(Director del Centro de Derechos Humanos Agustin Pro, México)
Hace unos días apenas, un par de agentes judiciales asaltaron a dos muy cercanos amigos míos.
La experiencia fue terrible. El taxi en el que ambos viajaban fue abordado intempestivamente por dos sujetos vestidos con traje gris obscuro, con armas de grueso calibre, y que asegurarón ser judiciales "en labores de cateo". Los golpes, los insultos, las amenazas de muert e comenzaron de inmediato, tanto para el chofer del taxi como para sus pasajeros.
Después de haber sido despojados de todas sus pertenencias,de forzarles a revelar los números secretos de sus tarjetas bancarias, los presuntos judiciales se dieron a la tarea de "jugar" y humillar a sus víctimas. Les colocaban la pistola en la sien, en el cuello, dentro de la boca.
Les obligaban a golpear al chofer. Si no lo hacían, o lo hacían con poca fuerza, eran golpeados de inmediato con manos abiertas en los oídos, o con las cachas de las pistolas en la cabeza.
Luego, la agresión sexual.
En un lote baldío, a uno de ellos le hicieron desnudarse para que el chofer lo felara.
La resistencia del conductor se tradujo en patadas y golpes con una saña bestial. Y como se negaran a tener relaciones sexuales entre sí, mis dos amigos varones fueron obligados a enfrentarse a golpes.
En medio de la pelea, los "agentes de la ley" se distrajeron torturando todavía más al taxista.
Aprovecharon mis amigos la ocasión y salieron huyendo.
Los judiciales les dispararon por la espalda para impedir que huyeran. Hicieron tres tiros.
Afortunadamente ninguno dio en el blanco.
Pero la persecución continuó en particular contra Armando. Viéndose perdido, al dar vuelta en una esquina, no tuvo más remedio que ocultarse debajo de un automóvil estacionado.
Entonces se hizo a la idea de que iba a morir en ese momento, y se dejo ir...
Se durmió debajo del coche. No sabe cuánto tiempo. Cuando despertó no supo donde
estaba ni que hacia ahí. La sensación de extravío se ha prolongado en el tiempo.
Para él, la vida ya no va a poder ser igual.
Frente a hechos como el que ahora narro -y que a diario suceden en esta infausta ciudad en contra de cientos de ciudadanos anónimos- uno no puede sino indignarse profundamente.
Estos asaltos no son los asaltos comunes de quienes por la crisis, la falta de trabajo, las dificultades económicas, se ven obligados a robar lo ajeno. No.
Este tipo de asaltos, la perversión con que son realizados, la violencia gratuita que se ejerce sólo pueden provenir de personas largamente entrenadas para infligir dolor, acostumbradas al desprecio de lo humano a la prepotencia y la maldad. Sólo pueden realizarlos quienes se sienten protegidos, quienes han actuado durante años en la total impunidad. No son los ciudadanos agraviados por la situación de pobreza quienes realizan los crímenes violentos. Son, en cambio, los policías y ex policías los culpables de estos hechos.
Hemos denunciado hasta la saciedad que en la mayoría de los crímenes violentos que se cometen en la Ciudad de México hay participación de policías y de quienes han sido agentes policiacos. Que las corporaciones policiacas en esta ciudad son corruptísimas, que en ellas campea la complicidad y la delincuencia organizada.
La impunidad produce e incrementa la violencia. Lo hemos visto palpablemente en el estado de Guerrero, en donde la falta de castigo a los culpables de la matanza de Aguas Blancas y de los asesinatos de perredistas se ha traducido en un cadena de asesinatos sin cuento. La impunidad policiaca da manos libres a la acción criminal de los miembros de esas corporaciones.
Hay que decir también que mis compañeros y amigos violentados por estos "judiciales" pervertidos han decidido no presentar querella penal. Lo entiendo perfectamente. Además de que la ciudadanía ya no cree en la procuración de justicia, levantar hoy una denuncia penal en contra de policías es exponerse a una violencia mayor incluso al asesinato. No en balde los delincuentes con placa procuran quedarse con todas las identificaciones de sus víctimas: su domicilio, sitio de trabajo, familiares, etcétera.
Que quede constancia.
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10 de enero de 1996