Rebecca Bowman

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Las peripecias

 

Rebecca Bowman

Esta historia es sobre el azar, sobre el destino, sobre un ciclista con una cachucha roja– su hermana, seguramente era su hermana, posada en la parte de atrás– y cómo él se iba directo hacia Adriana en un sentido diagonal inusitado y cómo ella agarrando el volante lo vio acercarse con sus piernas largas, huesudas; aún se veían huesudas a través de los pantalones beige, sus movimientos de títere, su rostro girado hacia ella, mirando, incluso el rostro de ella, retándola sin detenerse y cómo ella, con desconcierto, sin poder respirar, trató de hacerlo, pero el ciclista, inexorable, continuó su camino.

Y luego la lonchera rosa de la hermana, tirada en el suelo, intacta, sin raspadura alguna, y el policía tranquilo, sin prisa, apuntando los datos en una libreta, y la ambulancia que llegó y los paramédicos que también trabajaban con calma preguntándole a Adriana si estaba bien. Claro, sacudía la cabeza, claro que estoy bien deseando con mucho que les pudiera mostrar algo, aunque fuera un moretón, pero no, no pudo, pues sólo les tocó la desgracia a los otros. Esperó un día, otro. Rafael estaba preocupado, y aunque muchas veces él le aseguraba que todo saldría bien, dijo en un momento, su voz vacilante, carraspeando un poco y sus ojos en sesgo, que a lo mejor tendría que llamarle a Gerardo, para pedir que interviniera en el asunto, y esperó que ella tuviera alguna reacción, que brincara que dijera que jamás le hablara a ese tipo aunque la metieran en la cárcel, a él no le dirijas la palabra pero sólo alzó un hombro. Ya le fue indiferente todo lo anterior.

No hubo necesidad de hablarle, porque la exoneraron. Y francamente qué pudo hacer, si no tuvo tiempo ni de reaccionar, pero el rostro del muchacho, las cejas espesas, oscuras, los ojos y la boca. Era un muchacho bello, de eso se dio cuenta aun en aquellos segundos en que iba acercándose, era un muchacho bello.

Ahora su vida sigue como siempre, pero va acrecentando su necesidad de hacer memoria, porque de alguna manera el suceso no comenzó allí sino que se inició en otra parte, y ahora, en las noches después de que se duerme Rafael, ahora es cuando puede ir juntando las piezas de esta historia.

Hay un tin tin leve, musical que sale del contacto de una cuchara con un vaso, y Belinda, en su afán de siempre de hacer de lo sencillo algo ceremonioso, empieza a hablar. A brindar por la nueva amistad especial que lleva a esta pareja, Belinda y Gerardo con Rafael y ella. Y levantan las copas en este restaurante del centro, los meseros cercanos con sus camisas blanquísimas, atentos, el carrito de los postres con su domo de vidrio como una promesa de futuros disfrutes, la luz rosada entrando a través de cortinas opacas y cayendo sobre una alfombra de grecas, color borgoña, y sigue la voz de Belinda, como siempre, melodiosa, mientras Adriana mira espantada los precios.

La hermana del muchacho es sólo un apéndice, no parece tener historia propia. Es algo que aumenta la tragedia, pero es poco lo que piensa en ella. Si acaso la imagina corriendo por una banqueta, dando un brinquito antes de llegar a una reja azul, o la ve tomar de manos maternas un vaso de agua rebosante. La hermana es un conjunto de posibilidades que no se cumplirán, que quedaron por allí, y Adriana sufre, claro, sufre porque pasó lo que pasó. Para ella es una herida en el pecho, un ardor que llega hasta los brazos, que hace que sus dedos duelan, pero hay algo allí que no es lo mismo, el daño hacia la hermana es colateral.

Rafael la abraza, una noche, poco después del accidente, con uno de aquellos brazos que más le gustan, envolventes, paternales, y le dice que no tiene la culpa, que igual pudo haber sido otro carro, que quien no tuvo cuidado fue el joven, muchachos tontos, no miden el peligro, le dice susurrando, casi, la boca cerca de su frente, y le raspa con la barba sus mejillas húmedas, pegajosas, y en esa cápsula de carne, de calor, de olor a jabón, a lima, a tabaco se siente un poco aliviada; pero con los meses Rafael le deja de tener paciencia, cuando lo vuelve a comentar la mira, no enfadado pero con esa especie de paciencia estudiada que ha de tener con los clientes necios. Si ya hablamos de esto, Adriana. No le estés dando vueltas.

Pero vueltas le da, no todas las noches pero casi todas. Ve el rostro cejijunto del muchacho, los oscuros, la mirada, si no de reto, de mucha seguridad. Luego la niña, su pelo largo, quebrado, recogido en una colita, con una mano posada sobre el hombro de su hermano, también mirándola, sin miedo alguno, confiada.

Y es que fue tan repentino: la trayectoria de la bicicleta, la de su carro, la repentina y pasmosa certidumbre de éstas se cruzaban. Fueron acaso unos segundos. ¿Por qué debieron juntarse en ese mismo momento en ese mismo lugar? Tantos puntos en el espacio, tantos posibles tiempos, no se explica por qué no se pudo evitar.

Se acuerda del comedor de la casa de Belinda dispuesto para recibirla, los trastes luciendo, las gardenias asomándose desde el jardín, el suave caminar de la sirvienta detrás del biombo. Gerardo tiene un algo puesto en el gobierno de manera que casi nunca está allí, pero se siente presente si no él su posición, que da una mayor amplitud, un cierto misterio a lo que hace Belinda. Adriana se queda horas y horas pensando en ellos, en como deben de imitarlos ella y Rafael. Revisa el contenido de su casa, el contenido de sus días, y los halla incompletos.

Pasan horas en el club junto a la alberca, con el olor a cloro, a bronceador mientras los niños salpican el concreto rojo antes de volver a sumergirse en el azul irreal del agua. Belinda siempre con sus pies perfectos en sandalias color salmón, las uñas como conchitas pintadas y una nube fragante alrededor. Los niños de Belinda son hermosos, saludan bien, se alejan y bajo una palapa empiezan a secarse, a estirar sus toallas, y extenderse sobre ellas. Desde lejos brillan sus frentes limpias sobre ojos cerrados. Belinda los mira con complacencia, y dice que son muy buenos.

Disimulando su curiosidad Adriana pregunta sobre las calificaciones de los suyos y Belinda asegura que van bien.

Belinda tiene una manera de sentarse en un lugar que hace que eso sea el eje del mundo, desplaza el espacio, la luz, y causa que los demás se opaquen. Las sillas junto a la alberca giran hacia ella, y ella es quien elige el tema de conversación, que con el paso de las semanas– se percata Adriana– tiende a  ser el mismo, su propia manera de vivir. Hay algo allí, sin embargo, que va descubriendo Adriana poco a poco y que, aunque no lo sabe nombrar, no le acaba de gustar. YT le ha ido aumentando la insidiosa sensación de que Belinda se cree mejor que todas. Con el tiempo se arrepiente porque en los primeros días eufóricos de su amistad tuvo la indiscreción de platicarle sus problemas; que con el dinero, que con Rafael, quien siempre piensa que Adriana puede hacer las cosas mejor.

A Javier, su segundo hijo, se le raspó la rodilla, y tiene otra vez desatado el cordel del traje de baño. Llega como siempre con su enorme cariño hacia todos, se quiere colgar sobre Belinda, y siente Adriana como su amiga se repliega, como una mano vacilante hace de un gesto de apapacho una manera de empujar la cara para atrás. Ay, mocoso, le dice Adriana, jalándolo para sí no te encimes tanto. Le empieza a secar el pelo, la cara, frotando sus orejas, su rostro, y buscando bajo la toalla la moldura de sus facciones, el calorcito húmedo que emite la abertura de su boca, le da un beso a través de la tela.

Aún con su voz melodiosa, con su atuendo perfecto, Belinda tiene sus defectos. Los comenta Adriana con Rafael, en esa sobremesa infrecuente en que juzgan a sus amigos, que les aliviana el tedio de tantas horas similares. Belinda siempre llega tarde, y tiene unos gestos amplios y dramáticos que parecen a veces ridículos. No, mi reina, dice, así no lo haría yo. Acerca un cigarro a sus labios y le da otra fumada. Suelta el humo en un gesto complacido mientras Adriana se rasca un piquete de mosco. Belinda es de las que aconseja, que aguarda cualquier cumplido, que siente que si la adulan es lo debido. Jamás pide una receta.

Mientras, Adriana batalla con Fernando, trata de corregir a Javier; una y otra vez tiene que llevar a la bebé con el doctor. Para llegar al club a tiempo o tener todo listo para ir a merendar con Belinda, hace peripecias enormes. Y siente la frustración de tener unos hijos que no cooperan.

Las piezas se van juntando muy noche, mientras Adriana se encamina, nuevamente, hacia la cocina para descansar sus labios sobre el borde de un vaso. Las losetas son tibias bajo sus pies descalzos y apoya los codos sobre la barra y mira hacia la campana de la estufa. Sabe que Belinda forma parte de la historia, pero que más aún lo hace José.

Este, el hijo mayor de Belinda, tiene la misma edad que Fernando. Ya entró a secundaria, y sin batallar. Camina con la seguridad de quien se sabe buen niño. A Fernando le encanta jugar con él, y Adriana sabe, por otra gente, que las muchachas lo van persiguiendo. Adriana le busca defecto pero no lo halla, excepto que tiene la cara un poco aniñada.

Rafael y Gerardo siguen con sus asuntos. Gerardo le pasa varios negocios, y Rafael está encantado. Van a cenar, las dos parejas, dos o tres veces más, y, aunque a Adriana le preocupa el gasto, Rafael dice que se justifica. Con el tiempo Adriana se da cuenta que Gerardo no es tan listo, que más bien le ha tocado suerte y que tiene la habilidad de serles fiel a sus jefes, y le entra en la cabeza una palabra que no osa pronunciar: arrastrado.

Algo hace Gerardo, imperdonable. Y aunque él insiste que sólo obedecía órdenes, Rafael no se lo cree. Piensa que fue Gerardo quien incluyó a Rafael en la denuncia, y aunque no llega a mayores, Adriana anda durante un tiempo en una nube de duda y desprestigio. Cuando vuelve, poco después, a toparse con Belinda, su cuerpo tenso, su corazón palpitante, Belinda la pasa de largo.

Ya resuelto el asunto, Rafael le platica en las horas tardías de la noche los pormenores del caso, y los dos se quedan asombrados de que alguien pudiese portarse así.

Pero la melodía continúa en la cabeza, se acrecienta.

Cuando llega a toparse con algún hijo de Belinda, ya sea en el club o en otra parte, siente torcerse su corazón y lo sigue con los ojos. Lo ve de repente tan lindo con sus piernas largas y su caminar seguro, la cachucha echada para atrás, que hasta cae mal. Al pasar por la casa de los Sánchez siente sus ojos girar, y observa a Belinda ahora de lejos. Ve los mismos gestos ampulosos dirigidos a otras amigas; la suave mano que toca ligeramente el brazo de la nueva compañera mientras le regala una confidencia, la risa armónica y campaneante capaz de hacerle sentir cosquillas. la ve rodeada de amigas, yendo a fiestas, la imagina tomando té en un sofá rodeada de cojines, le empieza a desear el mal. Que algo le toque a ese atuendo elegante, que aquel maquillaje liso y exacto sea deshecho por lágrimas, que la fachada perfecta de su casa se vaya derrumbando, y cada vez que se da cuenta de una nueva compra o que pasa y ve que el jardinero le esté cortando nuevamente el pasto, cualquier bien, sea lo que sea, aun lo más banal, le duele enormemente.

Y desde esta jaula de envidia, de rencor, intenta vivir sus días.

Mientras, seguramente, la niña va jugando con piedritas, el joven se dirige hacia la secundaria, echa su fleco para atrás en un gesto osado. Lo ve bajando la loma en esa corriente de muchachos que salen de la Prepa 1. Él se aparte de algunos amigos y grita desde lejos a una muchacha que carga una pila de libros cual si fuera bebé; ella voltea, lo mira, lo espera mientras deja que el ímpetu de la bajada lo lleve rápidamente hacia su lado, esquivando con destreza los grupos de dos tres cuatro jóvenes que van migrando hacia el centro. La muchacha patea ligeramente un poquito de pasto que se ha logrado asomar por entre las placas de cemento y él llega y camina cerquita de ella.

Adriana sube lentamente las escaleras, se detiene un momento bajo la luz del descanso antes de girar el picaporte y entrar en la recámara oscura en donde duerme Rafael.

Siguen bajando la loma; comparten un vasito de coco con chile. Los dedos de ella rozan ligeramente los suyos, y pasa alguien de atrás y le empuja a propósito. El muchacho voltea y ve la sonrisa irónica de Apolinar quien luego se hace el desentendido y camina más rápido para rebasarlos. Llegan a la esquina del puente desde la que cada quien debe tomar su rumbo y el muchacho y la muchacha se detienen un ratito. Terminan el coco juntos mientras arriba de ellos flotan bandadas de pájaros, que en un movimiento liso y repentino se posan en las ramas del árbol que crece en el fondo del río. Ellos también se apoyan en el barandal que les protege del precipicio y, mientras los carros pasan, miran hacia el recodo del río en la distancia.

La niña sigue ahora a su mamá, trepa la escalerita de una casa y brinca con fuerza, aventándose hacia el espacio.

Adriana se acuesta silenciosamente y abraza la almohada tibia para sí, deseando hundir junto con su rostro el temor que siente al lugar a donde sus pensamientos le están dirigiendo.

Quizás era la seguridad que le daba el haberse declarado a la muchacha, quizás era eso lo que le hizo manejar la bicicleta con la cabeza recta, con los ojos seguros de alguien superior, y que lo indujo a que se sintiera invulnerable. Por unos momentos, por un día, tal vez por las horas que siguieron a la salida del colegio, su llegada a casa, la comida y el momento en que su mamá le mandó a que comprara refresco y su hermana le pidió por favor por favor, me llevas contigo y él, de buenas, de buenísimo humor accedió; él sentía  que nada le podía pasar. Y uno tiene derecho a ese sentimiento. Cómo no. Mete su cara aún más en la almohada y recuerda ver el rostro confiado del muchacho que tanto se parecía, al cruzar hacia ella con ese aire de reto, al de José, las mismas cejas, el gorro parecido, las piernas largas y huesudas, y recuerda, por fin, el impulso de odio y de rencor que le hizo hundir el pie.

 

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Rebecca nació en Los Ángeles, California, radicó en Ciudad Victoria, durante muchos años. Fue becaria del CONACULTA y del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes.

Obtuvo el premio Juan B. Tijerina en cuento. Colaboradora de A Quien Corresponda y promotora cultural. Vive en Texas, donde trabaja en la docencia.