Un trabajo de emoción
Escribir es un trabajo que ejercemos todos los días, pero con distinto
carácter. A veces lo hacemos por rutina, otras por relajo, y algunas
por un altruista propósito de expresión.
Interesante fue revisar el caso de aquel juez que rechazó un escrito
por estar mal redactado. Deschavetado, loco, quizás tonto le pudo
haber tildado aquel asesino del lenguaje, no por lo horroroso de su crimen,
sino por la desidia que mostró, al no querer auxiliar a esa hoja
infecta y gangrenada.
Surge la cuestión de escribir bien o mal. Quizás cuestión
bizantina y deslavada.
Debemos entender la corrección desde un ámbito más
elevado, que me he propuesto llamar corrección emocional, nombre
de moda que se le ha puesto a ciertos volúmenes.
Esta corrección emocional debe trabajarse más que la corrección
idiomática o formal. Su trabajo acucioso supone que el que escribe
lo hace de forma interesante, sentida y comprometida, o bien pongámoslo
así, lo que escriba se leerá. Para ser más gráfico
comparemos la corrección emocional con la tinta que llena una pluma,
si hay tinta podremos escribir y la gente podrá leer lo escrito.
Si aquel elemento faltase no habría escritura, o en la realidad
lo escrito será ingrávido, fútil, y por ello desechable.
Si bien acciones como la de este heroico juez escasean y son siempre plausibles,
estamos lejos de encontrar una persona que fiscalice lo que se nos entrega
en el papel y que está emocionalmente incorrecto, chato y aburrido.
Esperamos aún que llegue ese juez. Mientras tanto, cuando aún
no se examina lo que se escribe con la óptica espiritual, con la
óptica de la pasión, las escuelas diversas de la escritura
deben cultivar la corrección emocional, ser extremadamente celosos
en su enseñanza, y que, luego de haber trabajado hasta el cansancio,
las lapiceras con que esos alumnos escriban estén rebosantes de
tinta.
Y de ser posible, indeleble.
Neruda y Huidobro
Este viaje al litoral central nos ha permitido captar de cerca la vida
de dos de los más grandes poetas que haya tenido la literatura nacional.
Hablamos de Pablo Neruda y de Vicente Huidobro.
La vida de ambos estuvo marcada por un factor común: el mar. Neruda,
enraizado en Isla Negra, mientras que Huidobro parió su obra en
su amadísima Cartagena. Ellos se inspiraron por igual observando
el océano. Mirando las interminables aguas nació quizás
un Canto General como un Altazor.
Era un privilegio entonces poder acercarse un poco a lo que fue lo más
íntimo para ellos, lo más querido y lo más inspirador:
su vida junto al mar.
Empezamos
por recorrer la casa de Pablo Neruda, en Isla Negra. Particularmente notable
era la cantidad de gente que llega todos los días para visitar la
casa del ganador del Nobel.
Y no sólo atrae por eso, sino por que es sabido que Neruda guardaba,
atesoraba y coleccionaba cuanto cachivache raro le llegaba cerca. Y todos
los metía dentro de su casa. Pero verdaderamente la casa de este
poeta es algo muy especial, y, a pesar de ser una casa, difícil
de comprar con dinero. La casa es bella, digámoslo, bien tenida
por fuera y por dentro, ordenada, llena de recovecos, todos con la misión,
con un fin. A medida que avanzábamos por la casa íbamos escuchando
las explicaciones de la guía; el recitado de su boca salía
le daba un corte magnetofónico a sus indicaciones. Pero sabía.
De todos los artículos que allí se exhibieron, algo que,
a mi gusto, estuvo por sobre caracolas, caballos gigantes y damajuanas
glaucas fue la pluma de Neruda. Algo me hizo observar ese artículo
con particular detenimiento, con mayor detenimiento que artículos
infinitamente más estrambóticos y bizarros, y, por supuesto,
más valiosos. La pluma en sí no era valiosa, era una pluma
Parker normal, ya desgastada, pero era la pluma de Neruda, uno lo piensa,
y piensa, ¿puede ver uno, por ejemplo, el pie derecho de Pelé?,
¿Puede ver uno los instrumentos que usaron los grandes para crear,
tan así de desgreñados?, ¿Por qué esa pluma
nadie la toma en cuenta, considerando que sin ella el poeta no hubiera
existido? Quizás pase lo mismo si me toca ver el pincel con que
Da Vinci pintó La Gioconda.
Pero uno al final se enamora de la casa, y quiere tenerla. Yo por lo menos
sí, pero sin ningún bártulo dentro.
Y también me gustaría tener la vida de Neruda, despreocupada,
bizarra en el extremo, respirando poesía, literatura y mar, todo
en un soplido. Por eso se lucha hoy, para poder cosechar mañana,
y quizás lograr que algún día la gente pague por ver
la camisa que uno lleva puesta.
Debimos abandonar Isla Negra, con gratas impresiones. Para dirigirnos hacia
Cartagena.
He querido llamar a este tramo del viaje La estación del recuerdo,
porque la Cartagena de Huidobro es un recuerdo. Y bien viejo. Todos sabemos
que Cartagena hoy no es un balneario de elite como antes lo fue, y que
la Cartagena de Huidobro fue a sus ojos una playa señorial, lejana,
inalcanzable. Tan inalcanzable que, apenas se pudo, el pueblo quiso alcanzarla
y reclamarla como suya, y bien lo han hecho, pues no puede ser más
de ellos. Lamentable que Cartagena sea la estación del recuerdo
de Huidobro, porque lo que hay para conmemorarlo es algo tan del recuerdo
como su tumba. Ahí uno se da cuenta que las tumbas conmemorativas
son aburridas, aunque estén limpias, barridas y con flores, igual
uno se cansa al rato de verlas, y uno generalmente las visita una vez.
He ahí la diferencia entre Neruda y Huidobro, Mientras el primero
nos legó sus casas, llenas de colorido, extrañeza y artículos.
Son casi circenses, el otro nos deja sólo su tumba, de concreto,
angular, y más encima, en un monte.
Pero igualmente el balance del viaje es positivo. Haber visto todo lo bello
que es el mar mezclado con poesía deja a uno con ganas de tomar
una hoja de papel y escribir cualquier cosa que suene bonita. Uno, después
de haber visto y conocido donde vivió Neruda y poder haber percibido
las olas que Huidobro saboreó, le toma amor a la tinta, la quiere,
y valora el líquido de cualquier color que brilla cuando hace nacer
una palabra bella, y lo ve con orgullo cuando con trazos gráciles
se instala en los renglones.
Quizás así amaban la tinta Neruda y Huidobro, dos que, por
lo menos, sí supieron usarla.
Jorge Luis Borges: leyenda
siempre viva
Este año se cumple un siglo del natalicio del magno escritor argentino
Jorge Luis Borges.
Y parece que cien años de Borges no es nada. Caben en el espacio
de un renglón en el alma literaria de las gentes.
La idea en todo el mundo es homenajear a quien lo merece, y en este caso
Borges no se queda chico. Podemos ver reiterados homenajes en universidades,
teatros, sociedades culturales, revistas, periódicos, televisión,
en fin. No hay medio que se haya quedado al margen de este escritor nacido
por allá lejos, en 1899.
La vida de Borges es destacable. A la edad de veinte años se fue
a estudiar a Ginebra, donde permaneció dos años, envuelto
en el ropaje del ultraísmo. Luego volvió a su Argentina natal
para iniciar una activa carrera literaria. Al poco tiempo fundó
Prisma, y en una pestañada nació Proa, en la que colaboró
Güiraldes. En ellas su genio volaba y danzaba, en pistas de ensayo,
prosa y poesía.
Su labor en las revistas fue incansable.
Pero más se lo recuerda por sus obras literarias, en especial por
su inteligentísima narrativa. Inquisiciones, El Idioma de los argentinos,
Historia Universal de la Infamia, para rematar en la áurea pieza
que es El Aleph.
Borges ha trabajado con grandes en su vida, entre ellos Alfredo Bioy Casares,
que fue un estrecho compañero de letras. Reunidos están ambos
quizás quién sabe dónde, pero de seguro escribiendo
talento, letra recia.
El Nobel parecía hecho a su medida, pero le fue esquivo. Por visitas
innecesarias, o quizás porqué. Pero Borges probó no
necesitar el galardón escandinavo, porque aparte de que ganó
muchos premios de prestigio, su premio más grande fue ser el de
siempre, un personaje irreductible, indefinible e inolvidable.
La espada bajo la seda
El pasado jueves 8 de septiembre tuvimos la oportunidad de compartir una
jornada con Guillermo Blanco. Sabíamos que era profesor de nuestra
universidad, sabíamos –algunos- que había escrito Gracia
y el forastero, y el diario se encargó de ponernos al tanto de que
un Ruibarbo fue engendrado por su tinta.
Hubo un plus a esta jornada, el galardón postrero que recibió
este buen periodista y escritor nuestro, nada menos que el Premio Nacional
de Periodismo. Ello nos motivó un poco más para concurrir
a esta jornada.
La sala no estaba lista. Se podría echarle la culpa a ese vil subterfugio
de que “estamos en Chile”; prefiero echarle la culpa a alguna persona descuidada,
y no echar a una nación entera al saco.
Pero todo estuvo listo, no a tiempo, pero sí lo estuvo. Ello incidió
en la duración de la charla, la cual ya era corta por el mero hecho
de estar segmentada, limitada.
La reunión empezó con una alocución del profesor Enrique
Ramírez, quien, como ya se ha hecho costumbre, fue quisquilloso,
casi monótono, en recalcar todos los errores habidos y por haber
que han cometido los periodistas.
Entonces Blanco tomó el micrófono, y comenzó a hablar;
con voz suave, quizá algo añosa, nos empezó a relatar
su vida, cómo ingresó al periodismo, cómo ingresó
a la docencia de esta disciplina que hoy nos cobija, y de cómo aquella
vida de periodista le llevó a sobresalir, en el vehículo
de su talento, de un mar de redactores.
La contingencia no pudo estar fuera, cosa de esperar en medio de un simposio
de periodistas noveles junto con el maestro. La Mesa de Diálogo
saltó a la palestra, hasta casi monopolizar la conversación.
Pero algo que atañe a la Mesa de Diálogo, pues la generó
–como miles de cosas en este país- fue la vida de Guillermo Blanco
durante la dictadura militar, y cómo él no calló su
pluma, sino que la hizo hablar, con la seda cubriendo la espada, donde
la vista percibía suavidad, normalidad, ingenio inclusive, pero
bajo el manto brillante y aparente se esconde el verdadero mensaje, que
es un filo que mata silenciosamente, y que sólo los ingeniosos pueden
percatarse de la herida, de la estocada, a un enemigo implacable, insondable,
y por ello, imposible de insultar sin consecuencia ni castigos.
La charla con aquel hombre notable terminó, como termina un vaso
de agua en la boca seca y sedienta, y todos quedamos con sed, con sed de
beber de aquella agua que humedecerá nuestra alma e intelecto, el
agua de Guillermo Blanco.
I
La tinta corre a través del papel, mi vida se ha estado yendo por
la borda desde hace un tiempo y ya te concibo como la única motivación
de mi vida.
Es doloroso, ni siquiera sabes un ápice de lo que pasa.
Tu situación es cómoda, lo sé, pero no puedo dejar
de dedicarte estas líneas que estoy escribiendo con la secreta esperanza
que algún día llegues a mi puerta y la toques y quieras pedirme
un explicación por lo que en ese momento tendrías en la mano:
mi declaración de amor.
Es triste el momento, el papel aguanta todo, sobre él yacen las
sílabas idílicas que son un salvavidas.
Te escribo, te escribo, desde hace un tiempo que lo he estado haciendo,
uso mis métodos, son totalmente distintos a los de la otra gente,
totalmente distintos a los de esta sociedad superficial.
Pienso.
Leo.
Me inspiro, e imagino lo que será estar bajo las sábanas
en la inocente y propicia medianoche.
Termino esta carta diciéndote que te amo, toda la tónica
de la carta ha sido igual, y cada día espero el momento en que te
volveré a ver y cada día después de aquel mueren mis
esperanzas en un círculo vicioso que juega conmigo sorteando mis
estados de ánimo, sin considerar que soy humano.
Cruel amor. ¿Te veré algún día bajo las sábanas
de mi cama? El papel dice sí. Mi alma dice sí. El destino
dice…
II
En ese momento comenzaba ya a saturarme de ruido y de tonterías,
cada vez se hacía menos justificada mi presencia en aquella fiesta,
estaba sólo, puesto que la única persona que me podría
haber hecho compañía se encuentra enferma, por lo tanto además
de aburrido estoy completamente sólo, a merced de la estupidez juvenil.
Traté de entablar conversación con alguna mujer - a los hombres
los descarté de entrada -, pero aquella posibilidad tuvo que descartarse
al ver la forma de pensar de las mujeres presentes en la velada.
Pasaban las horas y ya se empezaba a formar en mi interior una profunda
desilusión de las mujeres que me rodeaban, me sentía cada
vez más desamparado, temiendo por mi futuro.
Decidí alejarme del ruido, puesto que no soportaba más el
ambiente, subí unas escaleras y empecé a caminar por un corredor
de habitaciones, me dirigía hacia el final cuando de repente escuché
un llanto amargo, eso me sobresaltó mucho y ya la disyuntiva de
averiguar más o no meterme en otros asuntos invadió mi conciencia.
El llanto se hacía cada vez más doloroso y amargo, era como
sentir una saeta clavarse en el centro exacto del pecho y hundirse con
más dolor cada vez que oía un sollozo. Esto me hizo tomar
valor y abrí silenciosamente la puerta de la habitación,
el cuadro era bastante angustioso, era una joven que lloraba acremente,
al notar mi presencia paró un momento de llorar y me dirigió
una mirada, al hacerlo pude ver en su cara y en sus ojos las huellas de
un largo rato de lágrimas, los azules ojos de la muchacha se veían
opacados por el rojo del plañido, mientras que el rostro se encontraba
farragoso, el pelo, revuelto. Aquella mirada fue paralizadora, a mi me
dejó helado y a ella le detuvo el llanto. Debilitada, mas altiva
me habló.
- ¿Y tú, quién eres?
- Yo sólo pasaba por acá y te escuché llorar…
- Y entraste - dijo, con un rasgo de rencor que se podía notar claramente.
- Sí, perdón.
Me miró fijamente y al final dijo.
- Está bien.
Entonces se sentó y encendió un cigarrillo, entonces ya apaciguado
el cuadro, me decidí ya a indagar en la triste niña.
- ¿Por qué llorabas?
- ¿Por qué habría de decírtelo? - alegó
la interpelada.
- Bueno, ya que estamos acá, me gustaría ver en que te podría
yo ayudar.
- En poco, sólo si hicieras que mi novio volviera.
- Creo que eso será posible - dije ya en un tono tierno y confiado.
Aquel silencio me hizo reparar en su belleza, la cual pude apreciar mientras
ella miraba un punto fijo en el suelo. En ese momento había decidido
a compenetrar en el interior de aquella bella zagala.
- ¿Por qué el ya no está?
- Se fue con otra.
- ¿Con tu mejor amiga?
- No, sólo se fue.
- Parece que ese “sólo” no es tal…
- De hecho íbamos a casarnos, huiríamos juntos, lejos, lejos
del mundo, lejos de esto.
Pude apreciar que ella compartía el resquemor hacia el ambiente
que caprichosamente nos había presentado.
- ¿Por que estás acá?
- Es la fiesta de una amiga, la muy idiota creyó que esto iba a
animarme…
- Un amigo mío pensó lo mismo.
Entonces nos pusimos a conversar, mientras hablábamos su rostro
se iba suavizando y normalizando, hasta que llegó un punto en que
sus blancos dientes me fueron regalados en una pulcra y exquisita sonrisa.
- Nunca pensé que en una de estas reuniones hubiera podido encontrar
al alguien tan agradable.
- Yo tampoco, hasta que conocí a mi novio, pero es el igual a todos,
tonto, borracho, invencible…
- ¿Y cómo crees que soy yo? - pregunté atrevidamente.
- No lo sé.
- ¿Qué tal si me das una oportunidad?, nos vamos de acá
y te llevo a un lugar más tranquilo.
Entonces noté algo de duda en su mirada, agregué.
- Sí no quieres, yo me voy y nos olvidamos que todo esto ocurrió
alguna vez.
Ese era el empujoncito de confianza que necesitaba, le tendí mi
mano amistosamente y ella la aceptó, se paró, tomó
una chaqueta que estaba encima de la cama y nos fuimos.
La noche era despejada e inusitadamente cálida, decidimos caminar
bajo el manto celeste, y en la soledad de la noche, nos miramos a los ojos
y descubrimos aquello que nos faltaba y buscábamos y lo que le faltaba
al resto pero no lo buscaba, la simpleza.
Y sólo bastó un beso para reconstruir un error pasado y erigir
un futuro nuevo.
- Veo que vamos a estar juntos por un rato - dije amorosamente.
- Así es, amor, así es.
Y caminando por el sendero del parque nos perdimos en la espesa arboleda,
para siempre.
III
Te veo dormir, es la imagen más conmovedora que he tenido en años,
ante mí yaces, en la oscuridad, que se quiebra a lo lejos por la
luz vaga de una ampolleta transparente, He estado desde hace un momento
aquí haciendo cualquier otra cosa, haciéndome el tonto, pero
al final he recalado en ti, no podía desperdiciarse esta escena
maravillosa en que para mi estás dispuesta.
Te miro.
No me cansaría nunca de mirar tus ojos clausurados bajo los suaves
párpados de inocencia pura. Te mueves, aún cuando estás
dormida lo haces de una forma sutil y elegante, entonces todo esto se va
sumando, se va sumando y llego a un resultado que sólo me lleva
a cuestionarme el milagro que me han regalado, me pregunto cómo
un desgraciado como yo puede llegar a postrarse ante escena tan celestial.
Te sigo mirando, y mientras te miro más me voy enamorando, más
me voy metiendo en la telaraña de suave seda que tiendes con tu
corazón maravilloso.
Me atrapaste, entonces me abrazo, para contener mi cuerpo que en cualquier
momento desgarraría todo lo que se interpusiera entre mis manos
ardientes y tu hermosa desnudez.
Pasan los segundos preciosos, y al pasar cada uno de ellos, te encuentro
cada día más linda. El valor aumenta, pero igual me siento
pequeño. Cada vez que pasa un segundo la autoestima de mi alma crece,
siento cada vez que los pies de despegan del suelo, que cada vez cuesta
que pase algo por mi garganta, que las lágrimas se alistan para
dispararse por la rampa de mis mejillas y humedecer la piel de diosa que
posees.
Quiero gritar, quiero agradecer, quiero amarte.
Entonces supe que mi momento en el cielo se había acabado, que había
que volver a la tierra, pero con una misión, de estar contigo y
que tu angelical presencia sería mía algún día,
entonces te doy un beso en la frente y me voy, pero no, vuelvo, acaricio
tu mejilla y la beso, acaricio tus labios y los beso, reservando el puesto
que desde hoy sé que es mío.
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