Rebecca Bowman

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La certidumbre

 

Rebecca Bowman

Siempre he vivido con el miedo. Es un miedo heredado, miedo a no sé qué, a una desgracia, a la cercanía de la desgracia, a la certidumbre de que algún día llegará, a la angustia de no saber cuándo. Pero sabemos que esas cosas ocurren, que a la gente le pasan. También vivo con la seguridad de que si me llegara a tocar la desgracia, no la podría soportar.

Por eso evito ciertos lugares, a cierta gente. No soy buena para ver ciertas cosas, el brazo mutilado, los niños muertos, los noticieros morbosos de las diez de la noche. Hay cosas que ni de lejos logro aceptar.

Me cambié de departamento en abril del año pasado, después de que firmamos Emilio y yo los papeles definitivos. Andaba ensimismada, envuelta en esa cobija de dolor que no me permitía ver nada más que lo mío. Me hablaban mis papás de Guadalajara. Insistían que yo regresara con ellos, pero mi trabajo lo tenía en México. Además ésta era la primera vez que vivía sola, y aunque me daba más miedo que lo que me había imaginado, con el tiempo empecé a sentir un cierto logro que para mí era prodigioso.

Nos casamos tan jóvenes que el separarnos no extraña. Nunca fue mi gran amor, más bien una simple manera de salir de mi casa, de emprender la vida sin tener que hacerlo sola. Los dos de la misma preparatoria, estudiamos la misma carrera, y luego de casados nos mudamos aquí. Con el tiempo me fui dando cuenta que lo que hicimos fue un error. Cuando, después de cuatro años no malos pero tampoco buenos, Emilio me dijo que ahora sí se había enamorado, de cierta manera para mí fue un alivio.

El departamento tiene apenas los muebles necesarios: una mesa, dos sillas, el colchón solo. A las paredes no las he adornado. Siguen siendo de la misma blancura, y en la cocina tengo dos platos, un vaso, una sartén. Las cosas que compré de casada se las dejé a Emilio, pues a él sí le servían. Y a cambio él me dio el dinero suficiente para amueblar mi nuevo hogar. Todo esto me da gusto, tener todo nuevo, y poquito. Al mirar las paredes desnudas, la sala sin amueblar, siento que estoy entrando en una vida monástica que siempre he deseado.

En las noches es cuando más batallo. Dejo la luz encendida, y el volumen de la tele bajo para cubrir cualquier sonido que pudiera asustarme. Como sea escucho todo alrededor; los pocos pasos que se oyen del departamento de arriba, el llanto del niño en el 5C. Identifico los ruidos lo mejor que puedo, dándoles un rostro, un nombre, para no sentir que me asedian.

Dispongo las cosas como yo quiero, la taza en su lugar, la almohada como me gusta, y no hay quién me contradiga. Como a deshoras, lo que se me antoje, una sopa nomás, o un taquito, yogur. No hay un modelo, la verdad, para la mujer sola, de cómo debe vivir, por lo que tengo una libertad que antes no tenía, aunque también me surge de repente la angustia de no saber ya qué esperar. Y envidio la suerte de Emilio, que fue él quien se enamoró, y pienso que ya no estoy en edad, que ahora a mí no me va a tocar.

Todavía me viene a visitar. Me habla por teléfono, para ver cómo estoy, si no me hace falta nada. Y aunque a veces me molesto, me enojo y siento haber sido abandonada, también sé que todo lo que hicimos tanto él como yo, lo hicimos de buena fe. Que allí no hubo malicia.

El mundo se ancla de muchas maneras; con la sensación de nuestro propio peso, con la presión del piso hacia nuestros pies, con el roce de nuestra piel con las cosas. También se hace con la vista, pero es cuando uno no usa la vista que se da cuenta de que requiere de esos otros sentidos. Me paro, camino por el cuarto con los ojos cerrados, un vértigo me ataca, de inmediato. ¿Cómo lo aguanta? ¿Cómo no se pone a gritar?

La conocí en el vestíbulo, esperando un taxi. Traía los lentes, el bastón, el parado quietecito y la cabeza inclinada que delataba su condición. Me pidió que le dijera cuando se asomara el taxi y mientras llegaba nos pusimos a platicar. Supe que vivía en el piso de arriba, y entonces hice una revisión mental rápida de lo que oía desde mi departamento. Me di cuenta de la ausencia de ruido de ese lugar, que era un espacio silencioso. No se oía más que el leve murmullo de una radio casi continua y unos pasos lentos y deliberados. Me dijo que tenía tiempo viviendo allí con su marido, y que a ver cuándo venía a visitarla.

 

Hemos tomado café, una, dos, diez veces, a veces en mi departamento, a veces en el suyo. Platicamos banalidades, intercambiamos recetas. Voy sabiendo de ella. Nació en la ciudad, tiene treinta años ciega. Menea la cabeza, sus manos juntas, sus labios apretados en gesto de lamentar. Hija de comerciantes, ha vivido toda su vida en el sur de la ciudad; su casa original queda a escasas seis cuadras de donde está ahora. Comemos galletas, a veces pastel.

Carmelita tiene sus defectos. Quiere que yo le platique de los vecinos, que le cuente todos los chismes que sepa, y habla muy mal de la conserje, que para mí es una señora bastante fina, agobiada, quizás por tantos hijos que tiene. Mi amiga es vanidosa. Me he dado cuenta de que piensa que es más bonita de lo que es. Y claro, no tiene el testigo del espejo para desmentirla. Una vez me preguntó si se había arrugado. Teme que no se lo haya dicho su esposo por piedad. Levantó los dedos y palpó sus mejillas:

—Y es que siento la piel más reseca, más flácida— yo le dije que no, que todavía no.

Ella me ha dicho que antes leía mucho. Leía constantemente, en el metro, en los colectivos, llegando a casa, con la cuchara sobre su plato de cereal. Leía para pensar con los pensamientos de otros, para permitir que esos pensamientos fluyeran por su cabeza, para impedir que los suyos irrumpieran, que no irrumpiera el miedo intenso que ella sentía, miedo a la desgracia. Leía de las desgracias de otros, de Orestes, de Edipo, y sentía que con eso se volvería más sabia y por ende menos vulnerable.

Pero ya no puede leer, y aparte de la radio que la acompaña está obligada a pensar siempre, pero ya no siente miedo, al menos no el mismo miedo, pues ya sabe lo que es la desgracia.

Pienso en los ciegos, en Teresio, Milton, Homero, en la supuesta sabiduría que alcanza uno con perder la vista. Siempre que la visito la observo cómo lo hago con los que salen en los noticieros, las recientes víctimas de una desgracia, con cuidado, esperando quizás que me enseñe cómo es que hay que actuar.

Su departamento tiene el olor de las casas viejas, huele a polvo, a tabaco de pipa, a azúcar. Ella misma despide ese olor, a tierrita dulce y confortante.

Él está con nosotros siempre, presente o no, siento que llegará en cualquier momento. Llegará y depositará una mano posesiva sobre su hombro, como aviso de que ya llegó, y ella posará la suya sobre la de él, que descansa todavía sobre su hombro. Veo los objetos del departamento, objetos escogidos, seguramente por él; de su gusto, masculinos, fríos, de filo metálico, de colores sobrios. Y ella con los labios rojos, con el peinado y vestido de décadas atrás. ¿Por qué no le dice su marido que así ya no se usa? ¿Querrá que siga vestida así? ¿O acaso él no se da cuenta?

Él tiene los ojos celestes y tan escasos de color que son suyos los ojos que parecen ciegos. La nariz ancha, un escaso bigote. Su mentón es redondo, débil. Es calvo y de orejas salidas. Tiene sesenta o sesenta y cinco años, el caminar fuerte y determinado de alguien que está resuelto a no envejecer.

Me saluda con un entusiasmo enorme, con una especial atención. Con los modales de quienes se fijan más en cómo ejecutan el saludo que en la persona a que va dirigido. No me gusta estar cerca de él.

Cierro los ojos y sigo caminando. Siento esta falta de certeza que ella ha de sentir, el mundo inmenso, sin un horizonte. En el espacio dentro del departamento ella se mueve con mucha seguridad, como uno mismo lo hace al levantarse de noche, a oscuras, para tomar agua, para ir al baño, los lugares de los objetos impresos en la memoria sin que uno se haya dado cuenta. Pero siento su temor cuando sale asida del brazo del otro, con su bastón insistente, golpeando, como la nariz de un sabueso que husmea en todas las esquinas. Rara vez sale sola. Doy otro paso y siento el vértigo de quien se acerca a un precipicio. ¿Debería seguir? ¿Qué hago? Mi mano se extiende, busca asir algo.

 

Los vecinos creen que él es bueno, que sacrificó tanto al casarse con ella. Lo saludan respetuosamente en el elevador, en el oscuro vestíbulo de abajo, de piso de mármol, grisáceo, resbaloso.

Pero un martes, mientras golpeaba la cuchara en la orilla de su taza de café, una, dos veces, y la dejó con cuidado sobre la barra de la cocina, ella me contó de cómo, de joven, cuando iba a diario en el metro, los colectivos, evitando el mundo a través de unas páginas, lo conoció, allí mismo en la estación, y que con el tiempo le agarró confianza, y me platicó de cómo aceptó por fin tomar un café con él y que se fueron conociendo.

 —Sabía mucho. Muchísimo. Tenía veinte años más que yo, una esposa, dos hijos, pero sabía tanto. . . No sé, me enredó.

Ella me platicó que todo fue muy intenso, pláticas hasta tarde, y citas en restaurantes, y por fin el encuentro en el hotel, y la manera que él tenía de asirla, de enterrar su rostro en ella, gimiendo, llorando, y que ella, de pronto, arrepentida, y también —¿por qué no decirlo ahora, ya que había pasado tanto tiempo y ninguno de los dos era el mismo?— también repugnada por esa desesperada necesidad que él le tenía, lo quiso dejar. Y cuando ella trató de romper la relación, le echó ácido y la cegó.

Este último me lo dice con la meneada de cabeza que los invidentes usan sin darse cuenta. Con su peinado de hace mucho, de cuando todavía no la tocaba la desgracia. Suspira un poco, toma aliento y me dice que lo encarcelaron y luego salió y que la buscó —después de haberle escrito innumerables veces, cartas que sus padres no le dieron, que rompieron, sobre cuyos trozos escupieron— que saliendo él la buscó y que ella se fue con él. Todo lo platica con el tono de voz de quien contiene apenas una risa, con un tono irónico, de cómplice, que me quiere contagiar.

Después, en mi departamento cierro los ojos e intento entender. ¿Qué habrá sentido? ¿Qué sensaciones de dolor, y luego de asombro, de simple incredulidad de que le haya pasado lo que le pasó? La imagino en el hospital, rodeada de voces, de contactos suaves, asombrada por completo de estar ahí.

Y luego se casó con él. Qué miedo tan grande de estar sola como para aceptarlo, o qué capacidad de perdonar.

 Y pienso en lo que oigo de gente capaz de provocar tanto uno al otro, capaz de actos pasionales extremos. Ella tomó su deseo de poseerla por amor. Él estará contento; allí la tiene a ella, dependiente, completamente suya. Al fin ganó él, pero cierro los ojos y todo lo que quiero es asir algo, alguna mano, algún brazo.

Seguramente al principio gritó no sólo por el ardor insoportable sobre los ojos, la piel, sino por la certidumbre de que ya le había sucedido la desgracia.

La siguiente vez se quita los lentes y levanta el fleco, para enseñarme, ahora bien, las cicatrices que yo le aseguro casi ni se ven. Y me explica que no ve oscuro sino manchas rojas, blancas.

—A veces son bonitas —me dice—. Cuentan que a la gente privada de un sentido le aumentan otro, que al ciego se le vuelve agudo el oído, que al sordo el olfato, pero eso no me pasó a mí. Y aquella capacidad para reconocer a la gente por su voz o por sus movimientos nunca la desarrollé.

—Las cosas no son tan blanco y negro.

—¿Cómo me iba a ligar con otro distinto si no lo conocía? ¿Y cómo pude conocer a alguien plenamente, así, al grado de poder acostarme a su lado y dejar que me tocara si no conocía su rostro?

—Lo que hizo lo hizo. Fue un momento de locura. Así en nosotros hay esas rabias que te ciegan, que te pudren adentro. Y el coraje que sientes no te deja pensar, y haces cosas que normalmente no harías—. Alza un hombro. —Nadie sabe de lo que es capaz.

—Él me quería. Eso es todo. Ahora ya es otro hombre.

Vuelve a llenar nuestras tazas, un dedo posado sobre el borde para avisarle cuando están llenas. El calor del líquido hirviente le advierte antes de llegar a tocarla.

Espío sus movimientos, cuidadosos, deliberados; tanto esfuerzo para lograr las cosas más simples, para vestirse, para comer. ¿De dónde saca la energía necesaria para dejarlo?

—¿Y tus papás?

—Mi mamá solamente, mi papá se fue hace mucho... No, mi mamá me comprende. Odia a Saúl, pero me comprende.

—Después de que salí del hospital, era como si me hubiera detenido. ¿Qué hacía entonces? ¿Qué hacía? Mi mamá me sugería cosas, que si estudiaba música... pero todo me parecía un entretenimiento no más, un recurso para hacer pasar el tiempo. Estuvo cinco años en la cárcel. Él mismo se entregó. Nací con la sensación de que iba a hacer algo grande, pero ya no supe lo que pudo ser.

—Él está arrepentido, tú no sabes. Es otra persona.

—Cuando rompí con él fui cruel. Dije unas cosas. . . imperdonables.

—Y es que la gente no se prueba. Todos, todos que saben de esto, todos a quienes se lo cuento, sienten que ellos son mejores, que ellos no harían ni lo que él hizo ni lo que hice yo. ¿Pero cómo sabes tú si no te toca? Qué fácilmente nos creemos buenos. No saben, no conocen esa desesperación.

Toma la taza entre las dos manos y la acerca a su rostro. Tanta gente que se casa sin saber si su esposo es el elegido, si no pudieran cometer un error, y ella con el destino fijado. Da lástima, y no sé si regrese; aunque no regresar a verla me parece un acto demasiado cruel. Cuando él llega, o está ahí cuando llego a verla y me saluda con la mano entusiasta, fuerte, siento que me jala, que su intención al tocarme es jalarme hacia ellos. No quisiera ser ella, jamás jamás, Sé que los dos viven enfermos, que están mal, pero en ella, sentada inmóvil, asiendo la taza y mirando hacia la nada, hay una certidumbre que envidio.

 

 

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Este registro se añadió el 28 de octubre 2009

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Rebecca nació en Los Ángeles, California, radicó en Ciudad Victoria, durante muchos años. Fue becaria del CONACULTA y del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes.

Obtuvo el premio Juan B. Tijerina en cuento. Colaboradora de A Quien Corresponda y promotora cultural. Actualmente vive en Texas, donde trabaja en la docencia.