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Mi Aventura en el Mercado

Por Roberto Terrero

            Como cada lunes era la misma rutina, al llegar de la escuela sólo guardaba mis libros y automáticamente tomaba la canasta del mercado y le hacía saber a mi abuela que yo estaba listo cuando ella lo dispusiera. Tal vez para cualquier niño de 9 años el hacer esto no tenía ningún incentivo, pero para mí había una aventura en cada viaje. Lograba salir un poco más lejos del área donde vivíamos y esto me daba la oportunidad de ver cosas y gente diferente.

            Por alguna razón ese día para mi no fue tan agradable como lo había sido en tantas otras ocasiones. Llovía sin parar, parecía que aquel cielo gris nos decía que permaneciéramos en casa, pero conociendo a mi abuela, las cosas había que hacerlas cuando había que hacerlas.

            Esperamos un rato a que la lluvia cesara y con todo y mi descontento, salimos hacia el mercado. Caminaba de la mano de mi abuela y esta vez a diferencia de muchas otras, no había nadie en la calle, absolutamente nada interesante que al caminar lograra distraerme e hiciera mi ruta un tanto más corta. 

             Cuando al fin llegamos, después de un largo y aburrido viaje caminábamos puesto por puesto y mi abuela como siempre buscaba y negociaba lo que fuera más barato y yo por supuesto cargaba la canasta. De un momento a otro escuché lo que pareció ser el gemir de un asustado animalito. Sin más, volteé a ver lo que era y al mirar debajo de una mesa descubrí un pequeño perrito completamente mojado y cubierto de lodo que temblaba de frío. Me entristecí mucho, corrí hacia él y empecé a limpiar su cuerpecito con papel de periódico ya que fue lo único que encontré. Lo abracé y por unos minutos logré confortarlo y quitarle el frío.  

            Al verme, mi abuela gritó desde donde estaba, “ni lo pienses”, no tenemos suficiente para alimentar las bocas que hay en casa, así que no podemos llevar una más. En ese momento me sentí tan triste como aquel perrito, ya que lo había ayudado con la esperanza de llevarlo conmigo ofreciéndole techo y comida, pero mi abuela con sus palabras mataba mis ilusiones.

            Desesperado y muy triste no tuve más remedio que dejar al perro y continuar con mi abuela. Al hacerlo, quise tratar mi suerte una vez más haciendo un último intento por conservarlo, y fue cuando apelando a su buen corazón, le dije, abuela a mí no me molesta compartir la mitad de mis alimentos con el perrito con tal de que no se quede allí, sólo y triste hasta morir de frío." Supongo que mi gesto de nobleza finalmente tocó su corazón y aunque no muy convencida, me respondió: “Está bien, toma el perro y vámonos.” Aquel perro, a quien posteriormente llamamos Campeón, desde ese momento fue mi amigo y compañero de aventuras por mucho tiempo.