EN LAS GARRAS DEL AGUA

Caterina Camastra

 

“La diferencia entre prosa y poesía consiste en que, mientras una no pide al lector sino que le preste sus ojos, la otra necesita de toda necesidad que le entregue la voz”, dice José Gorostiza. O tal vez, más bien, es la escritura estética que requiere no sólo la voz y los ojos, sino todos los sentidos: apuesta a recrear un mundo completo, a despertar asociaciones, ecos, sensaciones que transcienden la letra en la página y las ideas en el intelecto. Quién sabe si entre prosa y poesía la diferencia sea de grado, o de tiempo, o de economía, en fin –justamente en esa conyuntura donde las dos se abrazan encontramos la obra de escritores como Alberto Ruy Sánchez. Los nombres del aire, En los labios del agua: novelas, poemas, viajes a un Marruecos cuyos arabescos son, en su trama más fina, tejidos con las formas y las sonoridades del idioma.

       Fatma, la melancólica protagonista de Los nombres del aire, mira por la ventana de su casa en Mogador, y “sus dedos suben y bajan todas las espirales de su cuerpo coincidiendo a cada momento con los otros dedos que la recorren por dentro. Ambos se reconocen a través de la piel como dos puntas de alfileres encendidos que recorren las dos superficies de una tela y donde se encuentran queman.”

      La mirada que lee también se desliza por las espirales de estas dos frases, con sus palabras recurrentes y sin asideros de puntuación, en correspondencia con la voz del narrador que hace vibrar la letra impresa. El papel, como la tela, se vuelve piel, susceptible de sentir agua y aire, puntas de alfileres y zarpazos –porque los fantasmas de la ciudad de Mogador tienen garras. Hawa se desvanece dejando en una página de En los labios del agua la huella de las uñas del jaguar, cuatro jotas en el blanco a final de párrafo: “mujer jaguar, mujer agua: mujer sueño”.

       Entre agua y felino están la garra de una jota, el eco de una erre, un desliz de acento: Hawa es “esa mujer de nombre raspado en la garganta como voz de jaguar”. De nuevo se traslapan los sentidos: raspa en la garganta, en los oídos, en la piel.

      Los contrastes, en la escritura de Ruy Sánchez, no son adornos retóricos, sino contradicciones desgarradoras que mueven toda la dinámica narrativa del deseo y la nostalgia. Hawa es suave como agua y filosa como garra, fugaz como un sueño y eterna como una obsesión -que finalmente no es otra cosa que un sueño recurrente. Hawa recuerda Jalwa, “soledad”, la misteriosa esclava con quien el poeta Yusuf ibn Harun cruzó palabra una sola vez junto a la Puerta de los Drogueros de Córdoba, para luego quedarse toda la vida esperándola con corazón ardiente, según nos cuenta Ibn Hazm, escritor andaluz del siglo XI.

      La voz del narrador comenta, al cierre de un capítulo de  En los labios del agua

       “Duele recordar/ de qué maneras extrañas/ los Sonámbulos se llenan/ de profundas ausencias.”

       El ritmo de la frase está marcado por la música de una serie de versos de arte menor: seis, ocho, ocho y siete sílabas. El primero y el último, más cortos, enmarcan  y subrayan la redondez de la idea; los dos medianos adoptan el octosílabo, ritmo natural de respiración del español. “Duele” y “ausencias” abren y cierran la oración: la redondez formal es también semántica. El dolor de los Sonámbulos nace, otra vez, de un oximorón: se llenan de ausencias, de vacíos. Ausencias que en realidad son imperiosas presencias, recuerdos que duelen. En medio del quiasmo entre “maneras extrañas” y “profundas ausencias”, entre medio y resultado, están los artífices del sueño, “los Sonámbulos”: larga palabra esdrújula con sonido de  piedras despeñándose o pasos tambaleando, con ‘o’ profundas como pozos.

        El narrador deplora, quizás con cierta autoironía, las maneras raras en que los Sonámbulos se enredan, para acabar rasguñados en las garras del agua: Amado en Mogador termina sin cartera y sin pasaporte, como un pobre turista estafado. Y es que, nos confiesa el narrador: “los Sonámbulos son por definición ridículos. Y no les basta darse cuenta de ello para detenerse. Siempre sucumben a la fuerza de los deseos sin importarles ofrecer el espectáculo de su fragilidad.”

      Sonámbulos, ridículos, espectáculo: tres esdrújulas asonantes. Los Sonámbulos son, en fin, personajes y sus actos un poco  teatrales, a beneficio de los lectores.

       Además, ni los Sonámbulos se la pasan tan mal, ni tampoco queremos achacarle al maestro Ruy Sánchez la etiqueta de escritor depresivo. “Más de una vez en la vida del Sonámbulo, ésta le da peras en vez de manzanas. Pero el Sonámbulo descubre con gran placer que ahora le gustan más las peras”, nos platica el narrador, ya francamente bromista, y vuelve a insistir con las esdrújulas: “débiles de la carne, férreos de la voluntad y la obsesión: pésima mezcla para llevar una vida tranquila.”

      Sin embargo, los Sonámbulos no quieren vivir tranquilos. Prefieren jugársela en su eterna búsqueda, entre deslices esdrújulos, ensueños y equivocaciones, con una pasión que se alimenta de sí misma. Los Sonámbulos se mueven en las tinieblas apasionadas de Xavier Villaurrutia, en “esta angustia de buscarte/ a ciegas, con la escondida/ certidumbre de no hallarte”. O tal vez se parezcan más a los amorosos de Jaime Sabines, solos, locos, insaciables, que “saben que nunca han de encontrar”, pero “se ríen de las gentes que lo saben todo”, y “juegan a coger el agua, a tatuar el humo, a no irse”.

      La escritura de Ruy Sánchez, prosa de intensidades como él mismo la define, logra conjurar a flor de papel el universo de los sentidos e involucrarnos en una búsqueda narrativa que nos deja, como a los personajes que en ella deambulan, sin respuestas –pero con el tesoro del goce de las palabras, que es también infinita pasión por la vida, sus caricias y sus rasguños.