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El Espíritu Santo da la fe

Dr. Gottfried Hermann

Iglesia Evangélica Luterana Libre – Alemania

 

1.   El Espíritu Santo en nuestro tiempo

 

A veces existe la queja de que el Espíritu Santo recibe muy poca atención en la teología y en los sermones de las iglesias cristianas. Hasta cierto punto esto puede ser cierto en el caso de tiempos pasados (aunque no del modo en que usualmente se expresa). Pero en nuestros días ya no hay razón para este temor. Es probable que no ha habido ninguna época antes en que se haya discutido en las iglesias el Espíritu Santo y sus obras tanto como hoy.

 

Desde hace aproximadamente 100 años ha recibido mucha atención un nuevo movimiento entusiasta. A principios del siglo XX llegaron a existir las iglesias pentecostales. Exigieron un bautismo en el Espíritu que se suponía debía tener más importancia que el bautismo con agua. Se debe exhibir mediante obras extraordinarias del Espíritu. Hablar en lenguas y otras manifestaciones extáticas recibían mucha atención en ese tiempo.

 

En el pasado más reciente el movimiento carismático motivó atención de un modo similar. Los carismáticos creen que el Espíritu Santo debe ser exhibido en obras de poder visibles y perceptibles. La llamada “bendición de Toronto” se puede mencionar como el ejemplo más popular, según la cual la gente debe ser lanzada a la tierra y retorcerse allí gritando bajo la influencia del Espíritu Santo. Mediante cultos de alabanza o adoración los carismáticos intentan producir un trance y creen que esto sea obra del Espíritu Santo. Sabemos por la Biblia que el Espíritu Santo puede producir tales efectos (compare 1 Samuel 10:10ss). Pero hay que preguntar si aun cuando se viera tal manifestación extraordinaria automáticamente se debería ver al Espíritu Santo como el que lo origine. Tal conclusión no es posible porque Satanás también puede usar esas señales (vea Éxodo 7:11ss). Si queremos estar seguros de que estamos tratando con el Espíritu Santo tenemos que usar los medios que él dijo que usaría. Quiere obrar mediante la palabra de Dios y los sacramentos. Allí es donde lo debemos buscar. (Pero éste no debe ser el tema de este ensayo; el siguiente tratará en detalle de ello.)

 

Aquí sólo preguntamos cuál es la razón por la que las obras extraordinarias del Espíritu Santo atraen tanto interés hoy. Probablemente se debe a que el centro de la teología se transformó en el tiempo del pietismo. Bajo la influencia del individualismo creciente de los tiempos modernos, el centro del pensamiento teológico se movió hacia los sentimientos y experiencias subjetivas, y se alejó de los hechos objetivos de la salvación. No el contenido de la fe (lo que se llama fides quae creditur) sino el acto de creer (fides qua creditur) fue lo importante para mucha gente. No interesaba qué creo sino cómo creo y cómo esto influye en mi vida.

 

Cuando el asunto es la “salvación”, ya no se refieren a toda la obra del Espíritu Santo, sino sólo la salvación con un significado limitado: la vida cristiana que se basa en la fe. Esto conduce a la situación en la que la obra verdadera y más importante del Espíritu Santo se pone casi totalmente en el fondo. Parece mucho más importante prestar  atención a los aspectos psicológicos de la fe.

 

2. La obra del Espíritu Santo

Tenemos un proverbio en Alemania. “Como hacen, así se llaman.” Eso quiere decir: Algunos se apellidan Miller (molinero) y efectivamente trabajan en un molino. Otros se apellidan Little (pequeño), y realmente son pequeños de tamaño. Otros se apellidan Schuetze y realmente son buenos tiradores. Es así con el Espíritu Santo. Tiene su nombre en su obra. Martín Lutero escribe en su Catecismo Mayor

 

No podría yo titular mejor este artículo que denominándolo artículo de la santificación, como antes indiqué; porque en él se expresa y presenta el Espíritu Santo y su acción, o sea que nos santifica. Por eso, debemos basarnos en la palabra «Espíritu Santo», porque está tan brevemente expresado que no se puede tener otro término. En la Escritura se enumeran, además, diversos espíritus, como son el espíritu del hombre, los celestiales y los de maldad. Mas sólo el espíritu de Dios recibe el nombre de Espíritu Santo, es decir, el espíritu que nos ha santificado y nos sigue santificando. Así como se denomina al Padre: El Creador, y al Hijo: El Redentor, también al Espíritu Santo debe denominársele según su obra, el Santo o el Santificador. (Catecismo Mayor, II, 36ss.)

 

En seguida, Lutero también explica qué es lo que quiere decir “Santificador”. Mediante su sufrimiento, muerte y resurrección, nuestro Señor Jesús hizo todo lo necesario para la eterna salvación de todos los pueblos. Pero esto no nos sería útil si no supiéramos nada de ello. Viviríamos y moriríamos sin haber oído nada de este don maravilloso. Precisamente en este punto comienza la obra del Espíritu Santo. Asume el papel de hacernos apreciar lo que Jesús ha logrado por nosotros. Lutero escribe:

 

En efecto, ni tú ni yo podríamos saber jamás algo de Cristo, ni creer en él, ni recibirlo como “nuestro Señor”, si el Espíritu Santo no nos ofreciese estas cosas por la predicación del evangelio y las colocara en nuestro corazón como un don. La obra tuvo lugar y fue realizada, pues Cristo obtuvo y conquistó para nosotros el tesoro con sus padecimientos, su muerte y su resurrección, etc. Mas, si esta obra de Cristo permaneciese oculta y sin que nadie supiera de ella, todo habría sucedido en vano y habría que darlo por perdido. Ahora bien, a fin de evitar que el tesoro quedase sepultado y para que fuese colocado y aprovechado, Dios ha enviado y anunciado su palabra, dándonos con ella el Espíritu Santo, para traernos y adjudicarnos tal tesoro y redención. Por consiguiente, santificar no es otra cosa que conducir al Señor Cristo, con el fin de recibir tales bienes que por nosotros mismos no podríamos alcanzar. (Catecismo Mayor, II, 38ss)

 

 El Espíritu Santo nos lleva a Cristo; nos conduce a la fe en el Salvador. La fe que nos dio es la mano con que nos apropiamos y nos aferramos a Cristo. Por medio de la fe participamos en lo que Cristo nos logró. Nos permite producir “frutos” por fe mediante el Espíritu Santo que obra en nosotros.

 

 

3. Ninguna fe sin el Espíritu Santo

 

 

La obra primera y más importante del Espíritu Santo es conducirnos a la fe en Cristo Jesús. El apóstol Pablo escribe en su Primera Carta a los Corintios: “Nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo.” Esto significa: Nadie puede reconocer a Jesucristo como el Salvador y aceptarlo como tal. El Espíritu Santo nos da tal reconocimiento. El Espíritu Santo describe este proceso con varias imágenes, hablando en esta conexión de ilustración, conversión y renacimiento: “quien nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia” (2 Timoteo 1:9). O  “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9).

 

Sin embargo, la obra del Espíritu Santo se expresa en su manera más significante con la imagen de la regeneración. “Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo (Tito 3:4,5). El Señor Cristo mismo dice a Nicodemo: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5).

 

Desde la caída cada ser humano nace como pecador. Todos sufrimos de la mancha heredada de no poder vivir sin pecado. El pecado es resistencia contra Dios. No vivimos como debemos; no vivimos en comunión y armonía con nuestro Creador y Señor, sino como sus enemigos. La Biblia llama a esto la “mente pecaminosa” o la “muerte espiritual”: “Los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Romanos 8:7). “Estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Efesios 2:1).

 

Sólo con un comienzo completamente nuevo podemos ser rescatados de esta situación desesperada. Este nuevo comienzo sucede mediante el renacimiento. El Espíritu Santo obra nuestro nuevo nacimiento – esta vez como seres humanos espirituales, agradables a Dios. Nos muestra la voluntad de Dios, que se expresa en los diez mandamientos. Él es quien, mediante la palabra de la ley, nos hace reconocer cuán perdidos somos como pecadores y cuánto necesitamos a un Salvador. Por la palabra del Evangelio despierta en nosotros la confianza que ponemos en este Salvador. Nos lleva a confiar solamente en él y en lo que él ha logrado para nosotros. La Biblia llama esto la fe.

 

En la Apología de la Confesión de Augsburgo, Melanchthon describe este proceso con las siguientes palabras:

 

 

En el último capítulo de Lucas (24:47), Cristo nos manda predicar en su nombre el arrepentimiento y la remisión de los pecados. Pues el evangelio convence a todos los hombres de que están bajo el pecado, de que todos son merecedores de eterna ira y muerte, y ofrece, a causa de Cristo, remisión de pecados y justificación que recibe aquel que cree. La predicación del arrepentimiento que nos acusa, estremece las conciencias con auténticos y graves terrores. En estos terrores, los corazones tienen que ser nuevamente consolados. Y lo serán si creen en la promesa de Cristo, a saber, que por causa de él conseguimos perdón de pecados. Esta fe, que en estos terrores nos inspira ánimo y consuelo, consigue remisión de pecados, justifica y vivifica. Porque este consuelo es una vida nueva y espiritual. (Apol. IV, 62).

 

 

 

El Espíritu Santo nos da la fe por pura gracia. Y no lo hace de cualquier forma, sino por medios. La palabra del evangelio y el santo bautismo son sus “vehículos” mediante los cuales llega a nosotros y obra en nosotros. (El próximo ensayo tratará de esto con más precisión).

 

Seguramente no es ninguna coincidencia que el Espíritu Santo compara nuestro llegar a la fe a un segundo nacimiento, porque esta comparación muestra que el renacimiento no es una obra humana. El nacimiento significa que algo me pasa; estoy pasivo, no activo. — En el renacimiento el Espíritu Santo hace lo mismo conmigo; me da nueva vida, la vida espiritual que se extiende más allá de la muerte de mi carne. Lo hace por pura gracia. No hay nada que yo podría contribuir. Dios lo hace todo: Mediante su palabra, me envía su Espíritu (compare la Fórmula de Concordia, Epít. II, 18).

 

Aquí la razón del hombre pone sus objeciones. ¿No degrada al hombre haciéndolo una máquina si actúa sólo pasivamente durante el renacimiento?  ¿No conduce a que la conversión sea una compulsión irresistible (como insiste Calvino)? Sigue siendo un secreto cómo el Espíritu de Dios obra en nuestros corazones en detalle. Solamente conocemos sus medios (la palabra y los sacramentos) y el resultado. “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Juan 3:8). Conduce al error especular sobre el papel de la voluntad del hombre en la conversión (como lo hizo Melanchthon en sus ediciones posteriores de sus Loci). Tales especulaciones rápidamente terminan en el pelagianismo y su doctrina de que el hombre sea capaz al menos de obrar el comienzo de la conversión misma. La Fórmula de Concordia dice con corrección:

 

Pero una vez que el Espíritu Santo ha efectuado y realizado esto, y la voluntad del hombre ha sido transformada y renovada por el poder y la obra exclusiva de Dios, entonces la nueva voluntad del hombre es instrumento y órgano del Espíritu Santo, de modo que el hombre no sólo acepta la gracia divina, sino que también coopera con el Espíritu Santo en las obras subsecuentes. (Epit. II, 18).

 

Sin embargo, es cierto que podemos resistir la obra del Espíritu Santo. Dios no obliga a ningún ser humano a estar en su felicidad. Como dijeron los antiguos padres de la iglesia, no nos arrastra a sí mismo por los cabellos sino por el corazón.[1] ¿No experimentamos con demasiada frecuencia que la gente no permite que la palabra de Dios siquiera les llegue, o tercamente pasan por alto su voz? Se pierden por su propia culpa.

 

 

4. La fe - ¿una obra?

 

No hay nada que nuestro viejo Adán aborrezca más que recibir un don. Aun aquellas ocasiones en que regularmente damos regalos, la Navidad por ejemplo, se convierten en solamente un intercambio de regalos. Pero la Sagrada Escritura es muy clara: Somos salvos solo por gracia, por causa de Cristo, no debido a nuestras obras. Si se entremezclan sólo un poco las obras, la gracia ya no es gracia. Esto es válido también en el caso de la conversión o la regeneración.

 

Pero aún cuando se toma en serio “sólo por gracia” (sola gratia) y sólo por causa de Cristo (solus Christus), hay peligro. Frecuentemente se entiende mal la expresión sólo por fe (sola fide), como si la fe fuera una obra humana. En este caso dicen: “Por supuesto somos salvos por la gracia de Dios, por causa de Jesús. Dios hizo lo decisivo por nosotros. Pero ahora espera que el hombre haga su obra también. El hombre también tiene que acordar aceptar esta oferta; tiene que dar su asentimiento a esta oferta. Dios toca la puerta pero el hombre tiene que abrirla. Billy Graham lo describe:

 

La conversión bíblica incluye tres pasos — dos de ellos son activos, uno pasivo. El arrepentimiento significa apartarse de la vida anterior. La fe es el tornarse conscientemente hacia Dios. El renacimiento es el don de la nueva vida de Dios que resulta.[2]

 

Eso quiere decir: Primero el ser humano tiene que dar dos pasos en dirección de Dios, entonces Dios da un paso hacia el humano. En este caso se declara que la fe es una obra que el hombre tiene que hacer antes que Dios sea misericordioso con él.

 

La pregunta es: ¿Qué tiene que ver en fin la fe con el reconocimiento consciente? Seguramente no hay ninguna duda de que el reconocimiento es una parte de la fe además de la confianza. ¿No dice el Señor Jesús: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3)? Y el apóstol Pedro escribe: “Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia” (2 Pedro 1:3).

 

Sin embargo, cuando la Sagrada Escritura describe la fe como el reconocimiento, entre otras cosas, no quiere decir un entendimiento puramente intelectual de la verdad divina. La razón es ésta: “¿Quién enseñó al Espíritu de Jehová, o le aconsejó enseñándole?” (Isaías 40:13; Romanos 11:34; 1 Corintios 2:16). Y el apóstol Pablo escribe sin equivocarse: “Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación… Sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte” (1 Corintios 1:21,27).

 

Cuando la Escritura llama a la fe un reconocimiento, entonces este reconocimiento no sólo se aplica a la razón sino abarca el ser humano completo. Una participación firme o comunión que procede del profundo amor (como la palabra hebrea yadah = reconocer). El hebreo describe la relación sexual de hombre y mujer con la misma palabra. Tal reconocimiento de Dios no tiene nada que ver con obras intelectuales; todo lo contrario. Especialmente en el caso de personas con enfermedad mental y los niños, este fiel reconocimiento de nuestro Salvador y la confianza en él pueden ser mucho más pronunciados que en el caso de un adulto. Puesto que la razón con más frecuencia resulta en un obstáculo para la fe en el caso de un adulto, el Señor Jesús nos recuerda: “Si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18:3).

 

Por tanto es insensato y antibíblico cuando los bautistas niegan la fe de los niños y por esa razón rehúsan bautizarlos. Desafortunadamente, este concepto equivocado y no bíblico de la fe se puede encontrar en casi toda la teología evangélica pietista de la decisión. Se anima a la gente a decidir por Jesús o a entregar sus vidas a Jesús para ser salvos eternamente. Piden una obra humana. Y hasta se refieren a afirmaciones bíblicas. ¿No pide la Biblia la conversión o la fe en la forma imperativa con mucha frecuencia? ¿No dice el Señor Cristo a sus discípulos: “Arrepentíos y creed en el Evangelio”? Y el apóstol Pablo anima al carcelero en Filipos: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hechos 16:31).

 

Pero aquí hay que notar que en tales peticiones la fe sólo se describe como una manera en que la salvación llega a nosotros. Si la fe fuera una condición que el hombre tuviera que cumplir, entonces esto estaría en directa contradicción a los claros testimonios de la Escritura. El Señor Jesús indica: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere” (Juan 6:44). O el profeta Jeremías confiesa: “conviérteme, y seré convertido, porque tú eres Jehová mi Dios” (Jeremías 31:18). Por tanto se elimina cada una de las acciones humanas en la conversión desde el comienzo. Si alguien sigue la voz de Dios, esto no es un paso independiente hacia Dios, sino una señal de lo que el Espíritu Santo ya ha obrado. Y donde se enciende la primera chispa de fe, allí ya ha sucedido la conversión.[3]

 

Después de la caída, ningún ser humano es capaz de hacer nada bueno en lo que a Dios se refiere. Enfrenta a su Creador, ya no con neutralidad, sino como su enemigo. Ya no es capaz por sí mismo de volver a Dios. El apóstol Pablo dice: “Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; No hay quien entienda, No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Romanos 3:10-12). Y a los corintios escribe: “Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente (1 Corintios 2:14).

 

La Fórmula de Concordia resume:

 

En las cosas espirituales y divinas el intelecto, el corazón y la voluntad del hombre son completamente incapaces, mediante sus propias facultades naturales, de entender, creer, aceptar, pensar, desear, empezar, efectuar, hacer u obrar alguna cosa o cooperar en ella; sino que son corruptos y están enteramente muertos a lo bueno; de manera que en la naturaleza del hombre desde la Caída, antes de la regeneración, no existe ni se observa la menor chispa de poder espiritual por la cual el hombre mismo pueda prepararse para la gracia de Dios o aceptarla cuando se le ofrece, ni ser capaz por sí mismo de poseerla (2 Co. 3:15), ni de aplicarse o acomodarse a ella, ni por sus propias facultades ayudar a hacer algo en su conversión o cooperar en lo más mínimo para obtenerla… (DS II, 7).

 

Cuando nuestra confesión elimina toda cooperación humana en cuanto a la conversión (y estamos de acuerdo con ella), eso no quiere decir que todo sentimiento del ser humano también se elimina. Se trata de que este sentimiento es también una obra del Espíritu Santo. La Fórmula de Concordia dice:

 

De manera que cuando Lutero dice que en la conversión la voluntad del hombre es puramente pasiva, es decir, que no hace hada en absoluto, sino que sólo sufre lo que Dios obra en él, esto no quiere decir que la conversión se realiza sin que la palabra de Dios sea predicada y oída. Tampoco quiere decir que en la conversión no se encienden en nosotros nuevos impulsos por medio del Espíritu Santo ni se empieza una obra espiritual. Mas sí quiere decir que el hombre por sí mismo, o por su propio poder natural, no puede hacer nada ni ayudar nada en su conversión, y que la conversión no es sólo en parte, sino única y exclusivamente la operación, dádiva y obra del Espíritu Santo, que la ejecuta y la efectúa por su poder y fortaleza, mediante la palabra, en el intelecto, la voluntad y el corazón del hombre… (DS II, 89).

 

 

5. Permanecer en la fe hasta el fin.

 

En la explicación de la doctrina de la regeneración y la conversión de acuerdo a la Escritura, no se trata de un sofisma teológico. En donde no hay claridad acerca de lo que sucede en la regeneración, toda nuestra vida cristiana está en peligro. Si la regeneración — aún en la medida más mínima — consiste de obra humana, entonces nuestra fe depende del fundamento tambaleante de nuestros sentimientos. Entonces en las aflicciones siempre resurgirá la pregunta si nos hemos acercado lo suficientemente a Dios, o si hemos creído con suficiente fuerza. Sólo cuando aceptamos el claro testimonio de la Escritura, (aunque no le guste a nuestro viejo Adán) y cuando dejamos que la regeneración sea totalmente la obra del Espíritu Santo, podemos encontrar confianza de que somos salvos. Nuestra Confesión Luterana indica exactamente este aspecto consolador, una y otra vez:

 

En resumen, permanecerá eternamente verdadero lo que el Hijo de Dios dice, “Separados de mí nada podéis hacer” (Jn. 15:5). Y San Pablo, “Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Fil. 2:13). Este último pasaje es muy consolador para todos los cristianos que sienten y experimentan un pequeño destello de la gracia divina y la salvación eterna o las anhelan fervorosamente; pues saben que Dios ha encendido en su corazón este comienzo de la verdadera santidad y que además los fortalecerá y los ayudará en su gran flaqueza para preservarlos en la verdadera fe hasta el fin. (DS II, 14).

 

El Espíritu Santo nos conduce a la fe; obra en nosotros la regeneración. Pero con esto no ha terminado su obra. También nos cuida para que permanezcamos en la fe. Al considerar la permanencia en la fe es importante que no dejemos entrar la duda de la obra del Espíritu Santo. El Señor Cristo dice: “Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo” (Mateo 24:13) Muchos cristianos se preocupan de permanecer en la fe hasta el fin de sus vidas. Se comprenden tales dudas. ¿Quién sabe que traerá la vida? ¿Quién puede estar seguro que no va a tropezar? Si miramos a nosotros mismos jamás podemos encontrar esta confianza.

 

Pero esto no es necesario, porque no es nuestro esfuerzo lo que nos preserva en la fe. El Espíritu Santo obra la fe en nosotros, y también quiere mantenerla. Nos lo prometió. El Apóstol Pablo escribe acerca de este asunto:  “Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filipenses 1:6).  Y en 1 Corintios leemos: “Así como el testimonio acerca de Cristo ha sido confirmado en vosotros, de tal manera que nada os falta en ningún don, esperando la manifestación de nuestro Señor Jesucristo; el cual también os confirmará hasta el fin, para que seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 1:6-8).

 

 

Todo el que considera la fe y la regeneración como obra del hombre pronto perderá otra vez la fe. Hay muchos ejemplos de esto en la historia de la iglesia. Satanás hace todo lo que puede para llevar las almas que ya fueron ganadas por Jesús otra vez a su reino. Podemos resistir sus ataques solamente cuando también confiamos en la obra del Espíritu Santo en cuanto a la preservación de nuestra fe.

 

¿Como sucede esto? El Espíritu Santo preserva nuestra fe obrando en nuestro beneficio por los medios de gracia. Nos conduce a la comunión de los creyentes que se reúnen alrededor de la palabra y los sacramentos. Aquí recibimos alimento para nuestra fe y aquí somos fortalecidos en la comunión de los hermanos y hermanas. De este modo obra en nosotros y se cuida de que perseveremos hasta el fin. ¡Merece por esto nuestra alabanza y gratitud diaria!

 

6. Conclusión.

 

Finalmente debemos evitar un malentendido. Hemos oído lo importante que es eliminar toda cooperación humana en cuanto a la conversión y la regeneración. No existe tal cooperación. La conversión no es un trabajo en conjunto, en donde Dios y el hombre trabajen mano a mano. Esto se aplica a la regeneración, el llegar a la fe (conversio prima). Pero es válido también para la conversión diaria, (conversio continua). Lutero dice acerca de esto en su Catecismo Menor

 

…que el viejo Adán en nosotros debe ser ahogado por pesar y arrepentimiento diarios, y que debe morir con todos sus pecados y malos deseos; asimismo, también cada día debe surgir y resucitar el hombre nuevo, que ha de vivir eternamente delante de Dios en justicia y pureza. (Cat. Men., IV, 12, p. 363-364).

 

 Y en la primera tesis de 1517 Lutero dice:

 

Cuando nuestro Señor y Maestro Jesucristo dijo: “Haced penitencia…” ha querido que toda la vida de los creyentes fuera penitencia.

 

Este volver diario es necesario para el creyente también. Sí, la fe hasta es un requisito para ello. Mediante ella el creyente se hace capaz y obtiene la voluntad por medio del Espíritu Santo para cooperar en esta obra que agrada a Dios.[4] Toda pasividad sería errónea. (Pero otro ensayo posterior tratará con este asunto). Animémonos unos a otros siempre y oremos a Dios:

 

Tu templo entra, Oh Señor

Invitado de mi espíritu.

Me diste al que en tierra nací

Un bendito renacimiento.

Tu, Señor, que aquí morar

Te dignas en mi corazón,

     Como Dios tú reinas,

Y recibes igual adoración. Amén  (The Lutheran Hymnal 228:1)

 

 

Bibliografía

 

Einigungssätze zwischen der Ev.-Luth. Kirche Altpreuszens und der Ev.-Luth. Freikirche, hrsg. Von W. Oesch und G. Heinzelmann, Frankfurt 1948 (These 2).

Graham, Billy: Friede mit Gott, 22. Aufl., Neuhausen-Stuttgart 1997.

Günther, Hartmut: Die Entwicklung der Willenslehre Melanchthons in der Auseinandersetzung mit Luther und Erasmus (disertación), Erlangen 1965.

Kaiser, Bernhard: Wiedergeboren durch den heiligen Geist – Was ist das? In: Kaiser, Christus Allein, Bielefeld 1996, pp 60-77.

Libro de Concordia. St. Louis, Concordia 1989.

Luther, Martin: Sämtliche Schriften, hrsg. Von J. G. Walch, 2. Aufl., St. Louis 1880-1910.

Pieper/Müller, Christliche Dogmatik, St. Louis 1946.

Stallmann, Heinrich Z.: Vom Verhalten del menschlichen Willens vor, in und nach der Bekehrung, in: Schrift und Bekenntnis (theol. Zeitschrift del ELFK), 1920, p. 14ss.

 


 

Reacción al ensayo, “El Espíritu Santo da la fe”

 

Los ensayos sobre el Espíritu Santo que se están presentando en esta convención son una fuente de gran consuelo y fortaleza para cada uno de nosotros. Sin la obra del Espíritu Santo, ninguno de nosotros seríamos hijos de Dios, discípulos de Jesucristo, salvos por la eternidad. ¿Por qué? Porque desde la caída del hombre cada uno de nosotros por naturaleza es un incrédulo, un enemigo de Dios, perdido para siempre. No hay nada que podamos hacer por nosotros mismos para cambiar esto, para hacernos discípulos del Señor. Necesitamos un cambio de corazón y somos incapaces de producirlo. Por eso tenemos necesidad de escuchar un mensaje tal como este ensayo el cual nos asegura que Dios puede cambiar esta situación y lo hará. ¿Cómo lo hará? Al llevarnos a la fe en nuestro Señor Jesús. Y esa es la obra de la tercera persona en la deidad, la obra del Espíritu Santo.

 

El Dr. Herrmann lo expresó así: “Sólo con un comienzo completamente nuevo podemos ser rescatados de esta situación desesperada. Este nuevo comienzo sucede mediante el renacimiento. El Espíritu Santo obra nuestro nuevo nacimiento - esta vez como seres humanos espirituales, agradables a Dios. Nos muestra la voluntad de Dios, que se expresa en los diez mandamientos. Mediante la palabra de la ley él nos hace reconocer cuán perdidos somos como pecadores y cuánto necesitamos a un Salvador. … Nos lleva a confiar solamente en este Salvador y en lo que él ha logrado para nosotros. La Biblia la llama la fe… El Espíritu Santo nos da la fe por pura gracia. Y lo hace no de cualquier forma, sino por medios. La palabra del evangelio y el santo bautismo son sus “vehículos” mediante los cuales llega a nosotros y obra en nosotros…”

 

“Seguramente no es ninguna coincidencia que el Espíritu Santo compare el que lleguemos a la fe a un segundo nacimiento. Porque esta comparación muestra que el renacimiento no es una obra humana. El nacimiento significa que algo me pasa; estoy pasivo, no activo. — En el renacimiento el Espíritu Santo hace lo mismo conmigo; me da nueva vida, la vida espiritual… Lo hace por pura gracia. No hay nada que yo podría contribuir. Dios lo hace todo: Mediante su palabra, me envía su Espíritu.”

 

Hay muchos que se llaman cristianos y rehúsan aceptar que solamente el Espíritu Santo nos convierte y nos transforma. Este ensayo, por tanto, llama nuestra atención al pietismo, el pentecostalismo, los carismáticos, los bautistas y otros. Los bautistas, por ejemplo, no creen que el Espíritu Santo pueda conducir a un bebito a la fe por medio del bautismo. Pero la fe no es obra humana, es obra del Espíritu Santo. Agradezcamos al Señor el hacer algo que ni nosotros ni ningún ser humano seríamos capaces de hacer por otros ni por nosotros mismos, es decir, conducirnos a la fe y sostenernos en ella.

 

Aunque por nosotros mismos no podemos llevar a nadie más a la fe, sin embargo el Espíritu Santo, cuando ha producido la fe en nosotros, busca obras de agradecimiento de nuestra parte, es decir, compartir la palabra salvadora con otros. Al envejecerse el mundo, la tarea se hace siempre más grande. En el periódico de mi ciudad leí recientemente lo siguiente: “La población del mundo, actualmente de 6 mil millones, aumentará a 8 mil millones para el 2026 … y el total alcanzará 9.3 mil millones para el año 2050, la mayoría de ellos viviendo en los países menos desarrollados del mundo.” Como creyente, ¿sabes lo que esto significa para ti, lo que el Espíritu te está pidiendo hacer? Compartir la palabra con estos miles de millones de personas, la palabra y los sacramentos mediante los cuales el Espíritu Santo lleva a las personas a la fe. Esto es lo que nos enfrenta como miembros de la CELC en el nuevo milenio. ¡Y va a tomar más de cinco minutos! ¡Fortalécenos, Espíritu Santo!

 

Harold E. Wicke

 



[1] Pieper/Müller, Christliche Dogmatik, St. Louis 1946, p. 469

[2] Billy Graham, Friede mit Gott, 22. Aufl., Neuhausen-Stuttgart 1997

[3] Pieper/Müller, Christliche Dogmatik, St. Louis 1946, p. 438

[4] Esto es válido solamente mientras el Espíritu Santo obra en el regenerado. La Fórmula de Concordia (SD II, 66, p. 576) indica que el ser humano no es un colaborador en términos de igualdad con el Espíritu Santo (no como dos caballos tiran juntamente de un carro).