Realismo maniático

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Realismo maniático

 

José Luis Velarde

 

 

 

 

Esta usted escuchando la Radio de la Infinita Melancolía

El Libro de las Desapariciones

La manta extendida sobre la cama muestra un paisaje africano. Los animales se manifiestan vitales, inquietos. El león corre entre el pelo enmarañado de la persona tirada en el Valle del Serengeti. Las cebras galopan más allá de los pastizales y perfilan un brazo descolorido que interrumpe la llanura. Los buitres acechan la oportunidad de remontarse en la atmósfera brillante y cálida que sólo puede repetirse en el Mediterráneo y en el Noreste de México. La luz que entra por la ventana del poniente, aunque filtrada por una malla mosquitera, deslumbra a las hienas que chillan furiosas y enardece a los insectos que se acercan a la cama que ocupa la mayor parte del recinto miserable. Afuera, un niño intenta elevar una cometa azul en el aire inmóvil y dos muchachas caminan con sobresaltos por la calle sin pavimentar. El mediodía de mayo agobia a la gente, la aturde, la deja cansada y sin afanes curiosos. Hasta ahora, son muchos los que han pasado frente al cuarto del muerto, sin percibir que las moscas se incrementaron en el vecindario construido al oriente de la ciudad. Son tantas que quizá se volvieron invisibles. Nadie parece molestarse por el zumbido que ha convertido a la vivienda en un panal; una colmena que vibra constante, como la música que surge de la radiograbadora portátil de un hombre que se embriaga sentado en el cordón de la banqueta. A sus pies, transcurren las hormigas, las piedras y la maleza descolorida por el sol. La melodía habla de un abandono terminal; de una vida condenada a la pena por el amor que se interrumpe sin aviso. La voz del intérprete imita el maullido de los gatos, se escurre por los tejados de palma que abundan en los alrededores, intenta ser aguda y dar explicaciones válidas para la pérdida inenarrable, aunque sea incapaz de encontrar la justificación que alivie al hombre consternado.

 

No hay demasiados muebles en la habitación austera. Una mesa de plástico blanco, un par de sillas del mismo material, la hornilla de petróleo, el ropero de madera frágil y apolillada que el barniz no pudo restaurar, antes de ser cubierto por los carteles a los que el sol también volvió quebradizos. La cama, en cambio, soportó los embates luminosos; los que entraban por el cristal y los que hacían olvidar las pesadillas cuando la mujer aún no se marchaba. Resistió el maltrato y, tras el abandono, fue cuidada con la pulcritud que sólo se permiten los que aman. Las sábanas limpias, tersas como la superficie de un mar utópico a salvo del oleaje, se acostumbraron a permanecer inmaculadas.

 

El hombre sentado en la calle extiende las piernas, se flexiona como si fuera a incorporarse, detiene el impulso e inhala el humo del cigarrillo que ya le quema los dedos. Bizquea ante el sol, bebe a morro el último sorbo de una cerveza cálida y se desploma de frente. El polvo cubre de prisa los rasguños del rostro y las heridas abiertas en la mano derecha por la botella, rota al caer. El derrumbado advierte que se acercan dos muchachas. Son bonitas, les habla con voz muy suave y se desespera al no conseguir que le miren. No pretende molestarlas ni enamorarse de ellas, sólo desea que no se vayan tan de prisa y se arrastra entre los surcos abiertos por las ruedas de los vehículos que pasan de vez en cuando. Las muchachas se alejan, una de ellas sonríe y el hombre evoca otra sonrisa extraviada que le permite levantarse y caminar hacia el niño del papalote. El pequeño sujeta un cordel de cáñamo y corre por la llanura para tensarlo. Intenta elevar el juguete formado con tiras de carrizo; papel de china, papel engomado y cola de trapos viejos, a la vez que se aproxima a la radiograbadora solitaria. Al llegar junto a ella, la mira curioso, se encorva, incrementa el volumen y sintoniza otra estación donde un grupo norteño narra, para la audiencia de la amplitud modulada, la historia de un hombre triste. El sol ya le incomoda y decide marcharse con el aparato. El hombre cubierto de sangre pretende detenerlo, grita furioso, pero la voz se resquebraja cuando su dueño tropieza con una piedra que encubre alacranes y tarántulas.

 

El suelo es una caricia antes de volverse quemadura.

 

La piel se ulcera, se calienta y provoca malestar. La sangre se derrama como si fuera un bálsamo atroz. Se mezcla con el polvo y atrae la atención de las moscas que descienden con la luz solar. El hombre camina sin prisa. Cruza un campo de futbol donde se afanan algunos muchachos en controlar una pelota huidiza en el terreno inconstante. No escuchan la historia del que también quiso ser jugador profesional y alguna vez se presentó a entrenar con el equipo de tercera división de la ciudad envuelta por la calidez del verano perpetuo. No le advierten, pero al hombre no le importa, sigue adelante, corta camino por los terrenos baldíos unificados por las hondonadas y los matorrales. Habla de sus recuerdos con voz queda. La casa; el cuarto de ladrillos sin revestir, los arreglos que llegarían con la partida al Norte y la frontera convertida en la trampa que se robó los ahorros. La casa; el baño sin drenaje, el regreso infructuoso, los pinos sembrados en Wyoming durante las nevadas del invierno y la soledad que le impulsa hasta la cama donde desciende sobre una manta tersa que muestra un paisaje africano.

 

Un rebaño de gacelas permanece junto al lago enrojecido que se extiende debajo de una mano muy pálida. El sol inquieta a dos elefantes que se refugian en la sombra que el cuerpo derrama para disminuir los colores intensos de la jungla. En la pared, de ladrillo irregular, cuelga una fotografía instantánea que se desdibuja a diario. El mediodía intensifica la temperatura y el calor se vuelve insoportable, como la tarde en que el hombre y la mujer fueron retratados en una playa tamaulipeca. Miraban hacia el poniente. Ahora parece que ambos observan al hombre yerto a pesar del polvo que los cubre a todos. Una música imprecisa atraviesa la ventana. El niño ha olvidado el papalote y juega, sentado en una piedra, a manipular la radiograbadora recién adquirida. No le molesta el sol, pero la brillantez del cielo le hace entrecerrar los ojos pardos. Intenta sintonizar la estación radiofónica donde se programa con frecuencia la canción dedicada a un hombre solitario. Sonríe para sí mismo, al imaginar que el intérprete es un gato que maúlla bajo la luz de la luna. No percibe a las dos muchachas que caminan hacia el poniente. Más allá del campo de futbol y del horizonte infinito.

 

El aire permanece inmóvil aunque en las alturas haya comenzado a agitarse el viento. Los buitres se desprenden de la jungla y se confunden con las moscas. Revolotean sobre la cama y se elevan sobre el Valle del Serengeti para vigilar al hombre muerto.

 

Nadie lo advierte.

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Este registro se añadió el 28 de octubre 2009

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