EL INFIERNO
DE DESCARTES
Cuando hablamos de razón o racionalismo pensamos al instante en
una serie de términos, ideas o adjetivos, estrechamente ligados
a la visión y a la luz. Así decimos, por ejemplo: a la luz
de la razón; razón preclara o cristalina; la lúcida
razón, etc.; o la relacionamos con palabras tales como: claridad,
aluciedad, nitidez, evidencia, y otras por el estilo.
Lo curioso, sin embargo, es que la apoteosis de la razón -o del
racionalismo- no ocurrió, como cabría esperar, durante las
soleadas horas del día, sino una negra y fria noche de invierno:
la noche del 10 de noviembre de 1619.
Esa noche Renato Descartes descubrió, según sus propias palabras,
"los fundamentos de una ciencia admirable": el principio de unidad sistemática
de las ciencias. En la historia de la humanidad esa noche significó
la teoría de la relatividad, la computadora, el automóvil,
la bomba de cobalto, la era industrial, el materialismo dialéctico,
la televisión, la elevación de los critrerios científicos
al rango de verdad superior, etc. En otras palabras, esa noche significó
lo que hoy llamamos el mundo moderno.
Gracias a esa noche nuestro mundo de hoy es magnífico, somos los
Supersónicos. Tenemos en nuestros hogares máquinas que hacen
por nosostros las tareas rutinarias, máquinas a las que les hablamos
para que hagan en pocos minutos operaciones complejas que nos demandarían
enormes pérdidas de tiempo, máquinas que hacen las máquinas
que usamos y máquinas para hacer las máquinas que hacen las
máquinas que cada día usamos.
Una lectura económica de lo dicho, plantea la pregunta por la mano
de obra ociosa. En el orden político, la clasificación de
los pueblos según su mayor acceso a la tecnología. En el
aspecto social, la distinción de clases según la capacidad
de consumo de esa tecnología. Esto nos lleva a creer ciegamente
en un mundo cuya realidad se agota en las categorías científicas.
Un mundo que para la mayoría de nosostros, pobres individuos perdidos
en las Leyes de los Grandes Números, significa -valga la redundancia-
el correr detrás de un signo llamado "dinero", llave para abrirnos
las puertas del mundo tecnológico. Un mundo alienante de placeres
fugaces, éxitos repentinos y caídas abruptas, donde somos
medidos por la vara de la última versión del utilitarismo:
la productividad. Así planteada, la cuestión pareciera no
tener solución. Y no la tiene, puesto que se convierte en un círculo
vicioso que acaba siempre en la alienación del individuo. (Esto
es lo que no supieron comprender Marx y los marxistas.) Reducir el mundo
a un conjunto de fenómenos físicos y químicos es una
mera arbitrariedad, un convencionalismo no menos caprichoso que el código
ASCII, o las normas IRAM. Considerar que el único conocimiento válido
es el adquirido a través de las ciencias, es suponer que hay un
conocimiento posible. Aunque el conocimiento no sea nada más que
"poder de convicción".
Declarada la insuficiencia de la interpretación científica
del mundo me atrevo a proponer esta otra, no menos arbitraria. El mundo
es una obra de arte y, como tal, sólo admite criterios estéticos.
Todo arte, según O. Wilde, es superficie y símbolo. Quien
busca bajo la superficie, quien interpreta el símbolo, lo hace a
su propio riesgo. Y acaba el prefacio al Retrato de Dorian Gray enseñando:
"Podemos perdonar a un hombre por hacer cosas útiles, siempre y
cuando él no las admire. La única excusa para hacer cosas
inútiles es que uno las admire intensamente. Todo arte es absolutamente
inútil."
Desde mi condición de poeta puedo entonces afirmar la inutilidad
del mundo y cambiar las reglas del juego. Desde mi condición de
artista y a mi propio riesgo puedo, válidamente, conjeturar otras
inteligencias posibles del mundo. Esta, por ejemplo, sobre lo que ocurrió
aquella noche de noviembre de 1619. Nadie ignora que las noches suelen
ser amigas de los poetas. Aquella, en particular, Renato Descartes -acaso
desesperado de soledad, aterrorizado por la insoportable levedad de su
ser- dudó, dudó de todo, hasta que sintió que él,
que pensaba, era algo. En su interior sonaron estas palabras: "cogito ergo
sum", y Descartes creyó que era él quien las había
pronunciado. Creyó que ese yo pensante era necesario y, justo por
eso, prueba irrefutable de su existencia. Creyó que tenía
derecho a decir de sí: Soy lo que Soy. No advirtió que él,
que pensaba, era un sueño que otro soñaba, un sueño
no menos irreal que el sueño de los poetas. "Pienso, luego existo"
es entonces una metáfora que una musa engañosa dictó
a Descartes aquella noche de invierno. Es una figura poética que
encierra una ironía pareja a la de aquellos versos de Borges, que
ahora cito de memoria: "Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta
declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica
ironía,/ me dio a la vez los libros y la noche".
Se ha dicho que Descartes, como Francis Bacon, estaba enfadado con las
Bellas Artes, las consideraba carentes de toda utilidad. En este orden
de ideas no es ilícito afirmar que, al morir Descartes, Dios lo
condenó al infierno por su pecado de soberbia. Su suplicio, por
toda la eternidad, es compartir su cuarto con Salvador Dalí.
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