seco, antes con pito viejo de tren y hoy con velocidad de metro, antes con plaza de mercado y ahora con retazos de nostalgia, ese puerto seco, Guayaquil, sigue viviendo.
 
 

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Los trabajos y los días no se terminan en el viejo Guayaco. En ese pedazo de historia de Medellín bulle la vida. Y el laburo. Porque se trata de sobrevivir en la ciudad, a veces tan ajena, a veces tan inhumana, a veces tan cemento puro.

Ahí, muy cerca a fragmentos de una memoria urbana, como los edificios Carré y Vásquez, como la restaurada estación ferroviaria, muy cerquita a esa mole gris, tan triste, con nombre encantadoramente árabe, La Alpujarra, corren los afanes del rebusque. Vos los podés ver en La Alhambra, o por Amador, o en Díaz Granados, o tal vez en la callecita más pequeña del mundo, que es la avenida Estrada (menos de setenta metros).
 
 

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Oficios. Tan disímiles y variados, como las necesidades. Y tan necesarios todos. Uno podría encontrar, a la vuelta de cualquier esquina, una feria de cachivaches, que combina discos duros de computador con alicates y lámparas viejas, que, sin duda, ya no albergan a ningún genio de cuento oriental.

Caminá por ahí. Y verás, como diría un ciego. Verás al hombre de las verduras y las legumbres, de las zanahorias y los fríjoles, tan fresco él como sus frutos de la tierra.

Montate al asfalto de Guayaco, dejá que tus zapatos sin magia te lleven hasta el hombre de la escobita, que asea la calle y la maquilla, y mirá al perro sin dueño, observá los vestigios de una ciudad cambiante y futura, pero, también, anclada en el pasado. Más allá encontrarás a la vendedora de maletines (algún viaje habrá metido en uno de ellos), al ropavejero, al dueño de un almacén ambulante de dos ruedas, al vendedor de discos. No hay hadas citadinas, pero hay hombres trabajando.

Todos tienen una historia. Y todos hacen parte de la historia de una urbe, en la que el destino del reciclador se cruza con los pasos embolados del burócrata.

En ese puerto seco de antes atracan hoy otras ansiedades, otros desencuentros, nuevos desamparos. Encontrarás barcos viejos que jamás han de zarpar, y otros que luchan para no hacerse añicos en el naufragio urbano. Caminá por ese antiguo muelle. Puede que escuchés el adiós del marinero. O la bienvenida a un mundo que otros quieren ignorar. Sin embargo, ahí está la lente.
 

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