Alberto RUY SÁNCHEZ

LOS ALACRANES

EN LA GRANADA

 

Durante muchos años, en la casa de mis abuelos, allá en el pueblo minero de Alamos, en el norte de México,  hubo un muro lleno de fotografías. Cuando éramos niños nunca nos cansábamos de preguntar quién era cada uno de esos rostros que nos miraban desde un tiempo que para nosotros parecía eterno. Ahí estaba el retrato del abuelo, muy joven y vestido de fiesta, sentado en el estudio del fotógrafo, ocultando con la mano izquierda los dedos que le faltaban en la derecha. Los había perdido jugando con "cohetones" cuando tenía diez años de edad.

En el diario de su padre se lee esta nota: "Hoy mis hijos Joaquín y José sufrieron un accidente en las fiestas de la iglesia. Durante los fuegos de artificio uno de ellos no estalló y los niños corrieron a ganarlo. José llegó  primero y perdió toda la manita. Joaquín tres dedos. Los llevé al hospital de las minas. El médico que los atendió me dijo: Aquí hasta los niños juegan con la muerte todos los días. Hablan con sus muñecas y les responde la muerte. Saltan la cuerda y la muerte se las sostiene con los dientes".

Se lo decía a un hombre, mi bisabuelo, que tuvo 21 hijos con dos mujeres, de los cuales 12 murieron antes de los diez años. Cuando la primera mujer murió, se casó con la hermana, que fue mi bisabuela. En el muro vimos siempre fotografías de todos ellos, mirándonos. Nos intrigaban especialmente las imágenes de niños. Y a mí, en especial, la de una niña saltando la cuerda. Llevaba un vestido blanco plisado que se sostenía con las manos para saltar mejor.

La primera vez que pregunté a mi abuelo quién era esa niña de mirada triste, él me dijo: "Es mi hermana Clara. No está triste, está planeando alguna travesura. Coleccionaba insectos y gozaba dejándolos en la cama de sus hermanas o en la cocina. Un día descubrió que podía tener un jardín de mariposas cuidándolas y dándoles la situación ideal para reproducirse. Mi padre le ayudó a hacerlo en un invernadero. Su orgullo era una gran mariposa azul brillante que mi padre llamaba Morpho y que alguien le trajo en capullo desde los bosques lluviosos de Costa Rica. Los niños teníamos otra afición: los alacranes. Abundaban en aquél pueblo del desierto. Los atrapábamos atándoles la cola con un nudo corredizo y los traíamos colgando, aparentemente indefensos. Luego los poníamos a pelearse unos contra otros en un círculo de tierra que habíamos trazado en el piso".

       "Cuando mi hermana Clara se interesó en los alacranes comenzaron los problemas. Quiso tener un jardín de alacranes como lo tenía de mariposas y cuando nos dimos cuenta caminaba rodeada de cientos de ellos que la cuidaban y la seguían a todas partes en todo momento. Cuando mi padre o algún otro adulto pasaba los alacranes se escondían detrás de los muebles o en lo más obscuro de las sombras. Cuando algún niño amenazaba a Clara los alacranes salían a su defensa amenazando al agresor con sus colas levantadas. El rumor llegó a mis padres pero no lo creyeron. Y Clara siguió cultivando alacranes a su alrededor durante un par de meses. Todo mundo se alejaba de ella, naturalmente. Pero no parecía importarle".

       "Cuando iba por la calle, aunque fuera mediodía, se veía una sombra larga siguiendo sus pasos como si fueran las seis de la tarde. Su jardín ambulante de alacranes creció a pesar de que, de vez en cuando, algunos se comían entre sí".

       "Una mañana la descubrimos en su cama cubierta completamente de piquetes, sin una gota de sangre en su cuerpo pálido. Su "jardín móvil", como ella lo llamaba, se había vuelto sobre ella devorándola, como si mi hermana hubiera sido la huerta de la cual finalmente se nutrieron. El médico descubrió que algunos piquetes eran anteriores. Clara alimentaba a sus animales con su propia sangre desde hacía algún tiempo. Ellos la cultivaban. Ella era su jardín. La enterramos en el cementerio viejo, al lado del árbol de granadas. Donde todavía, sin conocer la historia de mi hermana, los niños abren cada granada buscando que no haya alacranes en ella."


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