Camino entre árboles de carne, ensangretados casi podridos. Sus inquietas ramas buscan
mis ojos, quieren ver, el camino es árido, rocas apuñalan la piel. Mis manos duelen, el
cuerpo comienza a pesar. Las pestañas del sol cubren el campo, mientras navegan entre
nubes naranjas.
Respiro. Duele. Algo me detiene, rompe mi ritmo. Es un cuerpo, delgado, fuerte, se
encuentra en el suelo. Abro aún más los ojos. Saboreo mi labio inferior de dónde
percibo un sabor salado de textura espesa. Carmín se torna mi lengua. Respiro. El aroma
es agrio, casi a fósforo con ese aliento mío de alcohol fermentado. Esquivo el cuerpo.
Uno, dos pasos me detengo. Volteo y lo vuelvo a ver.
Grito dentro de mi pecho con una voz que no sale. Lastimoso silencio. Clavo en su carne
mis esperanzas hechas de hierro, se mueve involuntariamente. Sonrío. Retorno mi camino
y ya no hay más sol, ni lágrimas, sólo nubes grises. Sigo caminando, la armadura me
incomoda, pero sin ella. ¿Que soy?
Visualizo mi objetivo. Allí está. Perfecta. Parece que duerme. Muevo sus hombros
esperando respuesta, pero el suelo parece amarrarla en su centro. Me acuesto a su lado,
mi anatomía se queja pero la ignoro. Veo su rostro, lo delineo con mis manos, está fría.
Aun la muerte la venera, pues sigue bella. Sus ojos no me ven, ni sonríe, ni me abraza.
Cierro los párpados. Detrás de ellos ya puedo escuchar el campo de batalla, las espadas
rozando la piel de ajenos, perforando barreras de voluntad. Los abro. Sólo es ella.
De noche ella es el sol, con ese cabello de seda, con esa piel de durazno. ¿Y yo? ¿Yo?
La abrazo. Lloro. "Te amo" le digo en secreto. Pero no oye. Cierro los ojos. Y me duermo,
y sueño. Un sueño en que soy diferente. Un sueño, uno de esos... en las que el amor es
para siempre.