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EQUINOCCIO  La revista del GRUPO HERMES-NAHUEL


TIEMPO DE CRISIS

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                                                                                                                                                A Don Juan Pablo Cárdenas


            El ordenamiento bipolar que predominó en el mundo por más de cuatro décadas llegó a su fin. Referirse a ello y a sus consecuencias en términos aprobatorios es ya uno de los tics más frecuentes de especialistas y diletantes en política internacional. Más aún: la perspectiva de un planeta dominado por una derecha retrógrada —posible corolario de los profundos cambios que están ocurriendo— es aceptada de manera acrítica por millones de seres, como si tal hecho fuese natural e inevitable. Pareciera que la aparente imposibilidad de modificar la realidad contemporánea formara parte de las verdades infusas de nuestra cultura.

            Evidentemente, el pánico concitado por el agotamiento de las estructuras sociopolíticas tradicionales ha forzado a adherir a lo primero que en apariencia ostentara alguna solidez conceptual. En un contexto semejante, que se podría denominar de descompensación ideológica, con frecuencia los viejos sueños —incluso los más delirantes— resucitan para mitigar la ansiedad del desamparo. Mas este comportamiento no certifica el triunfo del pasado, sino la necesidad de construir el futuro a partir de los despojos del presente. El no tomar conciencia de esto implica un grave riesgo, ya que el retorno a la realidad suele hacerse en forma de tragedia.

            Entretanto la psicosis derechista se expande con vigor creciente y adquiere características de saber absoluto. Alentados por la debacle del llamado socialismo real, los representantes del pensamiento neoconservador pontifican incansablemente acerca de las bondades de su ideología. Todos los medios de comunicación social, con más o menos énfasis, difunden su contundente mensaje: se ha producido el fin de la Historia, puesto que el Capitalismo triunfante prevalecerá indefinidamente, sin eventuales alternativas.

            De este supuesto acontecimiento histórico los apologistas de la «sociedad del futuro» derivan una serie de «verdades», pretendidamente científicas y operativas. En la esfera de lo político afirman que la intervención de las potencias mundiales en las naciones del Tercer Mundo es beneficiosa para unas y otras, que el sistema de democracias limitadas impuesto por EE.UU. a estos países -en especial a los latinoamericanos- promoverá la estabilidad política y social de los mismos, que debido a la «muerte de las ideologías» las luchas de liberación nacional serán de ahora en más meros actos delictivos; y por último, que habiendo concluido la guerra fría, la ex Unión Soviética y la potencias occidentales se aliarán con el propósito de crear un nuevo orden internacional, del que estarán excluidos los conflictos bélicos.

            No obstante, en el terreno de la economía se encuentran aseveraciones aun más audaces que las ya expuestas. Así, por ejemplo, se dice que tanto el pago como el cobro de la deuda externa de los países dependientes son «moralmente» obligatorios y que los planes económicos elaborados por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial reducirán el monto de dicha deuda e incluso la extrema pobreza. Se asegura asimismo que el libre juego de las fuerzas del mercado solucionará los problemas económicos y sociales del Tercer Mundo, que la privatización y desnacionalización del Estado optimará el nivel de eficiencia en la prestación de los servicios públicos; y finalmente, que la modernización de la era Tecnotrónica traerá prosperidad a las naciones atrasadas, incorporándolas a la pujante comunidad universal que se está gestando.

            Como se observa, la emoción triunfalista ensoberbece a la derecha hasta el punto de hacerle concebir la descabellada idea de que el imperialismo lleva en sí su propia justificación. Sin embargo, tal conducta es explicable en términos históricos e ideológicos. Considerando que la izquierda nació imbuida de los mismos sueños que la burguesía europea y que hoy han naufragado todas sus utopías salvacionistas, fácilmente se deduce que sólo queda este milenarismo neoconservador para infundir un poco de seguridad a una cultura en crisis. Por más irracional que él sea, cuenta con la enorme ventaja de hallarse en el lugar y en el momento oportunos.

            A fuer de una interpretación dogmáticamente maniquea de la realidad, los espejismos de otrora regresan al escenario de la Historia ataviados de promesas convincentes.

            El pensamiento de izquierda, al igual que la ideología liberal-conservadora, está fuertemente influido por la Ilustración y el positivismo decimonónico. Por un lado —conforme en esto con el análisis que efectúa Agnes Heller en su «Anatomía de la izquierda occidental»—, comparte con la derecha la firme convicción de que sus verdades poseen universalidad filosófica y de que la democracia es el hallazgo realizado por Occidente a fin de diferenciar la civilización de la barbarie. Por otro lado, también supone junto con aquélla que el Capitalismo resulta ser el único paradigma válido para comprender el sentido de la Historia y que la industrialización constituye el camino ineludible para hacer la historia deseada. En otras palabras, es la razón última del mundo occidental y cristiano la que dejó su impronta en ambas ideologías: el ecumenismo milenarista.

            (Tal vez sea preciso aclarar esta última afirmación, pues puede prestarse a equívocos. En verdad, la razón última de la cultura occidental es hallarle una finalidad a la realidad. La civilización occidental ha vivido obsesionada por un verdadero prurito teleológico. Una vez encontrado este «télos» el ecumenismo y el milenarismo se dan por añadidura.)

            A impulsos de esta idea, que desde hace innumerables siglos alienta en los estratos más profundos de nuestra cultura, se construyeron ambiciosas teorías que procuraban dilucidar el origen, funcionamiento y finalidad de las sociedades humanas. El perfil ideológico de cada una de estas construcciones teóricas lo determinaba la clase social a la que se le asignase el máximo valor funcional. Del fárrago de lucubraciones habidas por entonces, surgieron dos modelos que rápidamente alcanzaron gran notoriedad. Se los llamó liberalismo y socialismo, y eran -o llegaron a ser- tan sólo dos maneras de administrar una misma empresa: la sociedad industrial.

            Aun cuando ya estén lejanos aquellos tiempos en los que se gestó esta particular cosmovisión, la derecha expresa en la actualidad -bajo un ropaje remozado- las mismas ideas que tuvo en sus comienzos. Como antaño, manifiesta un visceral desprecio por las mayorías populares y cree a pie juntillas en una suerte de resolución mágica de los conflictos sociales. Pero ahora, luego del fracaso de la experiencia socialista, esta doctrina política suscita un amplio consenso, sin duda mucho mayor que el que ha tenido históricamente. Y ello se acrecienta día a día a causa de los postulados filosóficos que desde sus orígenes sustentan a estas ideologías: la universalidad de su saber y la concepción milenarista de la Historia. Pues habiéndose demostrado en la praxis que una de las dos ideologías que se atribuían la interpretación correcta de esa Historia era falsa, entonces la otra ideología resulta ser necesariamente verdadera. Es decir, la Historia se realizó , tanto para la derecha como para la izquierda, acorde con los presupuestos filosóficos de una y otra, en un inesperado proceso dialéctico. Es así como el capitalismo gana la batalla ideológica. (Que tal argumentación sea un circulus vitiosus no invalida semejante resultado: la lógica formal, de inspiración aristotélica, no suele regir el desenvolvimiento de estos fenómenos.)

            Conforme a esto, a la izquierda hoy se la condena por sus desviaciones estalinistas y por su incapacidad para adaptarse a los requerimientos de la revolución tecnológica que está en marcha. Pero se pasa por alto que lo primero es un error enmendable mediante la eliminación de sus resabios autoritarios (amén de omitir el hecho de que el autoritarismo es un mal que inficiona desde antiguo la vida de Occidente) y que lo segundo es un anhelo capitalista, cuyo deseo de concreción quizás constituye su gran pecado ideológico.

            En efecto, tal vez desde cierto punto de vista lo único justamente reprochable de este credo político —además del autoritarismo estalinista— sea el haber querido ser una alternativa en una cultura y jamás haberse propuesto ser otra alternativa de cultura. A fin de cuentas ¿qué significaron el Manifiesto Comunista , la industrialización pesada, el poder nuclear y la carrera espacial en el ámbito de los países socialistas? Pareciera que un serio intento de ser más capitalistas que el Capitalismo.

            (A excepción de las experiencias revolucionarias tercermundistas, unas triunfantes y otras fracasadas, la izquierda nacida allende el Océano nunca fue capaz de pensar «otras historias posibles».)

            Es precisamente por este loco afán de jugar al juego que todos juegan que la izquierda perece. Al iniciarse una nueva era tecnológica, la izquierda concebida según los patrones culturales del industrialismo muere a manos de aquello mismo que una vez le dio vida: la civilización occidental y cristiana.

            Las ideologías iluministas se esclerosan y terminan creando un mundo mítico, en el cual el Paraíso siempre se halla al final de la Historia. Este irracionalismo, que paradójicamente se nutre de la Razón socrática y cartesiana, explica la realidad en función de una mitología. Desde el Apocalipsis bíblico hasta la «lucha final redentora» que protagonizará el «proletariado mesiánico» a fin de instituir la «sociedad sin clases», pasando por el «Paraíso del Progreso» que edificará la Ciencia, todo señala que el mundo occidental y cristiano ha vivido esperando «el día siguiente», aquél en el que se consumará la Historia.

            A raíz de esta idea teleológica (o teonómica) de la existencia, ayudando a que la Historia pariese un final feliz, se consumieron innumerables vidas. Hasta que una de las dos ideologías en pugna, amparada en el desconcierto causado por la transición entre dos ciclos tecnológicos, persuadió a la gente de que era ella la exclusiva dueña de la verdad. Desde ese instante la euforia embarga a casi todos por igual, pues se ha cumplido la antigua profecía: Occidente realizó la Historia. Y por ende, la Utopía, que es permanente proyección de un deseo a través de la historia, muere de milenarismo al olvidar que ésta —la Historia— es puro y constante devenir. El futuro siempre será perfectible; pero jamás será perfecto.

            (Entiendo que todavía no se ha cerrado el debate en torno al carácter de la utopía. Ni yo mismo que escribo estas líneas estoy muy convencido acerca de todas sus bondades. Personalmente, me inclinaría hacia la exploración de un nuevo —o por lo menos remozado— concepto: el de eu-topía.)

            En consecuencia, para la derecha siguen vigentes algunos de sus más caros mitos. Hoy día la democracia formal, el paternalismo imperialista, las intangibles leyes del mercado y -a modo de compendio- la cínica filosofía del laissez faire, gozan de una popularidad tal que ni el propio Adam Smith hubiese imaginado. Para la izquierda, por el contrario, sus mitos están muertos: no resistieron el embate de los cambios históricos. Mas la realidad continúa siendo soslayada, aun cuando nos golpee con violencia cada vez mayor. Obviando ciertas modernizaciones gatopardistas, el establishment ignora que se ha clausurado una época.

            La modernidad tuvo como actores a las clases sociales, al pueblo y a la nación. En nombre de ellos, supuestos garantes del próximo Edén, se luchó y se murió. Pero estos sujetos históricos traicionaron a quienes creyeron en sus propuestas. (Los paraísos que prometía el sueño modernista devinieron en vastos campos de concentración y exterminio.) En virtud de una fatal lógica interna, la modernidad concluyó con un enfrentamiento entre las dos fuerzas más poderosas. Y en la última batalla que éstas libraron, los humildes —hasta ese entonces sojuzgados por ellas— las apoyaron fielmente. Lo que vino después es un período de transición. Por lo demás, la aspiración a un mundo ahistórico —ayer de base religiosa, hoy de raíz tecnocrática— representa el postrer esfuerzo realizado por los grupos dominantes de una sociedad cualquiera a fin de impedir su completa transformación.

            Concluyendo ya, tal vez uno de los quehaceres prioritarios que demanda el presente sea la «re-significación del mundo»; lo que forzosamente iniciaría «otra historia».


                                                                                                                                                     Miguel Ángel Rodríguez

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