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Mitología Celta

Para los primitivos celtas, el mito suplantaba a la historia misma.

En ninguna otra sociedad se daba tan perfecta simbiosis entre la realidad y la irrealidad, la narración y la fábula, lo exotérico y lo esotérico.

Ya el griego Estrabón, que nació poco antes de comenzar nuestra era, menciona a los celtas en su voluminosa obra geográfica, basándose en escritos de anteriores historiadores clásicos, y hace mención a la similitud de ritos y costumbres entre pueblos que, merced a las continuas migraciones de aquellos tiempos, hermanaban sus razas hasta llegar a una posterior simbiosis.

También cita algunas de sus peculiaridades, las cuales hacen a este pueblo primitivo más atractivo que otros muchos de aquella época.

Se sabe, por ejemplo, que los celtas adoraban las aguas de los diferentes manantiales y consideraban sagradas todas las fuentes.

En torno a ellas tejieron una gran variedad de leyendas, algunas de las cuales han pervivido hasta nuestros días.

Había un dios de las aguas termales llamado Bormo, Borvo o Bormanus, al que se le reconocía también, en ocasiones, como el dios de la luz.

Curiosamente su nombre tiene que ver con los conceptos "caliente", de aquí derivará Bourbon, "luminoso" y "resplandeciente", y su ancestral culto daría lugar a la conmemoración de las célebres fiestas irlandesas llamadas las "Baltené", que se celebran el primero de mayo.

Muy a menudo, los héroes celtas se consideraban hijos del río Rin, ya que de la margen derecha de este río provenía esa etnia celta que invadió la Galia, las Islas Británicas, España, parte de Alemania, Italia y el valle del Danubio.

De hecho los celtas sentían la necesidad de ser purificados por el poder catártico del agua.

No obstante, la deidad más peculiar de las aguas era Epona, heredada del mundo griego, que siempre iba montada a caballo, ese animal que el dios del mar, Posidón, había hecho surgir con su tridente, tal como quedaba recogido en la mitología clásica.

Por eso Epona también era considerada entre los celtas como una diosa ecuestre.

Pero además existía otra deidad relacionada con las aguas, una especie de patrona de manantiales y fuentes a la que, los galos, denominaban Sirona.

Es el galo, por tanto, un pueblo de costumbres ancestrales, que introduce en la historia, acaso sin proponérselo, el valor mágico del arte, puesto que hace ya más de quince mil años representaba en las paredes de ocultas cuevas una serie de estilizadas figuras que, en opinión de modernos investigadores de la prehistoria, estaban cargadas de simbolismo.

Esto ocurría especialmente al representar el cuerpo de algunos animales, que les servían de alimento, atravesados con flechas o lanzas como una premonición mágica de su posterior captura. Pretendían acercar la realidad a su imagen hasta identificar ambas.

Y, así, los galos tenían una concepción animista de la naturaleza y de la materia, según la cual todo lo que les rodea tiene vida, está lleno de dioses y de demonios.

Por eso consideraban sagradas las montañas y, de forma especial, sus cumbres y picachos, en donde se llevaban a cabo rituales similares a los que se realizaban en el Rin.

Venecia Grupo 502