Yo también debo confesar que nunca podré olvidar ese día.
Ese día, al fin...
Recuerdo que cuando entramos en aquella iglesia a mi ya me parecía extraña. En realidad,
todas las iglesias y todos los templos en los que he entrado, me lo han parecido.
Extrañamente turbadores.
Levanté la mirada y estreché los ojos cuando la mirada de un mártir santificado se posó
en mí. Estudié su semblante doloroso, su pecho desnudo lleno de sangre y heridas que
seguramente el mármol nunca dejaría sanar. El cuerpo crucificado colgaba flácido y los
pies agujereados casi resplandecían de un violeta nacarado intenso.
- Xena, ¿por qué lo crucificaron? -pregunté, aun absorta en la fastuosa estatua.
- ¿Uhm? -Xena se giró y observó el mártir incluso diría con aburrimiento-. ¿Por qué
tendría que haber una razón en especial?
- ¿Perdona? -la miré con asombro y ella se encogió de hombros.
No sin echarle una última mirada lastimera, dejé atrás la estatua siguiendo a Xena. Se
había empeñado en apearse un momento en la iglesia, según parecía conocía al párroco.
¿Quién hubiera imaginado que la Princesa Guerrera tuviera amistades de semejante gremio?
Desde luego, yo no.
Así que supongo que la sorpresa debió ser bastante evidente en mi rostro cuando vi a
Xena abrazarse sentidamente con el hombre de sotana marrón y coronilla alopécica,
porque de inmediato me echó una mirada risueña y también él se encogió de hombros.
- Gabrielle, este es el padre Mansei -presentó mi alta guerrera.
Estreché su antebrazo y una sonrisa irremediable nació en mis labios cuando en respuesta
me descubrí abrazada. El olor del padre Mansei era de biblioteca, de claustro, de
libros estudiados en horas pulcras, de velas consumidas por plegarias, de oraciones
silenciosas, de rosarios con color de sangre mártir.
Xena también sonreía y ciertamente me pareció ver un brillo de cariño cuando suspiró
con sigilo y esperó a que el padre Mansei se separara de mí. Quizás ya debería saberlo
a esas alturas, pero fue en ese preciso momento cuando tuve la certeza de que quizás
Xena tuviera pocos amigos, pero sin duda los que tenía sencillamente eran tan
verdaderos como lo era el aprecio que advertí en la mirada de aquel hombre al hablarle
a la guerrera.
- Cuanto me alegro de volver a verte, guerrera -confesó asintiendo lentamente-. Ya
pensaba que te habías olvidado de la Hermandad de la Rosa.
- Eso nunca -rebatió rápidamente.
Y a mi me sorprendió. No era muy habitual ver en Xena una entrega tan evidente hacia
ninguna persona. De hecho, no era nada habitual.
- En la sala propicia están ensayando -continuó el padre con una sonrisa lenta-. ¿Te
apetece...?
Xena rió guturalmente meneando la cabeza y muy suavemente me echó un brazo por los
hombros y me encaminó.
- Vamos, Gabrielle, voy a enseñarte lo que es un buen gospel de verdad -prometió
mientras también encaminaba del mismo modo al divertido del padre Mansei.
- ¿Gospel? -pregunté.
Entonces rieron los dos y Xena se inclinó para besarme la coronilla, dejándome por
imposible.
¿Qué Hades era un gospel?
Al entrar en la susodicha sala vi la mortecina luz de las velas del interior. La única
luz de la sala. Una vez dentro, me apoyé en la puerta y, mientras oía el ligero
golpecito seco de una batuta, me encontré sola en una oscuridad total, respirando la
humedad mohosa del templo y tratando de identificar otro olor inquietante, una leve y
dulzona vaharada de putrefacción.
No había rastro de Xena, absorta en el olor y la débil visión de aquella sala no
advertí en qué momento exacto se separó de mí, pero sí pude descubrir que el padre
Mansei había avanzado hasta el fondo de la sala, ante un coro de unas doce personas que
habían empezado a cantar briosamente un himno. El padre permanecía ante ellos con la
cabeza ladeada y los brazos cruzados sobre la sotana. De repente, alzó una mano en
medio de un versículo y el coro se interrumpió bruscamente.
Me quedé inmóvil.
El padre Mansei les estaba dando instrucciones sobre la distribución del énfasis, y
entonó el versículo de una manera exagerada para recalcar lo que quería decir, cortando
el aire con la mano derecha para marcar el tiempo. Era un tenor excelente, el sonido de
su voz llegó sonoro e intenso al lugar donde me encontraba. Se detuvo al finalizar el
versículo y enseguida se puso a hablar, como si su espléndida voz no mereciera
apreciación, como si no hubiera necesidad de tenerla en cuenta y fuera un simple
instrumento para ilustrar sus explicaciones.
Avancé medio hipnotizada en silencio hasta uno de los últimos bancos y me arrodillé sin
pensarlo, como si lo hiciera por hábito. Junté las manos y apoyé en ellas la frente,
pero no podía rezar. No me dio tiempo, pues el padre Mansei había detenido nuevamente
el coro. En aquel momento tenía que alzarse la música y ellos no habían cantado con la
suficiente intensidad. Cantó una frase y su voz ascendió con una sonoridad magnífica.
Entonces volvió a interrumpirse bruscamente, como si les estuviera diciendo que era la
música y no el hombre lo que importaba.
Cuando el coro volvió a cantar cerré los ojos y de inmediato una imagen invadió mi
mente...
Me gusta este campo...
Me gustan estas flores...
Y el sol, y el cielo, y el frescor de la hierba, su prístino olor...
Por eso, no advierto a la chica de la orilla del lago a 17 pasos de mí, que acaba de
decidir que el mejor escondite para una flor magenta es sin duda alguna el insulso
aunque tierno huequecillo sobre su oreja izquierda. Alza la barbilla y se dirige hacia
mí en 17 secuencias extraviadas por el tiempo y su pesado transcurrir.
Se queda a un metro de mis sentidos recién alertados y aun así extrañamente adormecidos.
Un sopor que solo puede ser producto de una ensoñación o del colapso de mi
subconsciente que no termina de asimilar una realidad aparentemente fluvial.
Solo puedo pensar estar ante un ángel magenta.
Mira el lecho de hierba donde he decidido sentarme.
Mi pluma...
El pergamino...
Mis ojos...
Como alguien que sigue la ruta de algún mapa secreto.
El lecho...
Mis ojos...
El pergamino...
La pluma...
Hasta que todos los puntos que marca la leyenda encajan y se mezclan: el "lechojos" y la
"Plurgamina".
Sonríe, un destello me ciega, y se presenta como la chica del lago a 17 pasos de aquí.
Me froto la nariz, sonrío y me presento como la chica del campo a 17 pasos de allí.
Mira alrededor, el "lechojos", la "plurgamina"... Hasta que vuelve a mis ojos y me
pregunta por el objeto de mi escritura.
Suspiro.
Estiro todo lo que puedo la mano fuera de la manta que me protege del frío, describo
círculos en todas direcciones y contesto: "Esto y aquello". Vuelvo a sonreírle culpable.
"Todo y nada" pienso en eco.
Sorprendentemente asiente con mano apoyada en mejilla y me pregunta con entonación
divertida si le dejo la "Plurgamina".
Claro - Respondo amable.
Escribe. Lo envuelve de nuevo. Deja la "Plurgamina" en mi regazo y otro destello me
deslumbra cuando me anuncia risueña que debe irse. "Hora de volver al lago" dice con voz
de verdades, sin falsas condescendencias.
Lo que es una pena.
Promete volver. Y yo prometo lecho de hiervas compartido si vuelve.
Agito la mano mientras la observo marchar tal cual ha venido. Abro el pergamino y leo
lo que ha escrito entre mis líneas con ortografía espigada: "Todo y nada".
Como?... No puede ser.
Alzo la mirada.
Nada...
Solo huellas que siguen su estela en la hierva. Un pájaro despegando vuelo. El primer
plano de una abeja olisqueando una flor magenta.
No está. Ella ya no está...
Sonrío y me tumbo en la hierba, con mis brazos de almohada.
Me despertó de la ensoñación una voz angelical que, sin que me diera cuenta de ello, se
había ido apoderando poco a poco de mi mente. Alcé la cabeza de mis manos y entrecerré
los ojos para distinguir en la penumbra de dónde procedía aquel sonido. El padre Mansei
permanecía en actitud de reposo, con las manos a la espalda. Y todos los miembros del
coro excepto uno se habían sentado.
Era ella.
Cantó el Ave María con la mirada fija en algún lugar elevado e indefinido. La luz de
una lámpara cercana incidía en su brillante cabello, y daba la impresión de que sólo
ella era real en aquel lugar y que todo lo demás se disolvía en sombras y penumbra.
Aquel sonido puro y virginal me hechizaba. Su intensidad era tal que penetraba hasta lo
más profundo de mi ser.
Apenas podía soportar su patetismo.
La misma Xena estaba trasportada, absorta en las delicadas y temblorosas notas que
parecía extraer de ella alguna fuerza sobrenatural, entregada al cántico dirigido a una
madre de Dioses. Una inmensa tristeza y una abrumadora melancolía impregnaban sus
palabras que, sin embargo, reflejaban una esperanza trascendente en aquellas notas que
parecían elevarse y cernerse, permaneciendo inmóviles en el aire más allá de toda
posibilidad natural.
Me descubrí con lágrimas en los ojos profundamente conmovida, emocionada por la belleza
espiritual de Xena. Las lágrimas resbalaron y me quemaron las mejillas como si fueran
ácido mientras veía en lo alto de la bóveda de aquella iglesia, allí donde Xena miraba,
una flor de intenso magenta.
No había podido librarme de esa imagen, esa dulce flor adornando su rostro, desde el
mismo día en que ocurrió. Desde ese día, nacido de la insignificancia más candorosa,
cuando descubrimos, ambas, que nos comprendíamos mucho más allá que dos compañeras de
viaje, que dos camaradas de aventuras, que dos cómplices de vida.
Cuando Xena y yo retomamos el camino y nos despedimos del padre Mansei, le volví a
sonreír a la chica del lago a 17 pasos de mi "plurgamina" cuando deslizó alrededor de
mis hombros su brazo y me preguntó que quería que hiciéramos entonces oteando el
horizonte. Sintiéndome incluso una niña pequeña, bajé la mirada avergonzada a destiempo.
Hasta que sentí un golpecito en mi hombro. Tomé aliento, cerré fuerte los ojos un
momento y me decidí. Alcé la mirada, froté mi nariz, hice acopio de todas mis fuerzas,
carraspeé y cuando a punto estuve de hablar, su limpia y rica carcajada me interrumpió.
Suspiré sonriendo, roja carmín, entre trote y trote de corazón.
Un destello familiar me hizo cerrar los ojos cuando noté que me levantaban
delicadamente el mentón y mis labios se fundían en una verdad que finalmente nacía al
mundo real. Inspiré hondo, sonreí extasiada y, por fin, me deshice entre cánticos
eclesiásticos y cascadas de flores color magenta, abriendo mis brazos al porvenir que
un solo beso, ese primer beso, me anunciaba a pleno pulmón, gritando su alegría hasta
la afonía.
Al separarme, tardé un instante en abrir los ojos, degustando hasta los últimos retazos
lo abarcador que significa haber dado al fin un primer aunque tan esperado paso, solo
para entonces encontrarme con esa misma verdad fundida en felicidad devolverme la
mirada.
Y una vez más, entre ambas, las palabras sobraron y la comprensión compartida junto con
un entendimiento rotundo volvió a envolvernos.
Reí cuando Xena meneó las cejas y me sonrió con diversión. La complicidad resultaba
icluso dolorosa. Toqueteé su estómago aun con la timidez jugándome malas pasadas y fue
entonces cuando me descubrí repentinamente abrazada y toda duda quedó fulminantemente
exterminada.
- Ah, dioses... -exhaló en lo alto de mi cabeza.
Envolví entre mis brazos su cintura, sonreí inevitablemente por centésima vez cuando
deposité un casto beso en el hueco suave del centro de su tierna clavícula y sentí más
que oí su leve risilla retumbar en su pecho cercano. Apoyé al fin mi mejilla derecha y
cerré los ojos exhalando yo entonces de puro contento.
Es verdad, no lo puedo negar, tengo que confesar que nunca en la vida seré capaz de
olvidar la primera vez que Xena, sin duda mi alma gemela, decidió ampliar las fronteras
del profundo lago de nuestra amistad y yo la dejé adentrarse en el frondoso aunque
indescriptible campo del amar.
Nadie mejor te puede amar que aquel ser, complementario, que entiende tu más recóndita
y lúgubre verdad.
-_Fin_-