L A   P Á G I N A   P O S I B L E

 

Alberto Ruy-Sánchez

 

Hacer páginas bellas y consistentes es un placer tan viejo como la historia de la escritura. Placer compartido con los lectores aunque no siempre se considere ahora prioritario por quienes hacen libros. El trazo mismo de las letras es una creación y la belleza de algunas familias tipográficas es asombrosa. Es significativo que hasta hace poco se empleara la palabra composición en vez de diseño para hablar de la creación de un libro. Los tipógrafos componían una página, no la diseñaban. Incluso los arquitectos componían un edificio, no lo diseñaban. Eran compositores. Y el uso de esa palabra hace evidente la importancia estética que se daba a una página o a una casa.

Es triste comprobar también lo contrario. La gran mayoría de los libros que caen en nuestras manos actualmente carecen de cualquier preocupación por tener una forma artística o por lo menos interesante. Se ha vuelto normal que se hagan siguiendo un mismo esquema que incluye con frecuencia tipografía muy pequeña, márgenes desproporcionados, papel lleno de defectos de fabricación o tan ácido que se vuelve amarillo en unos meses.

Hasta ahí se podría pensar que es un afán comercial el que hunde a las páginas en un modelo de fealdad. Pero es mucho más que eso porque se ha convertido en el gusto de diseñadores y editores que lo ejercen sin necesidad alguna. Un gusto de la época que los lectores aceptan sin cuestionamiento. El otro día, en una librería conté tres de cada diez libros con las imágenes desafocadas en la portada y títulos ilegibles por tener casi el mismo color del fondo. La fealdad se transforma fácilmente en obstáculo para la lectura. Son tantos los defectos que se han ido tolerando que ya ni siquiera se consideran tales. Se puede hablar de una amnesia estética alrededor del libro.

 Nadie parece recordar que la proporción aúrea regía la posición y tamaño de la caja tipográfica dentro de la página. Se ha ido perdiendo el rigor de los editores y el gusto por producir libros que se puedan considerar obras de arte. Y hasta el libro más modesto, más barato, puede serlo si se hace con gusto y con pasión por los libros.

Gastar mucho en la producción de un libro no es garantía del buen resultado. Y prueba de ello son muchos de los llamados “libros de arte” cuyo tema es precisamente lo que menos se parece a su forma, con frecuencia elefantiásica. Publicaciones en las que el tamaño y el oropel substituyen con frecuencia a la calidad verdadera tanto de contenido como de forma. Cada vez son menos raros los libros de arte donde los diseñadores se comen las sangrías al inicio de párrafo generando confusión en la lectura y que incluso comienzan las frases sin mayúscula y las terminan sin puntos. Y lo hacen sin preguntarse siquiera si estos elementos tienen una función para el lector. Tampoco se trata de libertades creativas interesantes sino de nuevos estereotipos de espaldas al sentido que tiene la existencia de los libros

El poco tiempo que le dedican sus editores se hace evidente en cada página. Son libros brillosos, no brillantes. Al gusto de banqueros o grandes empresarios que sólo ocasionalmente saben distinguir entre un libro bien hecho y otro que parece serlo. Muchas veces ni siquiera hojean los grandes volúmenes que pagan a maquiladores de la edición nada escrupulosos que presumen de producir muchos cada año sin haber leído ninguno. “No es mi trabajo leerlos, por suerte”, me dijo cínicamente un próspero “editor de arte” hace muy poco. Normalmente son libros hechos de espaldas al público porque los pagan las grandes instituciones a precios exhorbitantes y a las librerías llegan unos cuantos ejemplares al mismo precio desbordado.

Ante el aumento de los libros estereotipados vale la pena recordar que la página es un territorio de invención creativa siempre disponible para autores, artistas, diseñadores y editores con imaginación. Por fortuna siempre hay nuevas muestras de ello. Aunque abundan los ejemplos muy antiguos, con frecuencia olvidados. Páginas que parecen hoy modernas y osadas fueron hechas hace muchos siglos y a cualquier invención de ahora se le puede encontrar un antecedente notable.


Los griegos, que exploraron tantas formas del poema, hicieron también dibujos con sus letras. Como El hacha de Simias, de Teócrito, antecedente muy lejano de los Caligramas de Tristán Tzara y sobre todo los de Guillaume Apollinaire que fueron escandalosamente vanguardistas en el principio del siglo XX. “Si algún día abandono esta búsqueda de la página ideal para cada poema será por haberme cansado de ser tratado con desprecio por aquellos que sólo saben andar por los caminos trillados”, escribió a André Billy en 1918. Su poema “Llueve”, hace de la página una lluvia de letras en líneas verticales. Y su “Paloma herida volando de la fuente” dibuja justo eso con las líneas de sus palabras.

Pero casi un siglo antes abundan los ejemplos célebres. Y Jean Pierre Brès causaba escándalo también en 1832 con su poema:

                                                                  to

                                                               di

                                                            pi

                                                         ra

                                 do y se vuelve

                          bien

                       su

                   va

   El camino

 

También en el siglo XIX Lewis Carroll puso su tipografía a hacerse pequeñita y escurrirse de la página persiguiendo a un ratóncito. Lawrence Sterne en su Tristam Shandy jugó con las páginas con tanta libertad como con la historia de su novela contada por un nonato desde el vientre de su madre. El recurso extremo de hacer significativas páginas completamente negras también fue utilizado mucho después por Jardiel Poncela cuando el tren donde viajaban los enamorados de Espérame en Siberia vida mía cruzó por un tunel y en la obscuridad todo fue posible.

Los surrealistas fueron naturalmente grandes exploradores de la página posible, como se puede ver en los números recientes de Artes de México sobre esa sensibilidad histórica, donde el diseño de Luis Rodríguez recrea aquellas preocupaciones tipográficas. Y la lupa de Bretón se pasea cómodamente sobre las letras como en la clásica edición que André Breton hizo de sus manifiestos.

En la segunda mitad del siglo XX, la tendencia poética que ha explorado más a fondo las posibilidades tipográficas de la página fue la Poesía Concreta.

El famoso Péndulo
de Ernesto Melo de Castro queda como ejemplo clásico. Pero parecen obras de Poesía Concreta algunos manuscritos medievales, como el Laudibus Sanctae Crucis, del año 850, cuyas páginas tienen forma básica de cruz y en sus cuatro secciones letras e ilustraciones crean un universo único habitado por seres alados: querubines y serafines entre otros.
En varios manuscritos hebreos medievales surge una microescritura que se vuelve línea y traza vitrales, animales, y hasta caligrafías dentro de caligrafías. En todos los tiempos y culturas, la tipografía no ha dejado de recordar su origen de dibujo hecho a mano, y de trazar con la forma misma de la letra su significado.

La caligrafía árabe pinta con letras una composición abstracta. Pero también ha pintado figuras. Aún si ellas no son frecuentes ni especialmente bien aceptadas en el Islam. Un conocido elogio del Imam Alí, “el león de Dios”, aparece en un manuscritos Sufi del siglo XVIII. El pájaro místico o Simurg, también surge una y otra vez de la agitación de las escritura.

He tenido la suerte de ver trabajar al calígrafo de origen iraquí, Hassan Massoudy, cuya obra ilustra algunas de mis novelas y que es autor de varios tratados de caligrafía.
Al verlo uno descubre cómo dibujar y escribir se vuelven cotidianamente lo mismo y la página es obra de arte por partida doble. Como sucede con los libros hechos completamente por artistas, un género editorial en sí mismo practicado en México con frecuencia. Algunas veces en complicidad estrecha con algún poeta. Entre los ejemplos más notables están Los discos visuales
de Vicente Rojo con Octavio Paz. Y, también con otro de sus poemas,  el neocódice Mariposa de Obsidiana, de Brian Nissen.

Para un escritor, trabajar con artistas es una formidable aventura compartida en la que vale la pena adentrarse. Y se vuelve más interesante para ambos creadores si esa complicidad transforma el camino de su obra. Recientemente, Brian Nissen, me invitó a hacer un libro con él a partir de una serie de esculturas obsesivas basadas en un animal único, el cangrejo herradura o Limulus. Casi dos años he vivido en este proyecto dialogando con sus esculturas y dibujos siempre sorprendenetes, y aprendiendo todo lo posible sobre ese maravilloso fósil viviente de diez ojos, cola larga y dura, sangre azul y perfecto caparazón de sartén. Un excepcional arácnido del mar con una espectacular sexualidad externa. Lo que he escrito, “La extraña seducción del cangrejo”, contagiado plenamente por la obsesión del escultor, es una narración que puede tal vez ser considerada de ciencia ficción y que yo nunca hubiera imaginado posible. Brian, que ha hecho tantos notables volúmenes de artista, diseñó completamente este libro que pronto aparecerá en Artes de México. El placer del autor se suma para mí en ese caso al de editor. Y como tal he tenido muchos en quince años de esa aventura editorial donde cada nueva página es considerada por todo el equipo un reto estético.

Ahí mismo, el pintor Roberto Rébora y el poeta y editor italiano de gusto impecable, Marco Perilli, acaban de presentar su Carrousel de los dioses niños, donde los dibujos del artista cuentan historias relampagueantes que el escritor completa o inicia, propone o interpreta. Diálogo gozoso de dos manos creadoras demostrando que literatura y el dibujo no se suman sino que se multiplican en el arte de hacer libros conjuntos. También recientemente hemos tenido el privilegio de editar por primera vez y en forma facsimilar Arere Mareken, un manuscrito de la escritora cubana Lydia Cabrera ilustrado por la pintora constructivista rusa Alexandra Exter, que era su maestra de pintura. Fue hecho en los años treinta, en París, para una exposición de libros en colaboración prologada por Paul Valery. Su texto es uno de sus primeros Cuentos negros. Y esa experiencia animó a Lydia Cabrera a continuar escribiendo los testimonios de la cultura africana en Cuba que han sido fundamentales para entenderla. Sólo para mencionar dos ejemplos notables, además de las páginas de la revista.

Pero mucho más acá del libro de artista, en cada página modesta y aparentemente simple hay una dimensión estética que se reconoce o se niega. Tenemos en la historia del libro una larga tradición de momentos donde se acepta que una mejor página siempre es posible, que está abierta a nuestra creatividad. Y a nuestra disposición a compartir con los lectores nuestra experiencia imaginativa.

Hay en este prolongado esfuerzo por reivindicar la forma de las letras en la página y la página posible una afirmación cultural que va mucho más allá de la práctica de un arte decorativa: la forma es capaz de decir algo y no sólo es un vehículo neutro para decirlo. La cultura de la Reforma protestante afirmó lo contrario y vivimos bajo su huella depurada en toda la vida práctica de nuestra civilización. Al fundamentalismo cultural que quisiera abolir globalmente la duda y la exhuberancia de las formas se opone la posibilidad de la rebelión tipográfica, del placer de la página, el arte del libro.



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