Fragmento de la novela
de Alberto Ruy-Sánchez
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En una tienda de especias de Mogador comencé
mi búsqueda de los jardines secretos de la ciudad. La fachada estaba
cubierta de platos de cerámica vidriada con diseños asombrosos.
Todos diferentes y cada uno más sorprendente que otro. Enmarcaban, sobre
el muro blanco, a las tres hileras escalonadas de cestas y bandejas puestas
afuera de la tienda, como queriéndose meter en el paso de la gente. En
cada bandeja una montaña
pequeña de olores, formas y
colores. Nueve recipientes por cada hilera. El azafrán, con sus delgadas
hojas retorcidas del rojo al naranja, parecía arder al lado del clavo
oxidado, enano y puntiagudo. Las pimientas molidas parecían dunas
ligeras y las enteras piedras de un turbio río. Pero ahí la reina de las
especias parecía ser la jena, o jené, o henné. Cada
instante venían por ella en sus dos maneras: una cesta ostentaba sus
hojas pequeñas y obesas mientras una bandeja ofrecía el polvo que
de ellas da el molino. Harina verde muy clara y espesa que las mujeres
compraban midiendo sus deseos con una cuchara de plata que luego hundían
en el polvo. Y el sol daba al brillo de la jena y al de la plata una complicidad sonriente.
Me
detuve en esa tienda porque la serie de montículos coloridos me hizo
pensar que ese era ya un jardín, un huerto de olores a la venta. Y claro
que de cierta forma lo era. Pero luego pensé que debería existir
detrás de esta tienda un huerto de especias, seguramente visitable. Y que
esa tienda era como los expendios de flores son a los sembradíos, no un
jardín sino un aparador de él. No un paraíso sino un
anuncio de que es posible. Como lo que me pareció en un principio que
hacía Jassiba con los pétalos en las manos para vender ramos
enteros. Después me di cuenta de que la florida geometría pintada
en cada plato sobre el muro y el conjunto de ellos formaban otro jardín,
o algo así como su diagrama, su deseo: el croquis de jardines posibles,
tal vez soñados. Círculos de privilegio a la vista.
El tendero olía a una mezcla extraña de
anís y cáscara de naranja, caminaba enfrente de sus especias,
como queriendo atrapar todos sus olores y luego repartirlos por la calle con
sus movimientos como panfletos invisibles anunciando sus mercancías. No
dejaba de llamar "gacela" a cada mujer que se acercaba. Halagadas le
sonreían.
Me acerqué al vendedor con poca esperanza pero
le pregunté de cualquier modo:
---¿Tienes un jardín para cultivar tus
especias?
--- Tengo muchos, están por todo el mundo. El
clavo y el cardamomo vienen de la India. El azafrán de Samarcanda.
Aquella Hoja de los Vientos viene de China. El tomate de árbol disecado
de Colombia. La perfumada flor de un día es especia de Costa Rica. Ese
fruto picante que llaman Chile de árbol viene de México. Mi
jardín está en todas partes. Los cuatro muros que ves son
invisibles cuando hueles de verdad alguna de mis especias y ese olor te lleva
al mundo.
--- Lo que quería saber es si tienes un
jardín en Mogador o sabes de alguien que lo tenga, además del
jardín del padre de Jassiba, que ya conozco.
--- ¿Dentro de las murallas? No.
--- Pero si dicen que el origen de todos los jardines
está en Mogador, muy a la mano.
--- ¿Pagaste por ese jardín? ¿Te
lo vendieron como aquellos americanos de Texas a los que les vendían la
torre Eiffel? Si quieres yo te vendo un
jardín así.
--- No. Sólo quiero conocerlo.
Hizo una cara de no saber y llamó por su nombre
a una mujer en la tienda que era su cliente. Le hizo mi pregunta. Ella
también sonrió pero sin burla. Me dijo:
--- Ya sé qué tipo de jardines quieres
visitar. Ese que los vendedores como este hombre llaman Los jardines de las
gacelas. Donde se cultiva el amor y a veces se cosechan celos. Me
extendió la palma de su mano con un ademán de orgullo y
coquetería. Me sorprendió.
Sus tatuajes de Jena eran como los de Jassiba pero con
un diseño diferente, le cubrían las manos, una parte de la
muñeca y el inicio del brazo. Su geometría aparentemente sencilla
era muy compleja. Había formas aisladas y pasajes entre ellas. Me
explicó que ese dibujo en particular se llamaba el Jardín de los
orígenes: Al llevarlo recordamos que cada día debemos construir
paraíso con nuestras manos. Aquí está señalado el
deber de hacer placenteros los días a quienes nos rodean y a nosotras. Y
que debemos perseguir con la obstinación de un puño cerrado
nuestros deseos.
También es talismán, nos preserva de
todas las fuerzas malignas. La ciudad tiene sus murallas, nosotras nuestro
jardín en las manos. Sirven para lo mismo. Protegen si es necesario y
dan carácter y belleza si no se necesita protección.
También nuestro jardín es coquetería: nos esconde una
parte del cuerpo anunciándolo con formas vistosas como plumas de pavo
real. Es como una celosía a la medida del cuerpo: nos oculta pero
anuncia que algo valioso ocultamos. Aumenta la belleza al hacerla entrar en los
sueños de nuestros suspirantes. De la novia los hombres siempre
recuerdan el primer jardín de Jena cuyos senderos son promesa y
laberinto. Por eso es atuendo de bodas.
Y
muchas veces hay una escritura secreta en este jardín diminuto. Palabras
indescifrables que no se leen pero se tocan y dicen cómo ser feliz y
cómo llevar consigo todos los poderes benéficos, cómo
complacer a los amantes y a una, cómo detener el mal de ojo, la envidia,
la intriga. Un tratado médico del siglo XVIII afirma que “la Jena
tiene 99 virtudes, pero la principal de ellas es la felicidad.” Es por
supuesto una Jamsa y cura. Nos dice cómo alcanzar cada día el
paraíso escapando a las torturas y los placeres del mal y cómo
volverse, con todo el cuerpo en movimiento, la música de ese camino al
paraíso. Un antiguo poeta mauritano, Habib Mafoud, decía que
“La jena es serenidad. Y si el alma tuviera un color sería color
de Jena”.
En la tinta misma de la Jena está todo eso
porque la Jena es uno de los árboles, o arbustos más bien, del
paraíso. Es planta del desierto. En ella está viva la memoria de
la primera lluvia. Resiste todo porque estuvo en el origen de todo.
De un arbusto de Jena se derivaron todas las cosas del
mundo. Dicen que los animales, todos los animales que conocemos, son
descendientes de una plaga que hubo sobre las hojas de la Jena. Y el olor de la
flor de Jena es el origen de todas las seducciones en el aire, de todas las
atracciones, de todos los deseos. Y por tanto de todos los humanos ya que todos
somos hijos del deseo y habitantes del aire, del agua, del fuego y del
jardín. El jardín original renace cada vez que lo trazamos con
Jena en las manos.
Así quisiera yo trazar en tu piel, Jassiba,
la geometría secreta de nuestro paraíso. Una figura que
sólo tú pudieras ver y descifrar en un lenguaje inventado por
nuestros cuerpos. Las líneas y las formas que nunca permitirían
que se te olvidara cada sensación que tuvimos como amantes. Quiero ser
en tu piel la línea escrita de la felicidad. Marcarte con la huella
fugaz de mis dedos cuando te acarician, con la tinta invisible de mi saliva
recorriéndote, con la traza que dejan mis ojos cuando te miran muy a
fondo en el rostro o entre las piernas. Quisiera ser la Jena que te cubre y que
viene de ese lugar fuera del mundo que por un instante compartimos.
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