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De mis noches de luna muerta.

La visita.



El arribo del sueño era inminente. Los brazos flácidos se tendían frente a mí. Las pestañas se entrelazaban obligándome a mantener los ojos cerrados.

Súbita contracción: mis manos se empuñaron, los hombros se encogieron y los ojos se me abrieron como abanicos. Las pupilas fulgurantes del temor, infundado por una fuerte y profunda mirada que caía sobre mí como el inmenso mar sobre las rocas de su lecho, buscaban la fuente de tan obscura y notable presencia, tal como un ciego.

Los brillantes números del reloj gritaban las dos cuarenta, el sueno no regresaba; el temor le impedía volver. Una última inspección del cuarto. ¡De nuevo movimiento! En la frontera del techo una luz apagada seguía los limites de la habitación. Fue rápida, como las veces anteriores en la ventana y en la calle. Pero estaba ahí, en el cuarto. Ahí.

¿Qué querría? ¿Qué quiere? Sigue ahí; no puedo verla, pero siento su mirada cada vez con más fuerza, más aguda, más cercana. Abrumadora, como una ola de silencio que aturde y ensombrece los sentidos.

¡La temperatura bajó! Puedo notarlo en los cristales y en mi aliento. ¡Se acerca! Mis dedos se congelan, es difícil escribir más. ¡Está...





Fue ésta su última noche. El cuerpo mutilado del autor fue encontrado en su habitación, donde los ecos resguardados en la humedad, repiten cada noche tras el grito del reloj, que indica las dos cuarenta y cuatro: <<Dios te salve María... >>.


Por Guillermo Rendón.