Es fuerza decir que aunque el señor Chacón, al principio de su artículo
primero, se ha propuesto fijar la cuestión (que, a nuestro juicio, bien
clara estaba), nos parece más bien haberla sacado de sus quicios. La
comisión, después de haber dado los debidos elogios al Bosquejo Histórico,
dice que carece de suficientes datos para aceptar el juicio del autor
sobre el carácter y tendencias de los partidos que figuraron en la
revolución
chilena. Juzga con sobrada razón que sin tener a la vista un
cuadro en donde
aparezcan de bulto los sucesos, las personas y todo el
tren material de
la historia, el trazar lineamientos generales tiene el
inconveniente de
dar mucha cabida a teorías y desfigurar en parte la
verdad; inconveniente,
añade, de todas las obras que no suministran todos
los antecedentes de que
el autor se ha servido para formar sus juicios. Y
se siente inclinado a
desear que se emprendan antes de todo los trabajos
destinados a poner en
claro los hechos: "la teoría que ilustra esos hechos
vendrá en seguida,
andando con paso firme sobre un terreno conocido .
No se trata pues de saber
si el método ad probandum, como lo llama el
señor Chacón, es bueno o malo
en sí mismo; ni sobre si el método ad
narrandum, absolutamente hablando,
es preferible al otro: se trata sólo de
saber si el método ad probandum,
o más claro, el método que investiga el
íntimo espíritu de los hechos de un
pueblo, la idea que expresan, el
porvenir a que caminan, es oportuno relativamente
al estado actual de la
historia de Chile independiente, que está por escribir,
porque de ella no
han salido a luz todavía más que unos pocos ensayos, que
distan mucho de
formar un todo completo; y ni aun agotan los objetos parciales
a que se
contraen. ¿Por cuál de los dos métodos deberá principiarse para escribir
nuestra historia? ¿Por el que suministra los antecedentes o por el que
deduce las consecuencias? ¿Por el que aclara los hechos, o por el que los
comenta y resume? La comisión ha creído que por el primero. ¿Ha tenido o
no fundamento para pensar así? Esta y no otra es la cuestión que ha debido
fijarse.
Cada uno de los métodos tiene su lugar; cada uno es bueno a
su tiempo; y
también hay tiempos en que, según el juicio o talento del escritor,
puede
emplearse el uno o el otro. La cuestión es puramente de orden, de
conveniencia relativa.
Sentado esto, es fácil ver que la cita de
Barante, en que se apoya como
decisiva el señor Chacón, no toca el punto
que se discute. Barante, a
presencia de los grandes trabajos históricos
de sus contemporáneos, dice
que ninguna dirección es exclusiva, ningún método
obligatorio. Lo mismo
decimos nosotros poniéndonos en el punto de vista
en que se coloca
Barante. Cuando el público está en posesión de una masa inmensa
de
documentos y de historias, puede muy bien el historiador que emprende
un
nuevo trabajo sobre esos documentos e historias adoptar o el método del
encadenamiento filosófico, según lo ha hecho Guizot en su Historia de la
Civilización, o el método de la narrativa pintoresca, como el de Agustín
Thierry con su Historia de la Conquista de Inglaterra por los Normandos.
Pero cuando la historia de un país no existe, sino en documentos
incompletos,
esparcidos, en tradiciones vagas, que es preciso compulsar y
juzgar, el
método narrativo es obligado. Cite el que lo niegue una sola
historia general
o especial que no haya principiado así. Pero hay más:
Barante mismo en el
punto de vista en que se coloca no disimula su
preferencia de la filosofía
que resalta como espontáneamente de los
sucesos, referidos en su integridad
y con sus colores nativos, a la que se
presenta con el carácter de teoría
o sistema exprofeso; que siempre induce
cierto temor de que involuntariamente
se violente la historia para
ajustarla a un tipo preconstituido, que, según
la expresión de Cousin, la
adultere. Véase la prefación de Barante a su Historia
de los Duques de
Borgoña, y véase sobre todo esa historia misma, que es un
tejido admirable
de testimonios originales, sin la menor pretensión filosófica.
No es nuestro ánimo decir que entre los dos métodos que podemos llamar
narrativo y filosófico haya o deba haber una separación absoluta. Lo que
hay es que la filosofía que en el primero va envuelta en la narrativa y
rara vez se presenta de frente, en el segundo es la parte principal a que
están subordinados los hechos, que no se tocan ni se explayan, sino en
cuanto conviene para manifestar el encadenamiento de causas y efectos, su
espíritu y tendencias. Cabe entre ambos una infinidad de matices y de
medias tintas, de que no sería difícil dar ejemplos en los historiadores
modernos.
El juicio de la comisión no es exclusivo, ni su preferencia
absoluta. No
hay más que leer su informe, para convencernos de que los argumentos
aducidos por el autor del Prólogo son inconducentes: impugnan lo que nadie
ha dicho ni pensado. La comisión no ha emitido fallo alguno sobre cuestión
alguna que tenga divididas las opiniones del mundo literario, como se
supone. Ha deseado. . . ni aun tanto. . . se ha sentido inclinada a desear
que se nos ponga en posesión de las premisas antes de sacar las
consecuencias;
del texto, antes que de los comentarios; de los pormenores
antes de condensarlos
en generalidades. Es imposible enunciar con más
modestia un juicio más conforme
a la experiencia del mundo científico y a
la doctrina de los autores célebres
que han escrito de propósito sobre la
ciencia histórica. Y más diremos: dado
que el punto fuese cuestionable, la
comisión, declarándose por una de las
opiniones controvertidas, no hubiera
hecho más que poner en ejercicio un
derecho que los fueros de la república
literaria franquean a todos. ¿Por
ventura no es lícito a todo el que
quiera hacer uso de su entendimiento
elegir entre dos opiniones contrarias
la que le parezca más razonable y
fundada? ¿Y es el campeón de la libertad
literaria el que nos impone la obligación
de suspender nuestro juicio
sobre toda cuestión debatida, y de no emitir
otras ideas que las que
llevan el imprimátur de la aprobación universal?
El señor Chacón nos da una reseña del origen y progresos de la historia en
Europa desde las cruzadas; reseña gratuita para el asunto de que se trata,
y no del todo exacta. En ella se principia por Froissart; y se le hace
encabezar la serie de cronistas "que en los siglos XII y XIII mezclaron
la
historia y la fábula, los romances de Carlomagno y de Arturo con los
hechos de la caballería". El señor Chacón olvida que Froissart floreció
en
el siglo XIV, y parece ignorar que los romances de Carlomagno y de Arturo
habían empezado a contaminar la historia algún tiempo antes de la primera
cruzada. A juzgar por esta reseña, pudiera creerse que en el primer
período de la lengua francesa (que propiamente no es la lengua de los
trovadores) faltaron historiadores verídicos, testigos de vista de los
sucesos mismos de las cruzada, como Villehardouin y Joinville. Como quiera
que sea, se hace desfilar a nuestra vista una procesión de cronistas,
historiadores y filósofos de la historia, que principia en Froissart y
acaba en Hallam. "¿Y se quiere" (se nos pregunta) "que nosotros
retrogrademos; se quiere que cerremos los ojos a la luz que nos viene de
Europa; que no nos aprovechemos de los progresos que en la ciencia
histórica ha hecho la civilización europea, como lo hacemos en las demás
artes y ciencias que se nos transmiten, sino que debemos andar el mismo
camino desde la crónica hasta la filosofía de la historia?"
No es difícil
responder a este interrogatorio. Mal puede retroceder el que
no ha hecho
más que poner los pies en el camino. No pedimos que se
escriban otra vez
las crónicas de Francia: ¿qué retroceso cabe en hacer la
historia de Chile,
que no está hecha; para que ejecutado este trabajo
venga la filosofía a darnos
la idea de cada personaje y de cada hecho
histórico (de los nuestros se
entiende), andando con paso firme sobre un
terreno conocido? ¿Hemos de ir
a buscar nuestra historia en Froissart, o
en Comines, o en Mizeray, o en
Sismondi? El verdadero movimiento
retrógrado consistiría en principiar por
donde los europeos han acabado.
Suponer que se quiere que cerremos los ojos
a la luz que nos viene de
Europa, es pura declamación. Nadie ha pensado
en eso. Lo que se quiere es
que abramos bien los ojos a ella, y que no
imaginemos encontrar en ella lo
que no hay, ni puede haber. Leamos, estudiemos
las historias europeas;
contemplemos de hito en hito el espectáculo particular
que cada una de
ellas desenvuelve y resume; aceptemos los ejemplos, las
lecciones que
contienen, que es tal vez en lo que menos se piensa: sírvannos
también de
modelo y de guía para nuestros trabajos históricos. ¿Podemos hallar
en
ellas a Chile, con sus accidentes, su fisonomía característica? Pues esos
accidentes, esa fisonomía es lo que debe retratar el historiador de Chile,
cualquiera de los dos métodos que adopte. Ábranse las obras célebres
dictadas por la filosofía de la historia. ¿Nos dan ellas la filosofía de
la historia de la humanidad? La nación chilena no es la ] humanidad en
abstracto; es la humanidad bajo ciertas formas especiales; tan especiales
como los montes, valles y ríos de Chile; como sus plantas y animales; como
las razas de sus habitantes; como las circunstancias morales y políticas
en que nuestra sociedad ha nacido y se desarrolla ¿Nos dan esas obras la
filosofía de la historia de un pueblo, de una época? ¿De la Inglaterra
bajo la conquista de los normandos, de la España bajo la dominación
sarracena,
de la Francia bajo su memorable revolución? Nada más
interesante, ni más instructivo.
Pero no olvidemos que el hombre chileno
de la Independencia, el hombre
que sirve de asunto a nuestra historia y
nuestra filosofía peculiar, no
es el hombre francés, ni el anglo-sajón, ni
el normando, ni el godo, ni el
árabe. Tiene su espíritu propio, sus
facciones propias, sus instintos peculiares.
Sea en hora buena culpa nuestra haber encontrado inconsecuencia u
oscuridad en ciertos pasajes del Prólogo. A la verdad, no dejó de
ocurrirnos
la clave con que en el artículo primero del señor Chacón se ha
tratado de
conciliarlos. Pero la idea nos pareció demasiado repugnante al
sentido común
para atribuírsela. Ello es que ni aun ahora nos atrevemos a
imputársela,
y preferimos creer que (por culpa nuestra seguramente) no
hemos acabado
de entenderle.
Pedimos perdón a nuestros lectores. Hemos prolongado fastidiosamente
la
defensa de una verdad, de un principio evidente, y para muchos trivial.
Pero deseábamos hablar a los jóvenes. Nuestra juventud ha tomado con ansia
el estudio de la historia; acabamos de ver pruebas brillantes de sus
adelantamientos en ella; y quisiéramos que se penetrase bien de la
verdadera misión de la historia para estudiarla con fruto.
Quisiéramos sobre
todo precaverla de una servilidad excesiva a la ciencia
de la civilizada
Europa.
Es una especie de fatalidad la que subyuga las naciones que empiezan
a las
que las han precedido. Grecia avasalló a Roma; Grecia y Roma a los
pueblos
modernos de Europa, cuando en ésta se restauraron las letras; y
nosotros
somos ahora arrastrados más allá de lo justo por la influencia de
la
Europa, a quien, al mismo tiempo que nos aprovechamos de sus luces,
debiéramos imitar en la independencia del pensamiento. Muy poco tiempo
hace que los poetas de Europa recurrían a la historia pagana en busca de
imágenes, e invocaban a las musas en quienes ellos ni nadie creía; un
amante desdeñado dirigía devotas plegarias a Venus para que ablandase el
corazón de su querida. Esta era una especie de solidaridad poética
semejante
a la que el señor Chacón parece desear en la historia.
Es preciso además no
dar demasiado valor a nomenclaturas filosóficas;
generalizaciones que dicen
poco o nada por sí mismas al que no ha
contemplado la naturaleza viviente
en las pinturas de la historia, y, si
ser puede, en los historiadores primitivos
y originales. No hablamos aquí
de nuestra historia solamente, sino de todas.
!Jóvenes chilenos! aprended
a juzgar por vosotros mismos; aspirad a la independencia
del pensamiento.
Bebed en las fuentes; a lo menos en los raudales más cercanos
a ellas. El
lenguaje mismo de los historiadores originales, sus ideas,
hasta sus
preocupaciones y sus leyendas fabulosas, son una parte de la
historia, y
no la menos instructiva y verídica. ¿Queréis, por ejemplo, saber
qué cosa
fue el descubrimiento y conquista de América? Leed el diario de
Colón, las
cartas de Pedro de Valdivia, las de Hernán Cortés. Bernal Díaz os
dirá
mucho más que Solís y que Robertson. Interrogad a cada civilización en
sus
obras; pedid a cada historiador sus garantías. Esa es la primera filosofía
que debemos aprender de la Europa.
Nuestra civilización será también
juzgada por sus obras; y si se la ve
copiar servilmente a la europea aun
en lo que ésta no tiene de aplicable,
¿cuál será el juicio que formará de nosotros,
un Michelet, un Guizot?
Dirán: la América no ha sacudido aún sus cadenas;
se arrastra sobre
nuestras huellas con los ojos vendados; no respira en
sus obras un
pensamiento propio, nada original, nada característico; remeda
las formas
de nuestra filosofía, y no se apropia su espíritu. Su civilización
es una
planta exótica que no ha chupado todavía sus jugos a la tierra que
la
sostiene.
Una observación más y concluimos. Lo que se llama filosofía
de la
historia, es una ciencia que está en mantillas. Si hemos de juzgarla
por
el programa de Cousin, apenas ha dado los primeros pasos en su vasta
carrera. Ella es todavía una ciencia fluctuante; la fe de un siglo es el
anatema del siguiente; los especuladores del siglo XIX han desmentido a
los del siglo XVIII; las ide del más elevado de todos éstos,
Montesquieu,
no se aceptan ya sino con muchas restricciones. ¿Se ha
llegado al último
término? La posteridad lo dirá. Ella es todavía una
palestra en que luchan
los partidos: ¿a cuál de ellos quedará
definitivamente el triunfo? La ciencia,
como la naturaleza, se alimenta de
ruinas, y mientras los sistemas nacen
y crecen y se marchitan y mueren,
ella se levanta lozana y florida sobre
sus despojos, y mantiene una
juventud eterna.
(El Araucano, Santiago
de Chile, 1848)