Alberto Ruy Sánchez

LA HUELLA DEL GRITO

 

I

Nada se ve

 

Una tarde caliente de junio, en un hammam privado del puerto, Aziz desnudo, sentado en azulejos mojados y recibiendo suavemente en la cara un chorro de agua fresca, vio cómo Hawa caminaba lentamente hacia él. Estaban solos entre los vapores densos del baño que alquilaban dos o tres veces por semana. Hawa empapada, escurriendo sudor, se abría paso desde el fondo del salón. Surgía de la penumbra como separando cortinas, como cruzando telas de neblina obstinada, interminables obstáculos de nube.

Algunas delgadas perforaciones en forma de estrella, distribuidas en la bóveda lejana del techo, dejaban caer hasta el piso sus barras verticales de luz. Eran casi sólidas de tan luminosas. Pero nada menguaba más esa obscuridad que la piel mojada de Hawa reflejando por instantes intermitentes la luz del techo.

Hawa las cruzaba con lentitud gozosa, con la mirada fija. Buscaba a Aziz tras las sombras, entre el agua y la neblina de la fuente esquinada.

 

II

Por los ojos

 

Ella entraba en él por los ojos. Y Aziz ni siquiera se imaginaba que esa imagen de Hawa iba a ser una de esas huellas imborrables que los caprichos de la memoria traen de nuevo, para siempre, a cualquier hora, sin que parezca haber justificación alguna. Una imagen que siempre alteraría levemente el fondo de su respiración, obligándolo con frecuencia a cerrar los ojos para que dure la impresión en él, aunque tan sólo sea otro instante. Hawa desnuda avanzando vaporosa. Y las gotas que le escurrían por los pezones, iluminadas de pronto como un relámpago mientras caían.

Sus manos afiladas partiendo bruma. Su vientre como espejo. Su pubis catarata obscura y detenida. Y, como un nuevo emblema del deseo, la búsqueda impresa en los ojos que se acercan impacientes.

 

 

 

III

Nudo del mundo desnudo

 

Hawa y Aziz salían del hammam metiéndose en la red de callejuelas con la certeza de quien pisa un camino más de cien veces recorrido. Pero a ambos les gustaba dejarse llevar por la sensación de que algo especial en el aire alrededor de ellos los hacía respirar más hondo y les permitía sentir en todo lo que encontraba su mirada o su tacto, una forma de intensidad que de pronto crecía. Como si las cosas se erotizaran a su paso. Como si todo en el mundo les hablara de la inquietud posesiva que los ataba, que en la misma fuerza del nudo los consumía.

Al salir del hammam toda la ciudad se volvía una prolongación de las sensaciones que habían tenido adentro. Como en las casa mismas de Mogador, con sus recámaras sin puertas, abiertas completamente sobre los patios interiores, abiertos a su vez al cielo: donde todo lo exterior está adentro y todo lo interior está fuera. Donde todo de pronto les hablaba de ellos mismos deseándose, recorriéndose, saliendo y entrando uno en el otro por todos los poros de la piel como fantasmas sensuales.

 

 

IV

Las calles del Cuerpo

 

Cada vez que acababan de estar juntos la ciudad se volvía parte de su cuerpo, vínculo material entre ellos, como un inmenso órgano que de golpe los anuda y a cada paso los entreteje. Cuerpo de calles, la ciudad en ellos, calles del cuerpo, por donde caminan unidos, uniéndose.

Aziz siente cómo ese erotismo tenue, sutil, todo lo permea y va creciendo en ellos.

--- Las mismas calles de siempre se vuelven otras cuando acabo de besarte, de estar contigo en el hammam: que es siempre como estar compartiendo un sueño. Es como si todas las calles, largas o cortas, rectas o curvas, me llevaran hacia muy adentro de ti.

--- Yo siento algo parecido, le dice Hawa, el ligero ardor feliz que llevo en el sexo está latiendo hasta en mis ojos. Con él toco todo y todo ahí me toca: hasta el viento, los olores de la tienda de especias, el tintineo de las estrellas de hojalata colgando del techo, la geometría llena de vida de los tapetes.

Hawa interrumpe lo que está diciendo porque un adoquín mal puesto la obliga a cambiar el paso. Casi tropieza pero no le da importancia. Se apoya en Aziz un instante y sigue diciéndole.

--- Pero yo pensaba ahora en otra cosa. En algo más fuerte. Todas estas sensaciones me llenan de alegría y de plenitud. Todo es de pronto imagen de mi sonrisa cuando salimos juntos a la calle. Pero en lo que yo pensaba era en lo que nos pasa justo después del grito. No es que se me olvide pero quisiera que no todo fuera imagen de lo maravilloso que sentimos varias horas después, o varias horas antes. No sólo quiero tener a la mano este magnetismo total sino esa otra tormenta, la del grito.

Al día siguiente, mientras las hojas de los árboles golpeban suavemente su ventana, como acariciándo una piel transparente, y el sol también lo tocaba todo haciendo siluetas, Aziz trató de poner en palabras eso que llamó especialmente para Hawa “La huella del grito”.

 

 

 

 

V

Dos cuerdas

 

 

Después del grito, lanzaste hacia atrás la cabeza tensando como un arco la espalda, abriendo un hueco luminoso entre la cama y tu cuerpo. Quise tocar esa tensión y metí la mano en la luz: acaricié sin verla esa cuerda doble anudada de tus nalgas a la nuca. Bajé lentamente de nuevo, hasta desviarme en la ranura, suavemente pero con firmeza, milímetro a milímetro, retrocediendo y avanzando de nuevo, muy lentamente. Apretabas las nalgas como mordiendo mi mano con ellas. Otro grito. Quería tocar tu voz y llené de besos tu garganta extendida, tu cuello lleno de sudor que se movía tenso mientras gritabas de nuevo. La parte más alta de tu abdomen se tensaba también y parecía que con los pezones levantados hacia mí gritabas de nuevo. Grito doble, de piel  endurecida. Me tocabas con ellos sin tocarme. Eran como dedos extendidos hacia mi boca. Sentía su huella en mis labios desde antes de besarlos, de morderlos suavemente, cada vez más duro, hasta donde tu voz, con alguna ligera variación en su canto desgarrado, me indicara que puedo llegar en mi mordida. Tu grito me dijo “más”. Yo me detuve. Tu silencio me ordenó:  “más”. Y acaricié tus pezones con mi aliento, controlando la humedad que colocaba en ellos, secándolos, mojándolos, sintiendo en mis manos que acariciaban tu cuello la nueva tensión de tu grito.

 

 

VI

Fantasmas en la mano

 

Después del grito, con la mirada seguí tu mano. Atrapabas algo invisible en el aire, le hundías las uñas y lo comprimías con todo tu fuerza, con rabia, con placer, con dolor, con todos tus fantasmas rodeándote. Quise ser uno de ellos. Porque de pronto no bastaba con estar ahí, contigo, amándote piel a piel, beso a beso, instalado en el esplendor de verte y olerte, de acariciarte con los ojos y las manos y la boca. Había algo más profundo y más duradero, como si en tus manos se abriera de golpe una puerta misteriosa hacia lo invisible, hacia ese lugar donde tus fantasmas son tus amantes siempre. Desde ahí algo de ellos visita tu cuerpo, muchas veces de manera inesperada. Quise ser uno de los que entran y salen así de tus sueños, de tus placeres, y aparecerme en tus manos súbitamente, cuando tú menos lo esperes. Cuando incluso en la piel de cualquier otro descubras nuevas profundidades que, tal vez, estén solamente entre tus dedos, en la parte más invisible de ellos donde deseaba yo ahora quedarme. Quería que me convirtieras en uno de los que aparecen en tus gritos, en tus manos apretadas, en tus dientes tensos, en tus rasguños, en tu casi dolorosa alegría. Después del grito abriste tu compuerta de fantasmas y ávidamente hicimos el amor con ellos hasta que un grito largo, feliz y sostenido, me hizo sentir que nunca saldría ya de ese otro grito invisible que es para mí tu cuerpo.

 

 

VII

Lo de adentro afuera

 

Después del grito llevaste las manos a tus nalgas como queriendo abrirlas más y más y nunca suficiente.Me pedías que te ayudara con mis manos. Palpitaba esa franja de piel, antes dormida, entre tu ano y tu vagina, como si fueras a cantar por esas bocas con una voz potente que estuviera aguardando ahí, desesperada entre las dos. Los labios extendidos, inflamados, repletos, palpitaban también por su cuenta. Y, me dan escalofríos al acordarme: las paredes interiores de tu vagina parecían salirse de tan llenas, de tan hambrientas, de tan abultadas. Parecían tan frágiles que apenas con un soplido podía acariciarlas. Con el calor de mi mano, apenas cerca, sin tocarlas. Acerqué luego el calor de mis testículos, tenue entre su piel plegada. Pero con todas tus bocas querías morderme. Con todas tus bocas me sonreías, me mojabas, me decías: “ven, entra en lo más obscuro conmigo, entra en la noche de mi cuerpo, donde nada se ve sino a tientas.” Me miraste a los ojos, me tomaste con las dos manos jalando mi pene hacia ti y me dijiste: “voy a ahorcar con toda mi fuerza obscura tu cosa ciega, tu dura realidad, tu piel más tensa, tus venas llenas, tu vaivén profundo, tu máxima fragilidad creciente y decreciente. Y voy a apretar tan fuerte que nunca saldrás de mí, ni muy pequeña ni muy adolorida. No admitiré chantajes ni deserciones bruscas. Entra. Que seguro te veré morir mientras eyaculas. ¿No querías convertirte en mi fantasma? Y aún después serás mi reducido prisionero. Entra ya, cierra los ojos y abre las manos. Abandona ese otro mundo donde sólo lo que ves existe, donde yo no estoy sino casi a medias.” Todo eso me repetiste luego, entre dos gritos, con todas las otras voces de tu cuerpo.

 

 


LIBROS | BIOGRAFÍA | ANTOLOGÍA | CRITICA SOBRE SU OBRA | ENTREVISTAS | CALENDARIO | MOGADOR