Alberto Ruy Sánchez
Guardo en la lengua un último
recuerdo: el sabor del mar en la más baja marea de tu aliento. Llegar a
ti era esperar de todos tus mares la caída y descender con ellos hasta
tu boca voraz de todos los comienzos: nada vi en tu laberinto, entré sin
ojos, tocando las paredes, oyéndote llegar, sabiéndote perdida.
Los hilos de tu voz me condujeron y estuve así contigo en tu ciudad
inaccesible: con tu voz al mar atado sin saberlo. Estoy ahí, nunca he
salido.
En la luz, un hueco
A Mogador la inaccesible, a la ciudad
arrinconada de Mogador, sólo se llegaba por agua. Más de una vez
me dijeron y con diferentes palabras, que eran necesarias las pausas del mar
para ir reteniendo en los ojos la piedra blanca de los muros que la rodean.
Así la vi desde el agua: todo el peso del sol depositado en cada grano
de sus piedras, como si la luz que ciega y su intermitencia le fueran
imponiendo al que llega el tiempo y la manera de acercarse. Lo más claro
del día que amainaba cualquier proximidad abrupta y el más lento
vaivén del agua como el modo suave de aumentar la cercanía.
III
Ya me rodeaba más que el mar su
ruido. Su espuma rota sonando a saliva en cada leño del muelle. Su aire
de sal picándome la lengua, cociendo todos los muros: lago diluido a
soplos, tan ligero que flota cerca del mar, que no se aleja de la humedad en
olas porque es la humedad misma a punto de convertirse en mar. Es el anuncio
del agua en el viento lo que me envuelve. Mogador, con su lluvia indecisa de
sal sobre el muelle.
IV
El día comenzaba cuando
bajé del barco, pero en mí se había impuesto ya la
sensación de cruzar tres noches seguidas, de haber dormido y por eso
mirar todo cada vez con más reposo. Las cosas que acababan de sucederme,
las palabras que apenas había oído, volvían en mi recuerdo
instantáneo como si vinieran de muy lejos, como si el horizonte las
retuviera allá al fondo y ahora sólo me llegara, como hebra muy
delgada, su eco.
V
El largo crujido de la pasarela se
perdió entre gritos de estibadores y marinos. Hasta el agua
rasgándose en los arrecifes era voz gutural de una lengua huidiza.
Algunas de esas voces parecían tocarme y la humedad que brotó en
mí era sin duda parte de una cálida conversación demorada.
Tu nombre se insinuaba, ahora lo sé, entre dos pasos, entre el calor y
el viento, sin que yo supiera retener sus sílabas. Todo era pronunciado
en una calma submarina, inundada de sol.
VI
De un tiempo roto
Trataba de apresar con la punta de los
dedos mis sonidos, pero sólo verificaba los huecos que dejaban huyendo.
Me aferraba al graznido de una gaviota, al estruendo breve de su aleteo, como
quien al despertar cierra de nuevo los ojos: quiere restaurar al sueño y
sus habitantes, su luz, su sal, su viento, sus pausas de mar provocando la
caída de otra noche. Porque hay pausas que son así: sin ser luz
rompen la noche y nos obligan a ir recogiendo su oscuridad primaria en todas las
esquinas, en todos los muelles y barcos; trozos de negro estrellada en las
bolsas de los viajeros, en el puño cerrado de los estibadores, en el
fondo de los ojos, en la parte inclinada de las barcas, en la sombra de mis
pies dormidos que descienden por fin a la ciudad temida. Los días no me
cabían más en los días y comencé a lanzar con
tirones breves mis pasos por los largos corredores empedrados; me fui encajando
en las calles, me fui perdiendo en sus hilos.
VII
Como las calles eran calientes el viento
las removía calmando un lento hervor de siglos de sol sobre las piedras.
Yo sentía ese calor milenario asentándose en los pasadizos de la
ciudad como algo exageradamente emotivo: un gesto tan dramático que
conmovía a las piedras. Y mientras caminaba rumiando la imagen de las
rocas que afectadas hierven en algunas circunstancias, vi burbujas quietas,
duras, mirándome desde el suelo, recordándome la vaporosa
agitación del thé en ese instante que eligen los líquidos
para arrojar a su superficie un multiplicado simulacro de fugaces ojos de pez
rellenos de aire: los ojos de las rocas se entreabrían, porque el viento
soplaba sobre cada adoquín curvo, desgastado, como insinuando al
oído de un animal recién reencarnado que ya era hora de elevarse,
que la vida de las piedras comenzaba, que removieran sus párpados, que
la calle entera había dormido vidas ajenas y en cualquier momento
abrirían mil adoquines sus alas.
VIII
Vida de las piedras
Era aquí la piedra la materia
más ausente y fue oportuna la caída de un inmenso aerolito para
construir la ciudad. De él se hicieron las murallas, los templos, las
torres y las casa. Dicen por eso que la ciudad es un regalo del cielo, que los
primeros habitantes eran semidioses capaces de moldear las materias divinas y
que en Mogador estaba la única escalera —la espiral de luz—
que unía al cielo con la tierra. Pero no alcanzó para dar fuerza
a las calles. Eran corredores de polvo y sal mojadas que impedían el
pasaje deslizado. Para aquietar su aliento turbio hubo que traer del desierto a
los animales viejos, a los caracoles y otras bestias antes submarinas,
endurecidas por los milenios, resecas desde que el mar abandonó su
arena. Nunca se pensó que esos fósiles fueran solamente piedras.
Si las otras rocas de la ciudad participaban de las cualidades del cielo, con
más razón estos animales que a pesar de su quietismo
vivían seguramente una vida paralela, invisible como los nuestros que
inexpertos se detienen en la orilla de la piedra. Los fósiles fueron
puestos en las calles por los primeros habitantes de Mogador como quien da
habitación a sus nuevos animales.
IX
Pero el vuelo de las rocas en la calle,
por supuesto, demoraba; y ese retraso era la extensión de un aliento
suspendido, el hueco húmedo y frágil por el que yo avanzaba en
Mogador. Demorándome en la demora de las piedras trazaba la grieta
indispensable para entrar en la ciudad oculta tras su leyenda impronunciable y
su ejército de temores ahuyentando al mundo. Me parecía que los
callejones estaban a punto de romperse en tres mil vuelos y disputarse con las
gaviotas la nube permanente y fragmentada sobre el puerto. Era tal vez una
especie de señal para el deslizamiento oportuno: la distracción
de un guardián inexistente.
X
Las piedras que son estos animales
tenían un humor diferente en otros tiempos. Eran apacibles hasta en las
noches de tormenta. No respondían con gruñidos, como ahora, a la
carrera de los niños. Cuando menos se espera rugen presintiendo el mal
clima y se levantaban furiosas a lo largo de la calle como si fueran escamas en el lomo de una larga
serpiente exasperada. Como las piedras siempre atormentan a la ciudad antes de
que la verdadera tormenta se establezca en el aire, se ha llegado a pensar que
el humor del firmamento es un reflejo retrasado del ánimo de las piedras. Los truenos y los
relámpagos son entonces eco inconforme de los temblores, giros y rumores
de los adoquines fósiles. El paso de las nubes es la imagen lenta de los
caminantes sobre esta calle movediza.
XI
Las voces dispersas en la voz del viento
seguían profetizando a las calles un renacimiento: su segura
salvación en el empedrado del cielo. Tras esa extraña mentira que
pulí sonriendo pude oír el viento y al mismo tiempo aprisionar
bajo mis suelas los últimos soplidos de su profecía. Me deslizaba
en el caudal secreto donde la voz de mis pasos saludaba a la del aire y esa
conversación lenta y vagabunda acompañaba, hecha sombra, mis
titubeos.
XII
La inaccesible
Me acercaba a ti sin saberlo. Antes de la
medianoche ya habría visitado tu más profunda ciudad y laberinto:
encontraría en tu luz un hueco, un mar en el viento, un eco antes del
ruido. Me hablarías, con la lengua fugaz de un tiempo roto, de las alas
de la calle, de la vida de las piedras más allá de sus orillas.
Pero en ese instante, a las doce, estando con certeza en ti, en tus mareas,
fuiste al mismo tiempo furia quieta, conversación de dudas: la
inaccesible.
•
LIBROS | BIOGRAFÍA | ANTOLOGÍA | CRITICA SOBRE SU OBRA | ENTREVISTAS | CALENDARIO | MOGADOR