TEJER

LOS HILOS DE

LOS SUEÑOS

EN LA POESIA

por Alberto Ruy Sánchez

 

Los sueños siempre fascinan o perturban. Y de ese vínculo agitado con nuestros sueños hacemos poesía. Para algunos, los sueños mismos son poesía. Para otros son la verdad más profunda. La filósofa María Zambrano decía que si los sueños no fueran un despertar, una forma de despertar, hubieran pasado inadvertidos siempre. Lo cual nos lleva a creer en la existencia de mundos paralelos (en el continente de nuestras realidades imaginarias), mundos hacia los cuales cruzamos a través del sueño. También podemos pensar que si soñar es una forma de despertar, de ser más lúcidos, es porque en los sueños está la clave profunda de nuestra alma. Y mientras miles de personas se dedican a buscar la clave de sus sueños, para otros, como Roger Caillois, estos no son sino "un désordre de simulacres sans secret". Tan perturbadores, sin embargo, que lo llevaron a escribir un libro llamado precisamente L'incertitude qui vient des rêves.

Perturbadores han sido siempre los sueños propios y los ajenos. Especialmente los sueños de otras culturas. En las crónicas de los misioneros cristianos del siglo XVII que recorrían lo que ahora es el sureste de México, en Chiapas, hay varias menciones a la importancia que los indígenas daban a sus sueños. Los misioneros la consideraban excesiva y la veían como un obstáculo para su evangelización. Curiosamente, a miles de kilómetros de distancia, en el extremo norte del continente, los jesuitas que trabajaban con los indígenas Iroquois se quejaban de lo mismo. Llegaron a creer que los dioses de los Iroquois eran sus sueños. Más de cien años después, misioneros cuáqueros describían el mismo fenómeno. Les molestaba la obediencia absoluta de los Iroquois a sus sueños.

Pero las órdenes de los sueños nunca son descifradas fácilmente. Con frecuencia es necesario un intérprete ritual que tiene la facultad de identificar los símbolos y de vincularlos con la persona que sueña, con su idea de destino y su pertenencia a la comunidad. Los sueños vienen en oleadas de imágenes similares a sus recuentos míticos, a sus canciones, a su poesía.

Hace poco más de veinte años, en el pequeño pueblo de Magdalenas, en Chiapas, una mujer tuvo un sueño que transformó la vida de su comunidad: una deidad vestida de blanco con un traje ritual indígena, identificada por ella como La Virgen, la despertaba para pedirle que tejiera de nuevo el manto ritual, el huipil ceremonial, que todas habían olvidado cómo hacer. Se trata de una túnica que lleva del cuello a la cintura varias líneas de imágenes boradadas meticulosamente. En esas líneas hay un relato, que las mujeres describen como un poema, cada línea un verso. Ella fue a la iglesia, donde, gracias a la costumbre centenaria de cubrir a las estatuas de los santos más milagrosos con este tipo de huipiles, pudo observar varias obras y, "siguiendo también las imágenes de sus sueños", pudo aprender de nuevo a bordar las historias sagradas sobre sus telas.

Después lo enseñó a otras mujeres de su pueblo. Ahora esa enseñanza forma parte de las funciones fundamentales de su comunidad. La aparición de lo sagrado entre los suyos tiene en sus tejidos una vía privilegiada. El tejido es ahora un equivalente de los antiguos tatuajes que transformaban el cuerpo de los humanos uniéndolo con el cuerpo de los dioses, como en un sueño divino.

Cuando una mujer de Chiapas se pone un huipil ceremonial, automáticamente crea alrededor de su cuerpo un espacio sagrado, un ámbito de excepción donde es posible la lectura intensa de una composición de imágenes boradadas. Composición medida, como la poesía. Hablar de poesía, para estas mismas mujeres indígenas, es hablar de las "canciones tejidas", de los bordados de palabras que crean ese espacio de excepción donde surge de pronto lo sagrado en medio de las cosas de todos los días.

Exactamente eso que, en otro horizonte, Pier Paolo Pasolini llamaba "la aparición del Centauro" para nombrar el surgimiento súbito de la poesía como una dimensión sagrada y mágica que los poetas provocan, con su composición ritual de palabras, enmedio de la vida cotidiana, racional y profana. La misma aparición de la poesía que James Joyce anotaba en su "Diario de Epifanías": como el rayo de sol entrando de pronto en la semipenumbra de su cocina en el Friule.

Una poeta indígena del pueblo de San Juan Chamula, en Chiapas, Lexa Jiménez (traducida de la lengua tzotzil por Ambar Past), tiene como tema de su poesía la aparición de la luna para enseñar a hilar y a tejer a las mujeres. "Antes hacían los hilos como ahora hacemos nuestros hijos. Los hacían ellas mismas con la fuerza de su carne". Como recuerdo y símbolo vivo de aquella aparición, en el pueblo conservan, segun este poema, "el telar de la luna, su huipil y su machete". Dice Mircea Eliade que en varias culturas "lunares" el oficio de tejer explica al mundo. La luna hila al tiempo y a las existencias humanas. Según él, en estas mitologías lunares donde el mundo es creado de nuevo periódicamente, hay un vínculo entre los destinos de los humanos y el trabajo femenino que se debe realizar casi a escondidas, lejos de la luz solar. Trabajo nocturno y secreto, como los sueños.

El tejido es el texto de los sueños. Su poesía. Y en los sueños está la espiral ascendente de hilos, la escalera que une a los hombres con los dioses y con su destino. Por los sueños se accede al supramundo y se desciende también al inframundo. Por los sueños saben los humanos cómo tejer su vida, cómo darle sentido y trascendencia. El poeta chileno Ludwig Zeller, que vive en Oaxaca, retoma en su poema "Tejedor Zapoteco", el tema del destino entretejido con el hombre mismo que teje y con sus instrumentos. "Crecí en este telar, mis huesos lo apuntalan desde siempre". Más allá de la voluntad de sus manos, la "fantasmal lanzadera" silenciosa del tiempo le hace tejer "el secreto diseño que en los días ha de tener mi muerte", esa "oscura madeja" que desovillamos. "Entre trama y urdimbre mi destino. Los rostros invisibles/ del futuro ignorado que es sólo maraña de raíces/ que cantan, debajo de la tierra que es eterna."

El poeta, nuestro contemporáneo tejedor de sueños, indagando su "maraña de raíces", tiene eso que llaman un "sueño lúcido": tiene cierta conciencia de que está soñando. Sabe que pone una parte de sí mismo en su texto (palabra que significa trama, tejido). Y que esa parte es expresión profunda de su alma. Tanto de lo que ésta anhela como de lo que es. Así lo intuye D.H. Lawrence en su poema "Todo lo que el hombre hace", donde muestra su impresión de que los humanos dan vida a sus obras poniendo en ellas una parte de la suya: "... Y una mujer Navajo, al tejer en su tapiz el dibujo de sus sueños,/ debe dejar al final un hilo suelto/ para que su alma pueda salir, regresar a ella.. / Y en el dibujo finalmente desatado, como huella de serpiente en la arena, el alma deja la marca de su paso."

En muchas culturas, el alma abandona al cuerpo mientras éste duerme, y los sueños son las experiencias que ella tiene en ese mundo paralelo. De manera similar, para algunos poetas su obra crece en un mundo paralelo. La poesía es el sueño que nos hace despertar en esa otra realidad, de forma delirante, que por medio de su caos aparente nos habla con enorme sutileza y profundidad de nosotros mismos. El sueño nos despierta hacia nosotros, como podría decir María Zambrano. Llevada a uno de sus extremos, esta afirmación puede implicar que en esa otra realidad paralela llevamos a cabo actos que, no sólo iluminan sino que también delinean, definen nuestra vida cotidiana. El crimen del sueño que se paga durante el día.

Así, hace algunos años, cerca del pueblo de Alamos, en el desierto de Sonora, al norte de México, en las ruinas de una vieja mina de plata, fue descubierto un cofre de madera y hierro. Los dos hombres que, con los ojos inyectados por la codicia, rompieron a golpes sus candados, recibieron en la cara un olor penetrante y agresivo que los puso a dormir durante tres días.

Todo ese tiempo, dice la leyenda, mientras sus cuerpos yacían al lado del cofre abierto, una nube somnífera escapaba lentamente de su interior. El primer día permaneció densa sobre los hombres, como vigilando sus sueños. Luego se fue diluyendo entre las débiles corrientes de aire de la mina. Uno de ellos soñó que una mano obscura se había apoderado de su cuello asfixiándolo. Y lo encontraron muerto al tercer día. El otro soñó que sus propios brazos dejaban de obedecerlo y le cubrían la boca y las narices tratando de ahogarlo mientras dormía. Y también lo encontraron asfixiado. La mujeres que me contaron esta historia, en el mercado de Alamos, están seguras de que si ellos hubieran tenido sueños de salvación y no de muerte, habrían sobrevivido. "Los mataron sus sueños", aseguran.

El cofre ahora se encuentra, cerrado de nuevo con sus candados, en el Museo Costumbrista del lugar decorando la reconstrucción del tiro de una mina. Algunos dicen que en su interior guarda un enredo de sueños peligrosos. Otros que no hay nada en él, que si se abriera de nuevo nada ocurriría. Dicen que la única pesadilla sería ver a los hombres hurgando de nuevo en el cofre como hurgando con codicia en sus propios sueños. Como en el poema del mexicano José Gorostiza: "Nada ocurre, no, sólo este sueño/ desorbitado/ que se mira así mismo en plena marcha/ presume pues su término inminente(...)/ y sueña que su sueño se repite,/ irresponsable, eterno,/ muerte sin fin de una obstinada muerte,/ sueño de garza adormecido a plomo/ que cambia sí de pie, más no de sueño..."


  LIBROS | BIOGRAFÍA | FOTOGRAFÍAS| ANTOLOGÍA | CRITICA SOBRE SU OBRA | ENTREVISTAS | CALENDARIO | MOGADOR