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BITACORA EXTRAVIADA / Bernardo Rafael Alvarez
Wednesday, 2 April 2008
POR LA LIBERTAD DE MELISSA

Señor doctor


ALAN GARCÍA PEREZ,


Presidente Constitucional de la República del Perú.



Asunto: Se pide la inmediata libertad de Melissa Patiño Hinostroza, detenida injustamente en el penal de Santa Mónica.



Señor Presidente:



Es probable que debido a sus múltiples ocupaciones y preocupaciones como gobernante, el asunto que motiva la presente carta no haya llegado, hasta ahora, a ser de su conocimiento y, quizás por ello también, no comporte mayor significación.



Para nosotros, señor Presidente, es de suprema importancia. Por ello es que, con todo respeto, nos hemos permitido dirigimos a usted.



Una chica de apenas veinte años de edad, estudiante de administración de la Universidad de San Marcos, integrante de un grupo cultural que, entre otras actividades, organiza recitales en el cono sur de Lima, y, para colmo de males, poeta, fue hace algunas semanas detenida y hoy se encuentra internada en un penal de máxima seguridad (el Santa Mónica de Chorrillos) no como si se tratara de una delincuente común, que no lo es, sino bajo la infame sospecha de algo que también es completamente ajeno a ella: de terrorista! Su pecado: haber asistido en representación de su círculo cultural, reemplazando a última hora al director del programa que transmiten en una radio de su barrio, a una actividad pública y legítima en el vecino país del Ecuador. Su delito: regresarse en un vehículo de transporte público en el que también viajaban personas a las que la policía atribuye vínculos con algún grupo subversivo. Kafkiana, es decir absurda, la  situación de esta chica.



Nos preocupa este hecho, señor Presidente, y, más aún, nos repugna.



Melissa Patiño Hinostroza (así se llama esta chica, casi adolescente aún), vamos a decirlo con claridad: no está metida en nada que pudiera generar zozobra y muchísimo menos peligro para el Estado. Este es su non sancta y reprobable prontuario: estudia, escribe, fomenta cultura y sueña. Nada más. ¿Es peligroso todo esto, estimado señor Presidente?



No creemos razonable ni mucho menos admisible que en un país democrático y civilizado el ejercicio de lo que parecería persecución movida por una suerte de paranoia, adquiera carta de ciudadanía y legitimidad.



Esto que está sucediendo con Melissa nos hiere a nosotros como poetas, artistas e intelectuales. Nos golpea como peruanos, como personas. Sentimos y estamos seguros que es un atentado flagrante contra los derechos humanos. Pero, además, somos conscientes que lastima la dignidad de los creadores, de los que piensan, de los que sueñan.



Por ello, señor Presidente, aquí nos atrevemos a expresar nuestra absoluta solidaridad con la joven poeta, estudiante y promotora cultural Melissa Patiño Hinostroza, injustamente encerrada en una prisión del Perú. Más que por el derecho que puedan otorgarnos las leyes, lo hacemos por la facultad y el albedrío que el sentido común y la inteligencia nos prodigan.



Dele a nuestro país, señor Presidente -se lo pedimos respetuosamente- una razón más para pensar que aún hay esperanzas; que pueden cometerse errores, pero que a tiempo se aplican las enmiendas; que la razón, que el buen juicio rige el ejercicio del poder y no las emociones. Convenzámonos, señor presidente, que la libertad es sagrada y que la juventud –de Melissa Patiño y de todos- nos inspira cosas buenas y no perversidad. Que este, que es el mes de las letras, también lo sea de la inteligencia.



Ponga, se lo rogamos, atención en este caso, que no es minúsculo ni intrascendente. Y, por favor, disponga que las autoridades y funcionarios que tengan que ver en el tema, evalúen con ponderación, lucidez, justicia y celeridad, la situación de la poeta a la que estamos refiriéndonos. Y que sin pérdida de tiempo, se ordene su excarcelación, que se la libere, porque es su derecho y no merece esta traumática afrenta.



El más grave delito es haberle quitado la libertad a Melissa Patiño Hinostroza, joven poeta peruana.



“Amorosa llavera de innumerables llaves, / si estuvieras aquí, si vieras hasta / qué hora son cuatro estas paredes. / Con ellas seríamos contigo, los dos, / más dos que nunca. Y ni lloraras, / di, libertadora!” (César Vallejo).



Muy atentamente,


Posted by al4/alvarezbr at 11:57 AM EDT
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Tuesday, 18 March 2008

 VALLEJO, PALLASCA Y YO

Por: Bernardo Rafael Alvarez

 

 

Supe que, por no más de dos ciclos, siguió estudios en alguna universidad y que gracias a ello dominaba, al dedillo, las matemáticas. Por eso lo contrataron como profesor, de tercera, en uno de los colegios primarios del distrito. Creo que no duró mucho tiempo. Algunos –medio perversos- comentaban –y, cuándo no, exageraban- que era un tanto irresponsable; decían que se acostaba tarde y no se levantaba temprano, que los amigos y el trago lo habían malogrado, y, también, que era maternalmente engreído: que al levantarse a eso de las diez de la mañana era solícita y amorosamente atendido como a un niño, con un desayuno como “de hacendado” que, entre otras cosas y como primera entrega, contenía un vaso con, por lo menos, tres huevos pasados, y un enjundioso caldo de gallina de corral. Tenía unos treinta y tantos años y le decían “Gato”, no sé por qué: era de piel blanca pero sus ojos no eran claros que digamos (total, en los apodos lo que prima es la arbitrariedad). Era El Gato Guille, mi tío, hermano materno de mi madre.

 

Creo que no era de leer, propiamente. Sin embargo, en una feliz oportunidad, estando en Lima le dio por comprar libros y, de un porrazo, adquirió toda una colección, fresquita aún, de Losada y con ella, además, la edición con facsímiles de la obra poética completa hasta entonces de César Vallejo, que había corrido a cargo de su viuda, la francesa Georgette, y del editor Francisco Moncloa, con prólogo de Américo Ferrari. Todo el mundo se enteró, por supuesto, y algunos comentaban y aplaudían la nobleza de ese repentino y ejemplar interés en la cultura y, como no es de extrañar, otros creían adivinar, con algo de acierto, lo inútil de la onerosa adquisición, y no faltaba quien no pudiera disimular una descabellada envidia y también una maquiavélica codicia. Era el año 1968.

 

Sabía de mis inclinaciones literarias y por eso, en un arranque de desprendimiento, motivado básicamente por su condición de tío bueno, me regaló algunos libros entre los que recuerdo “La serpiente de oro” de Ciro Alegría y “20 poemas de amor y una canción desesperada”, de Neruda, y –oh, alegría- me prestó lo de Vallejo.

 

Tener en mis manos ese libro me producía una sensación sumamente especial, agradabilísima, como la de quien (porque lo era en realidad) tiene una joya invalorable y, más aún, como si hubiese tenido la oportunidad de ingresar en un templo normalmente inaccesible, prohibido y soñado, al que todos quisieran llegar como una bendición. Era como estar en el Olimpo. Sentía, en realidad, placer. Pasar mi mirada por aquellas páginas en las que aparecían los manuscritos en facsímil, mecanografiados y con borrones y agregados a mano, acompañados en alguna parte de la página por un sello que decía “Propiedad de César Vallejo”, y ver las fotos (en que me parecía encontrar los rasgos de mi padre) de este poeta nacido allá, casi cerca de mi pueblo, a pocos kilómetros del cerro Parihuanca, hacía brotar en mí un sentimiento de desmedido orgullo; y creía que yo era el único en el mundo que vivía esa experiencia

 

El libro estuvo conmigo durante varios meses. El gato Guille creo que se había olvidado de él. No le importaba en realidad. Mi abuela fue quien sí llegó a poner atención en ello, y un buen día o, perdón, quiero decir un mal día por la noche, apareció en la casa, abrigada por su pañolón azul, llevando en la mano su inseparable linterna a pilas o foco, o reflector, que es como se le llamaba en mi tierra y era usado porque la luz eléctrica era débil o, como se acostumbraba decir con una palabra de origen culli, parecía muganshya.[1] Después de conversar cosas familiares con mi madre, me lo pidió y –sintiendo que algo vital se desprendía de mi ser- tuve que entregarle el voluminoso libro. Pero, gracias a Dios y a esos tres o cuatro meses que en mi casa habitó aquel huésped, gordo pero no pesado, de papel bond, tinta negra y pasta gruesa y dura, Vallejo, mi casi paisano, se quedó conmigo para siempre.[2]

 

Vallejo no solo permaneció en mí como generador de una inefable sensación de placer y de orgullo. También como enseñanza, como influjo. Creo que comencé a escribir como él. Cuando estuve en tercero de secundaria -es decir, el año 1969- en mi colegio se organizó un concurso de poesía que lo gané con un poema en verso, “Color de barro”, en el que era de advertirse la presencia del poema en prosa “Hallazgo de la vida”, del vate santiaguino. Algunos desaciertos de aquel poema laureado pude corregirlos después con el uso del lapicero “Parker” que me dieron como premio,

 

Vallejo, a quien había empezado a conocer unos cuatro o cinco años antes a través de unos irregulares versos escritos por mi padre, a los que llamaba “monólogos”, y porque se decía que el abuelo del santiaguino, el cura Rufo, estaba enterrado en la sacristía del Templo de San Juan Bautista de Pallasca, me dio también algo más que el estímulo que maduró mi vocación por la poesía: me hizo más sensible, de lo que ya era, respecto de lo que es y significa el ser humano y su destino sobre la Tierra.

 

Tengo la sospecha de que esto ocurrió con todos los que lo leyeron o, digamos para evitar un optimismo exagerado, con muchos de ellos. Sin embargo, cuando ya en 1972 me encontraba en Lima y después me hice amigo de Juan Ramírez Ruiz y de Hora Zero y esperaba lograr la amistad de otros poetas, pude darme cuenta de que más de uno decía que “no lo había leído”. Aparentemente todos leían solo a Pound, a Elliot… Se referían al poeta de Santiago de Chuco casi despectivamente: “¿Vallejo? Humm, ni hablar...”. Se trataba de una forma de matarlo pero, claro, sin lograr darle muerte; es decir, una suerte de juvenil arrebato parricida, aquella actitud que sin darnos cuenta puede llevarnos a renegar de nuestro padre y terminar aceptando la paternidad espuria del respetable vecino solo por su condición de gringo.

 

La madurez que otorgan los años, creo que logró el justo cambio de sentimientos e ideas y de perspectiva en los jóvenes poetas de entonces. Pero, sea como fuere, Vallejo –el ninguneado, escamoteado y tantas veces negado- siguió, a pesar de todo, creciendo ineluctablemente. Es –duela a quien le duela- uno de los más importantes creadores en lengua española, uno de los picos más elevados. Y hoy y siempre lo leemos, lo celebramos y nos sentimos orgullosos de él. Y sabemos que las cosas e ideas que ayer pudieron ser desatinadas, infaustas -el “fray pasado”- solo merecen aquella vallejiana expresión -que es de Santiago de Chuco y de Pallasca, mi tierra-: “Cangrejos, ¡zote!”.

 

Pero, aunque parezca mentira, hay desatinos que finalmente resultan satisfactorios y dan felicidad. Me explico. El libro con la poesía de Vallejo no sé a dónde diablos fue a parar después, pero de lo que estoy seguro es de que alguien más vivo que yo debió haber sacado ventaja material del olvido de mi tío. La compra que él hizo probablemente fue desatinada en cuanto a lo indudablemente costosa que debió haber sido y al poco o nulo provecho que le significó. Sin embargo, al menos a este medio silvestre cristiano –o sea yo- espiritualmente le dio mucho, muchísimo. Y, con la gratitud que aprendí de mis padres, tengo que reconocer, humildemente, que la pobre escritura poética mía le debe mucho al autor de Los Heraldos Negros. Al leerlo aprendí que la poesía nos permite abrir las puertas de la utopía y entregarnos sin miramientos a la creación plena y cabal. Espero algún día poder, siquiera, intentarlo.

 

17 de marzo del 2008 



[1] Tizón, pedazo de madera encendida pero sin flama. Luz tenue.

[2] Mucho tiempo después, es decir, ya demasiado tarde para el caso, supe de esta irrefutable verdad: “zonzo es el que presta libros, pero más zonzo es el que los devuelve”

 

 


Posted by al4/alvarezbr at 10:59 AM EDT
Updated: Friday, 15 April 2022 11:14 AM EDT
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Tuesday, 5 February 2008
"ESA MUSICA, ESA ABUNDANCIA, ESE RELUMBRE..."

 

                                

Para después de muertos,  lo que menos quisiéramos es que quienes nos sobrevivan se vean involucrados en riñas. Todos hacemos votos porque sonrían, estén alegres, sean felices. No sé si Juan Ramírez Ruiz haya pensado igual. Pero creo que se sentiría regocijado si supiera que tras habernos enterado de su irreversible desaparición, todos o casi todos nos peleamos por quererlo, por tributarle un cariño que, por tardío y acaso mezquino, ya no le hace falta.

 

Pues lo que se impone ahora, en nombre del creador del Poema Integral (aquello que definió como una totalización, donde se amalgame el todo individual con el todo universal), es difundir su obra y, sobre todo, leerla. Ese es el mejor homenaje para un escritor, para un poeta. Es lo que produce –aún a pesar de la muerte, que nunca tuvo cabida en Juan- el mayor placer. Allí, en la lectura, habita lo que nuestro poeta llamaba “esa música, esa abundancia, ese relumbre”. El júbilo, pues.

 

La muerte no cabe en mí, escribió. Y para darle la razón, a partir de ahora -si no lo fue desde ayer- este debe ser nuestro compromiso: leerlo. Leerlo y darnos cuenta de su calidad, de su luz. Leerlo y  descubrir lo que es una verdad incontestable: que él no escribió poemitas para procurar un gozo anodino. Leal con la propuesta de Hora Zero, es decir, consecuente con su propia palabra, aspiró a más: “destruir para construir”. Sabía, y lo dijo, que “la creación de un nuevo lenguaje y un nuevo ritmo es la más grande tarea de los escritores de este tiempo”. Por eso escribió (construyó sería la palabra más justa) Las armas molidas, el más ambicioso de sus libros, cuya pretensión, simple y gracias a Dios inconsiderada, es abrir las puertas de la utopía, entregándose sin miramientos a la creación plena y cabal.

Juan –hay que decirlo de una vez por todas- fue uno de los poquísimos poeta fieles a  la palabra: existió para ella. Y fue inflexible en sus principios y en su voluntad. Habló de inmolarse y, en efecto, su acto creador fue, en verdad, una persistente e irrefrenable “inmolación de todos los días”. Y su vida, señores,  la ofrendó, sin más ni más,  por aquello que fue su obsesión: el ejercicio poético. Yo no sé si alguien haya matado por la poesía.  El luminoso habitante de aquel ahora lejano 444 del jirón Ancash (en Lima) nos demostró que lo más decente, digno y heroico es morirse por ella.

 

Y yo –como a él, mi amigo de años,  le hubiera gustado- lo celebro. Y en las calles, cuyo alarido permanente él supo interpretar, mirándole a los ojos, le digo: A pesar de nosotros mismos y nuestros desatinos, sigues con nosotros, Juanito, dando más de un par de vueltas por la realidad; y, ¿sabes una cosa?, te lo aseguro,  nadie detendrá la guerra que iniciaste, aquella exultante guerra de la poesía, cuyo objetivo –te lo repito, desde aquí en la bella ciudad de Barranca- no es la muerte sino la vida perpetua.

2 de febrero del 2007

(En la foto aparecen, de derecha a izquierda: Juan Ramírez Ruiz, Domingo de Ramos, Tulio Mora y Bernardo Rafael Alvarez)

 

 

 


Posted by al4/alvarezbr at 6:43 PM EST
Updated: Saturday, 16 February 2008 10:17 AM EST
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Tuesday, 16 October 2007
"ADIOS A LAS ARMAS" Unas palabras por Juan Ramirez Ruiz

Juan Ramírez Ruiz nació en Chiclayo en 1946. Tenía 24 años cuando publicó “Un par de vueltas por la realidad”. Este libro, tengo entendido, debió haber salido al mismo tiempo que el de Jorge Pimentel, “Kennacort y Valium 10”, como una suerte de proyecto conjunto (este era el espíritu del Movimiento Hora Zero, ajeno a cualquier protagonismo individual). La falta de recursos de un lado y alguna otra razón que desconozco, hicieron que el autor de “Palabras urgentes” y teórico de la Poesía Integral se resignase a ver su obra impresa un año después. Calendarios diferentes, títulos distintos, voluntades acaso ya diversas, pero una sola verdad: ambos, como la espada de Pizarro en la Isla del Gallo (perdóneseme el símil tan desproporcionado e inconveniente) marcaron el deslinde entre pasado y futuro. Fueron, para decirlo en dos palabras, la respuesta rotunda al cojudeo encontrado y anticipada al que vino después como uno de los efectos negativos del estado de guerra vivido por nuestro país.

 

  

Seis años después apareció “Vida perpetua”. Un libro, en el aspecto formal, extremadamente distinto. Si el primero significó la incorporación del lenguaje popular a la poesía, el segundo fue una profunda y sorprendente incursión de la poesía en el lenguaje mismo. Fue, además, una invitación al lector a participar en la fiesta de la creación. Fue la primera gran expresión de estudio y experimentación que Juan se había propuesto y puso en práctica en “un solitario y franco proceso de ruptura.”

  

 

Luego vino lo que es, creo, el más importante y ambicioso libro escrito por el fundador de Hora Zero: “Las armas moldas” (Arteidea editores, 1996). Un libro que ofrece múltiples lecturas: poética, política, social, antropológica, lingüística. Un libro que no es para ser leído en una sola tarde. Consta, por lo demás, de doscientas treinta y cuatro páginas y contiene setenta poemas de excelente factura, muchos de los cuales son la suma de varios poemas lo que hace que la cuenta arroje un total de ciento treinta y ocho. El conjunto es lo que me atrevería a llamar una expresión de épica y lírica contemporáneas. Puede ser leído (otra vez perdóneseme, ahora por la irreverencia) como la Biblia: en el momento que usted desee, comenzando por la página que elija ex profeso o al azar, al revés o al derecho, de manera integral o interesándose solo en versos sueltos.

  

 

Paralelamente a la sucesión de los poemas, el libro presenta el desarrollo de un trabajo de, al mismo tiempo, investigación y creación en el plano estrictamente lingüístico. A partir de una suerte de prólogo conformado por el antecedente de los “andigramas”, Juan Ramírez Ruiz se entrega a la tarea de sustentar una propuesta sumamente ambiciosa y audaz: crear la escritura de lo que denomina la dimensión hanan que no es sino (en sus propias palabras) “la dimensión suprema: la energía reunida del protoplasma, de la biosfera; el paraíso terrenal y cósmico poblado por las diáfanas teleologías de las altas elaboraciones mentales y espirituales de todos los hombres”. El resultado que obtiene es un catálogo de signos, o signario, llamado alfagrama, cuyos valores semánticos tienen carácter verbal, numérico, musical, cromático, geométrico y algoritmico.

 

 

 

Hagamos memoria. Hora Zero quiso significar una “toma de situación y de conciencia” como posición considerada ineludible. Planteó una nueva actitud frente al acto creador; señaló la necesidad de estudio, de investigación, de descubrimiento y de renovación; afirmó la urgencia de una poesía que no invite a la conciliación ni a pacto con las fuerzas negativas y se impuso el compromiso de escribir una poesía viviente que no deje escapar nada al trayecto del poeta como hombre momentáneo sobre la tierra. Su aporte fue o, mejor dicho, es la Poesía Integral como una totalización, donde se amalgame el todo individual con el todo universal.

 

Eso es “Las armas molidas”. Corresponde, estrictamente, a lo que es la Poesía Integral, por su afán totalizador y su propuesta de un nuevo lenguaje como cabal signo de ruptura. No solo representa el punto culminante del desenfreno creador de Juan Ramírez Ruiz, es decir, el producto más elevado de una verdadera orgía de trabajo protagonizada por el luminoso habitante de aquel casi oscuro 444 del jirón Ancash (donde vivió un gran número de años); es también, la rigurosa realización del proyecto llamado Hora Zero.

 

 

“Las armas molidas” nos muestra, además,  que, en verdad, la poesía no es solo ofrecimiento de complacencia, sino la búsqueda de lo imposible, el abrir las puertas de la utopía. Es la creación plena!

 

 

Con este libro, Juan Ramírez Ruiz nos dice, con certeza, que la inmolación de sus días (literalmente y al puro estilo horazeriano ) no ha sido sacrificio vano, sino fecundo ejercicio vital. Por ello, lo digo también con certeza, sigue vivo y dando guerra: la exultante guerra de la poesía.

Posted by al4/alvarezbr at 4:11 PM EDT
Updated: Saturday, 29 January 2022 1:37 PM EST
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Tuesday, 9 October 2007
CULTURA DE PALLASCA: DE DIEGO MEJIA A SANTOS VILLA, UNA HISTORIA DE MATAFORAS Y ACORDES

Pallasca –lo escribí hace algún tiempo- es “un pueblito de la sierra ancashina, bello, saludable y acogedor, por sus paisajes infinitos, por su clima y por el calor imantado de su gente, que es capaz de atraer al más distante de los humanos, convirtiéndolo en huésped perpetuo de su corazón. “

La historia.-Su historia se remonta a los primeros tiempos de la Conquista. Estudios serios indican que su nombre provendría del cacique Apollacsa Vilca Yupanqui Tuquiguarac, “indio noble que prestó importantes servicios durante el paso de los primeros conquistadores”, por lo que habría recibido escudo de armas, según señala el historiador Félix Álvarez Brun, en su libro ANCASH, una historia regional peruana.[1] 

En Pallasca han ocurrido hechos que merecen ser resaltados. En las aguas del Río Tablachaca (antes Andamarca) fue arrojado el cadáver de Huáscar, el último heredero legítimo del Imperio Incaico. En dos oportunidades, a fines del siglo XVI, recibió la importante visita de Toribio de Mogrovejo, entonces la más alta dignidad de la Iglesia Católica en el Perú y después proclamado santo, en diciembre de 1726. En la etapa de la Independencia aportó su cuota de hombres y provisiones para el Ejército Libertador. Cuando se produjo la invasión chilena, puso de manifiesto su arrojo y patriotismo negándose a cumplir las órdenes de los jefes militares enemigos y, más bien, se enfrentó, en desigual batalla, dando  excepcional muestra de dignidad que le costó, como heroico saldo, decenas de muertos y heridos.  

Años antes de aquel conflicto fue visitada, en épocas distintas, por dos importantes estudiosos  europeos cuyos testimonios fueron insertados en sendos libros que son fuente obligada de consulta: Charles Wiener, autor de Peru et Bolivie, y Antonio Raymondi, que escribió El Departamento de Ancachs y sus riquezas minerales. El francés Wiener, entre otras descripciones y alusiones, se refiere al río Tablachaca y expresa que se trata de “uno de los sitios más notables en la historia del Perú”, porque allí “fue degollado cerca del puente por orden de su hermano sublevado”,  Huáscar el último inca legítimo. Raymondi  advierte que  el distrito de Pallasca  “es el más estenso (sic) de todos los de la Provincia” e intuye, por algunas evidencias encontradas, que debió haber sido importante durante la dominación española; resalta la belleza del panorama que se aprecia desde Santa Lucía  donde, dice,  “hay una pequeña capilla”,  y llega a conocer el subterráneo (que nosotros cuando niños llamábamos “infiernillo”) ubicado en una vivienda al frente del templo de San Juan Bautista. Pero lo más significativo quizás sea el haberse dado cuenta que, como en otros distritos (a diferencia de Corongo, que entonces formaba parte de nuestra provincia) en Pallasca solo se habla el idioma español, lo cual, según su personal apreciación,  hace que los habitantes de estos pueblos sean más tratables y cariñosos”. La ausencia del Quechua -que no tuvo tiempo de arraigarse en los pueblos de nuestra Provincia (y que, por cierto, deberíamos lamentar)-   se debe a que –como señalaron investigaciones lingüísticas ulteriores- el idioma nativo en esta región fue, en realidad, el Culli que prácticamente sucumbió ante la irrupción sucesiva de incas y de españoles y del que solo han quedado desperdigadas o “chapreadas” (que es como se dice en pallasquino) algunas expresiones que son empleadas con frecuencia (pienso ahora en la particular eufonía de los topónimos Conshyam, Mushyuquino, Pocata, Shulgarape…) 

La poesía.- Si aceptamos que –tal como afirma el historiador Álvarez Brun- Pallasca es la antigua Andamarca,  aquel pueblo más o menos cercano al río en que, sabemos, fue arrojado el cuerpo sin vida de Huáscar, el último Inca legítimo, entonces tendremos que admitir que la poesía pallasquina comienza con el poeta sevillano Diego Mejía de Fernangil. La segunda parte de su Parnaso Antártico, llamada “Égloga Intitulada El Dios Pan…”, tiene, entre otros, estos significativos versos: 

“Aquí, señor don Diego, en Andamarca,donde el Quisquis, y el gran Cilicochimacortaron la cabeza a su monarca,junto al arroyo do con vena opimade rubicunda sangre dio a su vidael sin ventura Guáscar fin y cima,me hallo a la sazón que a su queridaTetis inclina la jornada Apolo,Dejando esta región oscurecida.” 

Es decir, la poesía pallasquina (digo, aquella escrita en Pallasca) tendría su registro histórico a partir del siglo XVII. Pero para sustentar esta afirmación habría que darse el menudo trabajo de recurrir a la Biblioteca de Paris que es donde, tenemos entendido, se encuentra el texto completo del largo poema, y además hacer un seguimiento al itinerario biográfico de aquel medio desconocido vate. Esto permitiría sumar argumentos a la tesis pulcra y minuciosamente expuesta por Álvarez Brun, nuestro laureado escritor.  

Pero por ahora solo nos importa ocuparnos de otros poetas, los creadores emblemáticos de Pallasca: Víctor H. Acosta y Teófilo Porturas que, por cierto, merecen permanecer en nuestra memoria, alimentando el lado noble de nuestro orgullo. Olvidarlos sería injusto, oprobioso y ofensivo a la dignidad. 

La única vez que ví a don Víctor H. Acosta fue el día en que lo conocí. Yo tenía doce años. Ocurrió cuando –como lo he contado en una crónica- “alumnos y profesores de la 293, mi escuela, habíamos ido en “excursión” a la capital de la provincia y allí, fastuosos, en una velada literario musical hicimos una representación teatral en la que yo aparecía como “Willac Umu”, usando como parte de la indumentaria una capa probablemente del San Juan Bautista de mi tierra”. Mi padre, el maestro Rafa, era mi profesor y, por tanto, también fue de la partida. Yo siempre “paraba –como se dice- pegado a él”. Y recuerdo que en la Plaza de Armas de Cabana se produjo el encuentro: él y Víctor H. Acosta. La bella Iglesia de Santiago el Apóstol, mandada a construir creo que por el padre Ciro Palay, imperturbable y blanca permanecía allí apuntando al cielo en la esquina sur oriental. Y, claro, el niño zonzo -o sea yo-  también en el lugar, pero mirando al suelo. Bien peinado, el poeta vestía un terno plomo a rayas correctamente abotonado, y con corbata. Supe que le gustaba jugar billar y que no confiaba en los tacos que se ofrecían en el establecimiento a donde acudía a relajarse con sus amigos; por eso prefería llevar el suyo, uno de color marfil que en aquellos momentos portaba y se ufanaba en mostrar a mi padre. Yo, por supuesto, ya sabía que se trataba de un poeta porque tuve  oportunidad de conocer su único libro, Sentidas, que fuera publicado allá por el año 1929 cuando su autor, según tengo entendido, aún era adolescente (por lo menos eso es lo que se nota en la foto que aparece a la vuelta de la portada). Lo que nunca llegué a saber era el porqué de aquella “H” en su nombre (muchos años después alguien llegó a decirme –naturalmente, sin haberlo podido confirmar- que en realidad correspondía a su apellido paterno, el que por alguna de esas misteriosas razones o sinrazones que solo los poetas entienden, terminó reduciéndose a la inconfundible sonoridad de esa letra a la que le dicen muda). El librito, prologado por don Teófilo Porturas (con quien compartió experiencias de aprendizaje y creación en Trujillo, frecuentando en su adolescencia a poetas y escritores del Grupo Norte, como Antenor Orrego), fue impreso por la Imprenta Torres Zumarán del jirón Sandia 111, y yo lo obtuve gracias a que mi amigo Lucho Aparicio me lo regaló –después de haberlo encontrado junto a un número indeterminado de otros ejemplares, en el “terrado” de su vivienda- cuando formábamos parte del Club Infantil  “Los Inseparables” (acerca del cual ofrezco publicar pronto una crónica, pues tiene una significación altamente sensible en mi vida).  Don Víctor, el querido autor de Ave que muere, su poema más conocido y celebrado especialmente por las damas pallasquinas, nació en Pallasca, pero hasta sus últimos días vivió en Cabana, donde nacieron sus hijos y quedó su recuerdo. Sentidas, el poemario de don Víctor,  es un libro de formato pequeño, diríamos  “de bolsillo”. Está compuesto por cuarenta y siete poemas bellos y bien escritos, que se caracterizan por una extraordinaria riqueza expresiva, además de musicalidad y ternura. En ellos se pone de manifiesto poco discretamente la presencia de Rubén Darío; es que el Modernismo había poblado el continente, entonces. Pero también –como muy bien apunta Teófilo Porturas en el prólogo- hay algo de Vallejo.  Un poema conmovedor es aquel titulado Yo nací para cantar, en el que encontramos estos hermosos versos:

  “Canté en las sombras de mi desventuraEl recio golpe de mis amarguras;Canté, porque he nacidoPara ser un Acosta dolorido. Así fui lanzado al podrideroDe esta vida mezclada de asperezas!¡Y en tan crudo y horrendo podriderosiempre sigo cantando mis tristezas.” 

Don Teófilo Porturas administraba una muy modesta tiendita y nuestros padres cuando nos pedían que hiciéramos alguna compra nos decían: "anda a  la tienda del poeta" y, créanlo, la eufonía de esta palabra  nos conmovía de veras. El espíritu de aquel hombre era vivaz. Su sueño era que Pallasca elevara su nivel cultural. Y, en efecto, procuró que ello ocurriera, y vio que a los niños y jóvenes había que entregar las llaves del futuro, formando su personalidad, enriqueciéndola. El camino, probablemente difícil, había que recorrerlo con un instrumento sin duda eficaz: la lectura. Por ello es que, junto a un grupo de trece pallasquinos (todos, como él, humildes) hizo todo cuanto le fue posible para dar el paso decisivo, irreversible, trascendental: fundar la Biblioteca Pública de Pallasca. Ansiosos y esperanzados, recurrieron a un paisano que hacía mucho años había partido a otra provincia, don Manuel Herminio Cisneros Zavaleta; él les ofreció y dio su apoyo: los libros de su colección privada los transfirió, en donación, a favor de su pueblo natal, y como reconocimiento a su calidad profesional de periodista y en gratitud por su alma noble y bondadosa, los entusiastas gestores de la obra decidieron darle su nombre a la Biblioteca que en esos momentos (1º de Mayo de 1957) nacía y que por un considerable número de años, domingo a domingo, abriría sus puertas para congregarnos a los niños y adolescentes de entonces, en un inolvidable ritual que nos hizo felices. Curiosos, ávidos, inquisidores, leíamos y leíamos, desde El Tesoro del Juventud hasta Cumbres borrascosas, de La vuelta al mundo en 80 días a El mundo es ancho y ajeno...Pulcramente vestido, con la cabellera más o menos larga peinada hacia atrás y con un brillo de gozo en los ojos, nos atendía, solícito, el fundador de aquel medio discreto templo de la cultura. Don Teófilo Porturas, poeta, publicó un solo libro cuyo más celebrado poema fue siempre Jardinera del silencio en el que decía: “Eres una compañía de recuerdos/ para mi pobre vida…”; “¿A dónde iré con mi manojo de locuras,/ en los ojos tórridos,/ aquí donde se renueva mi alma/ del retazo que tengo todavía de amarguras?”. Razones, probablemente económicas, hicieron que sus poemas que desde muchos años antes habían aparecido sueltos en algunas revistas y periódicos, recién en 1967 conformaran un volumen al que don Teófilo llamó Latidos; poemario cuyos versos –al decir del cusqueño José Gabriel Cosio- son “de melancolía y tristeza, de angustia y de desesperanza, con un sí que es no de agridulce”; y presentan también una poco habitual audacia creativa en el aspecto formal, insinuándose algo de Oquendo de Amat, por ejemplo,  en versos como los que siguen: 

“Mañana me bañaré en tus lagosen mi infancia te he mirado a titus tardes avanzan a suicidarseen los maizaleslentamente.” 

Conformado por treinta y ocho poemas, Latidos fue impreso por don Jesús Aguilar Segura, el honrado, solícito y diligente secretario de la Municipalidad Distrital, en la pequeñísima Imprenta del Concejo.  Los niños de entonces, lo recibimos con alborozo y fue don Moisés Porras, Director del Colegio San Juan Bautista,  quien nos dio las claves para comprenderlo. Así fue como pudimos, tempranamente, degustar el sabor asaz extraño de sus metáforas y descubrir en su novedoso ritmo algo así como la música de Pallasca compuesta, claro está, sin solfas ni acordes estridentes. 

 La música.- Cierto, no son acordes estridentes los que hallamos en la música pallasquina. Y para hablar  de ella debemos necesariamente referirnos a cinco nombres (como las líneas del pentagrama). Nombres de personas que contribuyeron con un aporte valioso: hacer que nuestra sensibilidad, a veces proclive a lo foráneo, se identificara con las manifestaciones artísticas nacidas en nuestros pueblos andinos. Su influjo, naturalmente, se sumó al que ejercieron nuestros padres y, por cierto, al que brotó de la belleza de nuestros paisajes, de lo glorioso de nuestro pasado y de la calidad espiritual de nuestra gente, la buena gente de Pallasca y sus costumbres (dos de las cuales, insustituibles, son el Toro de trapo con el pum, pum de la caja y la medio afónica melodía del pífano, y las Quiyayas, “telúricas y magnéticas” como habría dicho el inmenso César Vallejo). Estos nombres son: Pedro Gutiérrez, Ireno Aguilar, Julián Rubiños, Juana Díaz e Isabel Miranda.

Don Pedro Gutiérrez, El Conshyamino, nuestro folclorista invidente, cuando lo conocimos solía ubicarse en una de las bancas de la Plaza de Armas (casi siempre en la que da hacia la iglesia). Con un seseo muy particular, secundado por el acompañamiento jadeante de “su acordeón o concertina”, protegido por su poncho y sombrero, rodeado por los chiquillos del pueblo y –cómo no- vigilado por la “Repolla”, su mujer, entonaba huaynos y guarachas: “En el cielo las estrellas”, “Mi cafetal”...y “La piedra de mal rodar”, su canción emblemática[2]. No faltaba -como en todas partes- algún mozalbete zamarro que –candorosamente perverso- le jugara una broma pesada, como presionar una tecla de su instrumento, alterando, así, la ejecución del tema musical; don Pedro se enfadaba por un instante, soltaba sin mucha convicción un carajo, pero inmediatamente sonreía y continuaba con la música. Nosotros nos alegrábamos con su alegría y nos conmovíamos con su emoción. La destreza que demostraba al hacer brotar las notas de su muy humilde instrumento, era la misma cuando confeccionaba las proverbiales “andaritas” (especie de flautas de pan hechas con cañas de carrizo), perfectamente afinadas como para pergeñar, en las noches de luna llena, las melodías inolvidables del “Zorro negro”; o para que Julio y “Shantel” -dos de sus principales usuarios- pudieran familiarizarse con la nobleza del arte órfico (su padre -nunca olvidado, especialmente por su cálido y generoso corazón-, don Santiago Zanelly, era, probablemente, el más entusiasta “cliente” de don Pedro). Durante las primeras décadas del Siglo XX, sabemos que la animación musical de las fiestas familiares del pueblo, más que la Victrola, corría a cargo de El Conshyamino. La aparición del retumbante “Pick  up” prácticamente desplazó a ambos. La Victrola se convirtió en pieza ornamental o de museo y don Pedrito, tal vez invadido por una honda tristeza pero jamás deprimido, trasladó su centro protagónico a la Plaza, mas nunca se alejó de los corazones. Más que un personaje, llegó a ser un símbolo. Los pallasquinos lo guardamos en nuestra memoria y sabemos que él y don Víctor Alvarado, don Pancho Nina, don Lorenzo Paredes...forman parte de la identidad espiritual de nuestro pueblo. Hablar de Pallasca es no olvidarse de ellos, tanto como de El Chonta, de Tambamba, de Santa Lucía; de la “293” y sus entrañables “maestros”; del Toro de trapo, de las “luminarias” y del grog…A nosotros, por lo menos a nosotros, cuando niños, don Pedro Gutierrez nos dio una lección imborrable –como todas aquellas que se dan sin palabras, que se dan con el ejemplo: amen lo nuestro con todo el corazón. 

Y el “pick up”, ese medio perverso personaje sin alma que a don Pedrito le mermó protagonismo, significó, valgan verdades, una importante contribución para que aquello de lo que estamos hablando se fortaleciese: la pasión por lo nuestro. Gracias a él más gente pudo acercarse a los ritmos y melodías del ande peruano (y, cómo no, también a los valses, las polcas, las guarachas, el mambo...). En las fiestas familiares y los “bailes sociales” se hacía presente a primera hora junto a las pesadas baterías o acumuladores.  La Pastorita Huaracina (“La Soledad”, “Penitenciaría de Lima”, “A los filos de un cuchillo”, “Zorro, zorro”...) y el Jilguero del Huascarán (“Capitalina”, “Marujita”, “Al compás de mi guitarra”, “Cóndor Cerro”...) fueron una suerte de alimento espiritual precisamente en esa etapa en que todo se asimila: los primeros cinco u ocho años de la vida. ¿Quién nos los hacía escuchar casi cotidianamente? Ya lo adivinaron: don Ireno Aguilar. Desde su casa ubicada en la parte alta del pueblo, aún con discos de carbón, el “pick up” (probablemente el primero que llegó a Pallasca) hacía que nuestras mañanas o tardes, normalmente monótonas como en todo pueblo pequeño de la sierra peruana, tuvieran como aliño aquel almíbar que nunca empalagaba: los huaynos, las chuscadas, los chimayches...Por ello, don Ireno (el del molino de piedra con su “tararác” y su cárcamo y quién sabe con su “duende”) tiene un lugar preferente en nuestra memoria, la memoria del pueblo, porque -hay que reconocerlo sin mezquindad- su existencia fue, musicalmente,  nutricia.

Como nutricia es, también, la de otro hombre que aparece nítidamente en la historia musical de Pallasca. El compositor y director de un conjunto musical (“Los mensajeros del Chonta”), una de cuyas canciones hizo abrir los ojos y la conciencia de muchos: “Señor Diputado”. Nos referimos, a quién más va a ser, a Julián Rubiños. La letra de ese tema (contestario, de protesta, turbulento) correspondía en verdad al sentir de un pueblo postergado por muchísimo tiempo; ponía en el tapete y la atención pública una necesidad y una esperanza: que Pallasca saliese del aislamiento para conectarse con los pueblos y ciudades más desarrollados. La exigencia era específica: queremos carretera. Pero también –recuérdenlo-  reclamaba que quienes reciben el voto popular sepan ser dignos de él. Es decir, don Julián no solamente vio en el arte musical un medio para promover el entretenimiento, el gozo,  sino una tribuna de denuncia y demanda. Es, lo decimos categóricamente, el compositor pallasquino por excelencia. El mismo cantaba sus canciones y dirigía a los integrantes del grupo de instrumentistas que lo acompañaban (“marco musical”, le dicen ahora). Don Julián tiene aún, gracias a Dios, el talento y el entusiasmo vívidos y fecundos, y podemos esperar más de él.

Pero no solo él puso la voz a sus composiciones. También una simpática jovencita (ahora respetable y hacendosa ama de casa, desde hace muchos años con residencia en Norte América) nacida en el distrito de Santa Rosa, Juana Díaz. Y es precisamente ella la que llevó al acetato el huayno al que nos hemos referido. Y ella es quien contribuyó grandemente a que Pallasca fuera conocida. Desde los coliseos (en boga hace varios lustros) y la radio, su voz repetía con orgullo y emoción el nombre de nuestro pueblo. Estamos hablando de la artista representativa de nuestra provincia, aquella que cantaba versos sentidos como estos: “En las pampas de Zarumilla hay un cadáver de quien será, seguramente de un pallasquino...”. Sí, pues: a ella le debemos mucho, pero –es lamentable que sea así- la hemos soslayado injustamente. Recordamos que alguna vez (fue en 1965, sin temor a equivocarnos) ella, con Julián Rubiños, “El cholo sufrido” y “Susanita ancashina” llegaron a nuestro pueblo y programaron una presentación en la 293, nuestra Escuela (esa que la modernidad ha tirado por los suelos); la respuesta fue adversa y nosotros, entonces aún en la infancia, sentimos dolor y experimentamos eso que hoy se llama vergüenza ajena. Estamos hablando, señores, de “La pallasquinita”. Ella y nuestro compositor Julián Rubiños merecen el homenaje y desagravio que Pallasca les debe por gratitud y justicia.

De Isabel Miranda hemos dejado de escuchar (su padre fue -lo conocimos- don Santiago Miranda; ¿se acuerdan de él?). En los años 60 grabó un disco (probablemente otros más, no lo sabemos), en el que –como está escrito en otra parte- se dibujaba musicalmente a Pallasca y su fiesta patronal, la Fiesta de San Juan Bautista. Un segmento de aquel tema musical decía: “Toque, toque don Pedrito su acordeón o concertina, para bailar por la Calle Grande con mi linda pallasquina...” Un tema hermoso, de auténtica creación -no como otros- según pudimos advertir, y muy bien cantado, que debiera merecer reiteradas reediciones y, sobre todo, ser difundido intensamente entre todos los pallasquinos, porque es como un himno que alimenta el orgullo y el cariño por la tierra que nos vio nacer y por su gente.

Concluyamos. Sin olvidar lo que significó don Alonso Paredes, maestro que cultivó y estimuló en los niños la simpatía por los valores del rico y altivo pasado de nuestra patria y considerando el aporte conmovedor de nuestros chirocos -Eleodoro Valdez y sus hijos, entre otros-, la aleccionadora aunque fugaz vida de la Estudiantina de la 293 y el entusiasmo de maestros como don Elio Machado (¿recuerdan las “veladas literario-musicales”?), ellos (Pedro Gutiérrez, Ireno Aguilar, Julián Rubiños, Juana Díaz e Isabel Miranda) constituyen el pilar sobre el cual la música folclórica de Pallasca se sustenta. Después de ellos han venido y seguirán llegando nuevos y muy buenos valores, no tenemos por qué dudarlo. Santos Villa Laureano es uno y creemos que de los mejores (importante  es también la labor de difusión que hace a través de una emisora de la Capital). Hay que agradecer que sea así, pero estimulémosles sin reservas y con alegría. Porque, ¿saben una cosa?,  el arte nos hace mucho bien, alimenta los buenos sentimientos y robustece la dignidad de los pueblos.

Coda.-Lo dicho hasta aquí pretende tres cosas: primero, afirmar que la gente humilde ha sido siempre, como en casi todos los pueblos,  la forjadora de nuestra identidad espiritual; en segundo lugar, ser una suerte de suplemento nutricional de la memoria: recordar, señores, enriquece y honra, y, en tercer lugar, insinuar una exigencia: sintámonos orgullosos de ser pallasquinos. Es, además, un trazo inseguro, un apunte precario, incompleto, de lo que debería ser la acuarela que retrate a Pallasca, Pallasquita linda (como la llamaba don “Moshe” Huerta), la tierra de los chupabarros; aquella que está a muchos kilómetros de distancia de mis ojos pero que, sin embargo, siento que palpita cotidianamente en mi corazón.¬¬¬   



[1] “Al César lo que es del César”: A la importante contribución del historiador Álvarez Brun (quien ha escrito el más completo, riguroso y bello libro sobre la historia de Ancash y, por ende, de Pallasca), debemos sumar el aporte pionero del normalista conchucano Alonso Paredes y el candoroso entusiasmo de nuestro paisano Manuelito Alvarado. Gracias a ellos pudo reconstruirse gran parte de nuestro pasado histórico. Soslayarlos sería injusto.

[2] “Ojalá nayde vuelva a caer / en esa piedra de mal rodar. / Y si otro día la vuelvo a hallar / de Mushyuquino la voy a botar…”

Posted by al4/alvarezbr at 4:50 PM EDT
Updated: Tuesday, 9 October 2007 5:37 PM EDT
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Wednesday, 24 January 2007
NUESTRA CASA
No era la mas hermosa ciertamente, pero tampoco la menos atractiva: era nuestra casa y, por lo tanto, para nosotros era la mejor del pueblo. Su puerta de acceso principal (aunque no lo crean, tenia dos puertas) daba al jiron Alvarez Gonzales. Don Manuel, el de esos apellidos, fue un hombre notable en Pallasca a fines del Siglo XIX y en los primeros a?os del XX; probablemente se trataba de un pariente mio, no estoy seguro como tampoco lo estoy del Alvarez que llevo, pero de esto hablare en otra oportunidad. Esta calle, explico, empieza en la esquina surororiental de la Plaza de Armas y, en subida, avanza hacia el Este para terminar por donde se ubicaba la casa de don Ireno Aguilar (si, el se?or que tenia un “pick up” con huaynos de la Pastorita y del Jilguero y un molino de piedra en que se preparaban las harinas de nuestras humildes sopas y los panes caseros –los otros, los que vendia do?a Anatolia, eran hechos con “harina del norte”). Antes de llegar al final –sigo hablando del jiron Alvarez Gonzales- pasaba por la casa de don Demostenes, que es donde funcionaba la “Caja de Depositos y Consignaciones”, y seguidamente por El Tambo (zona a las que la malas o buenas lenguas le atribuian cierto aroma de sensualidad maliciosa). Tenia –ahora vuelvo a referirme a nuestra casa, la casa en que mi madre me pario y en la que pase los primeros quince a?os de mi vida y nacieron, tambien, mis hermanos menores- tenia, repito, dos niveles. El primero, en la parte alta: el zaguan, el patio, la cocina (con cuyero incluido), la sala, el dormitorio y otro cuarto sin uso definido (un deposito, diriamos), mas el gallinero en cuyas inmediaciones se encontraba el ba?o –una letrina, en realidad- y el horno de barro del que casi nunca salian buenos los panes porque, segun decian, “no calentaba bien”. El otro nivel, en la parte inferior: una pieza bastante amplia cuyas dimensiones equivalian a la suma de la sala y el dormitorio debajo de los cuales de hallaba. Por algun tiempo (tendria yo unos seis o siete a?os) fue usada como tienda de abarrotes. La recuerdo muy bien, basicamente por dos cosas. Me comia todas las galletas de animalitos guardadas en una lata. Y porque, un mal dia, frente a otra lata –de kerosene, puesta sobre el mostrador- encendi un fosforo, y al ver que el fuego la envolvia sali despavorido como alma que se lleva el diablo: la oportuna e inteligente intervencion de mi padre impidio una tragedia. Para ingresar en este ambiente habia que descender por unos escalones de madera al lado derecho de la sala, pero tambien se podia entrar (aunque casi siempre permanecia con llave, pues ya no funcionaba la tienda) por la puerta que miraba hacia la casa de don Ramiro Rubio (en el jiron que forma esquina con el que mencione al principio, y baja -desde la plaza- al barrio de Quichuas, pasando por la Calle Grande y la vivienda de don “Lonsho” Pinedo, nuestro zapatero en la epoca de las estaquillas y la pita untada con cera de abeja). Encima de todo, sobre la sala y debajo del techo de tejas, estaba el “terrado” que, en el conjunto de compartimentos de toda casa serrana, era -y seguramente debe seguir siendo- como el pariente pobre: botadero de cosas inservibles por cuya restauracion nunca se perdia la esperanza. La sala, en cambio, correspondia a la nobleza. Las paredes de la nuestra fueron las unicas tarrajeadas, claro, por don Pedro Tapia, empleando, como era de costumbre, yeso. Desde alli sobresalia un peque?o balcon, aquel en donde mi hermano Jorge y yo dejabamos en la Navidad nuestros zapatos (esos, los confeccionados por don “Lonsho”) esperando las monedas de Papa Rafael, perdon, quiero decir de Papa Noel. Dentro, ademas de una mesa larga y varias sillas bien dispuestas, estaba, cerca de la puerta pintada de celeste, el estante de libros y, entre muchos otros, en ese estante estaban el Mundo es Ancho y Ajeno de Ciro Alegria y Musica de Camara de James Joice, mis primeras lecturas mas o menos formales; y sobre la mesa, una maquina Underwood, con la que escribi Color de barro, mi primer poema en la pubertad. Pero, valgan verdades, (despues del ma-me-mi-mo-mu que debio haberme ense?ado do?a Teresa Casana en el Jardin de la Infancia -alli, donde me enamore, angelicalmente y sin decirles nada, de Maruja Montero y de Ladoishka Rubi?os, mis compa?eritas de aula- y antes del “Charrito de Oro”, “El Super Raton” y muchas otras historietas en el club Los Inseparables, con Lucho Aparicio y otros amigos, y mucho antes de la Biblioteca Municipal “Herminio Cisneros”, que dirigia don Teofilo Porturas, el poeta) mis lecturas primigenias las hice en el humildisimo dormitorio de nuestra casa y, mas precisamente, en la modestisima pared del lado izquierdo y, exactamente, en los periodicos que, como papel tapiz, con engrudo habia pegado alli mi madre. Entre los titulares y las noticias de La Prensa y La Cronica, so?aba con ser torero cuando, en medio de otras imagenes en blanco y negro, veia la serena y retadora mirada de Antonio Ordo?ez en el redondel de Acho, caracho. Antes de dormir y cuando iba a levantarme leia y releia, cotidianamente, incansablemente. Mi padre se alegraba. Y ahi mismo, en ese dormitorio, a el lo vi llorar por primera vez al, tambien, leer y releer un telegrama con malas noticias sobre la salud de mi abuela Alejandrina. Y a mi madre, asimismo por primera vez, la vi que se moria. Yo tenia cinco a?os y al percatarme que iba ensombreciendose, a la medianoche, con los pies descalzos y el llanto como rio desbordado, sali a llamar a mi padre que estaba en casa de don Victor Alvarado; me acompa?aba, en la mano, una vela apagada por el viento. Mi padre me encontro temblando de frio y me levanto en sus brazos y corrio. Gracias a Dios y a esa luz extinguida en medio del camino, el hombre que me dio la vida evito que la de Abigail, mi madre, se obscureciera aquella noche. Timida y vergonzosa, como era, siguio alumbrandonos por muchos a?os mas. Aunque ya no es nuestra, la casa en que ella nos preparaba cachangas, bebiamos agua de panizara y nos alimentabamos con sopa de chochoca, la verdad es que sigue detenida en mi corazon; la veo, esplendorosa, en la “esquina del chorro”, mirando hacia la Plaza de Armas, hacia aquel jardin -frente a don Pancho Nina- donde la cantuta que planto el maestro Rafa, mi padre, florece roja como la sangre.


Posted by al4/alvarezbr at 1:11 PM EST
Updated: Thursday, 25 January 2007 6:55 PM EST
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Sunday, 21 January 2007
SI NO DE CARNE, DE POESIA (mi homenaje a Violeta Carnero, madre de Rosina)
Se quien es pero no la conozco personalmente. Estuvo casada con un poeta a cuya memoria se encuentra atada. Se que ambos, arrastrando a sus hijos, pasaron una dura temporada en Mexico, empujados por la intolerancia y la cobardia (las dictaduras jamas han sido valientes) de un gobierno idiota y tambien, como no, por la bella testarudez de sus sue?os. So?aron con la inacabable alegria del pueblo. Tres fueron los hijos varones que procrearon, me se sus nombres: Gustavo, Xavier, Marcel. Y una hembrita. Eso se y algunas cosas mas, pocas. Como me habria gustado, en verdad, haberla conocido de cerca y estar ahora conversando con ella: que me cuente, por ejemplo, como vive un poeta en el exilio: esa experiencia de la que hemos escuchado, por cultura general, pero no vivido y que, seguramente, no podriamos soportar (escritorcitos con aire acondicionado y yogurt, en Word y configuracion A-4). Que le habria dicho: que tiene una hija maravillosa, calida, a quien queremos mucho, y mas, muchas cosas mas. Pero tal vez nunca la llegue a ver (cruel es la ciudad con sus circunstancias y alcantarillas). Claro. Pero que digo: si aqui la veo y puedo mirarla cuando me da la gana, con estos ojos que han de comerse los gusanos y con los ojos del alma y del corazon. Veanla, aqui esta. En esta Carta..., del 19 de noviembre, escrita por Gustavo, su marido comunista. Si no de carne, de poesia! Plena. Es Violeta, la madre de Rosina, la Rochi. Siempre. En Ciudad de Mexico. En Lima. En llas venas de nuestro pueblo y en los latidos de la esperanza: estrella y mar, rio inacabable...

Posted by al4/alvarezbr at 11:05 AM EST
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Friday, 12 January 2007
DE PALLASCA Y CONCHUCOS, NACIDO EN LIMA: RICARDO ORE

Nacio un 24 de marzo hace casi cincuenta y ocho a?os y, victima de una penosa enfermedad, hace seis dejo de existir. Aunque fue Lima la ciudad en que por primera vez vio la luz, siempre lo sentimos como paisano nuestro: de Pallasca/de Conchucos. Fue diplomatico de carrera (consul en Madrid fue el ultimo cargo que desempe?o). Pero, sobre todo, fue y sigue siendo poeta. Dos libros dan testimonio de ello y de su saludable e inextinguible permanencia, ahora en forma de palabras nutricias, que nos acompa?a. “El sombreado de la liebre” (lirismo intimo, fino, delicado) e “Inscripciones en un campo de retamas” (mirada epica al pasado, sin los abismos de la grandilocuencia), son el legado culto, limpio, de la alquimia verbal que tambien desplego en “La nave de la memoria”, su solida obra teatral. Fue un hombre de sentimientos e incluso de modales nobles: presto a la solidaridad, al servicio, a la palabra de aliento. Dio afecto y se gano el cari?o de todos. Sus padres fueron Atilio y Olga, maestros de Conchucos y de Pallasca, respectivamente. Se llamo RICARDO ORE RODRIGUEZ y aun esta aqui: en nuestros corazones.

Posted by al4/alvarezbr at 11:12 AM EST
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Thursday, 2 November 2006
MURIÓ HACE QUINCE AÑOS Y YA NADIE HABLA DE ELLA
Fue, como escribieron en el aviso de su muerte, rusa de nacimiento pero española de corazón ("russe de naissance, le couer espagnol"). Y, en efecto, su corazon se desbordó inconteniblemente por España y los españoles y también por muchos latinoamericanos, y un sinnúmero de peruanos entre ellos. Se sabía que su origen era noble, de aquella nobleza caucásica que sucumbió por designio del régimen bolchevique que se entronizó en el Kremlin; pero, salvo algunos traviesos ingresos en su intimidad, nadie se atrevió (gracias a la delicadeza de la prudencia) a preguntarle cosas al respecto. Su exilio irreversible la llevó a la Península Ibérica y recaló, finalmente, en Francia. Los avatares previos no los tengo registrados pero, indudablemente, debieron parecerse en algo al retorno de Ulises a Itaca. Lo cierto es que por la particularidad dramática y riesgosa de su situación tuvo que sepultar su identidad verdadera y recurrir a la protección del seudónimo que, como ocurre casi siempre con los seudónimos que no llegan a uno por determinación ajena sino por propia voluntad, en su caso fue bello (resplandeciente, en verdad, como apuntara Jorge Falcón, su amigo de muchos años). No obstante provenir de donde provenia (casta o linaje despreciable a decir de las izquierdas radicales), fue una mujer que abrazó, perdón: que ejercitó con vigor, rotunda y contundentemente, las causas antifascistas en la Guerra Civil Española y se involucró en la resistencia francesa, adoptando en tales circunstancias (décadas del 30 y 40), como nombres de combate, "Delia Toral" y "Lucienne". El brío de sus convicciones y la vitalidad de sus actitudes fueron lección para muchos; uno de ellos, Alfonso Colodrón, reconoció la significativa influencia que en su vida ejerció aquella mujer, de la que dijo era "la más extraordinaria de las nómadas anonimas" que conoció. España la recuerda, mejor dicho: creo que la recuerda: una galería artística tiene, al menos, el nombre que ella usó hasta el final de sus días. Fue -ya es hora de decirlo- una mujer realmente excepcional. Murió, a los 94 años de edad, prisionera de su nostalgia, pero había vivido en libertad, y, así, libre amó y libre sirvió a los demás. Las buenas o malas lenguas (o las "malas voluntades", que a veces sirven para ponerles sal y pimienta a las relaciones humanas) le inventaron multiplicidad de amantes y sueños, y alli (que no lo sepa la "andina y dulce Rita de junco y capuli") hasta al mismisimo "Korriskosso" de Santiago de Chuco -sí: César Vallejo- le atribuyeron alguna incursión sin él haberse enterado (cosas de la libertad, pues, cosas del amor). Quienes sí ingresaron en el entorno cálido de su bondad, sabiéndolo al revés y al derecho, fueron muchos artistas e intelectuales peruanos, medio desprotegidos huéspedes del "Barrio Latino" -años 60- a quienes, con hospitalidad infinita, juntaba en su pequeño departamento de París (rue de Beaux Arts) alrededor de una mesa poblada de bondad; ellos, es muy probable, deben haber presionado la tecla "delete" en su cerebro, eliminándola de su memoria, porque olvidar es el recurso más fácil y expeditivo para deshacerse de la carga plúmbea que significa la gratitud. Pero, en fin, por ahora solo me interesa referirme a aquella mujer, hacendosa, comedida, en la que -lo digo siguiendo a Falcón- "conjugaron esplendor, bohemia y heroismo". Murió hace quince años, el 2 de octubre de 1991, y sus restos acabaron incinerados en el Columbario de Pere-Lachaise, en París. Hasta ese día, con dignidad, se llamó, simple y bellamente, así: Desirée Lieven. Ya nadie habla de ella.

Posted by al4/alvarezbr at 10:32 AM EST
Updated: Saturday, 29 January 2022 1:38 PM EST
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Friday, 27 October 2006
?CAMELLOS A LA BIBLIOTECA?

Acaba de morir "Estrellita", la unica sobreviviente de los camellos venidos desde Marruecos. Segun los especialistas, el deceso de los animales se habria debido a una intoxicacion alimentaria. La semana pasada, en un programa cultural de TV Peru, escuche consternado el comentario, acerca de este tema, hecho por el Director de nuestra Biblioteca Nacional (que, dicho sea de paso, tiene el buen o mal gusto de ocuparse de temas diversos, con gestos de "sabelotodo"). Fue de veras sobrecogedor enterarnos, por boca de don Hugo Neira, que el problema tenia que ver con una suerte de "desencuetro linguistico" mas que con el exceso de alfalfa. Haciendo una insolita referencia al Inca Garcilaso de la Vega, termino afirmando que a los camellos regalados por el Rey de Marruecos debio hablarseles "en su idioma" para, de ese modo, lograr su sobrevivencia. De veras que quede desconcertado y solo se me ocurrio una pregunta ingenua: ?a los camellos hay que alimentarlos con libros (que sirven para "desasnar") o con alfalfa para burros? Tuvimos un ilustre bibliotecario mendigo, y ahora uno que es veterinario. Cosas de la cultura, caracho!


Posted by al4/alvarezbr at 4:28 PM EDT
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