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Alberto Ruy-Sánchez
LOS NUEVE PLACERES
DEL BAILE


E


l deseo está íntimamente ligado a la música popular y al baile. Por eso el baile es terreno de Sonámbulos, de poseídos. Los Sonámbulos no distinguen entre la realidad y el deseo. Su realidad más amplia, más tangible, más corporal es el deseo. Me muevo porque deseo. La vida en sociedad es un espeso tejido de deseos. El hogar una casa de deseos. La alcoba un jardín de deseos. Mi jardín es la trenza de mis deseos con los de la naturaleza. La realidad es también, y sobre todo, aquello que deseo.

          Pero el Sonámbulo no se confunde completamente y sabe muy bien que desear no es igual a ya haber alcanzado lo que se desea. Sabe que el deseo es siempre una búsqueda. También sabe que al buscar no siempre encontrará exactamente lo mismo que anhelaba. Más de una vez la vida del Sonámbulo le da peras en vez de manzanas. Pero el Sonámbulo descubre con gran placer que ahora le gustan más las peras.

          Porque, si hay algo que los Sonámbulos viven mezclando y confundiendo es a las cosas y a las personas: vinculándolas unas a otras por medio de una extraña cadena de detalles secretos que el deseo más íntimo resalta y elabora. El alma del Sonámbulo es como una casa poseída por fantasmas que entran y salen dejando en su lugar a un fantasma muy parecido.

          Un día, la mujer que me obsesionaba por tanto tiempo se me apareció transformada en otro cuerpo, otra persona. Esta sí me dio su nombre y mucho más. Se llama Maimuna y es tan parecida a la mujer del teatro que seguramente al desear a la primera abrí un espacio para que reinara ampliamente en mí la segunda. Tal vez por ese parecido, la enorme atracción que normalmente hubiera tenido por ella se multiplicaba y no dejaba nunca de crecer. Incluso, dentro de mí, llegué a llamar a esa mujer sin nombre "la otra Maimuna". Porque en el Sonámbulo los fantasmas que se escapan, en realidad (es decir, en la realidad del deseo) nunca se van del todo. De manera completamente irracional tenía la certeza de que el olor de su piel era el mismo. Y con frecuencia tomaba rasgos de Maimuna para seguir dando vida en mi recuerdo a la primera: me imaginaba que, como Maimuna, ambas habían nacido en Guinea, que a una le gustaban las telas que prefería la otra, que las dos llevaban a diario el mismo peinado imaginativo que hacía más atractiva y perturbadora su cabellera africana. Llegué a sentir incluso que los regalos que yo le hacía a Maimuna de alguna manera llegaban hasta las manos de aquella que, sin quererlo ni saberlo, había despertado mi obsesión por otra.

          La interminable carrera de relevos amorosa que viven Los Sonámbulos, en la imaginación o en los hechos, se convierte siempre en un círculo de fuego, más caliente a cada vuelta. Así, cerrando otro círculo imaginario, estoy seguro de que si llegara a encontrarme de nuevo con la primera mujer, ella sería esta vez la que recibiría en mi obsesión el condimento de amor y deseo acrecentado que Maimuna ya sembró en mí. Porque el deseo es una flecha que avanza en círculos concéntricos. Toca nuestro blanco y nos toca a nosotros luego, nos transforma. Es una espiral, un remolino que arrastra a Los Sonámbulos y los convierte en planetas de carne y hueso, en materia atraída por la fuerza de gravedad de un centro que crece y se acelera con el deseo.

          Uno de mis centros ha sido sin duda Maimuna. Aún a lo lejos sus poderes me hacen girar con fuerza alrededor de ella, siempre hacia ella. Ya no hay sonrisa, piel, mirada, caricia, que no compare con las suyas. Es mi eje, mi referencia mayor, el único alfabeto con el que saben leer y hablar mis sentidos. Nada pudo ser igual después de conocerla. Y todos los días me viene a la memoria el primer día.

          Tal vez al evocarla tan seguido ya la reinvento. Tal vez al contrario, la adivino. Con la memoria la toco. Al decir en secreto su nombre la beso.

          La conocí en una ciudad de noches y días calientes, avenidas cuajadas de flores color de fuego y nombre de amplias resonancias árabes, Guadalupe: Río de Lobos. También conocida como Guadalajara: río de piedras.Fue hace algunos años, durante la Feria del Libro de esa ciudad que aquella vez estuvo dedicada a los países africanos. Como escritora y editora estaba invitada a varias mesas redondas y presentaciones de libros. Pero no la conocí dando una conferencia, como podría haber sucedido, sino en un salón de baile.

          El evento más importante, para mí, en esa reunión anual de muchos amantes y algunos profesionales de los libros sucede lejos de las páginas impresas, donde los cuerpos escriben otras historias siguiendo el dictado de la música.

          El primer lunes de Feria, ya es una costumbre, poco antes de la media noche, en un lugar llamado Salón Veracruz comienza a extenderse el dominio del son con dos orquestas caribeñas y una cantidad de parejas que están ahí casi diario. Algunas exhiben muy naturalmente enormes acrobacias o al contrario, giros tenues, casi detenidos. Que son igualmente asombrosos. Mientras se baila, cada instante en el aire, ya sea que forme parte de un movimiento rápido o de uno lentísimo, es un instante único y es eterno. Como en el amor, bailando nada es tan sólo lo que parece. Todo dura más, no en el tiempo líneal sino hacia adentro.

          Es natural que la música trastorne a Los Sonámbulos. Ellos mismos son notas de una composición nocturna, llena de silencios y saltos líricos, sostenidos. También es natural que una gran mayoría de ellos tenga por el trópico y sus sonidos una debilidad ritmada.

          De los pies a la cintura se dispara, sin sacudir el tórax, una fiebre cíclica que paso a paso se apodera de la cabeza. Los Sonámbulos obedecen sin reparos a la música y bailando se ponen ebrios de sus propios anhelos corporales. Entre tambores y trompetas son capaces de oír claramente su "abeja de la carne". El enjambre les sacude la columna, la hace flauta primero y luego cascabel. Bailan, ya se sabe, como Sonámbulos.

          Para identificar a mis Sonámbulos: a los que bailan por vocación más que por aprendizaje, aprovecho una de las pocas ventajas de mi miopía. Sin lentes los contornos se me desdibujan pero puedo percibir mejor, con un poco de música, la llama en movimiento que cada persona lleva dentro.

          Cuando apenas todo comienza. Casi mientras afina la orquesta. Entre tambores indecisos y trompetas tímidas. Antes de que nadie se levante a bailar, me quito los anteojos y trato de percibir entre las sombras borrosas del inmenso salón los movimientos involuntarios de aquellos que, bajo el poder de las primeras notas, ya se están balanceando en su silla. Entre esas personas trato de elegir a mi pareja de baile. No me va a importar si es alta o pequeña, si es gordísima, escultural o demasiado delgada, si es muy bonita o muy fea. Lo que me importa es que sepa rendir su cuerpo a la evidencia de la música. Y que desee llevarme con ella al espacio imaginario (como de otro planeta) que construyen las parejas que se entienden bailando.

          Percibí a Maimuna moviendo a lo lejos cabeza y hombros muy lentamente mientras hablaba con otras personas en su mesa. En su suavidad había algo más: una especie de dolor y placer simultáneos que mostraban lo hondo de sus movimientos. Su cuerpo le pertenecía como un instrumento musical y eso era visible en unos cuantos balanceos. Su cuerpo era una voz. Supe inmediatamente que pertenecía a la casta de Los Sonámbulos.

          Cuando me acerqué a la mesa, ya con los lentes puestos, y pude casi tocar su belleza, me convertí inmediatamente en su esclavo. Me había encaminado hacia ella con mucha decisión y ya enfrente me quedé paralizado. Era muy parecida a la mujer del teatro y por un instante pensé que era ella. Cuando todos en su mesa voltearon a verme con cierto asombro reaccioné despertando de mi torpe hipnosis y la invité a bailar. Me tomó la mano para que camináramos hasta la pista sin perdernos entre la multitud. Al sostenerla en la mía tuve la sensación de tocar por fin a la mujer del teatro. La fiesta me parecía doble, triple, fuera de proporción.

          Ella percibió mi desmesura y me pregunto por qué estaba tan contento. En vez de responder con una evasiva o simplemente haberme callado, le confesé torpemente que se parecía a alguien que yo había estado extrañando y buscando con cierta desesperación. Pensé en ese instante que había sido torpe y descortés, que además no me creería ni entendería lo que en realidad yo le estaba diciendo. Pero me sorprendió al responderme que yo le recordaba también a alguien. En vez de preguntarle sobre ese alguien, le dije:

          --Entonces somos dos fantasmas bailando.

          Ella tomó firmemente, con las dos manos, mis hombros, acercó su boca a mi oído hasta donde pude sentir y escuchar su aliento, y mientras me hacía comprobar la fuerza de todas sus uñas, me dijo con tono de reto y una rabía que más bien era coquetería:

          --Dos fantasmas de carne y hueso.

          Al alejarse acarició con su mejilla la mía y me cortó el aliento. Comenzamos a bailar, los dos con la respiración alterada.

          Tal vez en ese momento nuestros fantasmas cedieron y empezaron a diluirse como sudor de nuestros cuerpos. Nos miramos fijamente con la extraña conciencia de que, como nuestros ojos, ambos estábamos de alguna manera desnudos. Habíamos confesado, cada uno, una enorme carencía y el deseo de llenarla con quien teníamos enfrente. Seducidos y abandonados a nuestra suerte, nos dedicamos a bailar sin decirnos nada, postergando lo más posible el momento de probar la certeza de nuestras obsesiones. Aunque, claro, ya para entonces no era necesario probar nada.

Desde los primeros pasos reconocimos la sensación única de convertirnos en un sólo cuerpo por la magia de la música. No tanto hacer los mismos pasos como sentir lo mismo ante las mismas frases de la orquesta. Y una y otra vez asombrarnos al descubrir nuestras diferencias y asombrarnos también al descubrir nuestra repentina identidad. Ir y venir del uno al otro. Aprender a ser otro.

          Todos los placeres del baile estaban en Maimuna esa noche. Así como todas las etapas que conducen hacia esa sensación de tocar la luz, de convertirse en una flama que baila libremente. Y tal vez más allá. Ella hacía del baile una ascención maravillosa por eso que llamaban en su país "los nueve niveles de la escalera iluminada". Los que, según decía, "dan luz al cuerpo desde adentro y llenan de alegría todo lo que dentro de él está vivo".

          Bailamos avanzando por esa escalera que Maimuna conocía como nadie. Ella me guiaba. Paso a paso entrábamos en otra dimensión de nuestros cuerpos, nueve veces cómplices, embebidos, felices:

          •Primero explorábamos un placer discreto, el rigor de seguir el ritmo de la música, que lleva también al placer de contenerse, sabiendo que la contención repetida pero bien ritmada se convertirá inevitablemente en un placer (tal vez hasta un éxtasis) más prolongado. La experiencia límite del baile, la última sensación luminosa se consigue siempre como producto de un rigor, de una disciplina rítmica, de una práctica precisa, pero aparece siempre sorpresivamente, de golpe. Puede ser provocado pero no planeado. Hay quienes piensan que todo el sabor del baile se agota en esta primera etapa y tan sólo "siguen los pasos" una y otra vez, como quien camina por donde ya caminó, sin salirse nunca de sus propios límites. Pero hay también quien sigue un error opuesto, no dándose cuenta de que ciertos bailes, como el danzón, se basan en la contención, en el límite intenso, en el rigor. Y quien trata de subir la escalera saltándose el primer escalón no llega luego muy lejos.

          •Segundo placer, la conciencia del cuerpo, sentido en sus movimientos, su cansancio, sus límites. Las partes del cuerpo que bailan, y que por instantes toman una extraña autonomía, nos avisan de pronto que han sido tomadas, ocupadas por dentro, por una especie de espíritu de la música y el baile que se manifiesta como un pequeño dolor, una pequeña presión desde dentro. Como si algo viajara en el cuerpo bailando sus propios pasos en diferentes músculos y cavidades. La cintura y el vientre son plazas de baile favoritas de estos diminutos torbellinos internos que se mueven anunciándonos dónde están.

          •Tercer placer, el cortejo, la seducción muda de los cuerpos moviéndose, contando con esos movimientos sus historias, sus posibilidades, haciendo en ese silencio verbal sus promesas. En muchos casos, la pareja de baile fluctúa entre el espectáculo del pavo real y el esfuerzo preciso y coordinado del caballo adiestrado, pero ahora en brama. Avances y retrocesos, miradas y manos, giros y saltos, todos los pasos, son la gramática de dos cuerpos cortejándose, ofreciéndose y negándose, creando los espacios del deseo. Historias caballerescas en movimiento, los cuerpos del baile se crean obstáculos a vencer, derrotan dragones, rescatan princesas y, si tienen suerte y destreza, al final el cuerpo se les llena de magia compartida. La pareja que se seduce bailando no es siempre la que más se toca sino la que se convierte en encarnación del amor cortés: sublimado, prometido, siempre a punto de darse y creciendo en la promesa. La seducción es una historia, aunque se viva como un relámpago sin historia. Es una revelación pero siempre está precedida de anuncios, muchas veces inciertos, otras claros como el agua.

          •Cuarto, el placer de conocer a la otra persona por su cuerpo en uno de sus aspectos más significativos: el de su relación con sí mismo y con los otros cuerpos. La pareja de baile se observa mutuamente con delicada pasión curiosa. Maimuna se ofrecia a mi mirada diciéndome todo lo que ella era más allá de su cuerpo y, al mismo tiempo, me observaba intensamente descifrando mis movimientos como frases de un lenguaje que los dos aprendíamos juntos. Eramos uno para el otro como un misterio que poco a poco se nos va entregando. Cada uno es diferente puesto en una situación especial o extrema. Quien baila revela una parte nada simple de sí mismo. Nos dice en el baile cómo conoce y goza su cuerpo y qué capacidades tiene para conocer y gozar otros cuerpos. No se trata simplemente de darse cuenta de qué tan bien baila sino de cómo puede adaptar su ser a nuevas situaciones controlando o dejando fluir espontánea y oportunamente algo de lo que en el fondo es.

          •Quinto placer, el del abandono, primero en las manos de la música, luego en las manos de con quien se baila. Todo lo que al principio es ir tomando conciencia de lo que se es y de lo que se hace, se convierte luego en un desaprender minucioso. En un dejar que los ritmos sucedan y las inercias de los cuerpos se apoderen de todos los movimientos. Es un acto extremo de confianza en la persona con quien se baila. Y que implícitamente es confianza en uno mismo. Si es la música la que manda, como debe ser siempre por lo menos en alguna proporción, el abandono no se mide con tiempo sucesivo (un segundo tras otro igual) sino con sonidos de intensidades altas y bajas. Maimuna bailando parecía obedecer de pronto órdenes extrañas, indicaciones misteriosas. Y con la misma sorpresa yo me daba cuenta de golpe de que mi cuerpo era el que emitía algunas de esas órdenes rítmicas, rituales.

          •Sexto placer, el de la transformación continua del propio cuerpo, ante las exigencias del otro cuerpo con el que se baila. Derivado del abandono, el cuerpo se convierte en otro. Quien baila se descubre de pronto haciendo movimientos que nunca hubiera imaginado porque ya es otra persona. Siente diferente, piensa diferente y, sobre todo, desea diferente. Y ese nuevo cuerpo de baile, al abandonarse en un nivel más alto se vuelve a transformar. Cada cuerpo se siente de pronto como si fuera agua removida, llena de espuma, en una continua catarata de cuerpos. Maimuna estaba de pronto en el aire, bailando como si cayera infinitamente sin saber ni importarle a dónde iba. Me llevaba con ella. Me enseñaba a volar bailando, río abajo.

          •Séptimo, el placer de la sensación de juego. El goce gratuito, vacío de intención, de perspectiva. El goce por sí mismo multiplicado por las reglas de su juego. Un placer que es siempre como una premonición de los placeres máximos pero que en sí mismo es un valor que se vive como último, supremo. Más que una ilusión placentera es el placer de la magia. El que nos ofrece la sensación de que la magia nos ha tocado y bailamos y nos gozamos mutuamente gracias a la magia. Y Maimuna bailando como una flama que me consumía en su calor era sin duda la encarnación candente de la magia.

          •Octavo, el placer de transportarse, de viajar mentalmente y sentirse con certeza en otro lugar, que no se reconoce, que no se parece al mismo en el que comenzamos a bailar y que da la impresión de ser un nuevo paraíso. Entramos paso a paso en un tiempo sin lugar y en un lugar sin tiempo: dos círculos vacíos que se juntan como bailando para formar un nuevo giro del baile. Así, curiosamente, nuestros pasos dibujaban un ocho sobre la pista para entrar en nuestro octavo placer, que ofrece también naturalmente la sensación de infinito. El nuevo espacio al que viajábamos, al que estábamos transportados era el de nuestros cuerpos formando geografías extrañas, nuevas, cambiantes. Eramos ya nuestro propio oasis bailando. Eramos números que giran, lugares con súbitas palmeras, pozos, sombras; y éramos también un ser con cuatro piernas y cuatro brazos. Después seríamos simplemente "el caballo de ocho piernas cabalgando en la arena", el de la leyenda que más tarde me contaría Maimuna.         

          •Noveno y final, el placer sin nombre, donde el que baila adquiere una conciencia acrecentada de todo. Una sensación última. Y no tiene nombre porque pocos lo alcanzan y quienes lo logran no pueden describirlo con palabras sino bailando. Ha habido, según Maimuna, pocos intentos de contarlo. Un primo de ella decía que de pronto "sintió un relámpago que circulaba por el interior de su cuerpo y escuchó, sólo él, el estruendo de un trueno reventándole en los pies, haciendo ciclón en su vientre y saliendo como luz por sus ojos". El salón de baile, la orquesta, la gente alrededor de él y hasta la montaña africana en la que estaba desaparecían con él. Todo se fundía en una luz intensa.

          Maimuna estaba de pronto bailando como si con su cuerpo le hablara a sus dioses más antiguos, como si rezara. Y cuando las luces en movimiento del salón tocaban su cuerpo, ella bailaba con la luz. La seguía, la obedecía, era su sacerdotiza. • * •


• * • Fragmento de la novela En los labios del agua: del capítulo V, "La experiencia de la luz".


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