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Pensando en lo imposible con un cigarrillo en la mano.



La conocí una tarde en el Café Miranda, algunas calles más abajo del sitio donde
vivo. Tenía el cabello obscuro, como el café. Imagino que su aroma era similar.

Ese día sentí por primera vez ganas de fumar, siempre lo había hecho como un acto
mecánico, sin pensar, sin sentir: como el amor. Ese día también sentí ganas de amar y
no de "coger" tan vil y vulgarmente como la palabra, como siempre. Las ganas hacían
que mis manos temblaran o quizá fue la melancolía de aquella tarde tan fría como las
noches pasadas entre piernas de mujeres tristes, tan tristes que ya no habían lágrimas
en esos ojos llenos de nada y de todo, ojos de miradas vagas y fijas, inmóviles, yertas,
frías, como dejando escapar su alma durante las noches de trabajo. Y así fue aquel día
en que la conocí, cuando el viento helado me empujó con fuerza hacia la puerta del Miranda.

Entré buscando mi mesa, la de todos los jueves a la misma hora, la mesa sola y sólo
con una silla. Pero no estaba como el jueves pasado o el anterior, o uno antes a ese.
Desconcertado por la intrusión decidí enfrentar a la invasora y pedirle, ¡no!, exigirle que ocupara
otro lugar. Gabriela, la mesera habitual, me interrumpió anticipándose a mis primeras
palabras:

-Carlos, todavía no son las seis. Espérate un minuto.

La discreción de Gabriela no fue suficiente para opacar mi exaltación por lo ocurrido.
Ella, la intrusa sin un nombre aún, levantó la mirada, comprendió al instante la
situación y propuso un arreglo.

-¿Te importaría si te acompaño esta tarde? No hay mesas desocupadas- me dijo. La
sorpresa me paralizó -No tardo en irme- continuó.

Gabriela con su gran experiencia, hizo de una mesa diminuta una cuna perfecta para
arrullar al amor entre dos. Me senté sin pensarlo, aún callando.

Temiendo levantar la vista, miré sus pechos ruborizados por la baja temperatura.
Se acomodó el abrigo. Me avergoncé y bajé de nuevo la mirada: café humeante, amargo,
sangre mía. Cogió la taza entre las dos manos y la levantó suavemente hasta su boca.
Aproveché el viaje para llegar a sus ojos. En ellos se podía ver al mar de noche, sin
luna ni estrellas, sin navajas plateadas acuchillando al océano, sólo yo, nadando
desnudo en su oleaje.

Bajó la taza. Mis ojos en sus ojos. Sonrisas. Quise tocarla, pensé en hacerlo y...

-Ves, dije que no tardaría. Gracias.- dijo mientras se levantaba.

Intenté llamarla, decir su nombre, pero... No lo sabía, y la dejé escapar entre la
marea de frío y asfalto, de asfalto frío, entre viento y lluvia sobre su imagen borrosa
luego de salir a la calle húmeda.

Fumé, como un idiota sin saber que había pasado, preguntándome el por qué de ese intento
a medias; fumé porque no supe hacer otra cosa.

Eran ya las siete y media. La regadera estaba lista al igual que todos los días, humeante
como el café entre el recuerdo de sus manos. Dejé que el agua me mojara lentamente: el
cabello, el rostro, de los hombros al pecho y al abdomen, más abajo yendo suave y tibia.
Mis manos en la pared empañada, la una se movió hacia la otra y juntas comenzaron una
danza de caricias por todo mi cuerpo, mojado y tibio. Imaginaba que era Ella, que me amaba
y que la amaba; pero al cabo de unos minutos la ilusión huyó por la coladera, arrastrada
por el agua. Me sentí desfallecer, y escondidas entre el agua que corría por mi rostro
dejé ir a un par de prisioneras líquidas que nadie hubiera podido ver, sólo yo, solo.

Guillermo Rendón