DE JAZAN
o
De cómo llegó a Mogador
la melancolía
Aun en sueños, su mano manchada de tinta
seguía “escribiendo”. Aunque tal vez debería decirse
“dibujando”, porque las letras que hacía eran filigranas,
laberintos, letras inconscientes de ser letras, palabras en ebullición
que tomaban de pronto la forma de una barca, de una ola, de un león, de
una complicada red de cicatrices o del paso de cinco uñas pintadas sobre
la espalda de un amante.
Comenzaba siempre dibujando
la armadura de cada frase —el entorno y esqueleto de su cuerpo
verbal— pensando que ese primer trazo era como la muralla que rodea a
Mogador: una fuerza sólida que contendría las andanzas delirantes
de su mano y, a la vez, algo así como una piel expuesta a la violencia
de las olas, dura pero sensible a la respiración de las mares. Porque
eran precisamente las mareas quienes marcaban el inicio de los sueños
donde Jazan dibujaba aquellas palabras.
En
esos sueños, una fuerza muda como la que ejerce la luna sobre el mar, lo
hacía levantar la mano y trazar sobre papel los ires y venires de un
oleaje incierto. Y al mismo tiempo, una voz clara que al principio él
confundía con la caída del agua de una fuente, parecía
dictarle con grandes pausas lo que iba escribiendo. En cada sueño
hacía un recorrido paralelo a las murallas del puerto, un viaje callado,
una historia quieta, una vida, un amor y una muerte dispuestos ante sus ojos
bajo las formas secretas de un arabesco.
Y
esa noche de luna llena, Jazan, el calígrafo mayor de Mogador, viajaba
de nuevo. La voz del agua levantada hacia el cielo cantaba en su oído
una larga y aventurada explicación de cómo entró a Mogador
La Melancolía.
Perdido
en su propio laberinto de tinta, Jazan se encontraba de pronto sobre la muralla,
precisamente en el único lugar donde las olas no se estrellaban contra
la casi isla de Mogador. Ahí, una amplia lengua de arena unía al
continente con la ciudad cerrada, tocándola por el lado que más
se esconde al sol. Jazan, como todos en Mogador, sabía que ese pasaje
estaba prohíbido por ser de arena doblemente movediza: sobre un suelo
pantanoso y hambriento que ya había devorado a varias generaciones de
viajeros desafiantes, se desplazaban a una velocidad multiplicada por el viento
enormes dunas que grano a grano modificaban en segundos el paisaje. Ni las aves
de rapiña se atrevían a trazar en el cielo sus círculos de
muerte sobre ese terreno, temiendo que la punta de alguna de esas
montañas en movimiento pudiera, sorpresivamente, morderles el vuelo,
limarles las plumas y sepultarles en su acarreo. Mucho menos se arriesgaban las
hienas, los lobos y camellos salvajes a poner sus huellas sobre la arena
afilada o mortalmente absorbente que iba y venía del continente a
Mogador.
Y
a pesar de todo, la Melancolía entró a la ciudad por esa lengua
de arena enfurecida, sin especial temor de quedar para siempre entre los granos
ensangrentados pero tomando enormes y justificadas precauciones. Porque era bien sabido que, años
atrás, una numerosa procesión de misioneros cristianos, dicen
algunos, de cruzados vociferantes, dicen otros, quiso llegar a Mogador a
través de las montañas veloces y que en días claros
todavía se pueden ver sus esqueletos moviéndose entre las dunas,
con cruces erectas en las manos. Esto último sin duda es una leyenda
porque no ha habido aún esqueleto que resista a la voracidad de estas
dunas piraña.
Otra
leyenda dice que muchos años antes un príncipe chino, fascinado
por su propio poderío, ordenó a sus sabios construir un
vehículo especial para que él y su corte pudieran cruzar
triunfantes el estrecho de dunas y pantanos. Los sabios trataron de disuadirlo
hasta que, amenazados finalmente de muerte, idearon el transporte que se les
exigió.
Entre
los viajeros, sólo el príncipe debería conocer todos los
secretos del mecanismo. Sus mil cortesanos lo siguieron deslumbrados por el oro
de las túnicas que su soberano les ofrecía para el viaje, y
más deslumbrados aún por el resplandor del sol en las espadas de
los guardias imperiales. Uno por uno fueron recostando sus cuerpos en cajas de
piedra arenosa, moldeadas a su medida. Las mil cajas fueron colocadas en un
inmenso velero que se movía sobre cientos de delgados deslizadores. El
velamen era tan grande que podía ocultar la presencia del sol durante
casi todo el día y, una vez que acumuló el aire de dos semanas
para hincharse, la enorme carretilla se resbaló por una pendiente
arenosa hacia Mogador.
Muy
pronto se distinguía a lo lejos un diminuto velamen y nadie supo con
certeza en qué momento lo devoraron las dunas. Pero lo que
parecía una catástrofe impremeditada no lo era. Las previsiones
de los sabios parecían cumplirse satisfactoriamente. Ellos habían
explicado al príncipe que la travesía, tal y como él la
deseaba, sólo era posible en un tiempo largo, mucho más
allá de su vida y de la de aquellos que lo acompañaran. La
vanidad de imponer su voluntad incluso por encima de su muerte iluminó
la cara del príncipe. Los espejos le reventaban si se miraba en ellos pensando
en su hazaña. Así aceptó viajar en un inmenso mausoleo
movido por el viento y sepultar en vida a su corte. Los ataúdes eran de
piedra arenosa y se desintegrarían al ser limados por las dunas. Los
cuerpos se pudrirían durante ese tiempo y las túnicas de oro y
los huesos correrían la misma suerte de los ataudes. Duna somos y en
duna hemos de terminar, decía uno de los sabios chinos asombrado ante
los humores variables del desierto.
El
velamen evitaba que los cuerpos se hundieran en los pantanos, pero garantizaba
su desintegración en la fricción de la arena. No era posible
vencer esos dos peligros al mismo tiempo y sólo se podía salir de
alguno entregándose completamente al otro. Sin embargo, los sabios
conocían el más mínimo movimiento de los astros y
podían prevenir las mareas, las lluvias y el viento. Calcularon que
enfilados en la buena dirección y en el momento oportuno, mil y un
esqueletos molidos llegarían en 233 años y diez días a
desparramarse como una polvareda menuda sobre las calles del lado oeste de
Mogador, levantados por un breve remolino poco antes de las seis de la tarde.
El
príncipe intentó asegurarse de que sería recibido con
alegría en las calles de Mogador y de que su proeza no sería
fácilmente olvidada. Para ello vistió con túnicas de oro a
su corte, esperando que la avaricia fuera milenaria y aún después
de tantos años de oro llamara en masa a los habitantes para recibir, con
las manos y las bolsas abiertas, al príncipe y a su comitiva dorada. El
hijo del emperador se imaginaba a sí mismo atravesando invencible las inmensas
murallas en un remolino de cal, oro y arena. Pensaba que muchos hombres
gastarían su vida observando desde las torres el movimiento de una
cresta dorada sobre las dunas, y que no pocos morirían intentando
alcanzarla antes de que fuera el tiempo de su llegada.